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INTROITO A MEGAFÓN

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La historia de Megafón y el planteo de sus Dos Batallas dormían en el archivo potencial de mis buenas intenciones. Más que dormir estaban como en suspenso, ya que «lo preferible», si bien acosa y urge al narrador con sus instancias, ha de morder el freno de la Oportunidad cuyas razones escucha el narrador si es de los que visten sin desdoro el mameluco de la prudencia. Mi duda inicial era la siguiente: ¿resultaría cuerdo lanzar a Megafón aquí y ahora? Por fortuna, la resonancia que obtuvo en 1965 El Banquete de Severo Arcángelo me dio a entender que los argentinos ya no predicábamos en el desierto, y más aun que nuestro erial estaba cubriéndose de rosas (y esto lo digo en loor de mis graciosos conciudadanos). No obstante, me quedaba otra duda: era verdad que la «guerra física» de Megafón se libraba en el país desde hacía muchos años; pero sus causas internas y externas, las que había develado Megafón, aún se disimulaban en la inconsciencia de veinte millones de guerreros, lo cual hacía que la batalla fuese incruenta y no presentase ningún rigor bélico que se hiciese visible. Ahora bien, ¿el paso de lo inconsciente a lo consciente no mostraría el rostro verdadero de la guerra con su temible incitación a la crueldad? En semejante duda vacilé no poco, hasta que los hechos de 1956 enseñaron las cartas en su juego desnudo. Me decido ahora y arrojo este cascote al espejo de las aguas: ¿cómo detener las ondas concéntricas en su centrifugación y su peligrosidad? Vuelvo a sentir esa «furia del verbo» que me asaltó en algunas fronteras de mi alma laborante y que se traduce por algo así como una «bronca demiúrgica». Y el «mameluco» y la «piedra» que acabo de soltar, al parecer sin razón alguna, ya están justificando mis temores. Yo siempre fui un clásico del intelecto y un romántico de la lengua: no es mucho que de tan difícil maridaje nazca de pronto un hijo endemoniado.

Antes de avanzar en este necesario Introito, debo advertir que la gesta de Megafón no es un trabajo de fantasía en prosa. No hace mucho, respondiendo a la encuesta de un joven escritor sobre los límites de lo real con lo fantástico, me vi en la obligación de aclararle que lo fantástico no existe, ya que la realidad es una y única.

«Lo que sucede —concluí yo— es que la realidad se manifiesta en planos y gradaciones diferentes que van desde la “realidad relativa” del universo manifestado hasta la “realidad absoluta” de su admirable Manifestador: de tal suerte, la mariposa que cierta noche soñó Chuang Tsé filósofo es tan real como Chuang Tsé mismo». Ignoro si aquel joven lo entendió y si pudo advertir que sobre nuestro diálogo se proyectaba la vieja sombra de Segismundo.

Y haré aun otra reserva: Megafón no ha de responder a esa mitología de Buenos Aires en la que nuestra literatura local insiste casi en términos devotos y que se resuelve al fin en un parnaso de taitas, milongas y cantores de cuya existencia yo mismo he dado fe, pero que no es útil seguir evocando en el trance de una nostalgia irredimible. Si es verdad que las aceleraciones del siglo parecen contraer ahora el tiempo histórico del hombre, no hay razón alguna para instalar a Buenos Aires en los museos polvorientos de la arqueología. Según opinaba Megafón, «nuestra ciudad ha de ser una novia del futuro, si guarda fidelidad a su misión justificante de universalizar las esencias físicas y metafísicas de nuestro hermoso y trajinado país». Esta frase del Oscuro fue hallada en la cinta magnetofónica que registró el debate sostenido por él en el club «Provincias Unidas», instalado en Flores, del cual salieron algunos con las almas contusas y los ojos a la vinagreta.

Conocí a Megafón en 1921 y en la Biblioteca Popular Alberdi que yo dirigí hasta 1923 y que funcionaba en la calle Camargo de Villa Crespo. Megafón (nunca supe su nombre verdadero) era un adolescente de catorce años, espinoso y greñudo, que según averigüé trabajaba como aprendiz en un aserradero de la calle Canning. Por las noches y con una regularidad que habría encarecido Sarmiento, el aprendiz de aserrador se instalaba en la biblioteca: hundía en el catálogo mugriento su rostro cortante y voraz de ave nocturna; me señalaba luego con la enlutada uña de su índice un título borroso; yo hacía descender hasta sus manos el volumen elegido; y se lo llevaba él a su mesa de rincón, desconfiado y angurriento como un animal que se retira con su presa. Recuerdo que algunas noches, al observar de reojo la masticación intelectual de aquel adolescente, me parecía oír en su mesa un crujir de huesos literarios y un chupar de caracúes filosóficos. Porque aquel niño lector arreaba con todo, ciencias, artes y letras, en un desorden que favorecía no poco el mismo tenor de la Biblioteca Popular Alberdi cuyo acerbo bibliográfico enriquecido por frecuentes y arbitrarias donaciones, todo lo proponía, cambalache revuelto, desde la Poética de Aristóteles hasta un tratado anónimo de logística militar. Cierta vez, llevado por mis inquietudes pedagógicas, traté de canalizar las lecturas de Megafón que se deslizaban como un río sin márgenes. Pero mis intentos resultaron inútiles: Megafón usaba un método bárbaro que consistía en buscar sólo aquellas nociones que sirviesen a su problemática interna. Y aquel método, aplicado más tarde a las instancias de una vida en laberinto y pelea, lo convirtió al fin en el Autodidacto de Villa Crespo, uno de los nombres con que se lo recuerda y que le impuse yo mismo en su hora.

Seis años después volví a encontrarme con Megafón en el Boxing Club de Villa Crespo, donde aquella noche se enfrentaría nuestro «gallo» local, Herminio Ditaranto con su challenger, el turco Abdalla, también llamado «el torito de la Paternal», acerca de cuyo famoso punch sostenían sus bochincheros admiradores que «no lo paraba nadie» hasta Nueva York o Chicago. Mi asombro fue grande cuando reconocí al aprendiz de aserrador en el arbitro de la pelea, el cual, desde el centro del ring, anunciaba ya con un megáfono de insólita envergadura el peso de los boxeadores y las ocho vueltas del combate. Justamente, de aquel megáfono descomunal provenía el nombre de Megafón que las barras locales habían conferido al arbitro del Boxing Club. Una década más tarde, cuando le pregunté a Megafón qué razones lo habían llevado a conservar ese apelativo, me reveló que lo había hecho en atención a sus os magna sonaturum, una de las tres condiciones que el poeta Horacio exige al arte en su Epístola famosa. Tal vez algún doctor en porteñismo, de los que se usan ahora, me censure esta combinación de malevaje y literatura. Si tal sucediera, le responderé que no sabe ni sabrá lo que se destilaba entonces en los barrios herméticos y activos como alambiques.

Volviendo al combate de aquella noche, sólo diré que nuestro «gallo» le propinó al turco un amasijo que desbarató para siempre las ambiciones ecuménicas de sus hinchas. Luego de la pelea, busqué a Megafón en el bar del club, y lo hallé junto a un Ditaranto victorioso que, con una herida en el arco superciliar derecho, mostraba el aire casual de los que galopan su destino sin hacer escombro. Abracé al púgil en una mezcla de orgullo parroquial y de ternura: era el mismo Ditaranto que, durante los carnavales de Villa Crespo y en traje de zíngaro, conducía un oso artificial, mímico de frescas obscenidades; era el Ditaranto que luego, vestido de cocoliche y jinete de un matungo corralonero, recitaba frente al palco oficial del corso y en jerga italocriolla los refranes del Viejo Vizcacha dirigidos a los feos y atónitos comerciantes del barrio que integraban la Comisión Directiva. Cuando el púgil me dejó a solas con Megafón, le pregunté a éste si había renunciado a sus lecturas de la Biblioteca Popular. Aquel Megafón de veinte años nada me respondió, escondido en el recelo de sus ojos grises que se entrecerraban como los de un gato en acecho. Y con todo, volví a encontrar en él aquella tensión del intelecto rampante cuando planea sobre una carnada viva. Me anunció al fin que necesitaba dejar el aserradero y salir de viaje. ¡Viajar! ¿Cómo y adónde? Megafón no me lo dijo, pero en el bar del club y entre ruidosas muchachadas advertí que todo él ya era una gran ausencia y una temible lejanía. Más tarde, al recordar el Boxing Club de Villa Crespo en una síntesis integral de la presente historia, deduje que Megafón había conocido allí a José Luna, el welter famoso, y por su boca la leyenda de Lucía Febrero en torno de la cual el Autodidacto planeó su Batalla Celeste.

Mi tercer encuentro con Megafón tuvo su escenario en la escuela de Trelles y Franklin donde yo trabajaba y en la que me hizo una visita sorprendente. Acabado mi turno, lo llevé a la plaza Irlanda cuyos álamos y terebintos me parecieron favorables a la entrevista. Megafón, a los trece años de su ausencia y los treinta y tres de su edad, mostraba un físico recio que no le conocí antes y que se traducía en cierta musculatura de relieves acerados y en una tez bronceada como por soles directos. Me refirió sus viajes y sus oficios: había trabajado en las zafras de Tucumán, en los algodonales del Chaco, en las vendimias de Cuyo, en los yacimientos petrolíferos de Comodoro Rivadavia, en las cosechas de Santa Fe y en las ganaderías de Buenos Aires. Le pregunté qué buscaba él en esa laboriosa peregrinación, y adujo que había sintetizado en sí mismo una conciencia viva del país y sus hombres.

—¿Qué ha conseguido usted? —volví a preguntarle.

—Sólo un alegrón de la esperanza —me dijo él escuetamente.

Y en efecto, una seguridad alegre presidía ya los gestos de Megafón. Sin embargo, advertí que no era el buen humor de la égloga o de la pastoral, sino la prudente alegría que brota del hombre ante la inminencia de un combate ineludible. Lo que no me dijo entonces era que también había frecuentado una «salamanca» de Santiago del Estero, a una legua de Atamisqui. Más tarde, cuando lo interrogué acerca de su intervención en aquellos ritos diabólicos, el Autodidacto, sin malestar alguno, me aclaró que la de Atamisqui había sido una experiencia necesaria. Y me recordó estos versos de mi cosecha: «Soy de los que se agarran a su Infierno / más por economía que por obstinación. / Todo infierno es una haz de lo posible, / y el que no muerde ahora las vainas del furor / las morderá otro día con los dientes más flojos». Aquella tarde, a la sombra de los terebintos, Megafón se despidió de mí, no sin anunciarme que lo esperaba un carguero de nuestra flota de ultramar; y sorprendí en sus ojos algo así como una euforia de anclas levantadas. Al preguntarle yo el motivo de aquel otro viaje, me respondió que necesitaba universalizar ahora lo que ya sabía de su tierra y su pueblo. Sonreí en mi alma: el aprendiz de aserrador seguía practicando el método salvaje que guió sus lecturas en la Biblioteca Popular Alberdi. Sí, pero ¿con qué móvil? Me vi obligado a reconocer que su propósito era todavía inescrutable.

Y así llegamos al mes de julio de 1956 en que Megafón, del cual había perdido todo rastro, me invitó a su casa de Flores en una tarjeta cuyo estilo afectuoso y a la vez urgente me llenó de perplejidad. «Lo visitaré, sin duda». Pero ¿en qué situación encontraría yo al Autodidacto de Villa Crespo tras la década y media que lo alejara de mi órbita? ¿Y a qué respondería el tono urgente que campeaba en su invitación?

Nuestro primer contacto, en un memorable anochecer de Flores, tuvo, empero, una soltura de cotidianidad que me alegró no poco: es que Megafón era de aquellos hombres cuya «presencia en acto» no borran ni el tiempo ni la distancia como si de alguna manera derrotasen ellos la condición separativa de su corporeidad.

Lo primero que hizo, tras abrazarme largamente, fue conducirme hasta Patricia Bell, en cuya gracia estable leí que Megafón se había casado y con tanta visión como fortuna, pese a una diferencia en las edades que calculé yo en veinte años a favor de Patricia. Luego el Autodidacto me presentó su casa: era un viejo chalet cuya posesión había obtenido por una bicoca, ya que, durante mucho tiempo, su habitabilidad se había dado como imposible merced a los embrujos o maleficios que según el vecindario hacían crujir sus techos, llorar sus paredes y herir el silencio de sus medianoches con un arrastre de cadenas. Megafón y Patricia lo libraron de sus polvos, telarañas y embrujamientos. Y como yo les preguntase de qué manera lo habían conseguido, el Autodidacto me contestó enigmáticamente que no es inútil frecuentar una «salamanca» de Santiago del Estero a una legua de Atamisqui. Después me refirió sus viajes y aventuras: al oírlas advertí que tenía delante a otro Megafón, libre ya de amarras y suelto de lastres, a un Megafón cuyo humorismo tremendista crepitaba de súbito como un puñado de sal gruesa que arrojaba él inopinadamente a sus fogones internos. Mientras conversábamos, Patricia Bell giraba en torno de su marido, lenta y armónica. «Un planeta de oro que bebe y come la luz recibida», —me dije—. «¿O algo más?», inquirí en mi alma. Sí, toda ella se resolvía en una gran ternura militante.

La noche había descendido a la casa de Megafón, al barrio, a la ciudad y al mundo. Sobre la gran mesa del comedor Patricia Bell instalaba copas y fuentes con aceitunas, maníes, cholgas, quesos, nueces, almejas y salamines cortados en rodajas. Luego se fue y volvió con cierto botellón de vino que su consorte recibió en el trance de una beatitud a mi entender excesiva.

—El vino es de Salta —me reveló él, llenando las copas.

Y teniendo su mano sobre las fuentes como para bendecirlas, enumeró así:

—Aceitunas de Cuyo, nueces de La Rioja, salamines de Tandil, quesos de Chubut, maníes de Corrientes, almejas de Mar del Plata, cholgas de Tierra del Fuego.

—¿Un mapa gastronómico de la República? —le dije yo entre humorístico y desconcertado.

—Eso es —repuso Megafón—. Conozco estas frutas y conozco el ademán y la cara de los hombres que las cosecharon. Necesito agarrarme a estas frutas y aquellos hombres para saber que todavía estamos en un país real.

El tono con que dejó caer esas palabras no revestía dramatismo alguno. Y sin embargo me pareció advertir en ellas un no sé qué de perentorio que armonizaba con su tarjeta de invitación. ¿Qué se traía entre manos el Oscuro de Flores? Durante un minuto «picamos» en silencio las frutas de tierra y mar, y apuramos el vino del botellón en el cual reconocí no sin delicia las cepas ilustres de Cafayate. Luego, entre una cholga final y una rodaja de salamín tandilero, pude observar a Patricia que nos alentaba con sus ojos. Pero ¿qué más había en sus ojos de color verdelagoprofundo? Había cierta luz de ansiedad, como si ella esperase de nuestro coloquio algo que yo ignoraba todavía. Finalmente, y tras agotar su copa, el Autodidacto me rogó que le hiciese un resumen de mi vida en los doce meses últimos. ¡Ah, no! Un movimiento de protesta se desató en mi ánimo: ¿era lógico hacerme llegar una invitación inquietante y promover ante mis ojos toda una ontología de frutas, para concluir luego con un insulso reclamo de la urbanidad? Miré a Patricia Bell: estaba tensa como la vestal de un rito que aguardase una iluminación.

—Desde fines de 1955 —les dije—, con un pueblo en derrota y su líder ausente, soy un desterrado corporal e intelectual.

Y añadí:

—En nuestra fauna sumergida existen hoy el Gobernante Depuesto, el Militar Depuesto, el Cura Depuesto, el Juez Depuesto, el Profesor Depuesto y el Cirujano Depuesto. No quedó aquí ningún hijo de madre sin deponer.

—¿Y usted qué lugar ocupa en esa fauna? —me preguntó Megafón chisporroteante de malicia.

—Soy el Poeta Depuesto —le confesé modestamente.

—¿Ha pasado usted a mejor vida? —rió él.

—Vea —le respondí—, las «deposiciones» de una contrarrevolución idiota no suelen ir más allá del significado médicofisiológico que también lleva la palabra. Y sus muertos civiles gozamos de una salud excelente.

—Con algunas excepciones —me corrigió el Autodidacto súbitamente dolorido.

—¿Los ametrallados de José León Suárez?

—Y el fusilamiento del General.

Entendí que la sombra de Juan José Valle acababa de nublar la frente de Megafón y humedecer los ojos verdelago de Patricia.

—Sí, ahí estuvo el General, treinta y seis horas antes de su fusilamiento —me dijo Megafón—. Ahí, sentado en la silla que usted ocupa. Era una medianoche de junio, y el General se demoraba frente a su pocillo de café negro como resistiéndose a la oscuridad y al frío que lo esperaban afuera.

—O al presentimiento de su muerte —añadió Patricia Bell en un conato de sollozo—. Desde hacía un mes usaba ropas ajenas y techos prestados. Frente al pelotón de fusilamiento devolvió el anillo de su boda terrestre.

La pareja entró aquí en un silencio que respeté y en el cual se reconstruían sin duda los últimos gestos del héroe fusilado.

—Usted aludió recién a las víctimas de José León Suárez —me dijo luego Megafón—. Hace tres días recorrí ese basural amontonado en la llanura de Buenos Aires, y le aseguro que la pampa lloraba.

—¿Lloraba? —inquirí yo en tono circunspecto.

—Lloraba —insistió él—, y no la inmundicia del basural sino el deshonor que le habían inferido los ametrallados inocentes y sus ametralladores anónimos. En cuanto a la ejecución de mi General, no me subleva tanto en sí misma: es un gaje posible de la acción, y el que admite una acción debe admitir sus consecuencias. Lo que me repugna es que se haya hecho en la Penitenciaría Nacional y bajo el techo del crimen. Si hay que fusilar a un soldado, ¡que sea en una casa de soldados! ¡Lo exigen el estilo y el honor!

No aventuré ningún comentario sobre aquel fragmento de historia reciente, pues no vislumbraba yo adonde iba Megafón con aquel preludio de masacres. Observé

nuevamente a Patricia: las aletas de su nariz palpitaban ahora como si venteasen el olor abstracto de la muerte. ¡Una Vestal! Sí, pero ¿de qué liturgia?

—El honor y el estilo quedaban fusilados en mi general —rezongó el Oscuro de Flores—. ¿Y qué tuvimos en adelante? Patricia, ¿qué tenemos ahora?

—La Víbora y sus dos peladuras —contestó Patricia Bell sorpresivamente invocada.

—¿Qué víbora? —inquirí yo—. ¿Y qué dos peladuras?

Los ojos lacustres de Patricia se volvieron a Megafón como para solicitarle o licencia o amparo.

—La muerte del estilo —me aclaró él— fue para mí una Primera Incitación a la Guerra. ¿Oyó hablar del ectoplasma en que vuelven a materializarse algunas formas ya perimidas? La contrarrevolución de 1955 tuvo su ectoplasma, y en él se materializaron por modo fantasmal hombres y cosas que habían muerto en el país: figurones de cartón o de lata, políticos ya desintegrados en sus tumbas, asaltantes ya históricos del poder y el dinero.

—A mi tío Fermín —ejemplificó Patricia— lo exhumaron en la Recoleta, le pasaron un plumero, lo sentaron frente a un escritorio ministerial, lo gastaron en tres meses y lo devolvieron a su tumba no sin agradecerle los patrióticos servicios prestados.

Megafón la escuchaba entre divertido y tierno:

—¡Paz en la tumba del tío Fermín! —oró sin entusiasmo. Y encarándose otra vez conmigo:

—¿Quiere que regresemos a la Víbora? —me sugirió.

—Veamos ese reptil —dije yo cándidamente.

—Esos fantasmas reencarnados —expuso él— constituyen ahora la exterioridad visible del país. Juran hoy en la Casa Rosada, luego dibujan su pirueta en el aire bajo los reflectores, caen al fin reventados como títeres en el suelo para ceder su lugar a otros fantasmas igualmente ilusorios que juegan el destino del país en un ajedrez tan espectral como ellos. Oiga, ese cascarón fósil es la «peladura externa» de la Víbora.

—¿Y quién es la Víbora? —inquirí en mi falso desconsuelo.

—La Patria —dijo Megafón.

—¿Por qué una víbora?

—La víbora es una imagen del «suceder»: enrosca sus anillos en un árbol o se desliza por el suelo; clava su colmillo en una víctima, se la engulle y duerme luego su trabajosa digestión. Y la Patria o es un «suceder» o es un bodrio.

El Autodidacto me dirigió aquí una mirada crítica, sin duda para indagar el coeficiente de intelección que su imagen había logrado en mí. Lo debió encontrar muy bajo, puesto que volvió a llenar hasta los bordes mi copa largamente desatendida. La vacié de un trago, y a favor del mosto salteño advertí que mis ideas entraban en un cono de luz muy fuerte.

—¿Y cuál es la otra peladura de la Víbora? —le pregunté.

—Usted habló recién de un «pueblo sumergido», y yo diría que la verdad es más alegre. Cierto es que su vieja peladura lo ciñe y ahoga exteriormente; pero la Víbora ya construyó debajo su otra piel. De modo tal que ahora, mientras los figurones externos consuman la muerte de una dignidad y la putrefacción de un estilo, la piel interna de la Víbora quiere salir a la superficie y mostrar al sol sus escamas brillantes. ¿Entiende?

Ya lo entendía. Y me pareció además que la tesis de Megafón concordaba muy bien con el adolescente y greñudo lector de Villa Crespo.

—El contraste de las dos peladuras —insistió él— fue para mí una Segunda Incitación a la Guerra.

—¿Usted medita una guerra? —le pregunté sin ocultarle mi asombro.

—Estoy planificando una guerra.

—¿Con qué fin?

—Es necesario que la Víbora suelte ya su inútil pelecho de fantasmas.

Estudié a Patricia: la vi de pie, tormentosa de ojos, prieta de maxilares y levantisca de pechos bajo la tela de su vestido. ¡Una sacerdotisa, pero de Belona, la consorte de Marte! ¿Y por qué no Belona misma?

—¡Sí, la guerra! —exclamó.

E hizo mutis por el foro entre un mortero indio y una tinaja de Santiago.

Dada la urgencia de su mutis, esperé que Belona regresaría inmediatamente con lanza, peto y casco de bronce. No sucedió así, ya que la deidad, al volver al escenario, traía sólo un tazón, algunos recipientes menores y otros utensilios domésticos. Bajo la mirada tierna de Megafón y de la mía en desencanto, Patricia mezcló en su tazón algunos ingredientes y los revolvió con una cuchara. «Sí —me dije yo en un repunte de mi fantasía—, Belona está preparándonos un brebaje de guerreros». Lo que mezclaba ella en realidad eran un tercio de polvo de café y dos tercios de azúcar molida, según quedó manifestado no bien el agua hirviente cayó en los pocillos donde Belona distribuyera el compuesto de su tazón.

—¿Y por qué una guerra? —le dije a Megafón que respiraba con delicia el aroma de su café.

—La guerra es hermosa —me respondió él—. Usted mismo lo dice:

«Varones hijos de varón, seguimos / tu bandera y tu idioma: / tu bandera de sal y tu idioma sin agua. / Y en tu idioma la guerra vestida de metales / y pura como el viento cuando rompe la rosa / nos lava de pavor y nos peina de fuego.

Me inquieté al oír en boca de Megafón aquel fragmento de mi repertorio. Y dirigí a Patricia Bell una mirada inquisidora. Ella recitó a su vez:

—”Y a tu paso crecían las armas como hierbas / y detrás de tu paso cabalgábamos todos, / varones hijos de varón, ayer / y hoy y mañana y siempre, / bajo el perfil sabroso de la muerte".

Volví a inquietarme: ¿la pareja no había recitado mis versos con demasiada ferocidad?

—La guerra es hermosa cuando es necesaria —les advertí.

—¿Y le parece que no se nos está dando su «necesidad»? —repuso Megafón.

—¡La Víbora y sus dos peladuras! —me recordó Patricia con urgencia.

—¿Quién es la Víbora? —les volví a preguntar desatinadamente.

—¡La Patria! —dijo ahora Patricia Bell.

De sus ojos verdelagoprofundo manaba una suerte de neblina húmeda. Sí, yo era el autor de aquellas tiradas bélicas, y lo que me sorprendía era el cuidado y la fidelidad con que Megafón y su consorte las habían aprendido. ¡Gran Dios!, a favor de mi estro, ¿no estarían metiéndose hasta la verija en alguna empresa descabellada?

—Veamos esa guerra —les dije sin esconderles mi recelo.

—¿No ha traído usted su pipa? —inquirió de mí el Autodidacto.

—Sí que la traje.

—¿Y por qué no la fuma?

—Su Víbora me tiene alarmado —reí yo—. ¿Puedo fumar?

Saqué a la luz mi vieja cachimba, observado lo cual Megafón se dirigió a cierto mueble y regresó con una calabaza o porongo misionero que contenía un tabaco de bien cortadas hebras. Cargué mi pipa, la encendí; y al aspirar el humo le hallé un sabor picante y agreste. «Dadas las experiencias folklóricas de Megafón —sonreí en mi ánimo—, ¿no habrá enriquecido él este combustible con algún orín de nutria o saliva de guanaco?».

—Prevista la «necesidad» de la guerra —dijo el Oscuro—, yo necesitaba descubrir si nuestro pueblo «merece» una guerra.

—¿Cómo si la merece?

—La guerra —me advirtió él— no es un deporte más o menos violento ni un sudor ácido en las axilas. Entrar en una guerra es entrar en la Historia.

—¿Y nosotros la merecemos?

—Antes de iniciar las acciones, Patricia y yo hicimos el siguiente cálculo. Nuestro pueblo libertó a otros y no esclavizó ni robó a ninguno. Ganó todas las batallas militares, que nunca fueron de conquista, y perdió territorios en la mesa de los leguleyos. No cometió ningún genocidio ni oprimió a hombres de otro color en la piel o en el alma. Sus revoluciones fueron incruentas y sin gran importancia sus desequilibrios históricos. ¿Es así o no?

—Exactamente —le admití.

—Por lo tanto —concluyó Megafón—, nuestro pueblo merece una guerra.

El tabaco de Megafón tenía sin duda virtudes mágicas, ya que aquel diálogo bélico, sostenido en un chalet de Flores y a la hora en que todo un vecindario pacífico descansaba en la pluma de sus colchones, me parecía de una lógica irrefutable.

—Usted —le dije a Megafón— está planificando su batalla como si fuese un teorema geométrico.

Patricia Bell, que recogía los recipientes vacíos, dejó caer entonces el siguiente postulado:

—«Nadie que no sea un geómetra peleará en las Dos Batallas de Megafón».

Advertí la reminiscencia platónica de aquel «bocadillo» y observé al Autodidacto que posaba en su mujer dos ojos adorantes. En realidad Patricia ya no era una imagen de Belona sino de Palas Atenea nacida recién del cráneo de Zeus. «O el de Megafón», me corregí entre divertido y entusiasta.

—Patricia dijo bien —asistió el Oscuro—. ¿Y qué pensé yo en adelante? Pensé que si mi guerra era necesaria y merecida, faltaba demostrar que también era «posible».

—¿Y su guerra es posible?

Megafón aspiró el aroma de la calabaza o porongo que aún retenía en su mano.

—Vea —me respondió—, yo vengo de tan «bajo» y salí a la superficie a través de tantas capas duras como el cemento, que hoy, sólo al recordarlo, me duelen todos los huesos del alma.

—¿Qué me quiere decir?

—Que atravesé todos los infiernos de la Patria y rocé además todos sus paraísos. Y en todos ellos, con ellos o contra ellos, oí resonar los tambores de la guerra posible. Claro está que no era suficiente.

—¿Qué faltaba? —le pregunté.

—Lo que nos faltaba en realidad —explicó el Autodidacto— era saber si los veinte millones de combatientes posibles tenían ya en sus hígados el furor necesario de Marte.

—¿Lo tienen?

Megafón se puso de pie:

—Hicimos dos comprobaciones —me dijo—, la primera en el estadio de Núñez donde se iban a enfrentar en otro clásico los once de River Plate con los once de Boca Juniors. Patricia y yo estábamos en la tribuna, y mi suegra, doña Emilia, repasaba junto a nosotros las cuentas de su rosario.

—¿Con qué fin?

—Naturalmente, para que ganase Boca.

Medité un instante sobre aquella insólita relación del fútbol con la teología. Pero el Autodidacto, rico de mímica y de inflexiones como un relator deportivo, narró así:

—Había en las tribunas una tensión indefinible, como la de la atmósfera un minuto antes del huracán. Se trataba de aquel «olor a bronca» misterioso y temible que la nariz de ningún porteño deja de olfatear en el aire y que nos emborracha como una pólvora. Cuando los dos teams salieron a la luz por el túnel, el caos de la furia se individualizó en silbidos y aplausos: las jetas hirientes de los que silbaban se volvieron a las jetas borrascosas de los que aplaudían. Y se inició un encuentro maligno y enredado, como si demonios invisibles y de camisetas contrarias inspirasen las acciones. De pronto el réferi, un gnomo calvo y de piernas ridículas, otorgó un tiro penal a favor de River.

—Un penal tramposo —me advirtió Patricia llena de intelección—. El réferi era un gran hijito de puta.

—Sucedió lo fatal —prosiguió el Oscuro—: un delantero pateó al arco, y ¡goool!

¡Gol de River! Aulló su rabia una tribuna y la otra bailoteó de triunfo. Entonces ocurrió lo heroico: doña Emilia, que a la sazón empuñaba una botella de agua tónica, la tiró violentamente al field. Yo seguí con mis ojos la trayectoria de la botella: trazó una parábola en el aire y fue a dar en el cráneo injusto del referí con una exactitud asombrosa. Más tarde, cuando le preguntaba yo el origen de tan excelente puntería, mi suegra lo atribuyó a un milagro de San Antonio, el cual, según lo vio ella y me lo dijo, lucía en aquel trance la camiseta oro y azul de Boca Juniors. Entre tanto, un gorila enemigo que se agitaba en la proximidad se dirigió a doña Emilia y le gritó: «¡Vieja frailona!». Oído lo cual Patricia le cruzó la jeta de un carterazo; y el gorila se derrumbó a nuestros pies, vomitando tallarines al jugo como un puerco. Ya en la verde los jugadores de uno y otro team se amasijaban con ardor en torno del réferi caído, y en las tribunas dos facciones bélicas también se iban a las manos. Entonces, pese a la resistencia de doña Emilia que invocaba el auxilio de San Jorge, dispuse que mi clan familiar se retirase de la liza.

Megafón tomó aliento, y advertí que Patricia Bell, en su retrospectivo furor, se estremecía toda como una potranca de guerra.

—Lo verdaderamente sugestivo —prosiguió diciendo el Autodidacto— sucedió luego, cuando, tras dejar a las mujeres en seguridad, me fui a los vestuarios donde ya se congregaban las comisiones directivas de los dos clubes. Allí el Presidente de Boca, enfrentándose con el Presidente de River, lo desafió a ventilar mano a mano un pleito que amenazaba ya con eternizarse en la historia del fútbol nacional. Y despojándose de su chaqueta, se arremangó la camisa y se dispuso al combate. Abundando en las mismas razones, y no menos belicoso, el Presidente de River aceptó el desafío y se puso en iguales condiciones de lucha. Visto lo cual no tardaron un ubicarse Tesorero frente a Tesorero, Secretario frente a Secretario y Vocales frente a Vocales. Y la lluvia de piñas que se dieron institución contra institución hizo llorar de coraje a los veintidós jugadores recién duchados que asistían a la batalla como espectadores.

—¡Eso no figuró en las crónicas deportivas! —objeté yo como alucinado.

—Los combates que más importan —me dijo Megafón— nunca salen a la luz del mundo, ya que permanecen en el subsuelo de la Historia.

Meditativo, como en una polémica íntima, el Autodidacto de Villa Crespo recorrió el comedor de su chalet.

—Lo que yo entendí en la cancha y en los vestuarios del club —añadió— fue la «gratuidad» de aquella lucha. Todo aquel furor bélico me pareció una herramienta sin trabajo y un arsenal vacante de objetivos. ¡Patricia!, ¿qué me dije yo entonces?

—Que había que buscarle un destino al arsenal —respondió ella.

—Pero me quedaba una duda —repuso Megafón—. ¿Aquella belicosidad al pedo no sería un cálculo renal de Buenos Aires? ¿Existiría también como un hecho nacional y colectivo? Y aquí Patricia y yo buscamos una segunda comprobación.

—La tuvimos en un ring de Mar del Plata —me adelantó ella—, cuando Nicolino Vignati se midió con Goyo Montiel.

—Nicolino —expuso Megafón— es un «pesado» inteligente y con una izquierda formidable. Yo lo había conocido en el Boxing Club y le había dado más de un consejo acerca del equilibrio que se debe usar entre la pegada y el cacumen. Desgraciadamente, a Nicolino se le subía la mostaza con una facilidad que hacía palidecer a sus entrenadores y que se manifestaba exteriormente con un lenguaje lleno de pintoresquismo jactancioso. En el match anterior, tentado por cronistas perversos, aseguró que al primero del ranking mundial le haría besar místicamente la lona en el segundo round y peleándole con una mano atada y la otra suelta, expresión arrogante que aumentó el número de sus enemigos. En cambio, Goyo Montiel es una dulce bestia sin luz, un quintal de músculos y huesos en el que apenas titila un alma de veinte centavos. Aquella noche, los que chocaron en Mar del Plata fueron la humildad silenciosa de Goyo y la verborrea imprudente de Nicolino, ante un público ya envenenado por la radiofonía y que integraban patotas de la ciudad, pescadores en fiesta y paisanajes recién llegados de las estancias vecinas. Cuando Goyo Montiel subió al ring, lo saludó un huracán de aplausos y griterías de solidaridad; cuando subió Nicolino, recibió una rechifla de treinta segundos, y Patricia y yo, desde el ring side, lo alentamos con la mirada. Se inició el encuentro: Nicolino exhibía un arte lleno de sobriedad y contundencia frente a un Goyo Montiel deslucido que lo abrazaba en clinches interminables. De repente Goyo se derrumbó sobre la lona, tocado en el mentón por la izquierda infalible de Nicolino. La tribuna, de pie, lo acusó de golpe bajo: terminada la cuenta, el juez levantó el brazo de Nicolino, y la gritería se hizo ensordecedora. En ese punto Nicolino, con justa dignidad, se puso una mano en la bragueta y la ofreció generosamente a sus enemigos. Estallaron insultos y amenazas: un huevo de avestruz muy empollado voló desde la tribuna y se estrelló contra el pecho de Nicolino. Yo me subí a mi asiento y les grité a los aulladores:

«¡Oigan, suban al ring si es que tienen agallas!». Desde su innoble anonimato, un francotirador me ubicó en el ojo un tomate por fortuna maduro; y Patricia me sacó afuera, como a un ciego, entre los espectadores que ya se trenzaban a castañazos, divididos ahora en dos frentes inexplicables.

Acabada su narración, el Autodidacto volvió a sentarse. Y Patricia, girando en torno de él, se le fue acercando ahora como un satélite que buscara un perigeo con su astro. Atrayéndola entonces a sí, Megafón la sentó en su muslo izquierdo; y en mi vieja manía de las comparaciones el Oscuro se me antojó una divinidad hindú con su principio femenino sentado en las rodillas.

—¿Qué dedujeron ustedes en Mar del Plata? —inquirí al verlos apaciguados.

—Entendimos —respondió Megafón— que la belicosidad estaba en los dos riñones del país y que la posibilidad logística de una guerra nos tentaba sin remedio. ¿Lo entiende?

—Sí —le dije—. Y reconozco en usted al aprendiz de aserrador que devoraba en la Biblioteca Popular Alberdi los apolillados Ejercicios de Compañía de Tiradores y al mismo tiempo le hincaba el diente a la Poética de Aristóteles.

—Yo siempre tuve una fuerte vocación militar —confesó él—, una vocación de la Caballería, ¿entiende?, aunque mi padre haya sido un mecánico ingenioso y mi madre una dulce peladora de batatas. ¡Patricia! —inquirió volviéndose a su mujer—, ¿qué nació entonces en mi ánimo de combatiente vocacional?

—El proyecto de las Dos Batallas —dijo Patricia en el muslo del Autodidacto.

—¿Y por qué dos batallas? —objeté yo.

—Es que la Víbora —explicó el Oscuro— tiene dos metas que alcanzar, una terrestre y una celeste. Y hay que dar la batalla en los dos campos. Ahora bien, desde que oí aquella invitación a la guerra, y durante algún tiempo, me vi caminando en la cuerda floja.

—¿Cuál?

—Esa que va tendida entre lo «sublime» y lo «ridículo». Usted habló recién de la Poética: el viejo dice allí, si mal no recuerdo, que la Poesía es más verdadera y más elevada que la Historia, ya que su objeto es lo posible según la verosimilitud y la posibilidad. Y yo había entendido mi guerra como necesaria y posible.

—¿Y en ella —insistí— cómo se daría lo sublime y lo ridículo?

—Toda empresa humana fluctúa entre lo ridículo y lo sublime —repuso Megafón—. Y eso es andar en la cuerda floja. Si uno cae y no se levanta, muere o en la ridiculez o en la sublimidad. ¡Patricia!, ¿cuántas veces me caí yo de la cuerda?

—Tres veces —dijo Patricia Bell—, dos en lo ridículo y una en lo sublime.

A estas alturas del diálogo se hizo entre nosotros un silencio cuya tirantez pareció anunciar que llegábamos al punto crítico de mi visita, es decir al de mi posible intervención en las Dos Batallas que había sugerido recién el Oscuro de Flores ante mis ojos desconfiados. No dudaba yo de que algo reclamarían ellos de mí tras aquella exposición insólita realizada entre gallos y medianoche. Y mi certidumbre se reforzó cuando Patricia, desertando el muslo de su principio masculino, se dirigió al mueble trinchante, regresó con la tabaquera folklórica y me la brindó con una gracia que habría hecho lagrimear al propio Marte. Volví a cargar mi pipa y el Autodidacto me la encendió con su mechero.

—Bien —le dije—, ¿qué tengo yo que ver con su proyecto de guerra?

—Todo, en lo general, y algo en lo particular —me contestó él—. Ya tengo los equinos y la estrategia de mis Dos Batallas. Me faltarían algunos hombres claves, por ejemplo el astrólogo Schultze que lo acompañó a usted en su descenso infernal.

Lo miré con tristeza:

—El astrólogo Schultze —le dije— ya no figura en este plano del universo. A mi entender, vive ahora en el paraíso de Géminis, residencia de los hermanos y de los amantes. Yo mismo transcribí en su tumba el epitafio que se compuso él en idioma neocriollo y que reza escuetamente:

Longavía, manelfín yanocrón.

—¿Y Samuel Tesler? —insistió el Oscuro.

—Vive aún —le respondí—. Usted recordará que lo dejé yo en el Infierno de la Soberbia.

No bien equilibró allá su balanza, el noble filósofo volvió a la periferia.

—¿Dónde reside ahora?

—En el hospicio de la calle Vieytes.

—¿Por qué razón?

—A su regreso —expliqué— se dio a la tarea de predicar los dos Testamentos en la vía pública. Y lo encerraron por locura mística.

—No importa —dijo el Oscuro—; lo pondremos en libertad con una operación de comandos.

No pestañeó al decirlo ni abandonó Patricia Bell su aire de vestal nocturna; ni me asombré yo, decidido a no hacerlo desde hacía tres horas.

—¿Algo más? —inquirí, poniéndome de pie y sugiriendo mi retirada.

—Desde hace tiempo —me recordó Megafón— usted está metido hasta la verija en este precioso berenjenal. Naturalmente, no lo expondremos a la «acción directa»: usted será un agente inmóvil e invisible.

—¡No soy un pobre anciano! —rezongué yo mientras recogía mi abrigo y mi sombrero. Megafón y Patricia me acompañaron hasta la verja del chalet. Tras despedirme, salí a la calle y me lancé a la tiniebla y al silencio que parecían gravitar sobre la barriada como dos losas de asfalto. A través de los árboles que tiritaban en su desnudez invernal, busqué las estrellas de arriba: el cielo nublado también era una negrura sin contradicciones. Reí en mi alma: «En el principio es el caos».

Fue así como, a partir de aquella noche, me vi envuelto en la historia de Megafón y en sus Dos Batallas paralelas. Antes de concluir este ya largo Introito, debo formular algunas advertencias que me ahorren luego el trabajo de suministrar «claves» a posteriori.

Una de mis advertencias añade a la concepción del mundo que utilizó el Autodidacto de Villa Crespo: entendía él que los conflictos del hombre no son muchos en lo esencial y que se repiten a través de las edades con el mismo común denominador pero con diferentes numeradores encarnados en los mismos paladines, ángeles o demonios, aunque bajo formas distintas y muchas veces despistantes en su modernidad. «No hay monstruos anacrónicos», aseguraba Megafón. Y fiel a esa doctrina seleccionó a los combatientes como números que se apretaban en su valor significativo, mordiente o llorosos, risibles o dramáticos, feroces o tiernos. De igual modo, el descuartizamiento final del Autodidacto en el Cháteau des Fleurs o la Espiral de Tifoneades también se ampara en ilustres antecedentes, como el del poeta Orfeo destrozado por las bacantes de Tracia, o el de Túpac Amaru roto entre sus tirantes caballos. Tampoco nos es ajena la ocultación de cadáveres peligrosos, y si no que lo diga Eva, la gloriosa y doliente muchacha.

En cuanto al método de mi relato, será necesariamente lineal y rapsódico: seguiré la lección del gran Ludovico en su Orlando Furioso, y si hemos de quedarnos en casa, la que nos dio Hilario Ascasubi en su Santos Vega. Desde hace tiempo he dado mis espaldas a las estéticas flamantes. Un zorzal de llanura me dijo en su hora: «Siéntate en el umbral de tu casa y verás pasar el cadáver de la última Estética». Y ahora vayamos al combate. Cada uno arroje a este mar su baquía de pescador:

Que todos han de pescar según anzuelo y carnada.


⇧al comienzo del Introito

RAPSODIA I

al Inicio

Patricia Bell entró en el dormitorio, con un mate de plata ya cebado en su izquierda y el corazón vigilante y prudente. «¡Ojo al regreso de Megafón!», se dijo. Y avanzó en la brumosa topografía del dormitorio con sus pies intuitivos de baqueano, rumbo a la ventana cuyas hojas no tardó ella en entreabrir, ¡no mucho!, lo bastante como para que un rayo de sol mañanero entrara sin prepotencia en el refugio de un combatiente dormido. «Canalizar la vuelta de Megafón al día», volvió a decirse in mente. Y se acercó a la cama donde, náufrago entre sus cobijas, reposaba el Autodidacto de Villa Crespo. Megafón yacía largo a largo, con su occipucio en la almohada y sus dos manos juntas en el pecho velludo. Y los ojos escrutadores de Patricia recorrieron el área de su varón yacente:

—Inmovilidad absoluta —se dijo—. Su respiración es una hebra de arte tan sutil que no mueve ni un músculo de su tórax.

Observó luego el rostro de Megafón cuyos planos tenían la lisura mineral de una piedra bajo el agua corredora:

—Ni una expresión en su semblante —anotó ella como aplicando una lección amorosamente aprendida—. Megafón descansa en el «sueño profundo» y en su estado de «no manifestación». ¡Ojo a la primera etapa del regreso!

Entonces Patricia Bell se inclinó sobre su marido y le tocó una sien con la yema de los dedos. El Autodidacto respondió a esa llamada con una inspiración profunda que dilató su pecho, y recobró enseguida la quietud. Sin embargo, Patricia Bell comprobó que los músculos faciales de su hombre durmiente se animaban ahora en la expresión cortical de un suceder interno:

—Megafón está soñando —calculó ella—. Desde el «sueño profundo» acaba de pasar al estado sutil de sus imágenes interiores. Ahora sonríe a sus fantasmas o les frunce las cejas: mayavi rupa.

Sí, Patricia Bell se dejó ganar un instante por la ternura, observando el rostro cambiante de Megafón e intentando adivinar desde afuera el curso íntimo de sus ensueños. Ella se enterneció, ¡matera, mater, madre y materia! Pero no tardó en volver a los rigores de un itinerario aprendido amorosamente:

—Ahora la segunda etapa —se dijo—. Megafón debe regresar a su «estado de vigilia». Lo sacudió entonces con estudiosa prudencia, ¡oh, mater! Y pronunció su nombre:

—¡Megafón!

El Oscuro entreabrió sus párpados, como si al recibir aquel nombre recobrase con él una entidad perdida en el caos del sueño.

—¡Megafón! —volvió a nombrarlo ella.

Y el Oscuro, incorporándose a medias, recibió el mate que le alcanzaba Patricia. Inconsciente aún y atónito como un bagre que acaba de ser pescado en un río, Megafón dirigió a su boca la bombilla de plata y la chupó con un rictus mamario de recién nacido, hasta que oyó el rezongo final del canuto en el recipiente. Luego, tras devolver el mate, volvió a la horizontal de los dormidos y los muertos, como si aún se resistiese a la voz que lo llamaba otra vez a la esencia y a la existencia.

Fiel a la reconstrucción metódica de su marido, Patricia cumplió entonces los actos que siguen. Abandonó el mate vacío en la mesa de luz y tomó un pedazo de ónix de San Luis que ubicó en la diestra inerte del Autodidacto, quien palpó el duro mineral y recobró su conciencia del «mundo elementativo» que también él integraba. Patricia le alcanzó luego la begonia Ofelia en su maceta de barro cocido; y Megafón, hundiendo su cara entre hojas y flores, recobró allí su conciencia del «mundo vegetativo» al que tampoco era él ajeno. A continuación, y tras llevarse la begonia, Patricia entreabrió la puerta del dormitorio y dejó entrar al gato Mandinga que saltó a la cama y buscó la dulce temperatura de sus cobertores: el Autodidacto acarició la piel eléctrica de Mandinga, oyó su ronroneo de beatitud, sintió en el dorso de su mano la lengua ríspida del animal y fue tomando conciencia del «mundo sensitivo» a que también pertenecía. Reintegrado a esos tres mundos que sintetizaba, Megafón recobró al fin la conciencia de su individualidad separativa. «Soy Megafón —se dijo—: Megafón es un hombre, luego, soy el hombre y estoy ahora en el mundo del hombre». Y rascó la nuca de Mandinga en un gesto de solidaridad ontológica.

Viéndolo en ese dichoso final del itinerario, Patricia Bell abrió las dos hojas de la ventana, y una luz torrencial pero sin agresiones invadió el dormitorio. El Autodidacto vio cómo su mujer se le acercaba lentamente, y reconoció en ella la substancia de su regreso: ¡matera, mater, materia! Sí, él mismo le había enseñado aquel método gradual de volver al mundo exterior, ya que, desde niño, sus despertares con violencia lo lanzaban a reacciones de violencia y a desajustes amargos como una hiel. ¡Materia, mater, madre! Un flujo de ternura invadió el alma de Megafón todavía en su niebla:

—Patricia —le preguntó—, ¿cuándo y dónde fuiste separada de mi costillar?

—En el capítulo segundo, versos 21 y 22 del Génesis —rió ella.

—¿Y desde qué fecha venimos uniendo las dos partes cortadas por el Gran Cirujano? Megafón y Patricia Bell aseguraban a quienes podían entenderlo que se hallaban en la empresa común de reconstruir al andrógino primitivo del Génesis, operación difícil a la que muchos escépticos de Buenos Aires calificaban de «anacrónica» en esta civilización de isótopos radiactivos y naves espaciales.

—¡Mutilados del intelecto! —rezongó el Oscuro al recordar su polémica de la noche anterior con los físicos atómicos.

—¿Quiénes? —interrogó Patricia cautamente.

—¡Les voy a tatuar el Evangelio en las costillas! —volvió a rezongar el Autodidacto.

Y advirtiendo que la recordación de los físicos le devolvía la conciencia de sus Dos Batallas, abandonó el lecho matrimonial como urgido por un clarín de guerra.

—Patricia, mi ducha —le recordó.

Ella lo vio de pie y envuelto en su piyama tristemente violeta (un «color penitencial», decía Megafón para justificarlo y justificarse).

—Todavía no —le dijo.

—¿Qué me falta? —inquirió él.

—Tu brújula y tu compás.

Lenta y armoniosa. Patricia Bell tomó los dos utensilios a su alcance y los depositó en las manos del guerrero, la brújula en su izquierda y el compás en su derecha.

—¿Para qué la brújula? —preguntó él ritualmente.

—Para la «orientación» —repuso ella.

—¿Y este compás?

—Es para «la medida».

Orientación y medida: los dos requisitos del combate. Megafón devolvió a la mesa de luz el compás y la brújula; tomó a Patricia entre sus brazos y la miró en sus ojos verdelagoprofundo que también le sonreían, ¡ah!, tanto como su boca granada. Luego atrajo a su esternón la cabeza rendida y aspiró el aroma de su pelo broncíneo. «¡Qué saben ellos del amor militante!», refunfuñó en su alma recordando a los físicos atómicos de la víspera. La separó al fin tiernamente de su pecho, se calzó a tientas las zapatillas de baño y abandonó el dormitorio, lugar de sus muertes y resurrecciones cotidianas.

El gran espejo que Megafón había instalado frente a la ducha no se destinaba ni al narcisismo ni a la obscenidad, especie calumniosa que divulgaron en la barriada ciertos visitantes de ocasión y estratégicamente meones como todos los espías. En rigor de verdad, el Autodidacto usaba el espejo sólo con fines de meditación ontológica. Y así lo hacía en ese instante cuando, tras desvestirse del piyama tristemente violeta, se vio desnudo en la luna brillante y fría como el ojo de un crítico. Del cénit al nadir estudió su frente comba, región del intelecto, su torso blindado para la resistencia, sus brazos nudosos para el combate, sus piernas listas a la translación terrestre, su sexo extensible o retráctil para la generación. Y Patricia Bell, con sus antenas vibrantes, guardaba silencio junto al hombre como para sintonizar el rumbo de sus ideas. De pronto Megafón, en su autoanálisis, tuvo la sensación de verse a sí mismo desde otra ontología posible. «Sí, el monstruo humano», se dijo. Y volviéndose a su mujer:

—Patricia —le comunicó—, a veces me pregunto qué diría un marciano si se enfrentase ahora con este cuerpo tan rico en apéndices.

—No entiendo —vaciló ella.

—Si un hombre marciano y un hombre terrestre se encontraran, ¿quién se asustaría de quién?

—Dependería de la forma que trajera el marciano —argumentó Patricia ensimismada.

El Autodidacto saboreó aquella respuesta dictada por un meollo astuto, se instaló debajo de la ducha y abrió el grifo de tal modo que un torrente de agua cayera sobre la «modalidad corporal» de su compuesto humano. Entonces oyó a Patricia que, sin abandonar su abstracción, exclamaba:

—¡Exactamente un canguro!

Mientras enjabonaba sus hombros, Megafón dedujo que aquella exclamación de Patricia era, como de costumbre, una cola sonora exteriorizada por su monólogo íntimo. «Atención al método: hay una cadena lógica que terminó recién en el canguro de Patricia y que sin duda se inició en el marciano de mi tesis».

—¿Hablabas de un canguro? —le preguntó.

—Anoche —dijo ella—, en un gingler de televisión, la cámara sólo enfocó las piernas de un hombre que saltaba por un terreno calzando alpargatas «Ombú», las más fuertes del mundo.

—¿Y te pareció monstruoso?

—Era, exactamente, un canguro australiano.

Sí, Megafón identificaba en el de Patricia uno de los asombros imprevistos que a veces nos producen las morfologías de la tierra en lo visual y en lo auricular. El mismo, en sus insomnios, escuchaba el ladrido de los perros como si le llegase de seres absurdos en forma de caños estallantes; o la risa gallinácea de las mujeres en los patios abiertos de la vecindad. «El Ser es uno y único, aunque asuma formas distintas y sorprendentes». Aquí el Autodidacto se dio un golpe final de ducha, tomó una toalla y se frotó vigorosamente con ella. Se enfundó luego en un buzo de mecánico y calzó sus gastadas ojotas de Atamisqui.

—Patricia —le dijo—, subamos a la torre.

En su chalet limpiado de maleficios el Oscuro tenía una torre para los mensajeros de Arriba y un sótano para los intrusos de Abajo: había que subir a la torre con un corazón amante y bajar al sótano con un hígado combatiente. Atentos a ese dictado de la cordura, Megafón y Patricia, con el gato a la zaga, salieron a los fondos del chalet, y por una escalera de caracol treparon a la torre desde cuyas almenas en falso medievo se dominaba toda la vecindad. Asomado al vacío, el Oscuro vio cómo la primavera triunfaba en el patio de las planchadoras (geranios y malvones), en la huerta de los judíos (durazneros y glicinas), en los planteros de las maestras jubiladas (helechos y narcisos) y en las verdes parras de los albañiles italianos. Oyó a la vez el piar de los gorriones y el bullir de las golondrinas recién llegadas que hacían sus nidos en los techos, y aspiró un aroma de mentas y cedrones todavía en su rocío. Entonces advirtió que una ola de inspiración nacía en el centro de su microcosmo reconstruido ya y con todas las antenas orientadas.

—Patricia, oremos —dijo volviéndose a ella que también oteaba los alrededores.

Con su mujer a la derecha y su gato a la izquierda, Megafón oró al modo pentecostal, vale decir con las palabras que iba dictándole su exaltación mañanera:

—Padre Sublime —dijo en voz alta—, desde nuestro ser en relatividad a Tu Ser Absoluto, Patricia y yo te alabamos, te bendecimos y te glorificamos. Porque son admirables tus obras en la Creación a que pertenecemos y admirables tus obras en la Redención por Jesucristo, y porque todo empieza y acaba en tu Verbo que te glorifica dos veces al crear y al redimir lo creado.

—¡Aleluya! —clamó Patricia Bell—. ¡Aleluya!

—En este día que avanza —prosiguió el Autodidacto— ¡tiende sobre nosotros tu mano de bendición, para que tengamos dulzura en la paz y victoria en la guerra!

—¡Padre, bendícenos! —volvió a clamar Patricia.

Y en este punto se oyó abajo la guitarra del beatle: fue primero un zumbido electrónico y enseguida una rascada estridente a la cual no tardó en unirse la voz de un hombre que repetía y ululaba: «Ye, ye, ye; ye, ye, ye». Pálido en su furia, como si acabasen de bajarlo de una pedrada, Megafón se volvió a Patricia:

—¡La madre que lo parió al beatle! —le dijo.

—«Quien a su hermano dijere raca —le advirtió ella evangélicamente— quedará sometido a la gehena del fuego».

—Patricia —le aclaró él—, conste que dije «la madre que lo parió», y no «la puta que lo parió». Sólo he recordado la matriz original del beatle. ¿O entenderemos que ha nacido por generación espontánea?

Como no recibiera contestación alguna, el Autodidacto recorrió un semicírculo de la torre, se asomó entre dos almenas y localizó al beatle que, sentado junto a un gallinero vecinal, se agitaba de crines y de hombros en lo que parecía un frenesí de su arte. Y volviéndose a Patricia:

—Hermana —le pidió—, alcánzame la honda.

Ella encontró el arma y sus proyectiles en un hueco de la torre destinado a ese fin, y los entregó a Megafón que se asomaba y escondía en el almenar como un acechante cazador furtivo. Mientras cargaba él la honda con una tuerca de regular calibre, le susurró a Patricia:

—No herir al músico: el músico puede redimirse. Hay que silenciar el instrumento.

Extendió la gomera en toda su elasticidad, apuntó cuidadosamente y soltó el proyectil: se oyó el impacto de la tuerca en la guitarra, una maldición del beatle y una escandalera de gallinas. Después, a favor del silencio reconstituido, volvió a escucharse la música de los pájaros. No obstante, aquel primer acto de guerra con que iniciaba su día sustrajo a Megafón de su arrobamiento y le recordó su destino de combatiente. Guardó la honda en el hueco de la torre, y dirigiéndose a Patricia:

—Bajemos al sótano —le dijo.

Uno y otro, con el gato Mandinga en los talones, descendieron a la casa y entraron en el comedor en cuyo parquet se abría la entrada del sótano mediante una argolla de metal. El Oscuro levantó la tapa del subsuelo, tomó su linterna eléctrica y por una escalerita descendió a la profundidad, seguido por su mujer y por su gato que no ignoraban aquella ruta. La linterna iluminó el gran barril donde alguna vez el Oscuro había intentado fabricar su propio vino, luego un maniquí en desuso de Patricia, un calefón jubilado y un apilamiento de botellas vacías. Con el hígado militante y los ojos alertados, la pareja escudriñó los cachivaches del sótano; pero ninguna forma hostil se reveló a sus miradas. Escuchó largamente, y a sus oídos no llegó ningún roce de batracio, reptil o insecto. Olfateó el aire, y ninguna pestilencia de azufre o de mixto hirió sus narices. Megafón estudió al gato Mandinga, y lo vio en calma, sin espeluznos ni bufidos, lo cual era en sí una señal de bonanza. Entonces, por mera fórmula, exclamó dirigiéndose a la negrura:

—¡Si estás aquí, yo te reprendo y te mando que abandones mi sótano!

Nada y nadie respondió al exorcismo. Ante lo cual Megafón y Patricia desertaron el sótano para subir al comedor. Y apenas habían cerrado la entrada, los dos oyeron afuera la siringa de Capristo el afilador.

Gerónimo Capristo detuvo su rodante máquina de afilar, guardó en su bolsillo la siringa de bronce y esperó la señal del Autodidacto que autorizaría su entrada en el jardín. Erguido en el porche de la casa, el Autodidacto le dibujó la señal que a la vez era una orden y una bienvenida. Y el afilador hizo rodar su máquina, traspuso la verja del chalet, fue a detenerse junto a Megafón que le arrojaba ya el cable de una sonrisa y le tendió su mano rústica, cinco dedos gordos y separados como las tetas de una vaca. Y aquí el Oscuro de flores dudó en su alma frente a la disyuntiva de estrechar aquella mano ceremoniosa o de ordeñarla simple y llanamente. Se decidió por lo primero, tras de lo cual invitó:

—Capristo, siéntese.

Gerónimo estabilizó su máquina en la vertical y tomó asiento junto a Megafón, en un banco de jardín y entre una floresta de retamas amarillas.

—Don Mega —comenzó a decirle—, anoche reuní todos los enlaces de la Operación Filósofo.

El Autodidacto lo silenció con un gesto de «no todavía». En realidad estudiaba morosamente la catadura del afilador, el cual, semiemboscado en las retamas, le hacía revivir ahora una inquietud de su adolescencia. Frecuentaba entonces la «Biblioteca Popular Alberdi»; y en sus Dioses en el destierro el poeta Enrique Heine le había enseñado que las divinidades paganas, ante la exaltación del Cristo, debieron exiliarse a otros climas. Ahora bien, en Villa Crespo abundaban los afiladores ambulantes: la música de sus siringas era familiar a los oídos atentos del barrio. Y Megafón, el adolescente, se preguntó una mañana si aquellos afiladores no serían los faunos de la leyenda que, al buscar un refugio en Buenos Aires, habían traído sus flautas de siete canutos en señal de su origen arcádico.

Estaba en ese punto de sus recordaciones cuando Patricia Bell salió al jardín portadora de un vaso de vino que tendió al afilador en su escenario de verduras.

Capristo lo tomó reverentemente; y mientras lo apuraba en los términos de una visible delicia, Megafón observó sus ojos alargados en oblicuidad, su tez de aceituna y su ancha boca de morder los frutos terrestres.

—Capristo —le advirtió— usted me intriga.

—¿Por qué? —dijo el afilador.

—Usted es un fauno. Capristo meditó esa palabra:

—¿Es una enfermedad o un vicio? —inquirió apaciblemente.

El Autodidacto recogió aquel desafío de la ignorancia hecho a la ciencia. «Un

scherzo matinal antes de la batalla», se concedió alegremente.

—Usted verá —le dijo—: el fauno tiene una mitad humana y otra mitad cabruna.

Su nombre, Capristo, viene de capra o cabra. ¿Digo bien, Patricia?

—Muy bien —corroboró Patricia desde sus recuerdos filológicos.

—Y algo más —añadió el Oscuro—: los faunos hacían sonar la flauta de Pan, un instrumento de siete cañas juntas. Y usted, Capristo, usa un instrumento semejante. Patricia, ¿no es así?

—Así es —lo apuntaló ella desde su olvidada mitología.

En su marco de retamas el afilador se complacía discretamente ante aquella insólita versión de su entidad. Y el Autodidacto, al advertirlo, no disimuló cierto aire de congoja.

—Es así —le dijo—. Pero yo, en su lugar, no me alegraría. Óigame, Capristo: entre el fauno griego y usted hay una diferencia muy sospechosa. Por ejemplo: la siringa del fauno era de cañas y la suya es de bronce. Hay aquí una transmutación del simbolismo vegetal en simbolismo metalúrgico.

—¿Y eso es malo? —se inquietó vagamente Capristo.

—¿Malo? ¡Es pésimo! ¿No será usted un hijo de Vulcano?

—Mis padres eran de Sicilia.

—Más a mi favor —le dijo el Oscuro—. En Sicilia está el Etna, y el Etna es la fragua de Vulcano.

—¿Quién es Vulcano? —repuso el afilador.

—Un herrero de mala catadura y además cornudo hasta la muerte. Allí está la central de los metalúrgicos infernales, los ingenieros de minas y los faunos que, como usted, se desentendieron del bosque y hoy afilan tijeras. ¡Capristo, su máquina lo dice todo!

—¿Qué tiene mi máquina? —se turbó él.

—Es mitad carretilla y mitad langosta del Apocalipsis.

En el semblante de Capristo se tradujo una suerte de protesta y lamento a la vez.

—No soy un fauno —dijo—: no lo fue mi padre ni mi abuelo, gente honrada que nunca debió un centavo ni mató a nadie como no fuese por vendetta.

—¿Podría mostrarme su pie izquierdo? —lo desafió el Autodidacto.

—¿Para qué?

—Los faunos tienen pies de cabra, es decir hendidos por la mitad.

Rápido y digno como quien responde a una calumnia, el afilador Capristo se descalzó de una zapatilla y una media; y mostró un pie desnudo, lleno de costras y juanetes, pero íntegro en su visible decoro humano.

—Sí, es un pie de hombre —le dijo Megafón. Y poniéndose de pie:

—Capristo —lo invitó—, entremos en la casa.

—Don Mega —vaciló él calzándose de nuevo media y zapatilla—, ¿ese fauno tiene que ver con la Operación Filósofo?

—Tiene y no tiene que ver —le respondió el Oscuro dirigiéndose al porche.

Cuando Megafón, a partir de los fusilamientos de junio, concibió el plan de sus Dos Batallas y se dio a la tarea de reclutar a los guerreros posibles, la figura de Samuel Tesler se le impuso como necesaria en atención a los hechos del filósofo villacrespense que yo había narrado en las gestas de Adán Buenosayres. El móvil de tan asombrosa elección era la circunstancia por demás feliz de que Samuel Tesler hubiera logrado en sí mismo la plenitud de los Dos Testamentos, lo cual hacía del filósofo un militante nato de la Batalla Celeste. Por añadidura, Megafón esperaba que Samuel, habiendo alcanzado un equilibrio total en el Infierno de la soberbia, traería de sus mortificaciones una carga de sublimidad que arrojaría un peso decisivo en la balanza del combate. Yo estaba lejos de compartir ese optimismo del Autodidacto, lo cual no impidió que le diera la ubicación exacta del filósofo y otras noticias acerca de su condición actual en el afamado establecimiento de la calle Vieytes. Urgido por la necesidad, Megafón estuvo fluctuando entre un rescate, una evasión o un secuestro de Samuel Tesler; y se decidió al fin por un acto mixto que se llamaría Operación Filósofo. Ahora bien, como necesitaba un enlace con la central de las acciones, acudió a Gerónimo Capristo, afilador veterano y hombre familiar en la cocina del manicomio, a cuyo arte se confiaban las tijeras y cuchillos destinados a los reclusos.

Con chasqui tan incierto Megafón había enviado al filósofo el siguiente mensaje:

«Señor don Samuel Tesler. S/manicomio en la calle Vieytes. Inolvidable maestro: no habría yo intentado forzar la prisión injusta en que una ignorancia ya irredimible lo tiene recluido, si la empresa riesgosa en que me hallo no reclamara el auxilio de una prudencia que, como la suya, es tan notoria en Buenos Aires como su misma genialidad. El portador (un alma bajo cuya estolidez aparente se esconde la proverbial astucia del lince) le adelantará el proyecto de una evasión que se ha de poner en obra si acepta usted la invitación que le formulo en el nombre de una batalla posible. Lo admira y lo quiere: Megafón».

El Autodidacto, al dosificar los ingredientes de su mensaje, había entendido que ocho gramos de adulación y uno de intriga bastaban a su intento de atraer al filósofo. Y cuarenta y dos horas más tarde Capristo le traía la respuesta que sigue:

«A Megafón o como se llame. Tristísimo señor: la misiva incongruente que ha tenido usted el honor de mandarme corrobora de nuevo mi vieja teoría sobre “el mulatismo intelectual” que aflige a esta próspera y desdichada República. Un mulato físico de las Antillas, por ejemplo, con igual inocencia morderá una banana gigante, pondrá en órbita un satélite o bailará un guaguancó africano haciendo redoblar sus talones huesudos, como lo hice yo alguna vez cuando me las entendía con Federico Nietzsche y su agradable mona dionisíaca. ¿O cree usted que el genio es una cosa de soplar y hacer botellas? Pero sólo a un mulato psíquico de su talla, cruza evidente de galo y esquimal, podría ocurrírsele la ofensa de titular “manicomio” a la alta casa de estudios que actualmente cobija mis abstracciones filosóficas, y manosear el nombre ilustre de Vieytes, como si no se tratara de un patricio que saltó a la Historia Nacional desde una modesta jabonería. Sin embargo, tres razones mi incitan a recoger su invitación: 1.ª la santa humildad que me viste de pies a cabeza y me ha obligado siempre a no desoír el reclamo de ningún idiota; 2.ª el desafío que se oculta en su mensaje (y no soy hombre de rechazar un desafío a cualquier empresa humana o divina); y 3.ª la circunstancia por demás enojosa de que hoy se alojen en este venerable instituto un Napoleón anacrónico y un Mahatma Gandhi occidentalizado hasta los tuétanos. Cocine usted su bodrio al calor oficial de mis testículos: nibil obstad. Firmado, Samuel Jonás II».

«Posdatas: 1.ª bajo el exterior del tal Gerónimo Capristo, más que la proverbial astucia de un lince se oculta la sutileza proverbial de un ganso. 2.ª conserve usted este manuscrito: su valor fiduciario es incalculable, y los coleccionistas, en su angurria, olfatean desde lejos estas gangas. 3.ª el tenor de estas líneas le demostrará que sigo cuerdo hasta la locura. Vale».

Claro está que Megafón no se había desanimado con la respuesta del filósofo. Antes bien, en aquella prosa estimulante había entendido que el Infierno de la Soberbia le había dejado ilesos un humor, una profundidad y un desequilibrio de meollo que añadirían a su Batalla Celeste algo así como una pimienta seráfica. Lo que no había captado era el valor de aquel Jonás II con que Samuel Tesler integraba su firma; y Gerónimo Capristo, que tan mal parado quedaba en la epístola, debió regresar al manicomio en busca de informaciones. Tras dos o tres visitas a la «Sala de los Genios», el afilador había traído un paquete de novedades que Megafón había clasificado en tres puntos: a, Samuel, en virtud de cierto milagro analógico, se daba por cautivo en el vientre de una ballena; b, la Operación Filósofo, por lo tanto, debería lograr que la ballena vomitase a su presa; y c, ante los ojos de Samuel, el afilador Capristo se había reivindicado hasta cobrar las plumas de un ángel mensajero.

En sus incursiones al Asilo el afilador se había ganado, por otra parte, la voluntad y el concurso de un alma selecta, el cocinero mayor, don José Vehil y Plá, un hijo de Barcelona, cincuentón, estereofónico y de barriga importante cuyo amor innato a la libertad lo llevaba, desde su madurez, a soltar los pajaritos, abrir todas las canillas y encender todos los fuegos potenciales encerrados en las cabezas de los fósforos. Lo único que no soltaba, según averiguó Capristo, eran los billetes de cien pesos encarcelados en su colchón y reunidos allí para financiar la tan demorada independencia de Cataluña. Un ser de tan generosa condición mal podía negarse a la libertad de un filósofo; y Megafón había recibido con entusiasmo el advenimiento de aquel alfil tan útil a su estrategia.

El segundo alfil de la partida fue dado por el mismo cocinero en la figura de Pascual Cerrutti, oficial de tercera, o «loquero» en idioma no administrativo, quien, por actuar en la «Sala de los Genios», caía en el operativo de Megafón como pedrada en ojo de boticario. Desgraciadamente, Cerrutti no se adornaba con las mismas virtudes de Vehil Plá: metido hasta el encuentro en una partida de truco que se jugaba en Liniers y que parecía eterna, el loquero se ahogaba en un déficit insanable que lo convertía en un mendigo abstracto y en un «pechador» lleno de frescura. Fue imprescindible untarle la mano; y Megafón había consentido por entender que aquella coima entraba de jure en el folklore nacional.

Era con tales antecedentes que el Autodidacto y Capristo entraban en el comedor: sobre la mesa un gran plano de Buenos Aires, resentido por el uso, exhibía itinerarios concernientes a las Dos Batallas, unos en tinta negra y otros en tinta roja. Megafón y Capristo se ubicaron en la mesa, el primero quemándose ya en su fiebre operativa y el otro aún taciturno bajo la sospecha de su origen faunesco. En cuanto a Patricia Bell, se manifestaba o no en la puerta de la cocina, tal como un actor entre bastidores que aguarda la señal del traspunte.

—Gerónimo —inquirió al fin el Oscuro—, ¿será esta noche?

—Todo está preparado allá —dijo el afilador.

—¿El cocinero?

—Vigilará desde su cocina.

—¿Y el loquero Cerrutti?

—Hoy le toca su guardia.

—Los dioses nos ayudan —se alegró el Autodidacto. Y volviéndose a foro:

—¡Patricia! —llamó—. ¡Patricia!

Ella se hizo visible, portadora de una sartén brillante, y sus ojos interrogaron al líder.

—Será esta noche —le anunció él—. ¿Estará lista la camioneta del vasco?

—Hay que avisarle con diez horas de anticipación —dijo ella sin ocultar su euforia. Desapareció con la sartén: luego se oyó un chirriar de aceite: y no tardó en

llegar cierto perfume de cebollas fritas que acarició las venteantes narices de Capristo.

—Vayamos a las operaciones —lo exhortó el Oscuro.

Y extendió sobre la mesa un papel con infantiles dibujos de arquitectura.

—Aquí tenemos un plano del manicomio —dijo—: lo tracé personalmente de acuerdo con sus indicaciones. ¿Distingue bien los detalles?

—¡Claro como el agua! —se asombró Capristo.

—A medianoche nos introducimos por el acceso de la calle Vieytes —expuso Megafón siguiendo el itinerario con un lápiz—. En la entrada nos esperará Cerrutti, que ha de guiarnos hasta el primer pabellón donde los guardapolvos de médico ya estarán listos. Aquí nos enfundamos los guardapolvos y atravesamos el primer pabellón hasta desembocar en la galería cubierta que ha de llevarnos al segundo. Un vez allá, y por la escalera (el ascensor no funciona), subimos a la «Sala de los Genios» y nos encontramos con el filósofo. ¿Estará listo el hombre?

—El filósofo nos esperará vestido —aseguró el afilador.

—¿Y su equipaje?

—Sólo tiene una Biblia de tapas negras y un quimono japonés.

—Los dioses continúan ayudándonos —volvió a regocijarse Megafón—. Desde la «Sala de los Genios» nos escabullimos con el filósofo hasta el parque del instituto que la desidia oficial ha convertido en una jungla. Y nos largamos por el acceso de la calle Brandsen: Patricia, en la camioneta del lechero, nos estará esperando con el motor en marcha.

El Autodidacto de Villa Crespo dirigió a Capristo una mirada triunfante. Pero lo halló abatido sobre el plano de Buenos Aires.

—Gerónimo —le preguntó con inquietud—, ¿ocurre algo?

—Don Mega —se lamentó el afilador—, el último paso de la fuga no ha de ser así. —¿Por qué no?

—¡El cocinero dice ahora que nos hará escabullir por el subterráneo!

—¿Qué subterráneo?

—Uno que sale del manicomio y desemboca en el hospital Muñiz. Un rictus de ira se diseñó en la boca del Autodidacto.

—¡Ese catalán! —protestó—: ¿se cree ahora el Conde de Montecristo?

—Don Mega —repuso el afilador—, el cocinero dice que fugarse de un «nosocomio» es menos comprometido que fugarse de un «manicomio».

—Al menos, ¿el subterráneo existe?

—¡Por la luz que nos alumbra, yo vi la entrada! —juró Capristo en su desconsuelo.

Megafón, en el suyo, dirigió sus ojos a la puerta de la cocina:

—¡Mujer! —volvió a llamar—. ¡Estamos locos! Patricia Bell se mostró a los planificadores:

—¿Qué sucede? —inquirió sin abandonar el marco de la puerta.

—¡El catalán nos ha cagado en la solapa! —se lamentó el Oscuro—. ¡Quiere vendernos un subterráneo!

En breves palabras comunicó a su mujer la fastidiosa novedad. Ella meditó un instante, y los planificadores guardaron silencio como ante una sibila.

—Si el filósofo está en el vientre de una ballena —sentenció al fin Patricia—, el subterráneo aparece como el intestino grueso del animal.

E hizo mutis en la cocina, fragante de cebollas y de cordura. Megafón cayó en éxtasis. Luego, volviéndose al afilador:

—Gerónimo —le dijo—, ¿es usted un hombre casado?

—¡Nunca! —respondió él con recelo.

—¡Cásese, Gerónimo! —lo exhortó el Autodidacto—. ¡Cásese ahora mismo!

La fuga o rescate de Samuel Tesler, que se operó esa noche, no habría sido posible tal vez en otras estaciones del tiempo histórico asignado a Buenos Aires. «Lo que asegura el triunfo de tan riesgosos operativos —dice Megafón en uno de sus apuntes— es la coexistencia de un relajamiento interior en la maquinaria de las instituciones y un vacío exterior en la custodia y vigilancia de la ciudad». Ahora bien (y como lo explica el mismo Autodidacto en su cuaderno de notas), la circunstancia favorable se dio cuando tras la revolución de 1955, un gobierno militar se instaló en la Casa Rosada y se puso a manifestar sus graciosas características. El gobierno castrense al uso nostro se circunscribe a vigilar y combatir sus propios fantasmas, de suerte que su atención a la cosa pública se hace del todo imposible: se da entonces el «relajamiento» del mecanismo institucional a que aludía Megafón. Paralelamente se manifiesta el «vacío» de custodia exterior, ya que las fuerzas policiales, entregadas a la sola tarea de fumigar estudiantes y apalear obreros, dejan un sabroso margen operativo a los asaltantes de Bancos, ladrones de vehículos, contrabandistas de alcaloides, tratantes de blancas y demás promotores de industrias afines. El mismo cuaderno en que Megafón reunía sus apuntaciones de las Dos Batallas trae un minucioso caudal estadístico sobre «delincuencia y revolución» que desde ya ofrezco a la codicia de los investigadores. No obstante, y fiel a su nunca desmentida ecuanimidad, Megafón también estudia en sus notas el lado positivo de los gobiernos militares. Dice que, mientras un Estado castrense divaga en la ilusión de sus fantasmagorías o mesianismos, el país real y la ciudad real, entregados a sus propias virtualidades, construyen por su cuenta y avanzan por sí mismos en cierta «viviente anarquía» mediante la cual se hacen posibles todas las aventuras. «Una revolución — decía el Oscuro— no vale tanto por su doctrina cuanto por las aberturas que ofrece a lo posible». Estas consideraciones han de verse afirmadas cuando en la historia de Megafón entre con todos los honores el general González Cabezón, también llamado «el hijo del choricero».

Al filo de aquella medianoche Patricia Bell detuvo la camioneta del vasco lechero en la esquina de Hipólito Vieytes y Coronel Brandsen. Descendieron allí Megafón y Capristo: echaron una mirada recelosa por las inmediaciones y comprobaron que todo era soledad y negrura. Tras despedirse con el gesto de Patricia Bell que se quedaba en el volante, los dos hombres avanzaron hasta la gran puerta del manicomio donde una figura humana parecía en acecho: era Pascual Cerrutti. El loquero, metido en su guardapolvo de fajina, estrechó las manos de los visitantes y les dijo luego:

—Por aquí, doctores.

Los hizo entrar y los condujo hacia el primer pabellón. Mientras caminaban en un silencio falsamente protocolar, el Oscuro iba trazando esta semblanza de Cerrutti:

«Un esqueleto de alambre, piel sobre huesos que sin duda exageran su noble condición de animal vertebrado: un color de tapete de juego verdoso y emputecido en mil noches de baraja: y esas dos ojeras que le cortan el rostro longitudinal como dos tajos; pero también una gracia inocente de picardías congénitas; exprimirlo como un limón y tirarlo a la basura: él hará lo mismo con nosotros». Habían llegado al primer pabellón, y los dos visitantes se enfundaron en los guardapolvos de médico que Cerrutti les preparara.

—Síganme, doctores —les dijo él con voz hueca.

Los tres cruzaron el pabellón, entre camas revueltas donde huéspedes horizontales o gemían en tormentos oníricos, o reposaban inmóviles y sin actividad sonora, como difuntos. Así llegaron a la galería que, según el plan establecido, no tardó en llevarlos al segundo pabellón, a la escalera y a la «Sala de los Genios». Este nombre sublime le había sido asignado por el Director del manicomio, el cual había reunido allí a veinte reclusos de índole genial y los beneficiaba con un régimen de ominosas liberalidades. El loquero Cerrutti, al explicarlo, no disimuló sus temores de que el mismo Director habitase la sala como huésped en un futuro no remoto. Desde la puerta, Megafón y Capristo advirtieron que algo no habitual a esa hora estaba ocurriendo en el interior del recinto: voces en coro, párrafos de solistas alternaban a la manera de un oratorio bárbaro.

—¿Qué sucede? —preguntó Megafón en la oreja de Cerrutti.

—Nada —le respondió el loquero—. Están representando el show de Jonás. —

¿Con qué fin?

—Jonás II se despide a toda orquesta.

Visitantes y guía entraron en la sala. Y Megafón se detuvo en el umbral, como aturdido por un impacto de imágenes que lo agredían desde adentro: veinte camas desiertas y veinte hombres habitados de gritos, eso fue lo que vio en el primer instante a la luz de algunas velas encendidas allá tal vez con propósitos litúrgicos. Luego se le ordenaron las imágenes, y entonces distinguió a Samuel Tesler de pie sobre una banqueta, enteramente vestido con ropas de calle y circundado por sus fieles envueltos en piyamas, en camisones de dormir o en viejos trapos de origen indescifrable. Sólo dos rebeldes permanecían ajenos a la ceremonia, uno de bicornio militar y otro cuya desnudez esquelética se atenuaba con un taparrabo en síntesis que le cubría las partes más vergonzosas de su natura. Enseguida, el Autodidacto concentró su atención en el filósofo: aunque lo conocía tan sólo por algunos retratos antiguos, vio que la edad no había desdibujado su figura, con excepción de una calvicie que, al avanzar hacia el occipucio, magnificaba sus terribles frontales de pensador; en lo demás conservaba sus ojitos irónicos y a la vez tiernos, y su boca de labios carnosos y sensuales que parecían tenderse aún a los llorados limones de Israel. Pero el filósofo hablaba:

—Hermanos —advirtió a sus fieles—, debo irme yo solo para buscar la llave que los libre del pez. ¿Entienden, hermanos de gayola?

—Señor Jonás —repuso el solista en camisón—, salgamos todos o ninguno de la panza de la ballena.

Y el coro vociferó:

—¡Todos de la panza, o ninguno!

—¿Saben ustedes cuál es mi segundo nombre? —insistió el filósofo—. Mi segundo nombre es Eleuterio, que traducido a nuestro idioma significa El Libertador.

Habló entonces el rebelde que lucía un bicornio militar:

—¡Está falseando la Historia! —dijo—. En esta república el único libertador es el general don José de San Martín.

—Bonaparte —lo amonestó Samuel con la dulzura de un apóstol—, ¿hasta cuándo tomarás el rabanito por las hojas?

—¡Odio los rabanitos! —gritó Bonaparte—. ¡Los ingleses intentaron poner arsénico en mi ensalada!

En este punto, como ignorando el incidente, un solista en piyama se puso a canturrear:

—Estábamos en la panza del cetáceo y nos había salido un libertador. ¡Pero Jonás quiere abrirse ahora de nosotros!

—¡El libertador nos hace un corte de manga y se va por la tangente del pez! — lloriqueó el otro solista.

Y el coro, tras esos dos versículos, levantó su protesta:

—¡Nos agarraron a patadas en el culo y nos metieron en la barriga del animal! Nos enjabonaron la cabeza, ¡y adiós, orgullosos delirios! Nos hicieron aullar con treinta electroshocs, ¡y vomitamos a nuestros héroes interiores! Con sus duchas heladas congelaron al dios que vivía en nosotros. ¿Un chaleco de fuerza puede ajustarse a las costillas de un santo? ¿O hemos de ser los eternos jodidos?

Aquí los integrantes del coro se dejaron caer al suelo, unánimes y rígidos como en una liturgia, y permanecieron allí, de bruces en las baldosas. A favor de aquel intervalo Megafón se volvió a Cerrutti:

—¿Qué farsa es ésta? —le preguntó en su asombro.

—El mismo Jonás escribió la partitura —le aseguró el loquero—, y hace tres noches que la ensayan. El profeta solicitó un tocadiscos y El Mesías de Haendel, pero se los negaron.

Samuel Tesler, erguido en la tribuna, miró a sus adeptos yacentes con la sonrisa de un padre:

—¡Hijitos, de pie! —les ordenó.

Y no bien los del Coro se hubieron incorporado, les habló así:

—Ya conocen ustedes al primer Jonás: el insensato desobedeció a Elohim y la ballena lo alojó en su estómago. A decir verdad, el muy cretino tuvo suerte; porque la ciudad de Nínive a que pertenecía no contaba con ningún manicomio. Yo soy Jonás II, el obediente; y si estoy aquí es porque a Buenos Aires le sobran manicomios y le falta vergüenza. ¿Y qué hice yo de malo? Salí a las calles, reuní a mis infieles compatriotas, y en un exceso de mi caridad los llamé insignes hijos de puta. ¡Y no recogieron la lección, porque se vestían de su maldad como de un fino casimir! Hermanos, esta noche me iré solo de Leviatán, porque fui hallado sin culpa. ¡Ustedes, purifíquense! Traguen con resignación la sopa innoble del catalán, aguanten con modestia las duchas frías y los azotes calientes. A su hora yo vendré a salvarlos de la ballena con el cuchillo del pescador. ¡Aleluya!

—¡Sí, aleluya! —gritó el Coro.

Cerrutti dijo entonces a los dos visitantes:

—El show de Jonás ha terminado. Señores, entremos.

Cuando el filósofo los miró avanzar entre sus catecúmenos que apagaban ya las velas a soplidos, abandonó la tribuna y se adelantó a su vez. Y el primero en llegarse hasta Samuel Jonás fue Gerónimo Capristo, avanzada y enlace de aquella operación.

—Hermanos —dijo Samuel a su cofradía presentándole al afilador—, aquí tienen al mensajero Anael. Es el ángel que ocupa en los nueve coros el grado más inferior, vale decir el que limita con el hombre. Aquí se hace llamar Gerónimo Capristo: su nariz está hecha para respirar el humo de las fábricas y el escape de los autobuses; no lo afectan las radiaciones del carbono 14 ni del estroncio 90. Es un ser casi humano, resistente a la humedad, a los editoriales de la prensa y a la oratoria de los demagogos al pedo. ¡Salúdenlo con humildad!

Uno tras otro los cofrades besaron ritualmente al afilador, el cual no salía de su perplejidad al verse metamorfoseado en sólo doce horas de criatura humana en fauno y de fauno en ángel. Pero Megafón estrechaba ya la diestra del filósofo enternecido.

—¡No me diga su nombre! —le rogó Samuel. Y volviéndose a sus corifeos:

—Hermanos en la ballena —les dijo por Megafón—, este visitante nocturno es aquel pez antiguo que las Escrituras designan con el nombre de Ambrosio.

Intervino aquí otra vez el de bicornio militar:

—¡Miente y remiente! —protestó—. El único Ambrosio que pasó a la historia es el de la ilustre carabina. Y si hay aquí algún experto en armas, ¡ése soy yo!

—No lo contradiga usted —aconsejó el filósofo al Autodidacto—: es aquel Napoleón de que le hablaba en mi esquela. Su anacronismo es tal, que proyecta dar su batalla sólo con la infantería de pantalón azul y chaqueta roja, y llevando al frente los estandartes y la banda de música. ¡Será un blanco perfecto!

—¿Cuál sería la estrategia? —rezongó Bonaparte.

—La que derrumba las murallas de Jericó a trompeta limpia —le contestó Samuel.

—Maestro —lo urgió el Autodidacto—, ya es hora de abandonar la sala.

—No queda mucho tiempo —asintió Cerrutti.

Y en aquel instante se adelantó el rebelde que usaba un taparrabo sintético:

—Soy el Mahatma —se anunció—, y no fui presentado. Estos de la ballena jamás aprenderán la cortesía del Oriente.

—¿Y es cortesía —lo amonestó Cerrutti— presentarse desnudo contra las disposiciones del reglamento?

—Su Majestad británica me ha confiscado mi telar indio —replicó Mahatma—. Y no he de vestirme hasta que pueda tejer mi túnica en mi propio telar.

—Entonces —opinó Samuel—, el Mahatma seguirá en bolas hasta el Día del Juicio.

—¡Aleluya! —gritó el Coro en una errata de sincronización. Con su bicornio en la sesera, Napoleón intervino entre sarcástico y doliente:

—El Imperio Británico —se lamentó— no pierde su tiempo en confiscar telares indios.

Clava sus ojos en Santa Elena, donde un prisionero genial medita su destrucción.

—¿Usted? —le pregunta el Mahatma.

—Yo mismo —aseguró Bonaparte.

—¡Gran idiota! —lo apostrofó Tesler—. ¡El Imperio Británico ya no existe! Desde que falleció, los ingleses han recobrado el humorismo, y hoy tiran la zapatilla con una gracia que sólo tuvieron en los años de Shakespeare.

Al oír aquel absurdo Bonaparte se dirigió al filósofo en tren de agresividad. Pero el Mahatma, con su desnuda osamenta, escudó a Tesler que ya se ofrecía al combate.

—¡Así no! —le dijo—. ¡Atención a la resistencia pasiva!

Y al forcejear entre el guerrero y el filósofo, el Mahatma dejó escapar una sonora flatulencia que inmovilizó a los actores y espectadores del conflicto.

—¡El Mahatma Gandhi ha blasfemado! —se asombró el Coro.

—Hijitos —explicó Samuel a sus fieles—, ¡seamos demócratas! Lo que ha exteriorizado el Mahatma también es una opinión.

—Esto no me pasaría —rezongó el Mahatma— si el Imperio no me hubiese robado mi cabra lechera. ¡Son los porotos del catalán maldito!

La «Sala de los Genios» habría continuado en un sainete que tal vez era inacabable, si Megafón, urgido por la hora, no hubiese apremiado al loquero Cerrutti cuya tolerancia le parecía ya tan sospechosa como el liberalismo de aquel manicomio. Sin embargo, el loquero no tardó en ofrecerle una muestra de su eficacia operativa: sólo tres palmadas le bastaron para que diecinueve hombres, con rigurosa disciplina, ocupasen otros tantos lechos de mala catadura. Un minuto después diecinueve cuerpos horizontales insinuaban sus anatomías bajo colchas mugrientas. Sólo quedaron en pie Samuel Tesler, Megafón, Capristo y el loquero Cerrutti. Visto lo cual el Autodidacto de Villa Crespo se dirigió al filósofo:

—Maestro —le dijo—, ¿y su equipaje?

—Sólo tengo mi Biblia y mi quimono —le respondió Samuel—. Usted se preguntará con qué fin me llevo este quimono de lujo. Es para equilibrar un exceso de mi pobreza que sería tentador.

El Autodidacto miró la prenda con orgullo:

—Maestro —advirtió— este quimono ya figura en las letras nacionales.

—Lo sé —gruñó Tesler—. Pero ningún mulato ha conseguido descifrar su simbología.

—¿Nos vamos o no? —refunfuñó Cerrutti que ya se impacientaba.

—Nos vamos —le dijo el filósofo.

Y volviéndose a sus acostados camaradas:

—¡Adiós, hermanos en la ballena! —se despidió tiernamente.

Nadie le respondió: los diecinueve catecúmenos roncaban como leones.

—Soledad —filosofó Tesler—: ¡dulce concubina del profeta!

La segunda parte del itinerario consistía en descender a la planta baja del manicomio y salir a los jardines nocturnos donde los acecharía el cocinero Vehil a cargo de la evasión final. Mientras el grupo caminaba, Megafón iba resumiendo sus observaciones acerca del filósofo. ¿Era un simulador de la locura y un genio de verdad? ¿O un simulador del genio y un loco inenarrable? ¿O las dos cosas a la vez, reunidas y pulverizadas en algún mortero sublime? «¡Y qué importa!», se dijo. «La operación está marchando como sobre ruedas». Ya en la espesura de los jardines, un bulto humano los asaltó literalmente:

—¡Miserables! —les dijo el bulto con ominoso acento catalán—. ¡Por ustedes he perdido mi transmisión en onda corta de la Unión Soviética!

Los prófugos reanudaron su marcha en la siguiente fila india: el cocinero Vehil al frente, conductor absoluto; detrás del catalán, el loquero Cerrutti; aferrado a las costillas del loquero, Samuel Tesler, que se abroquelaba en un mutismo de almeja; prendido a su filósofo, el Autodidacto de Villa Crespo, y al final Gerónimo Capristo, segura y perpleja retaguardia. Llegaron así hasta una vieja construcción de ladrillos que se alzaba no lejos de las cocinas y por cuyo aire ruinoso dedujo Megafón que pertenecía tal vez a la prehistoria del manicomio. El catalán abrió una puerta que chirrió clásicamente, y entraron todos en una segunda oscuridad más densa que la de la noche. Pero Vehil encendió una linterna eléctrica y proyectó su foco en el suelo, mientras el Autodidacto y Capristo se desvestían de sus guardapolvos.

—¿Está seguro de que hay aquí un subterráneo? —preguntó Megafón a Vehil.

—Señor mío —le respondió el cocinero—, la existencia de subterráneos es normal en las ciudades capitalistas, donde los hipócritas burgueses hacen por abajo lo que nunca osarán hacer por arriba. Los pasadizos van desde el palacio de un virrey al dormitorio de una cortesana; desde un convento de frailes a un beaterio de monjas; desde la gerencia de un banco a un salón de festines escandalosos. Esta ciudad corrupta está minada de pasadizos como el que les voy a facilitar.

—¡Ay de ti, Jerusalén! —declamó Samuel Tesler—. ¡Ay de ti que acaricias a tus putas y enchalecas a los testigos de tu iniquidad!

—O se calla ese loco —amenazó el catalán— o no hay subterráneo.

Al advertir que Samuel recobraba su compostura, levantó algunos tablones del piso e iluminó con la linterna una boca de sótano:

—Por aquí se baja —indicó ampulosamente—. Sólo tres escalones, ¡y a volar!

—¿Qué agujero es éste? —inquirió Samuel.

—Una salida subterránea —le aclaró el Autodidacto—. Maestro, por aquí lo devolveré a la luz pública.

La cara del filósofo exteriorizó un relámpago de su éxtasis interno:

—¡Bien! —exclamó—. Mi antepasado Jonás, el de Nínive, salió por la boca de la ballena: yo saldré por el culo.

Y se lanzó al subterráneo. Pero antes de hacer mutis en él se volvió a los del grupo:

—Hermanos, aterricemos —les dijo—. Favor de ajustarse los cinturones. Luego, dirigiéndose al catalán, le anunció:

—Cocinero, Jehová maldice tus guisotes.

—¡Así paga el diablo! —se lamentó Vehil.

Pero el filósofo, a tientas, descendía ya los escalones que llevaban al subterráneo, y su risa no tardó en filtrarse desde las honduras. Advertido lo cual Megafón estrechó la mano libertadora del cocinero, no sin agradecerle su desinteresada colaboración en una gesta que, según dijo, enriquecería la historia de Buenos Aires con aportes increíbles. Luego rozó la diestra venal de Cerrutti; y por último, tras vigilar el descenso del afilador Capristo, recogió la linterna que le ofrecía el catalán magnánimo y se deslizó a su vez en el agujero. Guiados por el foco, los tres recorrían el túnel en cuyas paredes la luz destacaba rastros brillantes de caracoles y telarañas polvorientas. Entonces, con su registro de bajo profundo, Samuel Tesler empezó a cantar:

—Super flámina Babxlonis, illic sedimus et flevimus, cum recordaremur Sion.

—Maestro —le advirtió el Autodidacto—, ¿quiere usted que la bóveda se nos caiga encima?

—Es el salmo 136 —explicó el filósofo. Y reanudó su canto:

—Et qui abduxerunt nos: Hymnum cántate nobis de canticis Sion. Calló de pronto, y volviéndose al Autodidacto:

—¡Formidable! —le dijo—. Los hombres de mi raza, presos en Babilonia, colgaron sus arpas de los sauces y enmudecieron en un velorio de la música.

¿Derrotados o derrotistas? ¡Viejas barbas de ayer, escuchadme! Yo hice algo mejor: corté las cuerdas de mi arpa con una hojita gilette, me hice con ellas un látigo de siete colas, y me azoté día y noche las espaldas, los glúteos y el bajo vientre hasta lograr esta belleza en el martirio que actualmente me adorna y que se ve de lejos. ¡Gran puta! —rezongó de súbito—. ¿Adónde nos lleva este maldito subterráneo?

Afortunadamente para los tres, el túnel no era largo; y los hizo desembocar al fin en una salida gemela de la entrada que los devolvió al aire libre y a la noche primaveral. Entonces vieron las masas arquitectónicas del Hospital Muñiz cuya jurisdicción invadían; y Megafón, que no dejaba de memorizar su plano, condujo a los evadidos hacia las puertas de la calle Vélez Sarsfield.

—¡Atención! —les dijo—. Puede haber una guardia en la salida. En ese caso, déjenme hablar a mí.

Llegaron a las puertas: no era fácil que, dada la hora, se confirmasen los temores del Autodidacto. Y transponían ya las verjas cuando una voz autoritaria los detuvo:

—¡Alto! —les gritó un sereno en uniforme que parecía brotar de la nada—. ¿Qué hacen ustedes aquí?

—¡El Coronel ha muerto! —le dijo Megafón en tono dramático.

—¿Dónde? —inquirió el sereno.

—En la Sala VIII.

Samuel dejó escapar una risa incontenible, y el sereno volvió a su desconfianza:

—¿Y éste quién es? —preguntó indicando al filósofo.

—El hijo del finado Coronel.

—¿Por qué se ríe?

—No se ríe —le dijo Megafón—. Es un tic de su pena.

El sereno recobró una benignidad que sin duda lo acompañaba normalmente:

—Sí —admitió—, una gran pérdida.

—¿Cuál? —dijo Megafón.

—La del Coronel.

Aquí el Autodidacto le puso en el hombro una mano cordial:

—No lloremos —lo consoló—. La muerte de un Coronel es grata siempre al corazón de un patriota.

—¡Qué gran verdad ha dicho!

Tras despedirse del sereno, los hombres avanzaron en libertad hasta la esquina de Vélez Sarsfield y Amancio Alcorta donde Patricia Bell los aguardaba en la camioneta del vasco.

—¡Al fin! —exclamó ella en un relajamiento de su inquietud.

El Autodidacto ubicó a Samuel Tesler en la parte delantera del vehículo, junto a Patricia que no soltaba el volante. Y apenas él mismo y el afilador se instalaron en la caja trasera, el vehículo partió rumbo al oeste con un entrechocarse de tarros de lechero. Se vivía el alegrón de una victoria: el Autodidacto, dirigiéndose a su mujer, le contaba los incidentes de la fuga; y Gerónimo Capristo asentía con un silencio numeroso de resonancias interiores. En cuanto a Samuel Tesler, guardaba el mutismo de un habitante de Marte recién llegado a la Tierra. De pronto se volvió al Oscuro y le preguntó indicando a Patricia:

—¿Esta señora es la Venus Celeste?

—No, maestro —le dijo Megafón.

—¿Será la Venus terrestre, popular o demónica? —insistió el filósofo.

—Ella es Patricia, mi mujer.

—¡Tiene las piernas de una hurí mahometana!

—¿Cuándo se las ha visto?

—Cuando accionaba el pedal del acelerador —dijo Samuel en tono elogioso.

Al entrar en Villa Crespo, meta de aquel viaje nocturno, el Autodidacto se conmovió en su alma, herido a la vez por los recuerdos de la mitología:

—¡Viejo barrio! —canturreó en una reminiscencia tanguística.

Pero la camioneta se había detenido frente a una casa de rostro impersonal y en una calle que parecía el fin del mundo. Entonces Megafón y Samuel Tesler descendieron del vehículo y entraron en el zaguán de la casa no menos tenebroso que una gruta. Ya en la puerta cancel, el Oscuro la hizo tamborilear con los nudillos de sus dedos; y la puerta se abrió gobernada por un hombre que traía gorro de astracán y un candelero de siete brazos.

—¿Quién es el hombre? —preguntó Samuel.

—Es David el circuncidador —le dijo el Oscuro.

—Yo estoy circuncidado en cuerpo y alma —rezongó el filósofo. Y, encarándose con David, estudió su candelabro.

—La vela del centro es lo que importa —le anunció—. Es la cuarta, y sin embargo es la primera y la última. Y tiene dos momentos de luz, el de la Creación y el de la Redención.

Apartando al hombre del candelero, Samuel Tesler se metió en el vestíbulo. El Autodidacto saludó entonces a David, abandonó el zaguán y regresó a la camioneta: la Operación Filósofo había terminado. Ya en el vehículo, se instaló junto a Patricia Bell; y escudriñando la caja trasera vio que Gerónimo Capristo dormía ya el sueño de los hombres o el de los faunos o el de los ángeles. ¿Qué sabía uno?

—Regresemos al barrio —le dijo a Patricia.

Y no bien la camioneta reanudó su marcha, el Autodidacto cayó en un pozo de melancolía.

—¿Sucede algo? —inquirió ella.

—Tengo los ojos reventados de imágenes —repuso Megafón. Y Patricia Bell acunó el silencio de su hombre, mater y materia.


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RAPSODIA II

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Cuando Megafón, tras redondear el esquema teórico de sus Dos Batallas, hubo de ceñirse al modus operandi que debía transferirlo a las acciones, pensó naturalmente que no hay lucha real sin peleadores activos y que necesitaba con urgencia un reclutamiento de milicias. El Oscuro de Flores, como lo dije ya en el Introito, me había demostrado la equidad absoluta de las Dos Batallas, puesto que una y otra se darían con el solo fin de restablecer un equilibrio roto en el orden terrestre y en el celeste; y el problema es igual en un hombre o en una tribu o en un pueblo total o en un mundo. Ahora bien, como las acciones bélicas recaerían sólo en los «responsables» de ambos desequilibrios, era fácil deducir que la guerra no sería frontal ni multitudinaria, sino que habría de limitarse a breves y astutas «operaciones de comandos», lo cual no exigiría mucha tropa ni costos excesivos. Debo aclarar que la Operación Filósofo, tan bien lograda ya por el Autodidacto, sólo había sido una experiencia inicial o un tanteo de posibilidades tácticas. Porque Megafón entendía muy bien que solo y librado a sus vagas intuiciones castrenses, mal podía llevar adelante una empresa como la que meditaba desde que sintetizó la imagen de una Patria en forma de víbora. Por lo cual decidió recabar el asesoramiento del exmayor Aníbal Troiani, su amigo de la infancia, expulsado del Ejército en 1956 y por aquellos días fraccionador de vinos cuyanos.

Habían asistido juntos a la misma escuela primaria de Villa Crespo, donde Troiani se distinguía por dibujar en el pizarrón y con tizas multicolores la Batalla de Tucumán, el Combate de San Lorenzo y las efigies de San Martín o de Belgrano, según lo reclamasen las efemérides. Al mismo tiempo, en las guerrillas de barrio, Troiani era el cacique natural que inventaba las estrategias, construía los armamentos y enamoraba siempre a la victoria, como exaltado por el condottiero que sin duda traía en la sangre pese a su modestia huraña y a sus pantalones rotos en los fondillos. Durante sus adolescencias paralelas habían leído juntos los famosos Temas de Compañía de Tiradores (¡oh, «Biblioteca Popular Alberdi»!) a los que Troiani formulaba críticas tan abstrusas, que ciertas noches hundieron a Megafón en insomnios febriles, como algunos teoremas de la geometría. Luego, aquel paralelismo de luchas, problemáticas y amores había terminado inopinadamente cuando Troiani, según era previsible, ingresó al Colegio Militar. Desde aquel entonces Megafón, lanzado a otros carriles, no volvió a encontrarse con su amigo de juegos y peleas, hasta junio de 1956, en que los acontecimientos divulgaron su nombre. Oficiales adictos a la causa popular habían copado el Regimiento VII de infantería con asiento en La Plata: el cuartel fue retomado, y el cabecilla de aquel golpe hubo de caer bajo un pelotón de fusilamiento. No obstante, las pesquisas ulteriores trataron de individualizar al cerebro que había concebido una operación tan ingeniosa; y la sospecha recayó en cierto mayor Troiani bien conocido por sus audacias estratégicas. El Autodidacto lo visitó en la cárcel de Magdalena, portador de cigarrillos y naranjas: allí reanudaron su amistad en una comunión de afanes que los llevaría lejos. Yo conocí al exmayor Troiani, como a todos los agonistas de las Dos Batallas; era un cuarentón de regular estatura, membrudo y serio, cuyas pupilas de un gris acerado (el color de Marte y su arsenal) parecían traducir obstinadamente los desvelos de una guerra necesaria.

La primera consulta se realizó en el chalet de Flores y al atardecer, bajo un techo de glicinas cuyos racimos ya se desintegraban sobre las cabezas del consultante y el consultado. Patricia Bell les alcanzaba mates llenos y les retiraba mates vacíos, ¡ella, la que preparó el vino de los héroes y el ungüento de los contusos! Y el gato Mandinga, tendido en un sillón de metal, acechaba las dos palomas que se adormecían juntas en el techito del gallinero. Tras haber escuchado atentamente las razones de Megafón:

—Tu pelea —le dijo Troiani— se ajusta más a la poesía que al arte militar.

—¿Es un inconveniente? —le preguntó el Autodidacto.

—No es un inconveniente —repuso Troiani cuyos ojos de acero relampaguearon —: ¡es una tentación! Los grandes hechos de armas, que no abundan en la historia, se desarrollaron como teoremas poéticos. Un Aníbal, un Napoleón o un San Martín son poetas en acción de combate o guerreros en acción de poesía. Lo que te hace falta es un equipo bélico entrenado en la costumbre poética del coraje.

Se rascó la nuca en un gesto dubitativo:

—Sí —repitió—, el coraje. Pero ¿de qué coraje me hablas ahora?

—¡Yo no dije nada! —protestó el Oscuro.

—Muchacho —le aclaró Troiani—, quise decirte que necesitarías peleadores de «coraje militar» o peleadores de «coraje civil».

—¿Cuál es la diferencia?

—La diferencia está en el significado mismo de la palabra coraje: «fuerza o esfuerzo del corazón». El coraje militar se basa en los armamentos, en los uniformes jerarquizados, en los códigos de subordinación y disciplina, en un ordenamiento de hombres, técnicas y útiles que le da una sensación de seguridad interna frente a la inseguridad externa propia del mundo no castrense. Si lo arrancamos de su medio natural o si lo abandona él mismo para lanzarse a la esfera civil, el militar se ahoga como un pejerrey fuera del agua: se agita en resoplidos y coletazos inútiles. Por eso los militares fracasan en el gobierno civil. ¡Muchacho, no entienden a la civilidad! ¡Patricia, no dan pie con bola!

—¿Y cómo es el coraje civil? —le preguntó el Autodidacto.

—Es un coraje sin polvorines —dijo Troiani—. En la ofensiva y en la defensiva sólo usa o la inteligencia o la imaginación o la sensibilidad, porque ha de adaptarse a lo contingente de su batalla con el pecho desnudo. ¿Querés que te diga lo que descubrí en la prisión de Magdalena, viviendo con los civiles encarcelados? Sólo el coraje civil responde actualmente a la definición de la palabra. El coraje militar se ha reducido a una mera costumbre administrativa. ¿Y sabes por qué? Porque ya no hay «soldados» ni en el país ni en el mundo. Ahora sólo tenemos «fuerzas armadas».

A través del ocasional fraccionador de vinos, la natura castrense de Troiani se abría paso con una fuerza en la que se juntaban amarguras recientes y pretéritas rebeliones. Y Megafón al estudiar las mandíbulas apretadas de su compañero, reconstruyó en su mente la figura del caudillo infantil que se lanzaba en Villa Crespo a la conquista de una barricada hecha por el enemigo con viejos cajones de kerosene y podaduras de higueras.

—¿Qué cosa es un soldado? —le preguntó mansamente como para no herirlo.

—El soldado —respondió Troiani— es una estructura humana en la que funcionan a la vez el coraje militar y el coraje civil. Ahí está la madera del príncipe y del caballero andante: ¡sólo en esa madera se podría tallar un «héroe»! Por eso ya no existen héroes ni caballeros ni soldados.

—¿Y la guerra? —volvió a preguntar el Oscuro.

—La guerra ya no es un arte.

—¿Qué cosa es?

—¡Una demolición! Ahora sólo nos quedan tecnócratas de la masacre y el genocidio.

El puño airado de Troiani cayó sobre la mesa de jardín e hizo trastabillar la utilería del mate. Volaron asustadas las dos palomas: el gato Mandinga se lanzó tras ellas en un conato inútil de cacería. Y el silencio reinó entre un Megafón absorto, una Patricia intrigada y un exmayor Troiani que parecía recobrar lentamente su condición de vinatero contranatura.

—Si todo ha muerto —le dijo al fin el Autodidacto— ¿qué haré yo con mis Dos Batallas?

Troiani lo miró como desde borrosos horizontes:

—Habría que resucitar al héroe —refunfuñó.

—Sí, pero ¿cómo?

—Yo, en tu lugar, buscaría en el pueblo la vieja substancia del héroe. Muchacho, el pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria.

Se puso de pie, y, como divertido, sacudió el tallo de la glicina: un aguacero de flores azules cayó desde lo alto sobre las tres cabezas humanas. Y el gato Mandinga, que no era hombre sino diablo, estudió a Troiani con una frialdad injuriosa.

¡Gran Dios!, me reprocho ahora. ¿Qué necesidad tenía este perro (yo mismo) que ya no aguanta ni una pulga más en sus lomos, de salirle a Megafón con un domingo siete, cuando el Oscuro me transfirió los consejos del exmayor Troiani? Si a los fines de reunir una milicia especializada era necesario sondear el antiguo coraje porteño, ¿quién me obligó entonces a trascender mi oficio de simple cronista o narrador de las Dos Batallas, y a entregarme a la tarea de explorar memorias colectivas y descorchar botellas postales arrojadas al océano? ¿Quién me obligó a mí, que tras de haber cumplido veinte ascensos y otros tantos descensos, ando todavía por Buenos Aires con remiendos muy visibles en el culo del alma? Y hablando de culos, advierto yo que por segunda vez esa palabra silvestre se ha deslizado en mi prosa. ¿Con qué fin?, me dirán. Cierto idealista cordobés me interrogó en un ateneo de barrio: «¿Por qué será que hasta que no se habla del culo nadie se humaniza?». Le respondí que siendo esa parte la menos ilustre de nuestra modalidad corpórea, era la que nos hace reflexionar con más hondura sobre la modestia de nuestro color humano y la que nos reduce mejor a los difíciles términos de la humildad. Y no será éste mi único monólogo de indignación ante la locura de los hechos que se avecinan. Porque me digo ahora que también el narrador, abandonando su tiránica objetividad, tiene un derecho de protesta que nadie le ha discutido nunca desde Homero hasta José Hernández.

Yo soy, ¡mea culpa!, quien ha embarcado esta noche al Oscuro de Flores en una segunda excursión a Saavedra la misteriosa, treinta y cinco años después de la primera en que una generación de folkloristas alborotó a los ángeles y a los demonios de la ciudad. Naturalmente, Megafón, ocupado sólo en un posible reclutamiento de batalladores, ignora con qué sobresaltos de corazón, esperanzas y dudas me dirijo yo al campo de mis gestas antiguas. Regresar a una casa muerta o a un barrio perdido es a veces como asistir a una exhumación judicial y romper la vieja tapa de algún ataúd en busca de un rostro entrañable, para encontrar seguramente un fondo de huesos, terrones húmedos y gusaneras calcificadas. Por las dudas, llevo mis notas e itinerarios de ayer, a fin de localizar la topografía de mi primer viaje a Saavedra. ¡Si nos acompañase al menos el astrólogo Schultze, guía ideal en esta suerte de inquisiciones! Pero Schultze ha muerto, y sobre la tumba del astrólogo saltan hoy en inocente desmemoria los días y las noches primaverales, como bailarines de pies blancos y de pies negros. A Schultze le habría gustado esa metáfora. ¿Y Samuel Tesler? Sí, está vivo en la casa de David el circuncidador; pero el Autodidacto lo reserva quién sabe para qué sordas escaramuzas.

Tras algunas contramarchas y rodeos en un barrio que ha cedido a la urbe sus fragmentos de pampa, busco la ubicación del ombú a cuyo pie abría su jeta el Infierno de Buenos Aires. Toda el área está cubierta de pequeños chalets y sus jardines en miniatura: sí, hay luces en las ventanas y se oyen adentro músicas de jazz en radios y tocadiscos puestos a todo volumen. Entre aquellos enanos de la arquitectura se alza un monobloc de ocho pisos cuyo feo balconaje tira pedazos de claridad a la noche. Mi corazón se arruga y ennegrece como un papel en el fuego.

—Y sin embargo —le susurro a Megafón—, por aquí estaba el ombú. ¡Los ángeles incubadores del gran Schultze han cumplido, y no es como para felicitarlos!

Esta pollada edilicia es bastante horrible.

En la puerta de un chalet vecino descubro a un hombre sentado en el umbral y a un perro que yace a su vera con el hocico entre las patas. Megafón y yo nos acercamos: el perro se levanta y nos muestra sus dientes ominosos.

—¡Quieto, Aña! —le ordena el hombre, un septuagenario de voz tranquila.

—Señor —lo interrogo—, ¿hace mucho que vive usted en esta barriada?

—Mucho —responde.

—¿No recuerda si por aquí existía un ombú de raíces grandes como espolones de gallo viejo?

—Señor, era un ombú del tiempo de Rosas. Pero lo cortaron.

—¿Dónde se alzaba? —insisto yo.

—En el terreno donde ahora se levanta esa casa de ocho pisos. Cortaron el ombú: las mujeres lloraban y los hombres maldecían al Intendente.

—¿Estaban locos? —me indigno yo.

—¿Quiénes?

—¡Los que levantaron ese monobloc sobre la entrada de un Infierno!

—¿Qué infierno?

—¡El de Buenos Aires!

El hombre se incorpora y me observa con inquietud.

—Vamos, Aña —le dice al perro.

Y entra en el chalet con el perro en los talones.

—¿Qué hacemos ahora? —me pregunta un Megafón que viene observándome con indulgente curiosidad.

—Vayamos hasta el edificio.

En la puerta del monobloc un probable inquilino se dispone a salir.

—¿Es usted un habitante de la casa? —le pregunto.

—Sí, señor —me contesta—: piso 3, departamento K. ¿Son de la policía?

—No. Sólo queremos averiguar si no ha oído usted en el inmueble algo fuera de lo común.

—¿Cómo qué?

—Arrastre de cadenas, gritos destemplados, risas escandalosas, y sobre todo a medianoche.

—No —se asusta el inquilino—: somos gentes de orden, empleados y obreros.

—¿Está seguro de que nada ocurre? —insisto yo.

—Ahora que lo dice —recuerda el inquilino—, algo viene sucediendo en la casa.

—Dígalo.

—No hay portero que nos dure tres meses. Renuncian y se van.

—¿Por qué?

—No dan explicaciones.

El inquilino saluda y toma la calle. Al punto, en el corredor, aparece un hombrote que se viste de un mono azul y de una desconfianza profesional.

—¿Es usted el portero de la finca? —lo interrogo.

—¿Qué se les ofrece? —nos repregunta él.

En su acento y empaque identifico a un ejemplar de Pontevedra, resistente y lleno de espinas exteriores como un abrojo. Se resistirá, no lo dudo: tendré que partir su dura cáscara y forzarlo a que vomite su indigestión metafísica:

—Lo que ocurre —le digo— es en el subsuelo de la casa: en el subsuelo y nada más.

—¿Qué pasa en el subsuelo? —rezonga él.

—La gran diablería.

El hombrote da un paso atrás, balbucea, se desorbita de ojos.

—¡No es verdad! —clama—. ¡No son gritos los de abajo: es el desagüe de las tuberías! ¡No son carcajadas: es el petróleo crudo al arder en los fogones del agua caliente! ¡Nadie chista: es el quemador de basuras! ¡Nadie amenaza: es el motor de la bomba! ¡Son los muebles inservibles que crujen o los ratones que andan en el depósito del subsuelo! ¡Qué carajo! ¡Váyanse!

Despavorido, el hombre de azul nos da con la puerta del monobloc en las narices.

Me vuelvo a Megafón y le anuncio:

—El gallego no durará otro mes. En este lugar la boca del Infierno sigue abierta, y ha de seguirlo hasta el milenio futuro en que Buenos Aires tenga su juicio final.

Indiferente a mis excitaciones de turista evocativo, Megafón lo ha escuchado todo sin comprometerse; y no hay ofensa en su actitud, sino la misma curiosidad zumbona que ya le descubrí antes y que no afecta mi dignidad. Al fin y al cabo yo soy un combatiente de ayer que recorre ahora su antiguo campo de batalla, resucita muertos y busca en la noche rastros perdidos.

—¿Y ahora? —me pregunta él.

—Tenemos que hallar la casa de Juan Robles.

Localizado el sitio del ombú, no me será difícil encontrar la que un día se llamó Casa del Muerto.

¡Quiera Dios que no hayan edificado sobre sus ruinas un club de tenis o un market de autoservicio! La ciudad se destruye y se reconstruye como un tejido celular: ¡alma buena, llora sobre la tumba del folklore! Pero ¡no! Todavía existen la calle y sus dos hileras de casonas que a la luz de faroles tísicos parecen hongos exudantes de humedad y tristeza. La de Juan Robles, pese a mis recelos, está viva y coleando: se oye adentro un estentóreo jingle de televisión, y cierta luz espectral de mercurio la ilumina enteramente como una lujosa compadrada. Megafón y yo nos introducimos por la puerta de hierro que los moradores no han cerrado todavía: reconozco el patio, donde ahora un grupo de gitanas vestidas con sus atuendos abigarrados chacharean en un idioma tartajeante o se pasan por las crines renegridas peines finos en busca de liendres. Me asomo a la sala donde aquella noche Juan Robles fue velado a la sombra de las Euménides: ahora está llena de tapices, almohadones y camas turcas a la manera oriental. Cierto gitano, tendido a lo principesco en una otomana, fuma su cachimba con los ojos fijos en la pantalla de un televisor donde al jingle sucede ahora una escena dramática de teatro del aire.

Como nadie parece advertir nuestra irrupción en aquella gitanería, doy tres palmadas, a cuyo eco nos enfrenta una vieja de color tabaco, pintarrajeada y tintineante de pulseras. La sigue una niña gitana bajo cuyo corpiño maduran ya tempranos limones.

—¿Qué se les frunce? —nos dice la vieja entre cautelosa y divertida.

—Madre —le contesto— no se nos frunce nada. Sólo queremos averiguar si han conocido ustedes a la familia de un tal Juan Robles que vivió en esta casa y fue pisador de barro en los hornos de ladrillos.

—Este palacio —dice la vieja con humor— fue antes de un cebollero que además vendía papas y carbón de leña, y que nos dejó la casa hecha una inmundicia.

Mostrando sus dientes o perlas o granos de choclo, la niña se pone a cantar:

Soy un pobre cebollero que vive de su trabajo, gritando: ¡cebolla y ajo!

—¡Silencio, mujer! —le reprende la vieja.

—Y antes del cebollero —insisto yo—, ¿quién vivía en la casa?

—¡Vivía la madre que los parió! —estalla la vieja—. ¿Qué buscan aquí?

¡Hombres corruptos, ya no tiramos las cartas ni vendemos filtros para los amores!

Estoy rabioso ante los desplantes de aquella bruja:

—¡Qué van a tirar las cartas! —le retruco—. Si aquí estuviera Schultze les recordaría cómo ustedes huyeron del Tíbet llevándose algunas migajas del arte adivinatoria, y como en sus migraciones perdieron el tesoro y la vergüenza.

—¡Manolo! —grita la bruja dirigiendo su voz a la sala de los tapices.

—¿Y qué hacen ustedes ahora? —prosigo yo—. ¿Robar gallinas en el vecindario?

¡No! Ahora se han hecho capitalistas: revenden automóviles y refrigeradoras de origen muy dudoso. ¡Aquí hay olor a contrabando!

—¡Manolo! —vuelve a gritar la vieja—. ¡Te buscan estos crudos!

Al oírla el hombre de la sala, que sin duda es el invocado Manolo, abandona su apolilladero y se instala frente a nosotros con una desidia gitanesca de no fácil interpretación: su melena torrencial, sus patillas ensortijadas y su traje anárquico le darían el aire inofensivo de un beatle, si no llevara en la cintura un facón toledano que habla por sí mismo. Los ojos del hombre se achican y endurecen: Megafón y yo retrocedemos hasta la puerta de calle.

—¡Vengan, maulas! —nos desafía la bruja—. ¡No se caguen en los pantalones!

Y descalzándose, nos tira un zapato reluciente de lentejuelas. Ya estamos en la calle y otra vez en la noche. La niña gitana, que nos ha seguido hasta el umbral, nos insulta con la letra irónica de un viejo tango montevidense:

Vos te crees que porque hablas de «ti», fumas tabaco inglés,

paseas por Sarandí…

—¡La gitanilla de Cervantes! —rezongo yo en una reminiscencia literaria—.

¡Gran puta, qué decadencia! Me pregunto qué haría don Miguel con esta mocosa de arrabal.

El Autodidacto ríe ahora frente a la casa de Juan Robles, y no lo acompaño en su desaprensiva hilaridad. Mientras abandonamos el terreno, yo sigo en la Elegía de pestañas lluviosas: un contenido humano dura menos que su recipiente, ¡y la casa del hombre sólo es una botella impersonal que se ha llenado, se vacía y se llena otra vez de pisadores, gitanos o cebolleros! ¿Quién me ha metido a mí en esta guaracha sentimental, con todos los años que llevo sobre las costillas? ¡Paseante anacrónico, no arrojarás tu anzuelo al agua turbia de ningún ayer! Si lo haces, correrás el riesgo de pescar una vieja chancleta de la Filosofía.

Pero Megafón está buscando a sus combatientes en la noche de Buenos Aires; y este suburbio que recorremos ahora fue, según mis cálculos, el mismo riñón de la bravura porteña donde se destilaban los odios antiguos y cristalizaron en héroes más irreductibles que la sal de la urea. Si todo no fue un sueño, ¿podría negarse que los botines gloriosos del taita Flores dejaron sus huellas en este barro elemental? ¿Y a esa Cruz del Sur no se levantó alguna noche la mirada oblicua y mierdosa del malevo Di Pasquo? La sola evocación de sus figuras me cosquillea en la nariz como una pólvora: y tentado estoy de agarrarme a piñas con el propio Megafón, allí mismo y sólo en homenaje a tantas broncas pretéritas. ¡Hay que investigar dónde han escondido sus jetas venerables, y si han dejado alguna sucesión! Pero las casas han cerrado sus puertas a la noche invasora: entre sus dos filas de paraísos la calle desierta parecería un túnel de silencio corriente. ¿Quién nos dará una pista, un solo hilo conductor? Sin embargo, hay por allí una música en sordina que nos llega del frente, y nos adelantamos hacia esa hebra del sonido. En la esquina, bajo el cono de luz que proyecta una lámpara de mercurio, cinco adolescentes bailan o se contonean al ritmo de un swing que brota de una radio portátil. Nos mantenemos fuera del cono para observar.

—Es una patota juvenil del barrio —le digo a Megafón.

—Entiendo —me refuta él— que se trata de una prepatota, como habría dicho su camarada Schultze. Es una patota en estado larval o de crisálida: las he visto iguales en Flores y en Villa Crespo.

Los cinco adolescentes visten pantalones vaqueros, blusas coloreadas y zapatos de básquet, en cierta uniformidad que ha divulgado la industria para esos enjambres de niños hombres.

—Obsérvelos —me dice Megafón—: giran o se contonean sin hablar, en una especie de baile litúrgico. ¿Liturgia de qué? De sus potencialidades no actualizadas, de su indeferenciación elemental, de sus destinos posibles. ¡Glándulas de secreción interna en luchas equilibrantes! De aquí saldrán los futuros héroes y los «nadie» futuros.

—¿No estará madurando entre los cinco algún combatiente de sus batallas?

—Demasiado jóvenes —calcula Megafón.

Él y yo entramos en el cono de luz: al vernos los cinco adolescentes quedan como petrificados.

—No se asusten —les digo.

—No nos asustamos —replica uno, líder potencial de una «barra» en potencia.

—¿Vive por aquí una familia Robles?

—No la conocemos.

—¿Han oído hablar —insisto yo— de un pesado Rivera, un taita Flores o un malevo Di Pasquo?

—Parecen cosas de tango —especula el líder en su desmemoriada tempranidad. Y su tono indiferente me instala como a un espectro en la prehistoria de Buenos

Aires. Pero Megafón, con más tacto y menores nostalgias, intenta un sondeo de los bailarines nocturnos:

—Tiene que haber en el barrio —les dice— algún almacén, cafetín o bodegón donde se reúne la gente antigua. ¿Lo conocen?

—Si hay un lugar así —aventura el líder— tiene que ser «La Esquina».

—¿Dónde queda «La Esquina»?

—Tres cuadras adelante y dos a la izquierda.

Extraños a nosotros en el tiempo, los cinco adolescentes han proseguido su danza ritual bajo el foco de mercurio que ahora bailotea también al capricho de una ráfaga nocturna. Megafón y yo remontamos la calle trazada y bautizada no hace mucho en la llanura querandí: los chalets van cediendo lugar a las casitas de ladrillos, luego a los ranchos de terrón y por fin a las madrigueras de latas y cajones. Doblamos a la izquierda según la orientación de los bailarines, y nos adentramos en los grandes baldíos que todavía se aferran a su bravura de pampa. Oigo en la noche un croar de batracios unánime: ¿te acuerdas, alma, de los sapos cisnes? Aspiro un olor amargo de raíces y hojas: un tero domesticado nos ha oído y grita su alerta en la negrura. Levanto mis ojos al cielo austral, y su escalofrío de galaxias en fuga me recorre las vértebras. Pero al frente nos llama una luz y una música: tiene que ser «La Esquina», o no entiendo un pito de reductos folklóricos. Y nos apresuramos hacia la música, corremos a la luz. ¡«La Esquina»! ¡Se llamaban así los almacenes de ramos generales y las pulperías que recorrí en el sur a la vera gaucha de mi tío Francisco! La que ahora observo se alza junto a una carretera de asfalto: sus muros de adobe y su techo de paja siguen firmes, así como sus palenques, ¡ay!, desiertos de caballos musicales.

¡Dos camiones ahora, cargados de verduras y con los focos extintos! ¿Y esas ventanas? Están rotas pero con luz adentro, como los ojos de una vaca no muerta del todo que sigue comiéndose a picotazos el gavilán del tiempo. ¡Sí, otra metáfora bochinchera! Pero ¿no se habrán detenido aquí alguna vez los chirriantes carretones que venían del Tucumán con su carga de azúcar, poetas y revolucionarios? Le susurro a Megafón esa inquietante pregunta, y el Autodidacto no abandona su mutismo: yo soy un héroe de ayer enredado en telarañas de museo, y él busca peleadores de dos batallas que se darán en lo futuro.

Al entrar en «La Esquina» nos asalta primero un olor de tabacos actuales, vinos pretéritos y grasas fósiles de churrascos históricos. Única luz: la de tres lámparas eléctricas que se ahorcan del techo por sus cables ruinosos donde han cagado profusamente cien generaciones de moscas. ¿Y la música?, viene de un tocadiscos chillón cuya púa viaja en un long play de tangos más llorones que la melancolía:

—¿Y qué se yo —le susurro a Megafón— si estas cuatro paredes no fueron el alambique donde se destiló el primer tango con un azúcar de habaneras y un aguardiente de candombes?

En su foro de humo, detrás del mostrador, el propietario de «La Esquina», un espectro macizo, gobierna con sus miradas a cierto mozo casi fosforescente que recorre los grupos de parroquianos con la obstinación de un alma en pena. Estudio ansiosamente las cuatro mesas ocupadas: en una los camioneros ríen o gritan aventuras de carretera frente a sus vasos de tintillo; en otra, dos viejos con pinta de jubilados municipales (y aun conservan algunas pilchas de sus uniformes) juegan un truco sin alardes con barajas mugrosas; a foro y derecha, tres individuos mal entrazados nos clavan sus ojos en recelo, y son los únicos asistentes que han advertido nuestra llegada. Pero ¿quiénes son esos dos fantasmas que sentados a foro y a la izquierda parecen querer fundirse con la noche en su rincón? Un pálpito de arqueólogo me dirige hacia esas dos figuras enterradas, que no son otra cosa en su negra inmovilidad; y Megafón me sigue con su paso estudioso de reclutante de milicias. Dos chambergos anacrónicos y dos lengues blancos en torno de sus cogotes despiertan en mí un fuego reminiscente. Dejo caer esta pregunta conmovida:

—¿El taita Flores?

Uno de los espectros, el más flaco, vuelve hacia mí una jeta cortante de hacha; y sus ojos muertos parecen resucitar.

—¿Son de la policía? —me interroga, cauteloso y esperanzado a la vez.

—No, señor —me apresuro a tranquilizarlo.

El otro fantasma, que viste sus huesos con cierta gordura fofa, interviene aquí maquinalmente:

—Flores, encájale un castañazo —le sugiere a su vecino como si le hablara desde una borrosa lejanía.

—¡El pesado Rivera! —lo identifico yo dirigiéndome a un Megafón expectante

—. ¡Y el taita Flores! ¡No, el pasado no ha muerto!

Insensible a mi entusiasmo retrospectivo, el taita Flores parece masticar una desilusión amarga.

—Si no son de la policía —gruñe— váyanse o siéntense, ¡qué joder!

—Flores, acomódales una piña —insiste Rivera sin agresividad y como si respondiese a un oficio desprestigiado.

Megafón y yo tomamos asiento frente a las dos reliquias venerables. El mozo casi fosforescente acude sin invocación alguna; y el Autodidacto, con admirable naturalidad, le pide una botella de ginebra, palabra cuyo efecto mágico se advierte de pronto en nuestros dos anfitriones que parecen tensos ahora como si acabasen de oír un clarinazo de batalla. Regresa el mozo fantasmal, portador de la botella y de algunos vasos culones. El líquido ilustre llena los recipientes: como dos íncubos en larga sequía, Flores y el pesado se mandan a bodega el contenido de sus vasos; y el rostro de los dos espectros ya se colorea según los tintes de la vida. Es la ocasión de tirar anzuelos y pescar lo que salga de aquellas dos lagunas.

—Hace cuarenta y un años —les digo—, aquí cerca y en una noche de otoño, fueron velados los restos mortales de Juan Robles el pisador. ¿Lo recuerdan?

—¿Y qué? —me desafía el pesado.

—Aquella noche yo estaba en la cocina del difunto con una barra de genios interesados en el malevaje.

—¿Usted? —rezonga el taita, y se me quiere retobar como en una bronca retrospectiva.

—¡Eran unos tirifilos! —evoca el pesado.

—Rivera —le pregunta el taita—, ¿aquella noche les entré o no con la zurda? —

¡Para qué si estaban mamados como terneros!

Hay en los dos algo así como el despunte de un coraje oxidado, sólo un orín amoniacal de furias extintas. Piadosamente, vuelvo a llenarles los vasos.

—Flores —le digo al taita—, piense que no fue ayer. ¡Hace cuarenta y un años!

—Bueno —se humaniza el taita—, el viejo Robles clavó las guampas, y salute.

—No somos nada —filosofa el pesado.

—No somos «casi» nada —lo corrige Flores.

—¿Qué se hizo de la familia? —vuelvo a inquirir.

—Se desparramaron todos en Buenos Aires, menos Juan José que se fue al sur. —

¿Juan José Robles?

—El mismo —carraspea el taita—. Juan José murió en Rauch: un duelo a cuchillo, ¿sabe?

—Dicen que su mortaja fue la noche del sur —lloriquea el pesado.

—Cuando lo dieron vuelta —declama Flores— todavía sus ojos muertos chispeaban de furia bajo el puñal de Orión.

El Autodidacto, que asiste impersonalmente al interrogatorio, pierde aquí los estribos:

—¡Estos dos fantasmas han muerto de literatura! —protesta—. ¿No se habrá metido por aquí el increíble George con su musa robot de los cables pelados?

—¿Quién tiene los cables pelados? —grita Flores dándose por aludido.

—¡Flores, empavónale un ojo! —lo estimula el pesado.

—¡Yo no me vendo por una ginebra! —rezonga el taita, y apura su vaso como quien se pega un tiro.

—Quedamos —los apaciguo yo— en que Juan José Robles murió con los botines puestos.

Ahora vayamos al taita Di Pasquo.

—Di Pasquo no era un taita: sólo era un malevo —corrige Flores en tren de clasificación rigurosa.

—¿Di Pasquo? —gruñe Rivera—. Se casó en Liniers con una gringa de pelo colorado que lo llenó de hijos.

—Cuatro varones y seis mujeres —especifica el taita—: los varones, todos malandrines; las mujeres, todas milongueras.

Aquí Megafón vuelve a intervenir:

—Si la memoria no me falla —protesta—, ¡eso es de Carlos de la Púa!

—Vea, mozo —le advierte Flores—, ¡usted me carga!

—¡Y si nos carga —le anuncia Rivera—, que a nadie se culpe de nuestras muertes!

En son de paz acudo nuevamente a la botella legendaria y lleno los recipientes que ambos espectros vacían con una regularidad cronométrica.

—Este amigo —les revelo por Megafón— está buscando gente de avería para dos batallas.

—¿Dos peleas en el bajo? —inquiere sin interés el espectro Rivera.

—No señor. Son dos combates en la órbita nacional.

—¿Política? —gruñe a su vez el espectro Flores—. Yo me abro: los políticos arruinan las buenas costumbres.

—No se trata de ustedes —vuelvo a tranquilizarlos—. Ustedes ya dieron lo suyo, y la nación les agradece los patrióticos servicios prestados.

—¿A nosotros? —duda el taita.

—Ustedes adornaron esta ciudad con la noble práctica de un coraje químicamente puro, el de la cuchillada o la piña sin objeto visible. Era el arte por el arte, ¿se dan cuenta? Pero ahora, en los años del utilitarismo, se trata de averiguar si aquel glorioso malevaje tiene hoy sucesores y en qué barrio se los podría encontrar. ¿Lo saben ustedes?

—¡En el Barrio Norte! —maldice el taita.

—Sí, ahora están en sus «aguantaderos» del Barrio Norte —solloza Rivera.

—¿Cómo en el Barrio Norte?

Los dos fantasmas, ante mi pregunta, intentan hundirse otra vez en la noche de su rincón, tal como si tratasen de ocultar la vergüenza de un laurel deshonrado. Pero el taita Flores, urgido quizás por un vómito de melancolía, vuelve a mostrar la jeta en plena luz y descarga su entripado total en un monólogo incoherente donde a la elegía de su cosecha se unen fragmentos periodísticos y lugares comunes de nota policial:

—Los guapos están ahora en sus pisos bacanes —monologa el taita—. Planean atracos a instituciones bancarias o fabriles, vestidos con lujosas robes de chambre. Usan mapas de colegio, metralletas Pam y la química de los explosivos. «¡Señores, nadie se mueva: esto es un asalto!», y se van con treinta millones en sus portafolios de cuero de Rusia. Los espera un Roll Royce con su chofer lleno de galones dorados. Y el raje a Mar del Plata o a Córdoba o a Río de Janeiro, con minas rubias que hablan inglés y chupan whisky de contrabando como esponjas.

Bajo aquel diluvio de hieles estacionadas, Megafón y yo nos ponemos de pie: ya es hora de abandonar «La Esquina» y su pretérito pluscuamperfecto. El testuz de Rivera, que oscilaba en el umbral del sueño, se desploma ya entre los vasos inútiles. Pero el taita Flores, ciego y sordo, prosigue su tirada en un crescendo lamentable:

—Malevos de pistola cuarenta y cinco en el sobaco, y tres cargadores en el bolsillo del frac. Apestan a colonia y leen filosofía como los gánsteres de Chicago que se ven en el cinematógrafo. Se dopan con heroína o marihuana, es claro, para que no se les frunza el upite ante la muerte. ¿Por qué no pelean con tres mates amargos y una caña del Paraguay? ¡Juan José! —grita de pronto—. ¡Juan José Robles!

El taita se ha levantado con su grito final, y sus ojos duros buscan la orientación de Rauch o el poniente de un muerto venerable. Pero se derrumba también junto al pesado que ronca; y la botella prócer, antes de caer, ha temblado en la mesa como una lágrima gigante.

Fue aquella misma noche y al filo de la madrugada cuando Megafón tuvo la experiencia o el ensueño que me refirió después y que titulo ahora La Calesita del Tango. Antes de incluir en mi narración esta saga del Oscuro, vacilé largamente al poner en duda la realidad misma de los acontecimientos que se jugaron en ella. Pero me dominó entonces el recuerdo de Macedonio Fernández, cuando el metafísico porteño, en alguna desierta quinta de Adrogué, documentaba la continuidad armoniosa del hombre a través de sus diferentes estados y trasponía, tendido en su cama, las fronteras de su vigilia con su sueño y de su sueño con su vigilia. Tales consideraciones me instaron a recoger la visión del Oscuro y a transcribirla en esta segunda rapsodia.

Tuvo lugar y tiempo, si es que las visiones los tienen, cuando Megafón, tras abandonarme a mi lujuria evocadora, regresaba de Saavedra y se dirigía lentamente a su chalet de Flores por las desiertas calles del barrio y a la hora en que la noche se hace más profunda como para ser la matriz de un nuevo día. Según el Autodidacto de Villa Crespo, fue al llegar a la intersección de San Pedrito y Tandil cuando llegó a sus oídos aquella música fantasmal que al parecer brotaba de la misma esquina y en la que no tardó en reconocer los compases del tango Nueve de Julio, pero transferido a lamentables escalas dodecafónicas, viejo y mocoso de una sentimentalidad fósil, y como tartajeado por bandoneones rotos que perdieran el aire por sus encías

devastadas. Ahora bien, teniendo en cuenta que sólo existía un baldío en aquel ángulo, Megafón se dirigió a esa imposible fuente de la música. Y al entrar en el baldío comprobó dos hechos: el lugar parecía lleno de cierta luz fosfórica muy tenue y el tango resonaba en él con mayor fuerza. De pronto la luz ganó intensidad, y el Autodidacto vio en su mismo centro una calesita de suburbio que giraba lentamente al compás del tango y merced a la tracción de un bichoco alazán que volteaba el armatoste con sus ojos vendados y su lomo triste de mataduras. Jinetes de los caballitos y cisnes de madera, giraban también ciertos hombres no identificables aún, bajo la mirada estudiosa de dos personajes que se mantenían de pie junto al palo de la sortija y que, según lo supo luego Megafón, eran un demonio llamado Ben y un demonio llamado Nelson. El matungo alazán comenzó a detener su marcha penosa, y con ella fueron deteniéndose la calesita y la música. No bien reinó el silencio y fue lograda la inmovilidad, el demonio llamado Ben se dirigió a los jinetes en cuyos muslos ahora se distinguía un bandoneón acostado.

—Señores —les dijo en son de triunfo—, es inútil darle más vueltas a la calesita.

¡El tango ha muerto! No es necesario hacerle un encefalograma ni extenderle un certificado de defunción para el uso de su viuda: el cadáver, folklóricamente amortajado en percal, duerme o se pudre ahora en el Cementerio del Oeste, junto a la tumba del inmortal Carritos, y no lo van a resucitar a dos tirones. ¡Oigan, tristes malevos! El ritmo de Buenos Aires ya no está en el dos por cuatro.

Al oírlo, el demonio llamado Nelson palideció en su misma fosforescencia:

—¡Miente! —gritó—. ¡El que acaba de hablar es un tránsfuga de la música! El tango no ha muerto; porque, como decía el gran Contursi, todo se pierde y nada se transforma.

En este punto los bandoneonistas a caballo hicieron oír sus voces; y el matungo alazán dirigió sus orejas hacia ellos:

—A mi entender, y si estamos en mesa redonda —expuso el Bandoneonista Enclenque—, no ha muerto el tango: sólo está en un coma de la gran puta. Maestros, no es cuestión de lloriquear: ¡busquemos a los responsables! Yo acuso.

—¿A quién, flaco? —le preguntó el demonio Ben.

—¡A la civilización mecánica! —tronó el Bandoneonista Enclenque—. Habanera, candombe o milonga, el tango siempre tuvo un ritmo de sangre popular en la raíz. ¿Y quién lo ha liquidado? ¡La maquinaria y su bochinche de pistones!

El matungo alazán intervino aquí fervorosamente:

—La tracción mecánica —dijo— es una gran conquista de la civilización. Aunque no ha llegado a mí, soy un hincha de la tecnocracia y un cipayo del imperialismo.

—¿Te callarás, matungo? —le replicó el demonio Ben—. ¿O querés dar con tu esqueleto en una fábrica de mortadelas?

Y aquí el demonio Nelson dejó escapar un borbotón de llanto al parecer incontenible.

—¿Qué sucede? —le preguntó el demonio Ben con alguna sorpresa.

—Estoy llorando en el sepulcro de Carlitos Gardel —gimoteó el demonio Nelson

—. ¡La civilización mecánica! ¡Si en lugar de subirse a un cuatrimotor hubiese viajado a pie o en coche, nuestro zorzal estaría vivo!

Pero el Bandoneonista Gordo, jinete de un cisne rosa, estudió con rencor al Bandoneonista Sanguíneo que se gallardeaba en su cisne de color violeta.

—Lo que ha jodido al tango —refunfuñó— son las clases de armonía y contrapunto. El tango murió técnicamente en el aula B del Conservatorio Nacional de Música.

—¡Bien! —aplaudió el demonio Nelson—. A mi juicio, el fuelle preopinante ha dado en la tecla justa.

—¿Lo dicen por mí? —los desafió el Bandoneonista Sanguíneo.

—¡El tango no es Nicolás Paganini! —asintió el Bandoneonista Gordo.

—¡Tampoco es Rigoletto!

Al declararlo, una chispa de genialidad brilló en la mirada beligerante del Bandoneonista Sanguíneo:

—Si estamos en el Juicio Final —amenazó— ¡me van a oír hasta los muertos!

¿Qué podía yo hacer con mi fuelle? ¿Seguir drenando el moco sentimental de un anacronismo con sinusitis?

—Tiene razón el del cisne violeta —lo alentó el demonio Ben—. Las lágrimas extraídas por los bandoneones amenazan ya con deshidratar a nuestros valientes conciudadanos.

—¡Está ofendiéndose la memoria de Carlitos! —protestó el demonio Nelson—. El dos por cuatro no morirá nunca: me lo explicó una vez el propio Carlitos en la esquina de Boedo y Rivadavia.

—¿Y quién lo niega? —rezongó el Bandoneonista Sanguíneo—. Si un Buenos Aires abstracto ha sucedido al Buenos Aires de caracú sentimental, ¡yo le pondré música de tango al teorema de Pitágoras a la ecuación de Einstein al preámbulo de la Constitución Nacional y al bigote sin humanismo de los generales!

La exaltación heroica del Bandoneonista Sanguíneo conmovió a los asistentes. Y el matungo alazán fue quien reaccionó primero:

—¡Bien dicho! —exclamó—. ¡Duro a los generales! ¡El gobierno militar exporta carne de caballo a los japoneses!

—¡Matungo, silencio! —le ordenó el demonio Ben.

—¿No estamos en una democracia? —protestó el caballo.

—Ese animal delira —rió el demonio—: yo le preguntaría cuándo votó por última vez. De cualquier modo, ni la democracia ni la carne de yeguarizo tienen vela en este lujoso entierro del tango. ¡Señores, yo hasta pongo en duda la misma supervivencia del bandoneón!

Aquí el demonio Nelson pareció trastabillar de cuerpo y de alma:

—¡Está blasfemando! —chilló—. ¡En el principio, en el medio y en el fin de Buenos Aires era, es y será el bandoneón de Arólas!

—¿Y con qué se podría substituir el ya clásico «sollozo del bandoneón»? —adujo cierto bandoneonista sentado en un cisne amarillo.

—¡Con la risa de la trompeta! —le gritó el demonio Ben—. ¡Trompeta, trompetista y trompetero! ¡Cha, cha!

Y empezó a bailotear junto al palo de la sortija.

—¡Que se vayan los yanquis! —tronó el Bandoneonista Gordo—. ¡Le robaron al negro la trompeta, no sin antes molerle las costillas a garrotazos!

—¡Que los amos del norte se dejen de trompetas inútiles! —reprobó y aduló el caballo vendepatria—. ¡Y que sigan produciendo sus admirables HH. PP!

Se dio entonces un conato de pandemonio. El ente infernal llamado Ben aceleraba sus torsiones de tronco y su juego de piernas bailadoras:

—¡Trombón, trombonista! —ululaba—. ¡El trombón hoja y el trombonista fruta!

¡Ye, ye!

—¡Muera el imperialismo del jazz! —vociferó el Bandoneonista Enclenque agotando en el esfuerzo toda su capacidad neumática.

Mientras el ente infernal llamado Nelson tendía una diestra de condenación al ente infernal llamado Ben, el Bandoneonista Gordo, entre dos jinetes que lo sujetaron, intentó apearse de su cisne y lanzarse fuera de la calesita en tren de matanza. Pero el Bandoneonista Sanguíneo produjo aquí en su instrumento un huracán de notas estridentes que dejó a todos paralizados y confusos.

—Esta música —dijo— pertenece a mi último tango, y es un mea culpa de los viejos errores.

—¿Acusa usted a los maestros? —le preguntó el demonio Ben—. ¡Yo acuso a los letristas de tango!

—¿Y de qué los acusa? —inquirió el demonio Nelson.

—De haber lanzado a la circulación una fauna de malevos lloriqueantes, de guapos cornudos y de milonguitas que, ya vistieran percales o zorros grises, arrastraron en esta ciudad un karma tremendamente jodido.

—¡Está destruyendo los mitos de Buenos Aires! —gritó el demonio Nelson en su ira—. ¡El acusador es un fiscal tramposo, y necesitamos un defensor limpio de polvo y paja! ¡Que se cite aquí al gran George!

—El gran George no podrá venir —anunció el demonio Ben—: está remendando neblinas en la Gran Bretaña. Pero si hay dudas en el Jurado, este ministerio acusador presentará sus testigos.

Como envuelto en una toga invisible, el demonio Ben tendió su mano hacia el foro del baldío, allá donde la luz fosforescente parecía tan sólida como una chapa de zinc. Y recortándose de la misma, una figura varonil saltó de pronto y avanzó hasta el palo de la sortija, esgrimiendo una triste daga convencial. El espectro lucía un funghi gris, un saco a medio culo y pantalones de bombilla no menos convencionales que la

daga. Y al divisarlo, algunas voces elogiosas resonaron entre los que montaban cisnes o caballitos de madera:

—¡Es el Cafiolo Vidalita!

—¡El Ciruja!

—¡Puente Alsina!

Con lágrimas en los ojos el ente llamado Nelson interpeló al fantasma y le dijo:

—¡Sombra venerable, por el armonium de Filiberto yo te conjuro a que nos digas tu nombre!

—No soy ninguno de los infrascritos —explicó el fantasma—. Vengo en carácter de un delegado sindical. Y me gustaría saber quién ha sido el poeta fiambre que nos metió en el gremio.

—¿Tiene algo que declarar el testigo? —le preguntó el demonio Ben.

—Señor fiscal —alegó el fantasma—, ¿qué derecho tenían de alojarlo a uno en bulines llenos de moñitos y con incómodas guitarras que mal podían colgar de un ropero?

—¡Eso no! —le refutó el demonio Nelson—. Una guitarra criolla, según la física, puede colgar de un ropero sin transgredir las leyes de la gravedad.

—¿Y qué derechos tenían —insistió el fantasma— de acomodarle a uno todos los chiches de la bravura, para dejarlo al fin ante la gente como un perfecto cornudo?

—No faltaban motivos —dijo el demonio Ben.

—¿Cuáles? Una mina, percanta o mosaico que se le fue a uno en una voiturette

lujosa rumbo al Armenonville.

—¡Las «luces del centro»! —deploró aquí el demonio Nelson en elegía.

—¡Tiene razón el espectro! —dijo el matungo alazán tiernamente solidario.

—La tendrá —repuso el demonio Ben— cuando el testigo nos explique si lo que se le iba en la voiturette era un mosaico, una percanta o una mina sin caracteres específicos.

—¿Y yo que sé? —gruñó el fantasma—. ¡Qué lo diga la Real Academia del Lunfardo!

Pero en aquel instante, una vieja crispada saltó del fondo zinc esgrimiendo una escoba doméstica; traía un delantal de hule, una cofia deshilachada y una pañoleta en destrucción.

—¡Fuera, compadres! —chilló barriendo al espectro de un escobazo—. ¡Fuera, malandrines!

El demonio Ben la estudió atentamente:

—Abuela, cálmese —le ordenó entre jovial y perverso—, y dígale al tribunal su nombre, domicilio y profesión.

—Me llaman La Pobre Viejecita —rezongó la mujer chispeante de ojos como una bruja—, o La Madrecita Buena. Viví en estrofas de tango con pésima ventilación.

¿Cuál era mi oficio? El de mantener a una runfla de vagos que apolillaban en sus catreras o aprendían a tocar bandoneones tan mártires como yo. ¡Eso sí, gritaban

pidiendo mate a cualquier hora de la noche o el día! Y yo trotando, ¡pobre vieja!, del fogón al catre y del catre al fogón.

—Díganos, vieja —la conminó el demonio Ben—, si es verdad que todos esos compadres oscilaban como péndulos entre el Parnaso y la Comisaría.

—¡Es verdad! —lloriqueó ella—. Se creían genios porque rimaban «tango» con «fango» y con «tamango».

Profunda era la emoción con que los jinetes habían escuchado el monólogo elegía de la vieja. Entendido lo cual el ente llamado Nelson dejó escapar una voz indignada:

—¡Protesto! —dijo—. Acaba de profanarse aquí lo más augusto que tenemos los humanos: ¡el nombre de una madre!

Al oírlo, La Pobre Viejecita se plantó frente a él, lo puteó de lo alto a lo bajo y se disolvió en el aire haciendo molinetes con su escoba.

Pero ¿quién era esa muchacha fantasmal que ahora emergía del fondo zinc y se adelantaba resplandeciente como una Musa? Jinetes y demonios vieron su cabellera dorada y sus ojos de un azul flor de cardo a mediodía; y no tardaron en advertir que la figura se transmutaba en el aire según la naturaleza de sus destinos posibles. O vestía los dulces percales del suburbio (lo que trajo a la memoria de todos la leyenda inmortal de Esthercita); o se adornaba con los rasos y joyas de una cocotte (lo que recordó a los jinetes la historia lamentable de Zorro Gris). Y a través de sus mutaciones, la figura sólo conservaba su pelo de trigo y su mirar de nomeolvides, juventud pretérita que reía sus glorias o lloraba sus descalabros.

—Nómbrese la testigo —le ordenó el fiscal insensible a los encantos del fantasma.

—Soy La Rubia Mireya —dijo la interpelada—, en el bien y en el mal, en la primavera o en el otoño de los amores.

¡La Rubia Mireya! Sí, al escuchar su voz de miel caliente los bandoneonistas arrobados cayeron de sus monturas.

—¿Domicilio legal? —insistió el demonio Ben.

—Me alojé o me alojaron —le respondió Mireya— en los zaguanes de Chiclana discretos como grutas. O en los antiguos patios de San Telmo, entre una quemazón de malvones y hortensias. En la gargonniére de los jailaifes o en el palacio de los magnates, donde me alimentaban sólo con extractos de Coty. O entre los cuchilleros del Parque Patricios que me fortificaron con sus parrilladas mixtas. O en los conventillos musicales donde se pelearon y entendieron las razas. O en los lujosos reservados del Armenonville, o en la sala fría y blanca de un blanco y frío hospital.

Mientras los extasiados jinetes volvían a montar sus cabalgaduras, el demonio Nelson, transpirando valiosas humedades del alma, se dirigió a La Rubia Mireya y le besó una mano espectral.

—¡Muchacha! —le dijo—, ¿qué viento loco te iba deshojando?

—Fue aquel viento sin leyes fijas que llamaban Amor —adujo Mireya.

—¿Y después?

—La Muerte. O un bandoneón legítimo derrotado por una batería de jazz. Aquí el demonio Ben gruñó su descontento:

—¡La testigo abusa del folklore! —protestó—, diga si es verdad que, por un exceso de literatura, fue presentada como una Ofelia en trance, a lo Guillermo Shakespeare; o como una Margarita Gauthier a lo Alejandro Dumas júnior, tuviera o no la testigo en sus mejillas las rosas proverbiales de la tisis.

—¿Y por qué no? —arguyó el demonio Nelson—. ¡El tango alcanzaba entonces el ápice de su dichosa universalidad!

Pero La Rubia Mireya no los escuchaba. Susurrando un idioma poético indescifrable, se dirigió lentamente al foro de zinc.

—¿A dónde vas, muchacha? —le preguntó el demonio Nelson. Y ella canturreó, antes de hacer mutis:

Yo salí del Maldonado y al Maldonado me voy.

Ciertamente, la disipación de Mireya en el aire dejó a la calesita y a sus jinetes en algo así como una desesperanza de la música o un vacío del romance, que no tardó en redimir un cuarto espectro al brotar del foro y adelantarse con patética decisión. Era la figura de un paisano que lucía bombachas negras, poncho sureño y botas en acordeón: si bien con una mano empuñaba el rebenque, traía en la otra una maleta desconcertante a los ojos de cualquier entendido. El recién llegado se plantó frente al demonio Ben y le dirigió estas palabras claves:

—«Señor comisario, ¿me da su permiso?».

Enseguida tendió al demonio Nelson sus dos muñecas juntas:

—«¡Arrésteme, sargento —le gritó—, y póngame cadenas!».

Los bandoneonistas jinetes, que de un asombro inicial habían pasado a un súbito reconocimiento pronunciaron aquí el nombre doloroso:

—¡Alberto Arena!

Sí, era el mismo héroe del drama: venía de la noche, ladrado por todos los perros de la fatalidad, cornudo al norte pero redimido al sur, trayendo su crimen al este y gestionando su castigo al oeste. ¡Los cuatro puntos cardinales de la tragedia!

—Bien mirada —se entusiasmó el Bandoneonista Gordo—, la historia de don Alberto es una intervención feliz de la llanura en la temática del tango.

—Aunque no la primera —dijo el Bandoneonista Enclenque—. La Morocha también es rural y bastante anterior.

—Con una diferencia —aprobó y desaprobó el Bandoneonista Sanguíneo—: si La Morocha nos trae ciertas frescuras del idilio pampeano, don Alberto, aquí presente, nos refriega en la cara su doble homicidio en primer grado con atenuantes.

—A eso iba —intervino el demonio Ben—. El plumífero que trazó la historia de don Alberto ha violado, según demostraré, no sólo las agradables leyes de la lógica sino también los más caros derechos de la civilidad. Y dirigiéndose al fantasma, lo interrogó así:

—¿Podría declarar el testigo cuál fue la tesis de su crimen?

—«¡Ella me traicionaba, y los maté a los dos!» —repuso Alberto Arena con un furor tan retrospectivo como literario.

—Muy justo —admitió el demonio Ben—: en eso la balanza funciona con bastante regularidad y nos muestra una figura jurídica rayana en el clasicismo. Pero ¿qué trae usted en su maleta?

—«¡Las pruebas de la infamia!» —tronó el paisano.

Y abriendo su equipaje, sacó a la luz dos trenzas de mujer y un corazón ensangrentado que, mal envuelto en una hoja de periódico, gritaba su triste condición de víscera no hecha para ese descaro de la visibilidad.

—¡Ahí tienen ustedes! —protestó el demonio Ben—. Lo natural habría sido que don Alberto, después de su carnicería, enterrara los dos cadáveres intactos al pie de un ombú, sitio ideal por ser el ombú un árbol gigante y además técnicamente melancólico. Pero ¿qué hizo él? Dando muestras de un exhibicionismo que no convenía de ningún modo a su honra, cortó las trenzas de su mujer y arrancó de su lugar, quirúrgicamente hablando, la más noble pieza anatómica de que pueda sentirse orgulloso un amante sorprendido. ¿Esos elementos constituían pruebas reales de «la infamia»? ¡No, señor! Más conducente le habría resultado tomar in situ una instantánea del adulterio, y, si era posible, con dos testigos oculares.

Y algo más: el corte punitivo de una trenza femenina siempre se llevó a cabo entre nosotros con fines docentes, vale decir en una mujer viva; y jamás un criollo de ley ha «cerdeado» post mortem las trenzas de su cónyuge por ladina que fuese, dada la inutilidad insanable de la operación. ¡Ah, señores, todo aquello fue la primera patada que recibió la lógica en su trasero matemático!

Los bandoneonistas jinetes palidecieron ante aquel alegato del demonio Ben; se desconcertaba en sus principios el demonio Nelson; y el matungo alazán, que había escuchado atentamente con sus orejas bien orientadas, pareció conturbarse ahora:

—¡Siempre desconfié del complejo humano! —sentenció—. Le falta seriedad y mesura. ¡Y no quiero pensar en el pingo criollo, mi desdichado hermano, que debió cruzar esa noche la pampa trayendo en las caronas una maleta sin honor!

—Dice bien el caballo —prosiguió el demonio Ben, que triunfaba—: con mucho juicio nos trae a colación la maleta de don Alberto. Señores del tribunal, ¿qué nos sugiere a todos la entidad pacífica de una maleta? Los goces del turismo, sus ropas y cosméticos festivales; y en última instancia, los placeres furtivos del contrabando.

¡Eso es lo que nos dice una maleta en su honradez funcional! ¿Y qué hizo don Alberto? ¡Profanar la suya, introduciendo en ella recortes macabros que pedían a gritos la discreción de una morgue! ¿Se indigna el tribunal? Tiene razón. Y sin embargo, don Alberto no se detuvo ahí: atropellando ilustres normas de convivencia humana, llegó con su paquete rojo hasta las puertas de una comisaría rural. Señores —pregunto yo—, ¿qué derecho tenía él de abrumar con sus cuernos y su maleta fúnebre a un digno comisario de campaña sudoroso tal vez de perseguir cuatreros y ladrones de gallinas, cargado fatalmente de hijos y con una mujer picante como un ají putaparió? ¿Y con qué autoridad exigía cadenas y grilletes a un sargento pundonoroso cuya raíz folklórica llegaba nada menos que al humus de la Edad Media?

¡Gran Dios! El demonio llamado Ben relampagueaba y tronaba como un Júpiter de utilería. Y Alberto Arena, tras recoger su bagaje, se despintaba y diluía en el fondo zinc del baldío. Pero nuevas criaturas fantasmales brotaban allí, gritonas de peripecias; y los bandoneonistas creyeron reconocer a Garufa, y a la Muchacha del Circo, y a don Esteban, y a la chorra, y al filósofo de Uno y a la moza del Pañuelito.

—¡Basta ya! —las exorcizó el demonio Ben—. ¡Regresen a sus paraísos o a sus infiernos!

Y encarándose con los jinetes:

—¿Entendieron al fin? —les gritó.

Ahora bien, cuando parecía hundirse todo en la zozobra de aquel juicio final, irrumpió un ente de cara huesuda y ojos febriles que, dirigiéndose a los bandoneonistas, les dijo:

—¡Oigan, almas de música! Si el tango ha muerto, lo lloran con razón. Y si no ha muerto, ¿por qué lo lloran? ¡Inefables malevos, arriba los corazones! El tango es una posibilidad infinita.

—¡Discepolín! —lloraron a una los jinetes.

Pero el bardo ya remontaba la noche del sur, entre una doble fuga de bandoneones angélicos. Y los jinetes, como redimidos, acicatearon al matungo alazán de la calesita.

—Otra vez la noria —filosofó el matungo—. ¡Chau, Pinela! Si la ven a Elbiamor, díganle que le agradezco sus oraciones por los caballos nocturnos. Inició el alazán un paso de tortuga que se convirtió muy luego en un trote increíble: otra vez la calesita giraba sobre su polo. Y se vio un círculo de jinetes, caballos de madera y cisnes pescuezudos que desfilaban cada vez más rápidos al son de la música. El alazán galopó entonces, como si le inyectaran las hormonas de Pegaso. Y en la exaltación de aquel torbellino, el demonio Nelson tomó la pera de quebracho en que se insertaba la sortija del premio y la ofreció y negó a los jinetes rotatorios que tendían a ella sus manos ansiosas.

De pronto, la visión entera se hizo humo en el aire: un gallo vecinal enarbolaba su primer toque de corneta, emplumado y urgente caudillo del amanecer.

El orden cronológico de las Dos Batallas, que voy siguiendo estrictamente, me ha obligado a incluir en esta segunda rapsodia los eventos que presencié yo mismo en la asamblea extraordinaria del club «Provincias Unidas» ubicado en Flores. Ocurrió al día siguiente de nuestro viaje sentimental por Saavedra, del que Megafón había vuelto con las manos vacías y yo roñoso de cadáveres poéticos. El mismo Autodidacto, detrás de sus fines, había pedido la convocación de aquel mitin o asamblea en su carácter de fundador y presidente honorario del club. Y le fue concedida en atención a tres circunstancias favorables: el día requerido era un sábado, el conjunto folklórico musical de la institución estaba sin compromisos; y la vieja Zoila, genio telúrico de las empanadas, tendría su franco semanal en el lavadero mecánico donde se ganaba el pucherete.

La fundación del club, en el año 1948, había tenido como fin el agrupamiento de los hombres y mujeres provincianos que se trasladaban a Buenos Aires atraídos por su desarrollo industrial. Como «notable» del barrio, Megafón había intervenido en el delineamiento de los estatutos que otorgaban al club, prima facie, la naturaleza de una mutualidad de socorros. Pero al Autodidacto, que ya tenía sus bemoles, esperaba otros frutos de la nueva institución: era evidente que los «cabecitas negras», en sus migraciones a la ciudad estaban desertando los verdores de la égloga por el gris abstracto de las máquinas fabriles; y corrían el riesgo de perder algunos valores que Megafón consideraba inalienables en el ser nacional, según una «economía patriótica» de su intelección que aplicaría él a sus batallas en los términos más rigurosos. Justo es decir que el club «Provincias Unidas», fiel a tales inquietudes, logró abundantemente la preservación de aquellas frescuras autóctonas, hasta el punto de que algunas noches el zapateo de los malambos y el vocerío de las chacareras dio a los habitantes de Flores la sensación muy viva de que se hallaban en un carnaval de Jujuy o en una «trinchera» de Santiago del Estero. El club se había instalado en un antiguo caserón de Flores con sus dos patios de baldosas y su huerta en el fondo. Las actividades públicas tenían su escena en el primer patio, donde un gran toldo verde aseguraba el curso regular de las asambleas o de los bailes contra los rigores del tiempo. Más íntimo, el segundo patio, al que daban la cocina y el «museo» del club, se adornaba con un horno rústico y una gran parrilla destinados a las bucólicas regionales: el «museo» atesoraba lazos y boleadoras, mates y estribos, ponchos y alfarerías donados por entusiastas contribuyentes. En cuanto a la huerta del fondo, se componía de algunos durazneros e higueras a cuyo amparo, en ciertos festivales nocturnos, parejas encendidas concretaron idilios cuya raíz folklórica se nutría en la quebrada de Humahuaca. Sin embargo, aquellas euforias tuvieron un menguante en 1955, no bien la contrarrevolución llamada «libertadora» embarcó a los cabecitas negras en otros cuidados. Y fue por aquel entonces y en aquel ambiente social cuando Megafón expuso en asamblea su descubrimiento de una Patria en forma de víbora.

El primer patio, aquella tarde, lucía el tenor ambiguo de las reuniones entre familiares y de gala. Rostros del norte, del sur, del este y del oeste abandonaban ya sus atonías de color ausencia bajo el influjo del vino y las empanadas que Megafón había hecho circular en una primera ronda estimulante. Sobre una tarima dos músicos tostados ensayaban armonizar una quena y un arpa guaraní, según el ritmo del malambo que cierto bailarín escobillaba con sus pies de lanzadera. Frente a los músicos y al bailarín, tres forasteros jóvenes, al parecer estudiantes, observaban la escena con el aire mierdoso del intelecto que difundía entonces la Universidad. Al advertir que Megafón platicaba en secreto con los vocales del club, pasé al segundo patio y a la cocina, donde la vieja Zoila, con párpados lagrimeantes de humo, freía empanadas en una olla de brujas.

—Abuelita —le dije—, hay aquí un olor de sebo que voltea.

—De grasa, hijo, y no de sebo —me corrigió la vieja, cuyas narices venteaban con delicia las frutas de su olla—. Peor es el tufo a mugre del lavadero.

Estudié las arquitecturas de empanadas que Zoila iba levantando en fuentes de latón. Y canté para regalo de sus oídos, en una reminiscencia pampeana:

De las aves que vuelan, me gusta el chancho; de las flores del campo, las empanadas.

Un golpe de hilaridad sacudió las movibles gorduras de la vieja, un reír matinal que yo había oído antes en el sur dulce o amargo y que sólo brota del pobre como una sublimación de su tristeza. La dejé así, bien enredada en el matorral de su risa, y salí a la huerta del fondo para mirar los durazneros que otra vez articulaban su antiguo idioma de primavera. Enseguida, volviendo al segundo patio, descubrí a dos personajes de asombrosa catadura que metían sus narices en el horno riojano, se deslizaban en el museo del club, olían lazos y boleadoras o sopesaban el metal de los estribos, con el aire injurioso de dos prestamistas que realizaran un inventario antes de negociar. Aunque uno de los personajes era calvo y el otro melenudo, se integraban mutuamente por sus edades indefinibles, por sus ropas idénticas y por un cinismo natural que no carecía de gracia. «Parecen —observé— dos mellizos engendrados en la propia matriz de la desvergüenza». No bien concluyeron su examen, el hombre melenudo se dirigió al calvo y le dijo:

—Padre, ¿no será el folklore un batracio anacrónico de color aceituna?

—Hijo mío —le respondió el calvo—, desconfía de los hombres que usan guitarras con fines demagógicos. La guitarra patea si le tocan la verija sensible.

—No he de olvidarlo, padre —asintió el melenudo en tono reverente.

Sin decir más, uno y otro se dirigieron al primer patio. Y hube de seguirlos, no sin preguntarme qué harían en el club y en aquella tarde señalada esos dos feos hijos de la incoherencia. En el primer patio, subido a la tarima de los músicos, ya estaba Megafón ante una cuarentena de hombres y mujeres terrosos allí reunidos como por una fatalidad que no discernían ellos en su frescura: la empanada y el vino de una segunda vuelta general habían dejado chispas en sus ojos y grasitudes en sus dedos. Me ubiqué junto a Megafón, y vi que a su frente y derecha los tres estudiantes aguardaban ya con entrecejos críticos, y que a su izquierda y frente hacían lo propio los dos fantoches que yo había sorprendido en el museo del club.

—Oiga —le susurré a Megafón—, ¿quiénes podrían ser esos dos mamarrachos?

—El dúo Barrantes y Barroso —me respondió el Oscuro.

—¿Qué hacen en la asamblea?

—Son dos «agentes de provocación».

—¿Quién los manda?

—Los traje yo mismo.

—¡Tenga cuidado! —le advertí—. No hay en ellos una sola molécula de cordura.

—¿Y quién les pedirá cordura? —rezongó el Autodidacto. Se oyó al fondo una voz de tonada santiagueña:

—Si alguien tiene que hablar —dijo—, ¡que hable! Y si no, ¡que se vengan los músicos! Tenemos frías las tabas.

Murmullos y risas festejaron esa conminación a la oratoria o al bailongo. Y Megafón, al advertirlo, alzó una diestra imperativa en reclamo de silencio.

—Amigos —empezó a decir—, o más bien compatriotas.

—¡El Jefe nos llamaba «compañeros»! —rezongó a la derecha una tonada correntina.

—Si los llamé «compatriotas» —adujo Megafón— es porque la idea de Patria será el fundamento de mi tesis. Les enseñaron que la patria era sólo una geografía en abstracción, o algo así como un escenario de la nada. ¿Y qué otra cosa podría ser un escenario teatral si no tiene comedia ni actores que la representen? La verdad pura es que nos movemos en un escenario, que ustedes y yo somos los actores y que la comedia representada es el destino de nuestra nación. ¡Compatriotas, yo les hablaré de un animal viviente, de una patria en forma de víbora! El dúo Barrantes y Barroso cambió una mirada turbia entre su aspecto calvo y su aspecto melenudo.

—Padre —le dijo Barroso a su otra mitad—, ¿la patria de San Martín no merecería tener una bestia más decorosa que la representara?

—¿Cuál, hijo mío? —inquirió Barrantes.

—Un bruto de mayor alzada, por ejemplo el unicornio.

—Ahí está el riesgo de acudir a las metáforas zoológicas —lo aleccionó Barrantes

—. Hijo, deberás abstenerte de la fauna: muerde o no según el viento que sopla en la llanura.

—Sí, papá —dijo Barroso en su acatamiento.

Tras haber escuchado al dúo con la benignidad que sólo se mama en las ubres de la experiencia, el Oscuro de Flores explicó:

—Si acudí a la víbora fue por tres razones convincentes. Primera: la víbora es un animal del «suceder», como lo demuestra la del Paraíso; y la patria o es una serpiente del suceder o es una mula siestera.

—¡Por ahí cantaba Garay! —aprobó la voz anónima de alguien que sin duda entendía—. Mi segunda razón —prosiguió el Autodidacto— se basa en el hecho de

que la víbora tiene un habitat muy extendido en nuestro territorio, desde la yarará de Corrientes hasta la cascabel de Santiago y la anaconda de Misiones.

—¡Faltan las de coral y de la cruz! —lloriqueó al fondo una tonada quichua.

—Sin embargo —añadió el Oscuro—, mi tercera razón es la que importa. La víbora cambia de peladura: ¡se lo exige la ley biológica de su crecimiento!

Estudió a los asambleístas, para ver si columbraban ya el hilo de su tesis. Pero halló las caras vacías como papeles en blanco.

—Tata —se lamentó Barroso—, el orador nos ha demostrado sabiamente que somos un país de víboras. Lo que no entiendo bien es el intríngulis de la peladura.

—Cachorro —le dijo Barrantes—, la víbora y la papa son dos tubérculos muy duros de pelar. ¡Júntate con los buenos!

—Así lo haré, padre.

—Oigan —aclaró Megafón—, al ofrecerse la imagen de una Patriavíbora, sostengo que tiene ahora dos peladuras: un cascarón viejo, tremendamente fósil, que se resiste a soltarse del animal; y la peladura nueva que se formó debajo y que batalla por salir a la luz. Compañeros, lo que nos aflige a todos es la tiranía del cascarón. ¿Y saben por qué dura la vieja costra? Porque hay interesados en que la víbora no abandone su cascarón inútil y lo apuntalan con lociones vivificantes y cremas de tortuga.

Como asistente imparcial, entendí yo que al Oscuro se le iba la mano en el simbolismo. Y el dúo, que actuaba como un radar, me lo confirmó de inmediato.

—¡Padre —sollozó un Barroso confundido—, si la última empanada que comí no ha enturbiado mi razón, entiendo que la Cosmética es un arte sin dignidad! Ya intentó inscribir a Matusalén en un jardín de infantes.

—¡Que lo diga tu mujer! —asintió el calvo paternalmente.

—¡Y la tuya! —le agradeció Barroso.

En este punto un conato de motín se insinuaba en la asamblea:

—¡No entendemos un pito!

—¡Si tiene algo que decir, que lo diga sin vueltas!

—¡El jefe nos hablaba derecho!

Y aquí uno de los estudiantes, en cuyo rostro se pintaba el amarillo inquieto de la sociología, se dirigió al Autodidacto y le dijo:

—Señor, no estamos en este mitin para escuchar un galimatías de serpientes ni los chistes de un bufón calvo y un bufón melenudo. ¡Señor, las papas queman en la República!

Se oyeron aplausos. Y el rostro del estudiante, al recibir aquel imprevisto calor de las masas, trocó su amarillez intelectual por cierto rojo de combate. Pero Megafón sonreía, héroe curtido en cien mesas redondas.

—En primer lugar —aclaró— el estudiante confunde un símbolo con un galimatías. En segundo lugar, el dúo Barrantes y Barroso, aquí presente, no está integrado por dos bufones, sino por dos almas cuya universalidad ha devuelto al caos

feliz de las ideas. En tercer lugar, las papas queman en la República: si bien lo miran, las papas no existen aquí de ningún modo, ya que los infames acaparadores las han sustraído de la canasta familiar.

El de Megafón era sin duda un golpe bajo. Y la canasta familiar, aunque traída de los pelos, volcó a su favor el talante de la asamblea:

—¡Muy bien dicho!

—¡Ahí te quería, escopeta!

—¡Igual nos hablaba el Jefe!

La pasión se traducía en un tumulto de voces elogiosas y un erguirse de cabezas exaltadas; en el sector izquierdo se insinuó la primera estrofa de «Los Muchachos Peronistas». Quedaban al frente un estudiante desvalido y un Megafón con su victoria.

—¡Padre mío —se quejó entonces Barroso—, la masa me asusta en su inconstante bailoteo!

—Pichón —le dijo Barrantes—, una cosa es levantar la masa con levaduras y otra cortar los tallarines. ¡Huye de la política, muchacho!

—¿Qué laya de insecto es la política?

—La política es como el libro teórico de un cocinero literario: sólo da recetas en perejil mayor.

—¡Padre! ¿No estarás rayando en lo sublime? —admiró Barroso devotamente.

Pero Megafón, que no se dormía en los laureles, insistió con sus famosas peladuras:

—Compañeros —dijo—, si el cascarón ya denunciado es la causa de todos nuestros males, ¿no habrá llegado la hora de ayudar a la víbora?

—¿Y a qué? —le preguntó una morocha del norte.

—A que largue su vieja piel.

—Denle un buen palo en el lomo —aconsejó la tonada quichua—, y el animalito dejará en tierra su pelecho de ayer y se irá viboreando con las escamas nuevas que le relucen.

Al oír aquellas palabras, el Autodidacto sintió que lo invadía una frescura elemental.

—El camarada santiagueño ha dado en la tecla —dijo—. Y si él tenía su palo en Atamisqui, yo tendré aquí mis Dos Batallas.

—¿Cómo dos batallas? —inquirió el estudiante recién humillado.

—Una terrestre y otra celeste —le aclaró Megafón. Y aquí Barroso no disimuló su escándalo:

—¿Dos batallas para un fácil tratamiento de la piel? —rezongó entre dientes.

—Hijito —sentenció Barrantes—, la riqueza de medios ha obnubilado siempre a la burguesía. ¡Oye, pichón!

—Estoy oyendo.

—Respetarás a los ancianos.

El estudiante vencido se reponía de su derrota:

—¿Dónde se librarán esas batallas? —preguntó.

—En Buenos Aires, naturalmente —le dijo el Oscuro.

—¿Cómo «naturalmente»?

—En Buenos Aires están, como agentes activos, los defensores de la vieja peladura. Y aquí les daremos batalla.

Pero el segundo estudiante, que había permanecido mudo como el tercero, levantó aquí una voz indignada.

—¡Otra vez la cabeza de Goliath! —protestó, y su acento cordobés puso en el aire una música nueva.

—¿Se refiere usted a la metáfora cabezona de don Ezequiel? —le preguntó el Autodidacto.

—¡A ella me refiero! —exclamó el estudiante segundo—. Esta ciudad es una cabeza monstruosa que se come a todo el país. ¡La cabeza de Goliath! ¿Y el cuerpo de Goliath qué pito está tocando?

Era evidente que la réplica del cordobés había hecho impacto en el club.

—¡Gran Dios! —exclamó Barroso extasiado—. ¿No es un hijo de Córdoba el que habla?

—Todo buen cordobés —elogió Barrantes— es hijo natural de la Elocuencia dejada encinta por el Derecho Romano. ¡Cachorro, descúbrete ante los tribunos!

Pero voces descontentas estallaron otra vez:

—¡No entendemos ni jota!

—¿Quién es Goliath, un figurón de la oligarquía?

—¡Que se vaya Goliath, y que se lleve su cabeza de cornudo!

—¡Han asesinado al federalismo! —tronó el cordobés—. ¡Esta ciudad destruye!

Sereno ante la tempestad, Megafón levantó su mano como si en ella tuviese una batuta. Y dirigiéndose al de Córdoba, le dijo estas palabras en las que la sensatez y la melancolía se daban un abrazo:

—Buenos Aires destruye, pero sabe reconstruir lo que ha destruido. ¡Hablan de los porteños! ¿Dónde hallar un porteño en Buenos Aires? Tal vez en alguna botica de arrabal, o en la letra de un tango muerto ya como las bocas antiguas que lo cantaban. Señor, haga usted un censo de Buenos Aires, y verá que los porteños estamos en minoría.

—¡No es verdad! —gritó el de Córdoba.

—Es y no es verdad —intervino aquí el tercer estudiante—. Lo que pasa es que al orador se le fue la mano en la estadística.

—¿Y qué importan los hechos numerales? —dijo Megafón—. Lo esencial es que las provincias llegaron, llegan y llegarán a Buenos Aires como a su centro necesario.

—¿Necesario? —rezongó el cordobés.

El Oscuro lo miró de frente. Y luego dijo en un tono iniciático de mala espina:

—Don Ezequiel intentó abatir la cabeza de Goliath. Y no lo consiguió, ¿saben por qué? Porque le faltaba la honda bíblica del muchacho David. Yo voy a defender el testuz del monstruo, sosteniendo esta verdad que puede o no ser agresiva: mal que nos pese, Buenos Aires es por ahora y no sé hasta cuándo el único centro de universalización que tiene la República.

—¿Universalización de qué? —le preguntó el estudiante humillado.

—De las esencias nacionales —afirmó el Oscuro—. En este centro, y desde aquí, la nación se viene mirando en unidad, se universaliza y trasciende.

Ante doctrina tan abstracta, la asamblea entró en un silencio de no fácil pronóstico: fruncían el ceño los estudiantes; las caras morenas de los asambleístas no revelaban emoción alguna, como si las desdibujase una misma incomprensión o un mismo aburrimiento. Hasta que Barroso, tras digerir la enseñanza, rompió el encanto general:

—Padre —confesó—, ese tribuno me ha ganado a su causa. ¿Dónde podré hallar un water closet?

—Hijo —le contestó Barrantes aún ensimismado—, según la geopolítica, un water closet normal debe hallarse en el fondo y a la derecha. ¿Para qué necesitas un water closet?

—Voy a universalizar mis esencias —le confesó Barroso ya de pie.

—¡Adiós, cachorro! —lo despidió Barrantes no sin tenderle una piadosa mano de bendición—. ¡Y cruza las calles por las esquinas!

El mutis de Barroso pareció desatar el nudo harto endeble que venía reteniendo a los integrantes de la asamblea. Rostros indecisos ya se miraban entre sí o se volvían hacia el segundo patio como si aguardasen una señal; y algunos asistentes, en su audacia, se pusieron de pie como en un desafío.

—¡No se levanten! —les gritó el Autodidacto asistido ahora por el tesorero del club.

—¡Por favor, siéntense! —rogó el tesorero a los que ya desertaban la platea.

Y quizás habrían logrado su objetivo si en aquel instante, sobre la tarima de los músicos, no se hubiera manifestado el ejecutante del arpa guaraní, el cual, al hacer correr sus dedos en el cordaje, produjo un escalofrío de notas que recorrió las vértebras de los asistentes. Al arpa no tardó en unirse un violinista del norte que rascó briosamente las cuerdas en un chámame litoraleño. Varones y hembras, a ese conjuro, recogieron las sillas plegables y las amontonaron contra las paredes, a fin de allanar el campo a los bailarines que ya se juntaban en parejas. Desde el segundo patio, mujeres frutales irrumpieron de súbito con fuentes de empanadas y artillería de vinos. Y detrás, presentes y ausentes a la vez, descubrí entonces a Barrantes y a Barroso que mordían sus empanadas como dos huérfanos, y a la vieja Zoila que, con sus puños en las caderas, observaba y reía, madre vetusta de los festivales.


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RAPSODIA III

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Erase un barrio, una ciudad, un país o un mundo. Y los conocí a todos en cada una de sus piruetas memorables o no. La búsqueda o encuesta de Lucía Febrero constituye la médula espinal de lo que llamó el Autodidacto su «batalla celeste». Conocida también por la Novia Olvidada, esa mujer increíble para los ciegos y evidente para los hijos de la luz fue arrastrando a Megafón de aventura en aventura, hasta el episodio final de su muerte y descuartizamiento. Por otra parte, las elucidaciones que intentó él acerca de Lucía Febrero y su enigmática identidad cimentaron el título de Oscuro que Megafón conserva todavía en las obstinadas memorias de Villa Crespo y de Flores. Al iniciar esta rapsodia me acuso de haberlo embarcado yo mismo en la espinosa cuestión de la Venus Celeste, cuyo primer diseño había sugerido yo en mi Adán Buenosayres cuando el protagonista, durante su regreso nocturno por la calle Gurruchaga, dio con esa mujer en acecho, símbolo de la «indeterminación absoluta», que llamé La Flor del Barrio por ignorar aún su verdadero nombre. Fue mi segundo atisbo de la Novia Olvidada el que incidió en la gesta del Autodidacto. Pero esa revelación y sus ulterioridades están vinculadas estrechamente a la historia de José Luna el vendedor de Biblias. Porque fue un barrio, una ciudad o un mundo; y los conocí a todos y los amé con un extraño linaje de amor. José Luna, del Boxing Club de Villa Crespo, había sido un peso gallo famoso que alimentó en su hora el fuego militar del suburbio a través de once peleas ganadas por la vía contundente. Pero la historia de José Luna, o mejor dicho su leyenda, comenzó una noche invernal de 1931, cuando el púgil, tras dejar acostado en la lona del ring a su desafiante número doce, regresaba por la calle Serrano al conventillo del tuerto Morales donde tenía su residencia. Según el rústico evangelio que divulgaron más tarde sus tres discípulos, al llegar frente a la cerrada barbería del andaluz. José Luna vio a un hombre vestido con un ropón sangriento, el cual, saliéndole al atajo, le clavó dos ojos fríos y calientes a la vez como de un fuego entre cenizas. El boxeador, que acababa de recibir su bolsa de combate, sacó a la luz algunos pesos y los tendió al desconocido.

—José —lo amonestó el hombre rechazando la dádiva— no soy un limosnero: soy un acreedor.

—¿Se te debe algo? —inquirió José Luna.

—Toda esta sangre —le contestó el hombre—. Y no me arreglarás con unos pesos que ganaste derramando la tuya y la de otros para divertir a los gritones del ring side.

Añade la misma tradición oral que a José Luna se le encendió aquí la lamparita y que le preguntó al hombre:

—¿No sos el Cristo de la tía Martina, el que sangraba entre una vela y el facón del abuelo Gregorio?

—Sobre la cómoda, eso es —aprobó el hombre.

—Yo te hacía más lejos y más alto, fuera de todo clinch posible.

—José —lo desengañó el hombre—, yo estoy con los que me buscan y los que no me buscan. He muerto un jueves y resucitado un domingo para entrar con todos en el clinch de los clinches.

—¿Y eso cuándo será?

—En el último round de la pelea.

Es fama que José Luna traía esa noche de su combate un arco superciliar abierto, el dolor de un punch en los riñones y la gazuza de su dieta profesional. Sin embargo (como lo refirió él mismo), al oír aquellas palabras advirtió que se le iban los dolores y el hambre.

—Señor, ¿qué debo hacer? —le preguntó al de la túnica sangrienta.

—En primer término —lo aleccionó el hombre— colgarás tus guantes detrás de la puerta y leerás este librito. Desde ya te adelanto que a la primera lectura te reirás, como lo hicieron muchos, de una fábula tan absurda en su crueldad. Más tarde, si entendés que detrás de la fábula vive un dios castigado, te tragarás el librito y lo sentirás en las tripas como un asiento de hiel y de vinagre. Se te han de abrir entonces dos caminos: o vomitas la fábula y retomas los guantes, o esperas que la fábula se te convierta en leche, pan y miel. Sólo en el segundo caso los hombres te llamarán José Luna el Vendedor de Biblias.

Dice la historia en este punto que José Luna recogió un librito en la mano abierta del hombre, y que así lo sorprendió el cabo Ramírez de la seccional veintisiete.

—¡Hola, campeón! —le dijo Ramírez—. ¿Estás hablando solo?

El púgil se volvió hacia el cabo que lo interrogaba. Luego dirigió sus ojos al hombre de la sangre, pero no lo halló ni a la derecha ni a la izquierda ni al frente ni detrás.

—Ramírez —inquirió—, ¿no has visto recién aquí a un hombre de melena y barba cobrizas?

—Campeón —rió él—, ¡has empinado el codo!

El conventillo del Tuerto Morales, donde la vocación de José Luna tuvo escenario y coro, erguía su mole de falso castillo medieval en la calle Warnes, y su origen arquitectónico era un misterio para las gentes de aquel suburbio. Las más antiguas lo daban como el viejo casco residencial de la quinta de los Balcarce, que asaltado por las corrientes inmigratorias de comienzos de siglo no tardó en adquirir la figura de un inquilinato inmenso, gracias a una serie de arrendadores y subarrendadores en forma de sanguijuela, de la cual el Tuerto había sido el último y el que legó su nombre a la coloreada institución. Con una familia entera en cada reducto, salón y torre almenada, el castillo era teatro de una humanidad que decía sus conflictos a pleno sol o a plena lluvia. Y los conocía a todos, en cada uno de sus gestos, y los amé porque los conocía. José Luna ocupaba con su mujer Filomena lo que había sido antes la «sala de música» del castillo y que aún conservaba, ya borrosos en sus paredes, ángeles

mofletudos que soplaban trompetas y ángeles entecados que tañían sus arpas, obra quizás de algún decorador italiano que había transferido a Buenos Aires anacrónicas grandezas del Renacimiento. En la sala única del púgil se juntaban sin armonizar el comedor, el dormitorio y una cocina de leña cuyo tiraje pésimo fue un manantial de humo que, sin embargo, nunca molestó en adelante ni a José Luna ni a sus tres discípulos en las discusiones que mantuvieron sobre las metáforas del Apocalipsis. Los tres discípulos eran Juan Souto, llamado «el gaita», Vicente Leone o «el taño» y Antenor Funes conocido por «el salteño». En cuanto a Filomena, la mujer del boxeador, se dice que fue un alma en blanco, pese a su gordura esferoidal y su inclinación al chismorreo; por lo cual José Luna decidió meterla en el Paraíso, aunque fuese a patadas, y hacerle adquirir una buena clasificación en el ranking de la Jerusalén Celeste.

Así andaban las cosas en aquel barrio, en aquella ciudad o en aquel mundo, cuando Lucía Febrero hizo su aparición en el gran escenario de la calle Warnes. José Luna, tras haber agotado la capacidad evangélica de los cafetines y bodegones de Villa Crespo, había extendido su negocio de vendedor de Biblias al mercado de Abasto, donde los borrachines impenitentes configuraban una laguna favorable a su ministerio de pescador de hombres. Además, y paralelamente, la hermenéutica del Apocalipsis daba frutos redondos en el exsalón de música y a la vera de la cocina humeante. ¿Qué dominio alteró entonces aquella paz al introducir a La Novia Olvidada en el conventillo del Tuerto Morales?

Los que conocen el sainete a lo divino que titulé La Batalla de José Luna y donde teatralizo la primera historia de Lucía Febrero, recordarán que fue Wladimir Nebirovsky, un anarquista nietzscheano, quien alojó una noche a esa mujer en la exbodega del conventillo; y han de recordar que identifiqué al raptor con el demonio Nebiros, un actorzuelo de la trouppe infernal que interviene sólo en trifulcas de mancebía y de inquilinato. Y no han de olvidar que al ácrata Nebirovsky opuse yo un ente llamado Natale Cantabelli, presunto exbarítono de la Scala de Milán, que identifiqué igualmente con el ángel Cantabel de muy escasa jerarquía en los nueve Coros. No repetiré aquí la batalla que dio José Luna, ubicado entre el polo de la sombra y el polo de la luz, con motivo de una hembra en revelación y disputa: sólo debo consignar los indicios que Lucía Febrero dejó traslucir en aquella pelea memorable. Los inquilinos que la sabían instalada en la bodega y en poder de Nebirovsky la entrevieron sólo dos veces, cuando a favor de la soledad nocturna salía ella embozada en sus chales negros. Por intuición o fantasía la llamaron entonces La Mujer sin Cabeza; y el miedo se apoderó de algunos, particularmente de los muchachos que se reunían en una murga de carnaval y ensayaban sus números por las noches con bombardinos y trompas de cartón dorado. Pero la idea más natural de una Novia Olvidada se impuso luego en el conventillo al darse un episodio que conmovió al arrabal y cuya protagonista fue una muchacha en traje de boda que aguardó en vano a su contrayente junto al mismo altar de la iglesia de San Bernardo. Y la idea se trocó en certidumbre cuando una noche los murguistas, al descender a la bodega, oyeron a la mujer que gritaba:

—¡Padre! ¡Padre!

Los muchachos oyeron enseguida la voz del ácrata Nebirovsky:

—¡Duérmase, paloma! —susurró—. ¡Tranquilita, muñeca!

—¡Padre —insistió la mujer en un crescendo terrible—, ya vienen los testigos!

¡Hay candeleros de plata en el altar mayor, y el organista ya está sentado en su banqueta! El señor cura se vistió de oro. ¿Para quién?, dirán las gentes. ¡Para Lucía Febrero que se casa esta noche! Las tías de Córdoba llegaron en el tren de las nueve: trajeron alfajores y un chivito para la cena de boda. ¡Padre, mi vestido de raso está sobre la cama, el tul desplegado en el sillón de la abuela y los azahares en la mesita de luz! ¡Pero Juan se demora en el sur!

Aquel monólogo de La Novia Olvidada, que los murguistas no tardaron en divulgar, se aclaró después en el diálogo que Nebirovsky mantuvo con su reclusa en el gran patio del conventillo y ante una vecindad que actuó a manera de coro trágico.

—Mujer —le había preguntado el ácrata—, ¿qué hay en tu baúl atado con sogas amarillas?

—Señor —le había respondido ella—, un traje de novia sin estrenar. —¿Muy arrugado?

—Con dos golpes de plancha quedaría como nuevo.

—Dos golpes de plancha no son gran cosa —le había dicho Nebirovsky.

—No, padre —admitió Lucía—. ¡Pero queda lo demás!

—¿Lo demás? —irrumpió el coro de mujeres.

—¿Qué cosa es «lo demás»? —preguntaron los hombres.

—¡Lo que no tiene compostura! —lloriqueó Lucía Febrero—. ¡Todos esos candelabros de plata que ardieron para nadie! ¡Y dos manos que habían sido hechas para bendecir el amor y que no se tendieron aquella noche! ¡Y las campanas que gritaron inútilmente porque nadie vino! ¡Y el organista que no llenó de aire los tubos ni recorrió lo teclados! La gente dice: «Lucía Febrero anda sin juicio porque alguien faltó a la ceremonia, ¡el único que no podía faltar!». Y no es cierto. ¡Lo que ha trastornado a Lucía es aquella luz de iglesia que no cumplió su destino, y aquella música de órgano que no pudo nacer, y las dos manos bendecidoras que no hicieron su oficio, y las campanas que se desgañitaron en balde!

El alcahuete máximo, el rufián estupendo que se llamó Nebirovsky no tenía otra intención que la de prostituir a La Novia Olvidada y encender una guerra en el conventillo del Tuerto Morales. Y lo intentó un domingo de carnaval por la noche, cuando exhibió públicamente a la mujer sin velos ni maquillaje y la ofreció casi en subasta frente a un círculo de hombres enmascarados. Pero Lucía descartó uno tras otro a los pretendientes que se adelantaban, y entró al final en una crisis de llanto que puso al conventillo patas arriba. En aquel punto fue donde José Luna resolvió agarrar al toro por las astas y resolver el misterio de La Mujer sin Cabeza. Lo consiguió el miércoles de ceniza, bajo la inspiración de Natale Cantabelli y sus iluminaciones acerca de La Novia Olvidada y El Amante Perdido. Todo ello se narra con pelos y señales en mi sainete. Pero una exigencia de teatro me obligó a cerrar La Batalla de José Luna con la muerte de Lucía, que se da en el cuarto del expúgil y entre los murguistas que rinden a la funerala sus instrumentos de cartón, mientras un Cantabelli triunfante vuelve al cielo de que bajó y un Nebirovsky derrotado mea sus orines de angustia, toca su pito de socorro y representa un Mefistófeles de ópera italiana. La verdad es diferente, ya que Lucía Febrero desapareció del conventillo, fue vista más tarde por otros y vive todavía en algún barrio, en alguna ciudad o en algún mundo. Los conocí a todos, ellos abajo, con sus cómicas o sublimes relatividades; y presentí al Absoluto bendiciéndolos arriba y sobre todos.

Los hechos del vendedor de Biblias, que transmití al Autodidacto de Villa Crespo, ejercerían un influjo decisivo en el trámite de sus batallas. Por una parte, la hermosura de Lucía Febrero, cuyo poder sublimador aún recordaban muchos, hizo que Megafón iniciara una encuesta por sus agentes distribuidos en Buenos Aires, a fin de registrar posibles reapariciones de La Novia Olvidada. Por la otra decidió buscar y seguir los rastros de José Luna y sus tres discípulos, que se perdían en la última década; porque Megafón calculaba, y no sin motivos, el fruto que podía lograrse de hombres tan fogueados como aquellos. Esta segunda investigación se puso en manos del constructor Pafundo, un media cuchara de la masonería, y de Severo Trinidad González, un detective jubilado que aún conservaba enteras las virtudes olfatorias de su antiguo ministerio.

En rigor de verdad, la primera escaramuza formal del Autodidacto habría sido la que se llamó después «El Asedio al Intendente», si la comisión Pafundo González no se hubiera presentado una mañana en el chalet de Flores con alarmantes noticias. Megafón, que planificaba «El Asedio», pudo valorar los informes que siguen: a José Luna con su mujer Filomena, desaparecidos en 1941, se los ubicaba en la Patagonia y entre los indios araucanos de la cordillera sur, donde, según las mentas, el expúgil hacía curas milagrosas. De sus tres discípulos, Vicente Leone y Juan Souto se habían instalado el uno en Escobar y el otro en Cuenca; y habiendo contraído matrimonio, se dedicaban a poblar el oeste de hijos costilludos y rosas evangélicas. En cuanto al salteño Antenor Funes, mudado al Parque de los Patricios y sin renunciar a una soltería espinosa que calificaba él de «misional», se había hecho jefe de una secta beligerante cuyos propósitos ignoraba y temía el barrio. El exdetective González, que interrogó discretamente a los capos de la secta, no había conseguido penetrar la estolidez cazurra que los envolvía como una malla de protección; y se atuvo entonces al teniente cura de Nueva Pompeya, el cual aseguraba que Funes y sus apóstoles tenían «un quilombo teologal en la pensadora». No obstante, el constructor Pafundo había cosechado mejores frutas, gracias al Evangelio de San Juan, el único que aceptaba como iniciado masón y del cual hizo abundante cita entre los capitanes del salteño. Pudo saber entonces que lo que andaban tramando era una misteriosa «Operación Aguja», sobre la base de un secuestro que se realizaría con fines bélicopiadosos en una fecha y un lugar a determinarse.

Naturalmente, Megafón no podía recibir con agrado esa nueva de francotiradores que irrumpirían en su batalla como elefantes en un bazar chino. Y decidió intervenir en la «Operación Aguja», ya fuese para lograr su aborto, ya para darle una ortodoxia necesaria y arrimar a su propia sardina el fuego militante de Antenor Funes y sus combatientes. Era preciso conocer la fecha exacta y el escenario de la operación, amén de algunos detalles aclaratorios; para lo cual el Autodidacto, excluyendo a González cuya hilacha policial era demasiado visible, destacó a Pafundo, un hombre que armoniza en su esencia la candidez de la paloma y el astuto deslizamiento de la serpiente. Al cabo de tres días, el constructor se presentaba en el chalet de Flores con un material informativo tan útil como excitante: la «Operación Aguja» se realizaría el sábado venidero por la noche; tendría como escena un establecimiento que la Municipalidad de Buenos Aires habilitaba en el cruce de las avenidas Nueve de Julio y Belgrano con fines de asistencia social para sus trabajadores.

Megafón estaba intrigado:

—¿Por qué han elegido ese lugar? —inquirió.

—Porque hay en el establecimiento una instalación completa de baños turcos y finlandeses —le dijo el constructor—. Para entrar, ellos han establecido un santo y seña.

—¿Lo averiguó usted?

—Hay que decirle al ordenanza: «¿Pasará o no pasará?».

Si el conocimiento se resuelve al fin en una Ciencia de lo Posible —meditaba el Oscuro—, es evidente que la «Operación Aguja» entra en la posibilidad de Buenos Aires. Y aquel sábado, poco antes de la medianoche, un Megafón tenso, acompañado sólo del constructor Pafundo, se detenía frente a la institución municipal de la calle Belgrano. Visto en su fachada el establecimiento exhibía el aire oscuro, helado y silencioso de las oficinas muertas, lo cual agravó las perplejidades que Megafón llevaba sobre aquel escenario y la comedia que se representaría en él. Menos dubitativo, el constructor Pafundo inició un redoble con sus dedos en la puerta cerrada, la cual no tardó en abrirse y destacar el volumen de un hombre uniformado y lleno de cautela.

—Es el ordenanza Trimarchi —dijo Pafundo a Megafón—, o el hermano Trimarchi, un alma justa.

Pero el alma justa no deponía su recelo, advertido lo cual Pafundo articuló el santo y seña ineludible:

—«¿Pasará o no pasará?».

—Si la bestia pasa o no —rezongó Trimarchi—, el Señor lo dirá enseguida.

Entren y no hablen: todo el equipo está sudando ahora.

—¿Sudan?

—Como los inquilinos del Señor en el infierno del Señor.

Dichas esas palabras, Trimarchi condujo a los dos recién llegados a través de un zaguán en tinieblas y de un patio al que daba, según los olores, el consultorio de odontología. Llegaron a otra sección del establecimiento en cuyo frente se leía: Hidroterapia. Y tras recorrer un laberinto de mingitorios y vestuarios, dieron en un ambiente que bajo la luz fría del gas neón alojaba dos o tres camillas desiertas, una balanza de resortes y una mesa de masajes a cuyo lado cierto nipón atlético se mantenía de pie y con sus ojos fijos en una puerta herméticamente cerrada. Pero ¿quién era ese individuo que a foro parecía querer sustraerse a la luz de neón, llevado tal vez por una modestia incalculable? Su perfil ascético y su ropa entre clerical y laica enseñaron a Megafón que se veía frente al mismo Antenor Funes, el kadosh de la secta, cuya mano aferraba una Biblia de tapas rojas que, según decían sus entusiasmados adeptos, «no soltaba él ni para cagar». Sólo con verlo, el Oscuro entendió que aquel hombre sería un hueso duro de roer. Por lo cual, ajustándose al rostro una máscara de beatitud, se dirigió a Funes y lo saludó así:

—¡Paz del Señor, hermano!

—Hermano —le respondió él—, si trae la paz, que Dios lo bendiga. Y si trae la guerra, ¡que Dios lo haga tostar en las parrillas de abajo!

El constructor Pafundo intervino aquí en socorro de un Megafón bendecido y amenazado a la vez:

—Hermano Funes —le dijo al hombre de la Biblia—, el hermano Megafón no viene aquí por curiosidad sino por ciencia.

—¿Y qué lo trae? —refunfuñó el hombre.

—La «Operación Aguja».

En los ojos de Funes relampagueó una mezcla de fanatismo y orgullo:

—El «paciente» ahora está en la cámara número tres de vapor —dijo—, y a una temperatura de sesenta grados.

—¿Quién es el «paciente»? —se atrevió a preguntarle Megafón.

—¡El «rico» del Evangelio! —exclamó Funes entre asqueado y furioso. Y abriendo su Biblia de tapas rojas leyó ritualmente:

—San Mateo, capítulo XIX, 23 y 24. «En verdad os digo que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Otra vez os digo que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja que entrar un rico en el reino del Señor». ¿Entiende? Así hablaba ese macho de Jesucristo.

—¿Y qué? —repuso Megafón excitado.

—¿Cómo «y qué»? —irrumpió aquí el ordenanza Trimarchi en su abotonado uniforme—. ¡Los versículos gritan hasta romper las orejas!

—Hermano, cállese —lo amonestó Funes—. ¡Humildad en el Cristo! A mi ver, o el hermano Megafón es un alma virgen o es el chancho famoso del Evangelio.

—¿Qué chancho? —le preguntó el Oscuro más estudioso que ofendido.

—Ese al que no hay que arrojarle perlas valiosas —recordó Funes—. Yo masticaba los versículos en Pompeya, cuando me dije: «Antenor, si el rico no pasa por el ojo de la aguja es porque ha engordado como un animal». ¿Qué había que hacer entonces en la obra del Señor? Enflaquecer al rico, a las buenas o a las malas. Ésa es la «Operación Aguja».

En la mente del Autodidacto se hizo una luz meridiana. Sin dar crédito a lo que ya presentía, miró al súbdito japonés y no leyó nada en su inescrutable rostro de yeso. Después estudió al ordenanza Trimarchi que parecía incendiado hasta la raíz en el celo divino. Finalmente sus ojos encontraron los del constructor Pafundo llenos de una picante adivinación. Entonces, volviéndose al guía espiritual de la secta:

—Hermano Funes —le dijo—, con perdón de su investidura me gustaría recordarle que lo que debe pasar por el ojo de la aguja es el camello, un animal que dobla las rodillas.

El estupor y la cólera desordenaron las líneas ascéticas del jefe. Golpeó la cabeza del Autodidacto con su Biblia de tapas rojas y lo sentenció:

—¡Ha blasfemado!

Enseguida, poniendo su mano libre sobre el hereje lo exorcizó así:

—¡Espíritu inmundo, yo te ordeno que abandones inmediatamente al hermano Megafón, en el que acaba de introducirse la duda como la serpiente en el paraíso del Señor Jehová!

—¡Qué duda ni qué ocho cuartos! —protestó el Oscuro—. ¡Es una simple cuestión de hermenéutica!

—¡Hermenéutica! —bramó el hermano Funes—. ¡El espíritu inmundo se resiste y suelta palabrotas! ¡Yo te reprendo, Baal! ¡Yo te castigo, Moloch!

Y con el auxilio del ordenanza Trimarchi sujetó a un Megafón poseso, ante la cara muerta del japonés. De pronto, y detrás de la puerta cerrada, se oyó un tumulto de voces en discordia que parecían acercarse. Todos volvieron sus miradas a la puerta que al abrirse, dio paso a un hombre ridículamente obeso, exudante y en grotesca desnudez, al que arrastraban dos gorilas desnudos hasta la cintura y sudando igualmente como estibadores.

—¡Esto es un asalto! —vociferaba el gordo—. ¡Un secuestro a base de falsas promesas!

—No es verdad —le replicó el hermano Funes—. Le prometimos un tratamiento de baños turcos, ¡y el muy avaro lo recibió gratuitamente! ¡Llévenlo a la balanza!

Los dos gorilas así lo hicieron: el paciente fue obligado a subir a la balanza. Y Funes observó el salto brutal de la flecha señaladora en el cuadrante.

—¡Hum! —dijo—. En la tercera cámara de vapor el Rico del Evangelio ha soltado un kilo más de grasa. Con los tres que sudó en la primera y en la segunda tenemos cuatro kilos inmolados en el altar del Señor.

—¿Pasaría ya por el ojo de la aguja? —inquirió el ordenanza Trimarchi en su ansiedad.

—Lo dudo —vaciló el hermano Funes—. A menos que el Señor le haya reservado una de ojo grande como la de los colchoneros. ¡Que Nakamura le dé un masaje! Dios es todopoderoso.

Había llegado la hora del japonés Nakamura, el cual, viendo a su paciente ya extendido en la mesa, desertó su asiática inmovilidad para ejercer sobre la víctima todo el mecanismo de su arte. Se oyeron golpes de manos duras en carnes fofas, un crujir de articulaciones violentadas, un amasijo de gorduras turgentes, un fregar de músculos inhallables bajo las estratificaciones de grasa, todo envuelto en una marea de talco levante que anubló la atmósfera y en la cual Nakamura no habría podido ver ni la cumbre del Fujiyama. Y el «rico» maldecía en los golpes, bramaba en las torceduras y reía en los cosquilleos. Hasta que el alma piadosa de Megafón intervino en socorro de la víctima.

—Hermano Funes —dijo—, supongo que nuestro masajeado personaje tendrá un nombre y una ubicación en la Ciudad Terrestre.

—Es nada menos que don Urbano Pérez Pico —asintió el jefe de la secta—, propietario del lavadero de lanas «El Idear» que apesta en Villa Soldati.

—¿Y de qué se lo acusa?

—De capitalista en bruto y explotador de hombres.

—A decir verdad —aclaró el ordenanza Trimarchi lleno de melancolía—, Pérez Pico es uno de los que han crucificado al Señor Jesús.

—¡No es verdad! —aulló Pérez Pico entre las garras del japonés—. ¡El del obrero Jesús Díaz no fue un accidente de trabajo! Si cayó en la pileta del lavadero fue porque tenía una borrachera de órdago. Por eso no le pagué a Jesús ni a su viuda ni un centavo de indemnización. ¡La ley me ampara!

El Autodidacto de Villa Crespo sonrió con tristeza:

—Hermanos —adujo—, no sin admirar la «confusión de los Jesuses en que acaba de incurrir el señor Pérez Pico», debo advertirles que lo que sufre ahora este hombre no son las consecuencias de su iniquidad socioeconómica.

—¿Y entonces qué sufre? —rezongó el ordenanza Trimarchi.

—Las consecuencias del «sentido literal» que ustedes está aplicándole al hombre

—repuso Megafón—. Don Urbano Pérez Pico es ahora una víctima de «la letra». Y lo están matando, porque «la letra mata».

—Sólo el espíritu vivifica —dijo el constructor Pafundo en su carácter de leal y probado masón.

—En la Escritura —prosiguió el Autodidacto—, el rico y el camello son dos metáforas en analogía. Lo que debe sudar el señor Pérez Pico no son las gorduras del cuerpo sino las pancetas del alma. Y no lo conseguirán ustedes con baños turcos.

Atentamente y en silencio el hermano Funes escuchaba los argumentos de Megafón; y a la vez iba juntando una bronca evangélica que no tardó en salírsele de madre.

—O mis narices andan mal —dijo al fin—, o estoy oliendo a un demonio de la gehena.

Y volviéndose a los gorilas en descanso, les ordenó, indicándoles a Megafón y a Pafundo:

—¡Agárrenme a esos dos hombres; llévenlos hasta la puerta de calle; ubíquenlos de espaldas y acomódenles un shot en el trasero que los proyecte hasta el Obelisco! Autómatas en el Señor, los dos gorilas ya se lanzaban a la vía contundente. Pero Megafón los detuvo con una sola mirada, y dirigiéndose a Funes le dijo:

—Hermano Antenor, debo hacerle algunas advertencias útiles. Ha de saber que soy profesor de judo y de karate, y no me dejo patear las nalgas ni por los delanteros de Boca Juniors. Además, lo acuso a usted ante el Eterno de tomar el rábano bíblico por las hojas, en lugar de aprovechar la ocasión educativa que don Urbano Pérez Pico nos está ofreciendo ahora con su patética desnudez.

Visiblemente intimidado, el jefe de la secta repuso:

—Hermano Megafón, ¿qué nos podría enseñar esa bestia del Apocalipsis?

Por toda contestación el Autodidacto de Villa Crespo hizo descender al paciente de su mesa, y lo condujo de la mano hasta una vertical de luz neón que, al envolver a Pérez Pico, dibujó hasta la crueldad sus monstruosas anatomías. Palideció el ordenanza Trimarchi; los dos gorilas cambiaron una mirada inquieta; se reconcentró el japonés como un samurai ocho segundos antes de su harakiri; y el mismo constructor Pafundo adoptó el aire solemne de su logia en acto ceremonial.

—Hermanos —dijo entonces Megafón—, observen a nuestro interesante sujeto en su forma desnuda. Es evidente que don Urbano Pérez Pico, al engordar como un shorthorn, ha querido acercarse a la redondez de la esfera. Cierto es que Platón elogió la esfera como al sólido perfecto; no obstante, el filósofo regalaba esa perfección a la Geometría y no al cuerpo del hombre dibujado por el Creador según otros números estructurales.

—¡El Gran Arquitecto supo lo que hacía! —elogió Pafundo, un albañil de raza.

—¡Naturalmente! —asintió el Autodidacto—. Pero don Urbano Pérez Pico traicionó la forma establecida para el hombre. ¡Y vean ustedes los resultados! Miren esa barriga cuyos mondongos, en doble cascada, parecen encubrir sus testículos lamentables y su verga contraída por el terror. Observen su tórax y sus espaldas monstruosamente deformadas por la manteca sólida que Pérez Pico se obstina en acrecentar como sus cuentas de Banco. Estudien sus extremidades inferiores y superiores, chuecas y amazacotadas. Esos ojitos cuyo mirar se abre un paso difícil a través de los hidratos de carbono. Esa papada triple de buey Apis; ese cuello inexistente a fuerza de corto y que parece una invitación a las traidoras apoplejías; y ese frontal estrecho en el que sólo entraría una idea y únicamente de perfil. Hermanos, consideren al fin esas boscosas pelambreras que le cubren el pecho y el bajo vientre, que cuelgan de sus hombros y sus glúteos, y que, ¡Dios me perdone!, darían la razón al mono primordial del señor Darwin y no a las Escrituras que presentan al ser humano como una imagen y una semejanza de su divino Hacedor.

Con gran interés habían observado los asistentes el dibujo que Megafón trazaba de Pérez Pico en bolas. Y conocieron, no sin admiración, de qué manera el arte podía enriquecer a la Natura. Pero el hermano Funes, escabulléndose de aquel asombro, inquirió en tren de combate:

—¿Y a qué nos lleva esa pintura?

—Nos lleva —dijo Megafón— a una pregunta que deseo formular a los hermanos aquí presentes. Oiga bien: si el Verbo creador bajarse ahora mismo hasta nosotros, ¿reconocería en don Urbano Pérez Pico al noble Adán que modeló en el sexto día con sus dedos admirables? ¡Eso pregunto, hermanos!

Y todos, con las frentes nubladas, admitieron que no lo reconocería, y que don Urbano Pérez Pico sólo era una triste caricatura del Adán primigenio. Entonces don Urbano, desnudo y ofendido ante siete miradas acusadoras, empezó a desmayar en sus achuras:

—¿Creen que no lo sé? —lloriqueó sentidamente—. ¿Acaso no me miro todos los días en el espejo? ¿No hago saltar las agujas de todas las balanzas?

El llanto de Pérez Pico enterneció a los asistentes: bajo la luz deshumanizada se presentía que una oveja tozuda iniciaba su retorno al corral del Señor.

—¡Aleluya! —exclamó el ordenanza Trimarchi.

—¡Aleluya! —corearon los dos gorilas en tono de comparsa.

¡Sí, aleluya! El camello enflaquecía visiblemente. Y alentado por aquella ola de fraternidad, Pérez Pico siguió diciendo:

—Y si no, ¿por qué me dejé arrastrar a estos baños turcos? Para soltar grasa y hacer pinta con otra silueta. ¡Gracias, hermanos! Uno es joven todavía; y aunque no lo crean, en el subconsciente de los gordos existe la idea fija de ser un bacán.

Al oír esas palabras el desaliento de los hermanos fue tan grande como sus recientes ilusiones. El alma berroqueña de Pérez Pico no se había regenerado, y las campanas del cielo no se alegrarían con su feliz rescate.

—¡Lengua envenenada! —le gritó el hermano Funes en su cólera—. No hay que ser un bacán según el mundo: ¡hay que ser un bacán en Jesucristo!

Y dirigiéndose otra vez a los gorilas, les ordenó:

—Pónganme a ese ateo en una camilla y abríguenlo con una frazada.

Sucedió que, ya instalado en su camilla y envuelto en su frazada, Pérez Pico sintió que lo ganaba una sedante beatitud. Pero deshidratado en las cámaras de vapor, sintió a la vez una gran sequedad en el garguero y un fluido viscoso en la lengua:

—Tengo sed —murmuró en su cobija.

El hermano Funes lo miró con severidad y le dijo:

—La misma frase pronunció el Señor en su cruz. ¿Y qué le diste? Una esponja embebida en hiel y vinagre.

Y añadió, volviéndose a todos:

—Pérez Pico no tendrá ese honor. ¿Y saben por qué? Porque no quiero hacer un mártir de un tocino sin bautizar. ¡Tráiganle una cerveza!

Obediente y raudo, el ordenanza Trimarchi salió del recinto y no tardó en regresar con una botella de cerveza que dejó en las manos ansiosas de Pérez Pico; el cual, empinándola según el arte, se la mandó a bodega entre suspiros y lagrimeos de leticia. Y al influjo del espumante bebestible, fue recobrando su maltrecho decoro. Tras un eructo aliviador cuya sonoridad asombró a los asistentes, Pérez Pico habló así:

—No crean, muchachos, que olvido este atropello. Una intervención policial sería lo más conducente; y la pediría si lo ridículo de esta situación recayera sólo en mí. Pero las que han sido insultadas en mi persona son más importantes que yo, y a ellas no les gusta el escándalo.

—¿Ellas? ¿Quiénes? —le preguntó el ordenanza Trimarchi.

—Las «fuerzas vivas» del país —contestó Pérez Pico desolado.

—¡Las «fuerzas vivas»! —rió el hermano Funes—. ¿Y nosotros qué somos?

En su embriaguez creciente Pérez Pico transitaba ya desde una rebeldía sin convicción a una soberbia recalcitrante. Apartó de su busto la frazada, y con visible complacencia estudió su rechoncha humanidad.

—Al fin y al cabo —argumentó—, ¿de qué se me acusa? ¿De mi grasa y mi redondez? Nunca pretendí ser un galán de cinematógrafo, aunque me tire a veces mis buenos lances. ¡Y no tengo por qué rendirle a nadie cuenta de mis hidratos de carbono! Estos materiales —y acarició la comba de su barriga— me pertenecen legalmente, y los he acumulado sin robarle a nadie ni un cobre partido por la mitad.

¡Excelente cerveza! —recordó, haciendo chasquear sus labios resecos aún—. ¿No les quedaría por ahí otra botella? Estoy pensando en un gigot de cerdo con abundante choucroute. «De carne somos», dijo la empanada.

Ante aquella briosa resurrección del «rico» evangélico, Antenor Funes y los integrantes de su clan parecían anonadados. Y Megafón, en su autodidáctica, no pudo menos que asociar al héroe gordo con el Polifemo de Eurípides cuando entona un himno a su panza junto a la caverna de Sicilia. Desgraciadamente, Pérez Pico, tras una discutible justificación de su rebajamiento, había entrado en cierta rencorosa beligerancia:

—¿Y quién me dice a mí —se preguntó de súbito— que ustedes no estén descargando ahora en mi abundancia sus envidias de muertos de hambre? Si es así, oigan un consejo: ¡Pongan el hombro y trabajen! Yo les aseguro que no comerán hasta que aumente el producto bruto per cápita.

Un latigazo no habría herido más a la secta que los términos finales del «rico» en soberbia. El hermano Funes, que adivinaba en el «producto bruto» una diabólica treta de Mammón para matar de ayuno a los pobres en Jesucristo, le tendió una mano castigadora:

—¡Réprobo! —le gritó—. ¿Quién te ha enseñado esa blasfemia?

Y volviéndose a los gorilas, les ordenó escuetamente:

—Arranquen a ese hombre de su camilla, háganlo pasar otra vez por las tres cámaras de vapor: ¡y que sude a fondo el producto bruto per cápita!

Resistiéndose como un demonio en aquella lucha del Evangelio, don Urbano Pérez Pico, lavador de lanas, fue arrastrado a los baños turcos, en una reiteración de su tortura que al Autodidacto de Villa Crespo le pareció infinita.

En altas horas de aquella misma noche, tendido largo a largo en su cama y envuelto en un pedestre camisón de dormir, con su mujer a la derecha y su gato a la izquierda. Megafón trata de sacudirse las imágenes recientes que lo persiguen aún, avispas rabiosas o ganchudos abrojos:

—Patricia, otra vez he caído en lo ridículo desde la cuerda floja. Lo que más me conmueve de la humanidad es su espantosa y adorable ridiculez. ¿Por qué adorable?, me dirás. Porque se nos ofrece como una grotesca manifestación del Absoluto. El mono es ridículo por su imitación y sublime por la naturaleza de lo que imita. Entonces, ¿dónde nace la sublimidad? En la confrontación de lo relativo con lo Absoluto. Lo vi muy claro esta noche, ante los guerrilleros de Nueva Pompeya.

Hostigado por las imágenes que no lo abandonan, Megafón se revuelve, gira sobre sí mismo en los cobertores: y el gato Mandinga protesta contra ese inútil camamoto. Patricia Bell roza los párpados de Megafón con la yema de sus dedos curativos:

—Estás cansado —le dice—, principio inmemorial de la batalla y el reposo.

—Lo que me cansa es esta sucesión de gestos que uno cumple y hace cumplir a los demás inexorablemente. Acciones y reacciones, diálogos y monólogos, los hipos de la tragedia y las risas del sainete: una vocación del teatro que nos empuja todos los días a las tablas y nos ordena un mutis todas las noches. Y uno se resiste a entrar en escena; pero una vez allá colabora en ese juego de fantasmas iluminados, ¡y cómo!

¡Patricia, esta noche me vi a mí mismo demostrando por álgebra la fealdad teológica de un burgués desnudo! ¿Te das cuenta? Pero entre las junturas que unen dos piezas de la farsa, uno desmonta de la gran ilusión y siente deseos de romper a golpes de puño las mascarillas de los actores, para descubrir lo que hay debajo, y de romper la máscara propia y mirarse a cara limpia en algún espejo terrible. Porque algo hay de liturgia en esta comedia.

—¿Y luego?

—Después el mutis, la fatiga existencial y un llamado urgente de la noche y el sueño. Patricia Bell se ha tendido junto a Megafón que la toma en sus brazos, escruta sus ojos verdelagoprofundo y aspira el olor de su melena, un aroma de tallos dulces y raíces amargas. Con una plasticidad tan antigua como el mundo, ella se ajusta exactamente a las formas del hombre, según toda la geometría de su cabeza, de sus pechos, de su vientre y sus muslos. Y el Autodidacto pondera otra vez en Patricia esa

virtud substancial de acomodación: una concavidad en una convexidad y una convexidad en una concavidad, Penia en Poros y Poros en Penia. ¡Tentativa de reconstruir el andrógino primordial, el del Génesis y el de Aristófanes! Y ella inicia su boletín informativo de la noche, sí, una hebra de música en su boca frutal:

—Barrantes y Barroso llegaron al atardecer. Les di una copa de aguardiente catamarqueño: estaban excitados y con un ataque muy fuerte de superrealismo.

«El Asedio al Intendente», recuerda Megafón, y su cansancio nocturno parece agudizarse con la sola perspectiva de aquella escaramuza inminente.

—Habló por teléfono David el circuncidador —añade Patricia—. Dijo que Samuel Tesler está meditando ahora en la cuadratura del círculo. Pero David se muestra inquieto: el filósofo apagó la cuarta vela del candelero de siete brazos. ¿Por qué?

«¿Y quién podría conocer las razones que usa un filósofo al soplar una vela? — ironiza Megafón en su alma—. No importa: Samuel tiene su calendario en las Dos Batallas. Ahora necesito dormir y olvidar».

Afortunadamente, Patricia Bell entona, canturrea, susurra ya su monólogo de los hechos triviales:

—Las tías llegaron de Santa Fe y nos trajeron perdices que irán al escabeche: buscaré zanahorias frescas y aceite de uva que no produce colesterol en la sangre. Un escándalo entre las maestras jubiladas: el cardenal se les escapó y lo buscaron en las azoteas. Está en nuestro jardín, si es que Mandinga no se lo ha comido: esos pájaros de jaula no se defienden en la libertad. Las maestras gatearon en los techos: yo tuve una maestra que se llamaba Ysabel Forti y que murió de pedagogía. ¡Otro caballo de lechero en la calle, y a estas horas! ¡Amado Dios y Padre Celestial, Adonahí, Jehová, Eloim, dale gracia a ese pobre caballo que está trabajando, para que no ande con hambre, ni con sed, ni cansado, ni enfermo! ¡Dale gracia para que quien lo maneje no lo maltrate! ¡Así sea hoy y todos los días que le toque vivir! ¡Así sea con todos los animales que ayudan a los hombres! Te lo pido en el nombre de Cristo Jesús, y te doy gracias.

Abrazado a su mujer o a su tierra, Megafón, ya en los umbrales del sueño, se deja flotar en aquel idioma de acequias, de lluvias, de hojas castañeteadas por las manos del aire. Y en su translación de una realidad a otra, se ve de pronto en una usina como de fantaciencia donde, a través de retortas, serpentines y cribas, Pérez Pico es macerado y reducido a una hebra de colores brillantes cuyo extremo ya obra en poder del hermano Funes, el cual se mantiene de pie junto a una enorme aguja de acero. ¡Y el Jefe hace pasar la hebra por el ojo de la aguja! Entonces el ordenanza Trimarchi profiere un aleluya inmenso; y su rostro, al agrandarse y caer sobre Megafón, le muestra dos ojos lagrimeantes de piedad y una boca llena de himnos y dientes orificados. Luego todo se disuelve y se borra en el caos del sueño profundo, en la no manifestación total, y en el silencio absoluto, principio y fin de toda música.

En la nomenclatura de sus dos batallas, el Autodidacto llamó «Asedio al Intendente» a la primera incursión metodizada que realizó con uno de sus equipos. Y la guerra del Oscuro, formalmente iniciada con esa escaramuza, reveló el carácter que tendrían sus futuros movimientos enderezados a lograr una toma de conciencia en los actores o responsables del drama nacional, merced a la sorpresa y al absurdo que tanto suelen jugar en la remoción de las almas. También fue adelantado en ella el tenor «incruento» de los operativos a consumar, ya que Megafón lo fundamentaba en la benignidad y mesura que parecerían señalar «una constante» de nuestros hechos revolucionarios. Y no recordaba él que toda regla tiene sus excepciones, como lo demostró la carnicería final que dio remate a su aventura y su existencia. El plan del Asedio, vista su extrema simplicidad y audacia, me hace sospechar una primera intervención de Troiani en su delineamiento, aunque el exmayor no tomara una parte directa en la escaramuza. Incluía, 1.º una clara noción del «asediado»; 2.º una selección prolija de los «asediantes»; y 3.º un estudio minucioso de la topografía o escenario del Asedio. En la nómina de los asediantes era preciso distinguir a un entregador» y a dos «campanas», términos pertenecientes a la metodología del «asalto» que también denuncian el genio de Troiani, ya que el exmayor especulaba en sus estrategias con las asimilaciones técnicas militares.

Por aquellos días era Intendente circunstancial de Buenos Aires el coronel Julio César Proserpio (R. A.), cuyo retrato figura en los apuntes de Megafón y en la carpeta rotulada «El Asedio al Intendente». Dice así: «El coronel Proserpio, exaltado contra su destino natural a la Intendencia de la comuna, es un hijo aleatorio del cuartelazo, que intenta llenar las vacantes dejadas por la civilidad en derrota. Llevado al mundo castrense tal vez por la engañosa fatalidad de su nombre (Julio César), el coronel Proserpio nunca mostró aptitudes militares, por lo cual ha sido y es un oficial de “intendencia”, pulcro y meticuloso en las funciones administrativas. Actúa hoy como un sorprendido y azorado lord mayor de la ciudad, ya que, frente a la problemática de la comuna, se ahoga como un bagre fuera del agua. Los asesores fortuitos de que se rodea en su desesperación lo instan o a llenar los baches al parecer irredimibles de la metrópoli, o a instalar un quemadero científico de basuras, o a erigir un acuarium donde los escolares puedan ver cómo las pirañas devoran el costillar de un rocín jubilado, o, en tren de moral castrense, a cubrir con un taparrabos discreto las partes pudendas de los elefantes del zoológico. Claro está que nuestro coronel no hará nada. Pero es un hombre bueno que amasa él mismo los tallarines dominicales de su familia; que sale de pícnic, llevado por una dulce inclinación a la égloga; y que, con su pistola del cuarenta y cinco, rigurosamente virgen, es incapaz de acribillar a tiros el artículo catorce de la Constitución Nacional. En suma, un sargento lleno de posibilidades revolucionarias». Tal era, según el estilo de Megafón, la idiosincrasia del Intendente que debería ser asediado.

En lo que se refiere a los asediantes, integraría su nómina el mismo Autodidacto, y Patricia Bell, que añadiría necesariamente al operativo cierta donosura de Palacio Municipal. Se necesitaba también aquí la intervención de Barrantes y Barroso, introducidos, no ya como «agentes de provocación», sino como fermentos de duda y controversia en los espinosos asuntos que se ventilarían con el coronel Proserpio. En lo tocante al famoso dúo, cuya revelación primera se me había dado ya en el club «Provincias Unidas» y que luego reapareció en otros ejercicios claves de las Dos Batallas, el propio Megafón lo describe así: «Barrantes y Barroso, dos periodistas jubilados con los que me tocó trabajar en algunas redacciones, constituyeron y constituyen un binomio de almas regidas por el signo de Géminis. Nunca lograron traer una versión objetiva de los hechos cotidianos, ya que su tendencia natural a la metafísica les hace descubrir en los mismos o causas insólitas o efectos misteriosos. Yo los he visto llegar totalmente desnudos y en patines hasta la mesa de un Jefe de Redacción, para comunicarle que tal o cual incendio se había suspendido hasta nueva orden por falta de combustibles. En realidad, Barrantes y Barroso, con su genio, se adelantaron a los cronistas de hoy que intentan convertir la Historia Contemporánea en un trabajo de imaginación en prosa, lo cual hace que sea cada vez más ininteligible nuestro hermoso y enquilombado mundo».

En la misma carpeta de los apuntes referentes al Asedio, hallé un plano del Palacio Municipal que sólo detallaba su ángulo comprendido entre la Diagonal Norte y la calle San Martín, donde se abre la puerta del edificio reservada sólo al Intendente y a su estado mayor. Al entrar y a la derecha, un ascensor también privilegiado sube directamente al segundo piso y al gran despacho del jefe de la comuna. La vía es corta, fácil y discreta; y fue la que Megafón eligió para los asediantes. Con todo, y habiendo en aquella entrada una custodia permanente, se requirió un «entregador» familiarizado con la existencia íntima de la casa. Yo mismo se lo propuse al Autodidacto en la figura del ordenanza Muñeira, un peón de la Banda Municipal que conocí años antes en los Cursos de Cultura Católica donde habitaba él un sótano gratuito como guardián honorario y casero de la venerable institución. Oriundo de Santiago de Compostela y exmonaguillo de su catedral, el ordenanza Muñeira, enano, feo y de una ortodoxia cruel, parecía un vómito fósil de la Edad Media, o una gárgola de su templo animada por algún diablo reidor y traída luego a Buenos Aires con fines tenebrosos. Justo es decir que si Muñeira entró en el Asedio al Intendente fue sólo porque le dimos a entender que se trataba de una revolución al uso nostro, la cual, de salir triunfante, lo recompensaría con la Jefatura de Suministros del palacio, ganga y honor que venía él acariciando en sus nocturnos ensueños de sótano. Claro está que la intervención oral de Muñeira en el Asedio no estaba prevista; y, sin embargo, no pudo evitarse, dada su condición de gallego integral y teológico. El ordenanza «ensotanado» (le venía de sótano y sotana) ganó así tantos laureles en el Asedio, que figuró más tarde con dignidad en otros operativos de la gran aventura. Pero Muñeira exigía dos «campanas», uno en el ascensor y otro junto a la puerta del Intendente. Y los mellizos Rómulo y Remo Domenicone fueron movilizados en razón de su corpulencia física, de su psiquis elemental y del parecido asombroso que los identificaba en una sola persona y que, útil al despiste de cualquier sabueso, daría la impresión de un «campana» único en desconcertante ubicuidad.

El Asedio se llevó a cabo en una mañana de octubre, fuera del horario administrativo, lo cual aseguraba un trámite feliz de la escaramuza en un palacio vacío de hombres y aún silencioso de burocracia. Megafón y Patricia, Barrantes y Barroso, los mellizos Domenicone se deslizaron en el edificio hasta el ascensor, donde Muñeira, que había distraído a la custodia, los esperaba en su gris y baqueteado uniforme municipal. Tras haber instalado en el ascensor al matrimonio y al dúo, el ordenanza Muñeira dejó a uno de los mellizos en la planta baja y subió con el otro por la gran escalera ceremonial. Los dos grupos volvieron a unirse frente al despacho del lord mayor; y después de aleccionar al mellizo Domenicone que actuaría de segundo «campana», se introdujeron en el salón con la frescura que sólo da una inconsciencia sublime.

Primaveral y saludable a fuer de soldado hecho en el ejercicio físico y en el uso de las madrugadas, el señor Intendente Municipal coronel Julio César Proserpio (R. A.), de espaldas a los intrusos, tenía sus ojos fijos en una gran imagen al óleo de Nuestra Señora del Buen Aire, patrona de los marinos. Y su contemplación, que iba desde nuestra dulce Madre Universal al Niño que acunaba en su brazo derecho y al bergantín que sostenía en su izquierdo, era seguramente muy profunda, ya que no advirtió ni la entrada furtiva de los asediantes ni su distribución estratégica en el despacho. Y era ya tarde cuando lo hizo. Mas el coronel, que dominaba sus reflejos, no dio señales ni de inquietud ni de asombro, tal vez porque lo tranquilizaron el atuendo municipal del ordenanza Muñeira, los ojos verdelago de Patricia, la dignidad visible de Megafón y el orgullo superrealista que a Barrantes y a Barroso les reventaba por todas las costuras de sus trajes idénticos. Y el dúo fue quien rompió el hielo de aquella situación filodramática; porque Barroso, tras contemplar a la Señora del bergantín, se volvió hacia Barrantes y le dijo con voz dolorida:

—Padre, se me ha ocurrido una idea nostálgica.

—¡Una idea! —rezongó Barrantes en su duda—. ¿Y cuál?

—Si don Pedro de Mendoza y su matraca de galeón hubiesen navegado tres días más, Buenos Aires no se hubiese fundado junto a este río insalubre, sino en Mar del Plata.

—Pichón, ¿y con qué beneficios?

—Veraneo gratis —enumeró Barroso—, merluza fresca y sin recargos de flete, salitre y yodo en los pulmones, y un contorno vivo de preciosas muchachas en bikini.

—¿Y a qué atribuyes, hijo, esa desidia en la fundación?

—A la tradicional siesta española —se dolió Barroso—. ¡Tres días más, y hubiéramos tenido la ruleta en casa!

El Intendente, a pesar de sus consignas interiores, no disimuló ya su asombro:

—¿Y eso es todo lo que se les ocurre ante la Virgen de mi despacho? —inquirió serenamente.

—Mi coronel, perdone a estas dos criaturas —le dijo Megafón—: son dos pruebas de la tesis que vengo a demostrarle.

Pero el ordenanza Muñeira volvió hacia el dúo su rostro medieval en discordia:

—¡Lo que fundó España —cacareó— está bien fundado y nadie lo mueve, sea en el río, en la tierra, en el aire o en el infierno! Señor Intendente, ¡así paga el diablo! ¡Rómpase usted el alma cruzando el mar en frágiles carabelas, descubra un nuevo continente y edifique ciudades, para que todos estos indios, que no sabían manejar un tenedor, le salgan ahora con protestas y descontentos!

—¡Padre —se deleitó Barroso en este punto—, el que acaba de hablar es un aborigen de la tormentosa Galicia!

—Muchacho, ¿en qué lo has conocido? —le preguntó Barrantes.

—En su nativa inclinación a lo sinfónico desarrollada en esta urbe por el acarreo de baterías, contrabajos y trombones de la Banda Municipal.

—¡Yo sólo manejo los atriles! —protestó Muñeira, ofendido en su jerarquía.

Pero el coronel edil había transitado ya desde su asombro a un despunte de su cólera, y dirigiéndose a los intrusos:

—¿Qué diablo son ustedes? —los apostrofó—. ¿Y qué buscan en la Intendencia?

—Queremos al Intendente —le respondió Megafón—. Venimos a psicoanalizarlo.

Al oír tanta insolencia el coronel Proserpio tendió una mano a los botones de llamada que tenía en su escritorio.

—Mi coronel, no lo haga —lo exhortó Megafón—. No conviene que sea divulgada esta operación íntima. Porque, o nadie la creerá, o de ser creída entrará usted en el más franco de los ridículos. No se asombre, mi coronel: la Historia Universal se tejió siempre, no en el escenario visible del mundo, sino en sus misteriosas bambalinas.

Dudó entonces el coronel y buscó un apoyo logístico en los ojos de Patricia, elocuentes y abiertos ahora como dos instancias. Debió hallarlo, porque, dirigiéndose a sus asediantes:

—Bien, señores —les dijo—. No admitiré como Intendente mi responsabilidad en la fundación arbitraria de Buenos Aires; ni tampoco el esfuerzo de trasladar esta ciudad a la costa del Atlántico sur, ya que el presupuesto de la comuna no tiene rubros de mudanza. Pero los escucharé, señoras y señores, ¡porque la Revolución Argentina es un hecho irreversible!

Grato y estimulante para los intrusos fue aquel despunte de oratoria castromunicipal.

—¡Padre —lloriqueó Barroso en su entusiasmo—, quiero besar las mejillas del señor

Intendente!

—Hijo, ¿tus razones? —le preguntó Barrantes.

—Las tiene recién afeitadas y están oliendo a la más fina colonia —le respondió Barroso no sin olfatear el ambiente con delicia.

Viendo al coronel en tan buenas disposiciones, el Autodidacto lo llevó a los ventanales que se abrían sobre la Plaza de Mayo; y el grupo de asediantes no tardó en seguirlos. Entonces el gran cuadrilátero histórico se ofreció a todas las miradas: a la derecha, el añoso Cabildo en mutilación y reminiscente de paraguas ancestrales; a la izquierda, el frontis griego de la Catedral, y su color verde aceituna, roñoso de aguaceros; al frente, la Casa de Gobierno en su tinte salmón y su arquitectura de pastel renacentista; y en el centro la Pirámide de Mayo, sosteniendo la estatua de la República en gorro frigio y cagada profusamente de palomas rasantes. Entre los del grupo asomado a esa grandiosa perspectiva, uno solo manifestaba cierta inquietud, y era Barroso, un edil vocacional pero frustrado.

—¡Padre —se alarmó de súbito—, el río! ¿Dónde cornos está el río? ¿También se lo han robado?

Y palpó los bolsillos del Intendente como en busca de un prenda extraviada.

—Pichón —le dijo Barrantes—, la ciudad se ha chupado su río. Por eso ya no tiene una conciencia fluvial.

Aquí fue donde Patricia deslizó la primera de sus intervenciones:

—Buenos Aires tendrá nuevamente una conciencia de su río —anunció en tono profético— no bien el club Boca Juniors construya en él, sobre pilares de cemento, la ciudad Deportiva donde se meditarán los goles del futuro. Inmediatamente, y a su alrededor, se multiplicarán las torres, los monoblocs y los jardines, entre canales que le darán al nuevo barrio el aspecto de una Venecia criolla. Entonces, y sólo entonces, el Río de la Plata y la ciudad hablarán otra vez un mismo idioma de pejerreyes y flores.

Ante aquella visión del futuro porteño, los asediantes y el Intendente admiraron a Patricia Bell, en cuyos ojos adivinatorios creyeron vislumbrar un desfile de góndolas venecianas repletas de amantes. El coronel Proserpio, embarcado ya en aquel «sueño de una mañana de primavera», se dijo que había más lógica municipal en sus visitantes que en los proyectos de sus fastidiosos asesores; y por primera vez entendió su alma castrense, ¡ay, sólo por un minuto!, que la poesía es más real que la prosa. Con todo, en el salón de la Intendencia callaban dos ausentes del entusiasmo: el ordenanza Muñeira, que olía en aquel parloteo una insufrible heterodoxia; y Megafón, que observaba no sin temores cómo el Asedio al Intendente se le iba por el lado riesgoso de los tomates.

—Mi coronel —dijo—, si lo hice asomar a estos ventanales, fue con el solo propósito de que observase usted la distribución injuriosa de los edificios en esta plaza que debiera ser el corazón de la ciudad.

—¿Injuriosa? —le preguntó el Intendente, abierto a la marea de lo posible.

—O mejor dicho «profana» —se corrigió el Autodidacto de Villa Crespo—. Y si no, vea usted: la Casa Rosada es el asiento del «poder temporal». ¿Y qué tiene a su derecha y a su izquierda? El Banco de la Nación y el Ministerio de Hacienda. ¡Señor, es increíble!

—¿Por qué?

—¡Se diría que sólo el dinero está flanqueando al poder en esta República! Lo que debería figurar a la derecha y en el mismo plano de la Casa Rosada es la Catedral de Buenos Aires como símbolo de la «autoridad espiritual»; y a su izquierda un Ministerio de las Armas o residencia de Marte, como asiento del «segundo estado».

¡Gran Dios! Con este desorden en el tablero del simbolismo, nadie podría organizar aquí una batalla ni terrestre ni celeste. Mi coronel, ¿hay todavía un Plan Regulador de Buenos Aires?

—El Plan existe —aseguró el Intendente—: son diez carpetas encuadernadas en fino cuero de nonato.

—¡Yo lo vi! —elogió Barrantes—. ¡Es el mejor poema que ha escrito la burocracia! En cuanto a esta ciudad, creció y seguirá creciendo a la bartola: ¡es un hermoso invertebrado!

Sin dar oídos al edil interruptor, el coronel intendente alentó al Autodidacto que meditaba:

—¿Qué haría usted —le dijo— si tuviera que remodelar la Plaza de Mayo?

—Tres demoliciones —repuso Megafón—: las de la Catedral, el Banco de la Nación y el Ministerio de Hacienda.

—¡Padre —gimoteó Barroso en su alarma—, si no atajamos al maestro impondrá la demolición libre, secreta y obligatoria!

—El maestro es un agradable profesional del escombro —asintió Barrantes—. No tengas miedo, pichón: la Naturaleza destruye para construir.

—¡La Naturaleza es una mala persona —volvió a gimotear Barroso—: desata el ventarrón contra los pajaritos!

Y aquí se dio la segunda intervención de Patricia Bell:

—Señor Intendente —dijo—, la demolición será costosa pero necesaria. No tenemos la suerte de otras capitales que suelen conseguir, por el sismo, una demolición gratuita: Buenos Aires está lejos de la cordillera, y el terremoto se le ha vedado; su lejanía con el mar le prohíbe cualquier maremoto; un «riomoto» es imposible, dado el excelente humor del Plata; y los tifones chinos constituyen un lujo que desconocemos. A Buenos Aires le queda sólo una posibilidad en el orden constructivo de la demolición: la bomba termonuclear.

Lo dijo con el rigor necesario de Kali, la mujer de Siva, cuando baila sobre la destrucción de un mundo. Y hasta el coronel intendente admiró sus ojos verdelago que chisporroteaban un fuego de catástrofe. Pero Megafón necesitaba reconstruir la Catedral recién demolida.

—Sobre los escombros del Banco de la Nación —expuso— ha de levantarse la nueva Catedral, no en falso estilo dórico, renacentista o gótico, sino con una estructura original, castigada y a la vez muy luminosa, que traduzca la desnudez de Cristo y la terrible alegría de la Redención.

—¡Amén! —gritó Patricia—. ¡Que los arquitectos aprendan a bailar!

—La Redención es un aleluya y no una marcha fúnebre —corroboró el Autodidacto.

—Cachorro —preguntó aquí Barrantes a su hijo—, ¿el que habla no es un tal Megafón que, según dicen, le retorció el cogote a la Melancolía en un zaguán de Villa Crespo?

—El mismo —le aseguró Barroso—. Padre, yo he bailado con la Melancolía: tiene ojos de gallo en los pies y en la boca un aliento de fritangas con cebolla.

Pero el ordenanza Muñeira, irritado en su glándula teológica, empezó a segregar un humor de fermentados repollos medievales:

—¡Jesucristo no es alegre! —tronó desde su caverna—. ¡Recibió por nosotros demasiadas espinas, cascotes y gargajos!

—El ordenanza Muñeira —explicó Barrantes a su hijo Barroso— pertenece a una sádica estirpe de imagineros y tallistas que aumentaron contranatura el número de costillas de Cristo.

—Padre, ¿con qué fin?

—Para que le cupiesen más latigazos.

Inflándose con su propio viento el ordenanza tendió a Megafón y a Patricia un índice acusatorio:

—Señor Intendente —dijo—, sólo a estos dos excomulgados podría ocurrírseles la blasfemia de convertir a Nuestro Señor en un cantante de la nueva ola. ¡Se lo contaré a su eminencia el señor Cardenal Primado!

Al oírlo Barroso dirigió a Barrantes una mirada previa, como para indagar si compartía su éxtasis:

—Padre —sentenció al fin—, a mi entender, y a ojos de buen cubero, el ordenanza municipal que acaba de transmitir en setecientos diez kilociclos por segundo es un oficioso alcahuete de la Curia.

—¡Raza de necrófilos! —rezongó Patricia Bell en su cólera—. ¿Negará el ordenanza Muñeira que sigue crucificando al Señor Jesús todos los días al anochecer, en la intersección de las calles Paraguay y Riobamba? ¿Negará él que cuando hay muchos fieles en la basílica lloriquea espectacularmente, abrazándose a una gran cruz de palo y sin recordar al que residió tres días en ella? ¡Las imágenes! «No adorarás la obra de tus manos».

—¡Temblemos, hijo! —se alarmó Barrantes—. ¡La señora Patricia está zurciendo ahora la vieja sotana del fraile Martín!

—¡Cruz, diablo! —exorcizó el ordenanza Muñeira—, ¡con razón la mujer no figura en el Derecho Canónico!

Ya fuera el sueño de una mañana primaveral o una murga de contribuyentes fanatizados, el coronel Julio César Proserpio no daba pie con bola en aquel sainete invasor. Y sin ocultar cierta levadura de mostaza castrense que se le iba subiendo a las narices, abordó al Autodidacto y le dijo:

—Señor, usted me ha demolido el Banco y la Catedral. Quiere poner la Catedral en el terreno del Banco y me amenaza con demoler el Ministerio de Hacienda para erigir en su lugar un Ministerio de Armas. ¿Digo bien?

—Muy exacto —lo alentó Megafón.

—¿Y por qué? —insistió el Intendente.

Tras un ojeo final de la Plaza de Mayo donde, a su entender, se habían confundido las piezas de cierto ajedrez venerable como en una trampa de juego, el Autodidacto le respondió así:

—Mi coronel, se advierte una traición en el delineamiento físico de la ciudad. —

¿Quién ha sido traicionado?

—El Fundador de Buenos Aires. Mi coronel, el destino de una ciudad se fija desde y en el acto de su nacimiento. Supone la voluntad de un Fundador orientada por una inteligencia segura de lo que se quiere hacer, o los designios de un artífice que construye la ciudad según sus planes de inventor, la fundamenta sobre principios determinados y la dirige hacia un fin claramente preestablecido. ¡Señor, fundar una ciudad no es abrir una cancha de bochas!

—¡Eso lo ve hasta un ciego! —despreció el Intendente.

—¿Lo admite usted? —repuso Megafón—. Ha de admitir, en consecuencia, que olvidar ese principio y aquel fin es traicionar al Fundador.

—¿Qué principio y qué fin?

—Una ciudad se funda, como es lógico, en el Primer Principio de todo lo creado.

¡Mi coronel, es la única manera de que la ciudad se ajuste al orden ecuménico! Y a la urbe naciente se le asigna también un fin adecuado a su Principio Eterno, un fin que deberá cumplir en el transcurso de su existencia y que será el objeto propio de su vida como ciudad del hombre.

Aquella exposición dejó absortos al Intendente y al ordenanza Muñeira, que parecía saborear un refrito de Santiago. Tensos como una bordona y una prima, Barrantes y Barroso cambiaron otra mirada.

—Me pregunto —dijo un Barroso en perplejidad— si Megafón no ha robado esos fiambres oscurantistas en el museo Cluny de París. Y si, de pasada, no se trajo un cinturón de castidad ajustable a la esbeltez de la señora Patricia.

—Hijo, no exageremos la nota —lo reprendió Barrantes—. En rigor de justicia, Megafón es la fruta seca de un anacronismo.

El Autodidacto envolvió al dúo en una mirada iracunda:

—¡Bestias irónicas! —les gritó—. Si el centauro no esconde su panza de barril y si el jilguero sabe mostrar su volcánico upite (con perdón de su cara, mi coronel), sólo es para exhibir y confesar sus relatividades frente al Absoluto.

—¿Qué nos quiere decir? —le preguntó el Intendente.

—Que la panza del centauro y el upite del jilguero son dos actos de fe.

—¿Y qué tienen que ver con la fundación de Buenos Aires?

—Nos enseñan que la ciudad, en su olvido increíble del Absoluto, no muestra hoy ni una panza digna ni un culo sublime. ¿Y sabe por qué? Porque ha traicionado las consignas de su Fundador.

—Esta ciudad tuvo dos fundadores —le advirtió el coronel Proserpio—. ¿A cuál se refiere usted?

—La primera Buenos Aires —adujo Megafón— fue sólo el magro combustible de una fogata querandí. Me refiero al segundo Fundador, ¡a don Juan de Garay, teniente gobernador y capitán general de las provincias del Río de la Plata!

La voz enaltecida, el gesto grave y el ademán invocatorio con que Megafón acababa de nombrar al héroe conmovieron al asediado y a los asediantes de la Intendencia. Y a favor de aquel clima ideal, nadie pareció maravillarse de que, sin anuncio previo, el mismo Fundador nombrado, estatua de bronce o fantasmón de humo, se adelantase hacia ellos como si recién se apeara de su historia o de su pedestal vecino. Garay traía casco y peto de combate, jubón y altas botas con espuelas; y, sin embargo, se desplazaba en el salón del Intendente sin taconeos próceres ni bochinche de metales. Naturalmente, los primeros en reaccionar ante la figura ilustre que se les aproximaba fueron Barrantes y Barroso, dos númenes que sabían filtrarse por todas las junturas del misterio.

—¡Se ha fugado recién del manual de Grosso! —exclamó Barrantes en su delicia.

Y como invitara con el ademán a su hijo, los dos integrantes del dúo iniciaron en torno del Fundador un baile ceremonial, mientras cantaban a grito pelado:

Entre don Juan y don Pedro,

¡mi palomita!, fundaron esta ciudad,

¡y chau, vidita!

Frente a insolencia tan visible, don Juan de Garay desenvainó su tizona y trazó con ella un molinete sobre los danzarines que hicieron un cuerpo a tierra de la mejor factura.

—¡Errecondo! —tronó el Fundador—. ¿Ha muerto aquí la raza de los paladines y sólo queda la raza de los bufones? Alguien me ha nombrado recién: ¿quién ha sido?

—Mi capitán, yo fui —le dijo Megafón.

—¿Y por qué?

—Mi capitán, asómese vuesamerced a estas ventanas.

Convidado de piedra o anónima errante, así lo hizo el Fundador. Y sus ojos de vasco, azulmar o verdeselva, recorrieron la Plaza de Mayo en busca de un horizonte perdido.

—¿Qué corno de ciudad es ésta? —rezongó al fin.

—Mi capitán —le dijo Megafón—, es Buenos Aires, la ciudad que vuesamerced ha fundado.

—La que yo fundé aquí —protestó el vasco— se llamaba Ciudad de la Trinidad.

—Pater et Filio et Spiritu Sancto —gangueó el ordenanza Muñeira en su oxidado latín de monaguillo.

—Y puerto de Santa María de los Buenos Aires —añadió el Autodidacto—. ¡No hay que olvidar el puerto!

—¡Vaya puerto! —dijo el Fundador como en una reminiscencia enojosa—. ¡No cala el navegante ni dos pies de la altura del codillo! ¿Por qué le dieron a mi ciudad el nombre de mi puerto? ¿Y por qué mutilaron el nombre de mi puerto al escamotearle la glorificación de Nuestra Señora? ¡Buenos Aires! ¿A quién honran los aborígenes con ese nombre? ¿A un sistema de aire acondicionado?

—Mi capitán —adujo Megafón—, la idea evasiva del puerto ganó aquí una batalla. Y los habitantes de la ciudad, que debieron llamarse «trinitarios», ahora se llaman «porteños».

—¡Tales porteños —gritó el capitán— son unos hideputas ruines!

—Cachorro —dijo aquí Barrantes a su alumno—, a pesar de ser vasco, el fundador acaba de traducir su pensamiento en un castizo inobjetable. Me pregunto si no habrá leído a Góngora, entre arpas indias, junto al hermoso Paraná.

Con ojos irritados el Fundador miró a Barrantes y a su hijo:

—¡Literatos cobardes! —los apostrofó—. ¡Yo no escuché arpas indias junto al hermoso Paraná, sino el silbido de las flechas que me dieron muerte! ¡Saltimbanquis, mirad por mis ojos!

Los asediadores y el asediado, asomándose a los ojos del fundador, vieron un orbe de florestas enmarañadas y ríos en bruto; de cielos grandes que se abrían como flores monstruosas o estallaban como arcabuces en sus tormentas; de guerreros indios y exploradores de coraza y morrión. Vieron ojos de pumas y de timbúes acechando en la oscuridad; piraguas llenas de combatientes desnudos y sigilosos yacarés deslizándose a las aguas. Y vieron los párpados llorosos de Lucía Miranda en su cautiverio, y las jetas cobrizas de Mangoré y Siripo bramando de pasión como sementales, y la panza ripiosa del clérigo Del Barco Centenera, y el agudo perfil del señor Concolorcorvo.

—¡Oled ahora mi resuello! —dijo enseguida el Fundador.

Y como arrojara su aliento en el salón de la Intendencia, el asediado y los asediantes olieron fuertes emanaciones de Capricornio: aromas de vainillas y madreselvas, un olor de hojas dulces y taninos amargos, la caca fósil del chajá y el almizclado pis del yaguareté, catingas de guaraníes y sobaquinas de andaluces al sol.

—¡Arpas indias y hermoso Paraná! —gruñó el Fundador, volviendo a mirar con desdén a los integrantes del dúo.

—Mi capitán —lo exhortó el Autodidacto— sea indulgente con estas dos pobres criaturas. El Hacedor les ha dado una desvergüenza ofensivo-defensiva, como le dio garras al tigre, caparazón a la tortuga y orín al zorrino.

—¡Padre —lloró Barroso— me siento deshonrado hasta la quinta generación!

—La deshonra es el pan de los humildes —lo consoló Barrantes—. Hijo, sufre con dignidad y redondea tu bolita de estiércol: la cucaracha es un pez inteligente.

Pero el Fundador no entendía razones biológicas. En realidad el vasco estaba hecho una furia.

—¡Se ha embrollado aquí mi acta de fundación! —maldijo—. ¡Y mi ciudad está boyando a la deriva! ¿No hay entre ustedes algún responsable de cargo?

—Mi capitán —le dijo Megafón—, entre nosotros está el señor Intendente de Buenos Aires. —¿Un Corregidor?

—Algo por el estilo. A él le tocaría rendir cuentas del viejo intríngulis fundacional.

Blanco de todas las miradas, el Intendente se abatió en su ánimo:

—Señores —protestó—, soy un coronel retirado en ejercicio casual de la Intendencia. Y aunque pertenezco a la caballería, no estoy para esos trotes filosóficos. Entiendo que si el señor Fundador quiere iniciar una querella, deberá ocurrir al Contencioso Administrativo, por expediente iniciado en Mesa de Entradas con estampilla fiscal de cien pesos. Girando el expediente al Archivo General de la Nación, se obtendrá un informe técnico muy sesudo. Y si el acta fue adulterada no habrá otro responsable que el Tirano Depuesto.

Aquel ejercicio de prosa burocrática dejó absortos a los oyentes: el Fundador no había entendido ni jota; se anonadaba Megafón como ante una vieja fatalidad; Barrantes y Barroso reían in péctore como dos ángeles malos; y el ordenanza Muñeira no dibujó ni un rictus en su perfil rocoso de gárgola. No tardó el coronel Proserpio en advertir que había metido las de andar en aquel merengue indecible; y sus ojos buscaron los de Patricia Bell, la única, entre sus asediantes, que se mostraba entera.

—Sin embargo —dijo Patricia—, no todo se ha embarullado aquí desde la fundación. El escudo mismo de Buenos Aires retiene al menos una figura de la Trinidad: la paloma radiante del Espíritu Santo.

—¡Eso es verdad! —se alegró el coronel intendente, alentado por aquel refuerzo de artillería.

Y mostró al Fundador un estandarte con las armas de la ciudad que lucía en su despacho.

—Sí —admitió el Fundador—, la paloma figura muy a lo vivo; las naves del escudo parecen en buen estado de carena; pero el ancla muestra los dientes más de lo razonable, como si tocara fondo en una bajante de este río que se parece más a un charco.

—¡Y no es todo! —exultó el coronel Proserpio, agarrándose a la paloma como a una tabla de naufragio—. Si el señor Capitán mira otra vez la plaza, verá que mi gobierno, respetuoso del símbolo, conserva y defiende allí todo un palomar. Cierto es que la manutención de los animalitos, gracias al público, no le cuesta ni un centavo a la comuna. Pero —añadió con zozobras de ecónomo— esas aves ensucian las fachadas y los monumentos, y el erario municipal gasta una fortuna en su limpieza.

—¡Tata! —se inquietó Barroso—. ¿No hay cierta incompatibilidad entre un simbolismo y el furor laxante de las palomas?

—¡Nunca! —lo aleccionó Barrantes—. Para todo bicho que anda en sus pies o vuela en sus plumas hay un tiempo del símbolo y un tiempo de la cagada. Los trastes y los contrastes no alteran el orden legalmente constituido. ¡Pichón, arrímate al buen árbol y te soltará una pera!

Desde su ventanal y ajeno a las especulaciones del dúo, el Fundador estudiaba los vaivenes de la multitud que recorría la Plaza de Mayo entre palomas atoradas de maíz.

—¿Qué hacen abajo todos esos hombres? —inquirió—. ¿Qué piensan y qué dicen? ¿Cuáles podrían ser sus oficios y beneficios? Aunque no les veo las caras, tienen un aire general de trapisondistas.

—Yo le responderé al Capitán General —se ofreció Barrantes—. Conozco a esos hombres de abajo como si los hubiera parido uno a uno entre dos luces.

—¿Quién es aquí el responsable del Asedio? —lo amonestó el Autodidacto—. Yo soy quien ha de responder a la encuesta del señor Capitán.

—¿Y si le dieran una información a dos voces para tenor y para bajo? —propuso astutamente barroso.

—¿Un contrapunto? —dijo Megafón—. ¡Sea!

—No despreciaré la iniciativa de un hijo talentoso —aceptó Barrantes con la mirada húmeda.

Entonces los personajes del Asedio se ordenaron así: frente a las ventanas abiertas, el Fundador, una entelequia furiosa o un espectro vindicativo. A su derecha Megafón o el Autodidacto de Villa Crespo y el Oscuro de Flores, a cuya espalda se mantenía firme una Patricia Bell misteriosa de trastiendas filosofales. A la izquierda del Fundador, el dialéctico Barrantes, unido por un invisible cordón umbilical a su cúter ego, hermano siamés o hijo putativo, el dialéctico Barroso. Más atrás, el Intendente coronel Julio César Proserpio, aún desorientado y confundido como perro en cancha de bochas, y el ordenanza Muñeira, cuyo silencio venía prolongándose demasiado para un gallego libre y amenazaba desde ya con una futura y obvia guerra civil. Y Barrantes fue quien inició el contrapunto:

—Señor Capitán —dijo volviéndose al Fundador y mostrándole con el índice la Casa Rosada— en aquel extraño monumento que se parece a una mayonesa de

langostinos, concede a esta hora sus audiencias el general don Bruno González Cabezón, también llamado «el hijo del choricero», actual Presidente de la Nación por autocratismo ingenuo, usurpación de poder y oscuridad absoluta de mollera. ¡Señor Capitán, nos encontramos ante una especie folklórica del mejor cuño! Ahora bien, ¿a qué dedica esta mañana sus afanes nuestro caótico general? ¿«Piensa en Dios, en la Patria y en la Gloria», como decía el viejo don Olegario? El general don Bruno González Cabezón, también llamado «el hijo del choricero», recibe ahora, por su oreja derecha, un informe secreto sobre los generales benditos que lo apoyan todavía y sobre los generales malditos que buscan suplantarlo en el sillón de Rivadavia, todos presidenciables e igualmente folklóricos. Por su oreja izquierda está oyendo los informes de la policía, los gendarmes y los organismos de seguridad acerca de los apaleados y rebeldes justicialistas que acaban de recibir otra orden magnetofónica de su líder, acerca de los nacionalistas rabiosos que se agarran al chiripá de Juan Manuel, y acerca de los feroces marxistas que ocultan un mimeógrafo debajo de sus catreras. ¿Alguna inquietud en el General Presidente? ¡No! El General Presidente sonríe con optimismo: su ojo derecho se afirma en el Gran Oligarca y su ojo izquierdo en el Pentágono del Norte. ¡Bien! ¡Que pase ahora el señor embajador de los Estados Unidos!

—Eso no es del todo exacto —dijo aquí Megafón—. En realidad, la línea va desde el Pentágono del Norte al Gran Oligarca, y desde el Gran Oligarca se concentra en el General Presidente.

Y volviéndose al Fundador que no daba señales de digerir aquella geometría, el Autodidacto le advirtió:

—Mi Capitán, el orador Barrantes, con insidioso estilo panfletario, intenta denigrar en bloque a nuestra obnubilada organización castrense. Y lo hace como si ella, en su increíble cerrazón mental, fuese un caso irremediablemente perdido.

¿Aseguraría el orador que no hay entre nosotros algún soldado que quiere volver a empuñar el sable corvo de San Martín en lugar del garrote del vigilante? ¿Asegura él que nuestra gloriosa caballería motorizada continuará manejando los tanques hídricos de la represión burguesa?

—Lo que yo puedo asegurar —dijo Barrantes— es que el orador Megafón usa los rosados anteojos de la inocencia. En Villa Crespo lo llaman «el caído del catre». ¡Y va muerto si cree que la línea motriz de la nación acaba en el General Presidente! Señor Capitán —añadió, dirigiéndose al vizcaíno fundador y señalando por la ventana el Ministerio de Hacienda—, en aquel edificio abstracto se mueve a esta hora con extraña soltura el personaje donde confluye la línea motriz que arranca del Pentágono: es el Ministro de Economía doctor arquitecto Ramiro Salsamendi llamado también «el promotor de los inviernos» y «el verdugo de los estíos». Su horóscopo es tan enrevesado que, con la misma impavidez, vende al extranjero sus tortas de linaza o una provincia de nuestro envidiado territorio. Usa un dios al que clama sin amarlo, la Estabilidad Monetaria, y un demonio al que teme sin eludirlo, la Inflación. Tres veces ha muerto por la Patria, y ha resucitado tres veces con admirable frescura. Porque sus óptimas condiciones de flotabilidad lo convierten en un corcho absoluto.

—No y sí —desaprobó y aprobó el Autodidacto ante Barrantes que se había detenido como un pintor frente a un retrato en obra—. Mi Capitán, no negaré que Salsamendi el ministro sea un doctor flotante y un arquitecto de la nada. Pero tiene su «color local», amalgamado con algún cosmopolitismo de la mejor cepa oligárquica. En este instante, por ejemplo, acaba de recibir a los agentes del Fondo Monetario Internacional, a los contadores del Eximbank de Washington, a los socios del Club de París y a los prestamistas del Mongobank de Zurich. Salsamendi anotó ya las instrucciones foráneas y sabe al fin cómo resolver los problemas argentinos. Alborozado, recibe a los periodistas que zumban en sus antesalas. «¡Eureka!», les grita. «¡Se ha consolidado el Régimen! ¿Dónde han puesto las cámaras de televisión? Señores periodistas, la solución era infantil: desvalorizar la moneda indígena para vender más barato y comprar más caro. Esta ganga, naturalmente, nos costará un esfuerzo: veinte millones de argentinos deberán apretarse los cinturones y correr la liebre, para mostrar una silueta que le guste al Fondo Monetario Internacional. Tengo a la firma un acuerdo stand by que le arranqué a la USA con el sudor de mi trabajo.

¿En qué consiste, señor ministro? En lo siguiente: yo doy un yacimiento petrolífero, y me dan en cambio la bencina para mi encendedor». Ante los periodistas deslumbrados, el doctor arquitecto Ramiro Salsamendi concreta su doctrina. «Un verano argentino es igual a la suma exacta de quince inviernos rigurosos a pagar en dólares en el National Bank de Nueva York».

—¡Mi Capitán —dijo Barrantes extasiado—, esa visión climatérica de la economía es un lujo que sólo se da en estas graciosas latitudes!

—Conozco las gracias y desgracias de estas latitudes —repuso aquí el Fundador—. Y en esta ensalada indigerible de Salsamendis y Cabezones entiendo sólo que descastados y herejes gobiernan ahora esta tierra que yo amansé con el sudor de mis axilas y la sangre de mi costillar.

El Fundador o su ánima errante depuso aquí la tesitura del juez para entrar en la bronca del guerrero. Desde los ventanales tendió su puño a la multitud que abajo transitaba:

—¿Y esos idiotas no se dan cuenta? —gritó—. ¡Si es así, echadme a vuelo las campanas del Cabildo! ¡Tocad a botasillas! ¡Conciudadanos, a mí! ¡Encended las mechas de los arcabuses!

—¿Qué se intenta en mi despacho, un movimiento insurreccional? —se alarmó el coronel Intendente sin advertir los anacronismos en que incurría el Fundador.

—Mi Capitán —advirtió al héroe—, ese que vuesamerced arenga es un pueblo castigado, sumergido y negado hasta la desesperación.

Desde su ventana, y como buscando un asidero, el héroe miró la Catedral, se persignó devotamente y dijo:

—Si el poder temporal está en manos de traidores y mercachifles, ¿por qué no interviene la autoridad espiritual? Quiero ver al Cardenal Primado: ¡que me bendiga y me aclare ahora este bodrio!

—El Cardenal Primado no está visible —le anunció el contrapuntista Barrantes

—. A las ocho bendijo las polainas de los alféreces; a las diez estudió los planos de una iglesia de ladrillos que probablemente no habitará su Dios; y en este minuto, como académico de la historia, el señor Cardenal escribe una epístola suave contra la plaga del revisionismo.

—No culpo al señor Cardenal —dijo el contrapuntista Megafón—. Al fin y al cabo, falta más de una década para que se reúna el Concilio Vaticano Segundo. Pero ¡atención, mi Capitán! Vea usted a ese hombrecito ensotanado que ahora sale de la Curia: es el obispo «Frazada», llamado así por su extravagante inclinación a repartir cobijas entre los pobres. El señor Cardenal acaba de prohibirle todo acercamiento a los sindicatos; y el obispo «Frazada», con las orejas que le arden, vuelve a su diócesis de Avellaneda. Mi Capitán, en ese curita de medias moradas está germinando ya la encíclica Populorum progressio.

—¡Aleluya! —exclamó Patricia—. Christus vivit!

Sin embargo, el héroe no se mostró sensible a esas palabras de aliento. Por lo contrario, formuló entonces los «tres improperios» que guardaron los asediantes en sus memorias y que todavía se conservan en Flores por tradición oral. El primero fue lanzado en la ventana y frente a la multitud:

—¡Ciudad ingrata! —decía—. Te levanté sobre los tizones humeantes que dejó el andaluz, para que fueras una central de hombres y de virtudes. Te vestí de hierro y te calcé de bronce para la guerra. Y se te vio en adelante, ¡oh, virgen arisca!, reprimir al bárbaro, derrotar al inglés invasor y lanzar expediciones libertadoras a un mundo nuevo. ¿Y qué haces ahora, ¡oh, virgen degradada!, sino bailar el tango de tu derrota junto al río, y permitir que el extranjero te palmee las nalgas y manosee las tetas?

Con la intención de un mutis, el héroe se alejó de la ventana y se dirigió a la puerta del despacho. A medio andar, se volvió a los oyentes y les chantó el segundo improperio:

—Buenos Aires —dijo entre rabioso y elegiaco—, en tu mano izquierda puse la derecha del ángel, y en tu derecha el timón de un gracioso destino; en tu lengua el sabor de una libertad sin declamaciones y en tu riñón la pimienta de un orgullo sin alharacas. ¿Y cómo te veo ahora? ¡En la inercia de tu caída y en el cinismo de tu desesperación, entre ladrones de adentro y asaltantes de afuera que se comen tu parrillada, se beben tu vino y gozan a tus mujeres!

Reanudó su marcha, y ya junto a la puerta de salida enfrentó nuevamente a los del grupo:

—¡Ciudad prevaricadora! —rezongó en un tercer improperio—. Te perdono la estatua de veinte centavos que has erigido a mi memoria en la esquina de Rivadavia y Leandro Alem, ¡tú que dedicaste monumentos costosos a los zanahorias que te vendían o traicionaban! ¡Lo que no te perdono es que hayas olvidado mis estatutos y perdido mi brújula!

Dicho lo cual el vasco se arrancó el guante de la mano izquierda, lo arrojó a los oyentes e hizo un mutis fantasmal a través de la puerta cerrada. Megafón había recogido el guante. Y aunque los tres improperios del héroe, a juicio de todos, adolecían de cierto retintín literario y de una exageración muy visible, el asediado y los asediantes guardaron un silencio rico en sugestiones. Tras el mutis del Fundador parecía que la vulgaridad, el trajín cotidiano y la problemática insoluble de Buenos Aires regresaban al salón de la Intendencia por todas las aberturas. Y, naturalmente, habló entonces o reventó el ordenanza Muñeira, cargado como una bomba de tiempo, herido en sus rancias ortodoxias, fruto anacrónico de ya oxidados catecismos, vómito negro de un Ayer que todavía osaba declarar su nombre.

—Señor Intendente —dijo—, con paciencia cristiana escuché las blasfemias y sacrilegios que se han lanzado en las propias barbas de Usía. No soy un

«chupamedias», como dicen de mí los comunistas de la Banda Municipal. ¡Soy católico, apostólico, romano, y no puedo sufrir que se haga broma de su eminencia reverendísima el Cardenal Primado, ni del excelentísimo señor Presidente de la Nación, ni de sus excelencias los señores ministros! Lo que ocurre, señor Intendente Municipal, es que nos encontramos en Sodoma y Gomorra, y no en la ciudad fundada por el valiente marino español que, por ser vasco, no está lejos de Galicia y es tan paisano mío como Cristóbal Colón el que puso el huevo de punta, que no lo hace cualquiera. ¿Sabe Usía por qué llegó esta ciudad a sus desvergüenzas y pudriciones? Cualquiera que se asome a la Plaza de Mayo lo verá: es que los aborígenes, con ayuda de los franceses, han suprimido en su centro el «rollo» de las torturas, al norte la horca del verdugo y al sur el Santo Tribunal de la Inquisición. Si Usía devuelve a la plaza esos utensilios, ¡ya verá quién es Calleja! ¡Y no me salgan ahora con otros dibujos y arquitecturas!

Hostiles fueron las reacciones que la oratoria del ordenanza provocó en los asediantes; y mucho más cuando Muñeira subrayó sus palabras con un rictus cruel tallado en su jeta de monstruo antiguo.

—¡Dios de amor y Padre Celestial! —oró Patricia fervorosamente—. ¡No castigues al ordenanza con el rebenque de tu furor: castígalo con la risa de tu misericordia!

Pero Barrantes estaba herido en sus cuerdas más íntimas:

—¡La horca del verdugo! —dijo a su vez—. Esta ciudad se inició con un ahorcado, y todo el mundo sabe que la población hambrienta se lo comió hasta la cintura. La gran jodienda de las horcas es que sólo favorecen al canibalismo. ¡Chango

—exhortó a su hijo Barroso—, aprenderás esta lección gástrica de la Historia!

—Lo haré, tatita —contestó Barroso—. Pero me asalta una duda. ¿El ordenanza Muñeira no es aquel sacristán furtivo que se acercó una noche a la hoguera de Juana de Arco y asó en el rescoldo sus nueve sardinas de La Coruña?

—No fueron nueve, sino doce —le respondió Barrantes.

—¡Es un falso testimonio! —gritó Muñeira—. ¡Yo no como sardinas! ¡No son buenas para la castidad: tienen demasiado fósforo!

—Padre —insistió Barroso—, ¿el ordenanza Muñeira es un casto vocacional o un cornudo en potencia?

—Él es casto y cornudo a la vez —le explicó un Barrantes en equilibrio.

Viendo aquí el Autodidacto que Muñeira se disponía fieramente a continuar un entredicho sin duda interminable, decidió poner fin a las acciones. Recordó, por un lado, que la paciencia del Intendente no era infinita, y advirtió por el otro que el Palacio Municipal ya se llenaba de ruidos, pasos de gentes que se movían afuera, timbres y arranques de ascensores.

—¡Basta ya! —ordenó al dúo y a Muñeira. Y enfrentándose con el Intendente:

—Mi coronel —le anunció— el Asedio ha terminado. Buenos días y muchas gracias.

Con Megafón y Patricia Bell al frente, los asediadores caminaron hacia la puerta del salón. Y el coronel Julio César Proserpio los vio alejarse, anónimos e imprevisibles como habían llegado.

—¡Un momento! —los detuvo—. ¿Qué buscaban aquí? Sólo me han encajado una sarta de lugares comunes.

—¿Lugares comunes? —repuso Megafón, abriendo ya la puerta de salida.

—¡Todos los que vienen manejando los civiles contra el gobierno de la revolución!

Barrantes no disimuló su amargura:

—El señor Intendente ha insultado a los lugares comunes —dijo—. ¿Ignora él que los lugares comunes han fundado una útil democracia de la inteligencia?

—Lo que yo haría en lugar del señor Intendente —asintió Barroso— es expropiar los lugares comunes e instalar en ellos bancos de jardín, un mingitorio gratuito y en el centro la estatua del inmortal Perogrullo fundida en bronce.

Barrantes pareció arrobado:

—Señor Intendente —dijo, presentándole a Barroso—, ¡aquí tiene a un urbanista!

—¡Gracias papá! —se enterneció Barroso.

—¡Hijo, circula por tu derecha y no cambies de mano!

Los integrantes del dúo, Patricia Bell y el ordenanza Muñeira salieron del despacho. Y Megafón hacía ya su mutis cuando el Intendente lo retuvo aún.

—Oiga —le dijo—, usted se ha llevado el guante del Fundador. ¿Con qué objeto?

—Mi coronel —repuso el Autodidacto—, responderé a ese guante con Dos Batallas.

—¿Es usted un oficial retirado?

—No, mi coronel. Yo soy un «retirado» casi oficial. Y en la misma situación de retiro se hallan hoy veinte millones de compatriotas. Adiós, y gracias otra vez.

Desaparecidos los asediadores y cerrada la puerta, el coronel Intendente se vio solo en el gran despacho municipal. Sentado ahora en su decorativo sillón, meditaba la última sentencia del que aparentemente había comandado a los intrusos: ¿qué habría querido sugerir el hombre? No tuvo tiempo de alcanzar alguna luz, porque a su derecha se abrió el acceso que comunicaba el salón con las oficinas interiores y por él entró una hilera de amanuenses con los decretos para la firma. El coronel Julio César Proserpio (R. A.) tomó una estilográfica. Y en torno suyo comenzó a girar un planetario de caras muertas.


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RAPSODIA IV

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Es necesario a veces que las Musas arrastren sus chancletas en un patio y nos echen a la cara un puro aliento de cebollas. Torre de Megafón a mediodía, entre dos falsas almenas, y como al acecho Patricia Bell otea los alrededores con sus anteojos de teatro. Es la hora universal del almuerzo: «¡Dios misericordioso, haz que no le falten los alimentos a ninguna de tus criaturas!». Patricia Bell está en acecho y en oración: ¿curiosidad o ternura ontológica? Y desde abajo suben fuertes olores de carne a la parrilla, frituras en aceite y guisos de pescado con aromáticas especias.

—¡Himno al Mediodía! —ríe Megafón aspirando aquellas emanaciones de la bucólica humana—. Patricia, los arqueólogos buscan en la tierra cavada los rastros antiquísimos del hombre. ¿Y qué suelen hallar? Sí, algún templo en ruinas, o los escombros de una fortaleza, o los papiros de una tradición, o las esculturas obscenas de una ciudad castigada. Pero, sobre todo, encuentran residuos de cocina, fogones antediluvianos, hachas de cacería y anzuelos de pesca, ¡todo el instrumental de comer! Nada nos humaniza tanto como un almuerzo, ya sea frente a una costilla de mamut o ante un Chateaubriand lujosamente guarnecido.

Abandonando sus anteojos Patricia Bell recuerda que Megafón, a esa hora, sólo tiene algunos mates dulces entre pecho y espalda. Filosofa de hambre, naturalmente.

¡Gran Dios!, ¿habrá reunido ella todos los ingredientes de una pizza con anchoas? El tomate, la muzzarella, el orégano, las aceitunas y las anchoas en filetes. «Está todo», se tranquiliza en su alma. Pero Megafón le ordena con el ademán que no haga un solo movimiento: una golondrina se acaba de posar en la torre, casi junto a sus manos. Recién llegada, como las otras, desde un otoño a una primavera, tiene ya en el pico una brizna de paja con que tejer otro nido en otra ciudad y para otro amor. En absoluta inmovilidad, el Autodidacto y Patricia estudian los ojitos del ave, relucientes e inquietos, y adivinan el redoble de su pequeño corazón bajo la pluma que alisaron los vendavales del norte y mojaron los diluvios del trópico. Entonces el Autodidacto desborda su alma en lo que se llamará después «La Bendición de la Golondrina»:

—Yo te bendigo, criatura del aire —le dice—, porque, contra el frío y el calor, en el puño del huracán o en la mano abierta del agua, sostenés todavía y sostendrás con tus huesos esa forma que te asignó el Logos admirable y que al fin de cuentas es, como la mía, una posibilidad ontológica del Ser y una palabra del Verbo que dijo Él en su hora porque necesitaba decirla. ¡Bendigo tu corajuda fidelidad al Ser, y te juro que ni el propio Gengis Khan tuvo dos riñones y un hígado tan obstinados como los tuyos en el sostenimiento de esta gran ilusión separativa que nos envuelve a todos!

La bendición del Autodidacto ha concluido en un flatus vocis que asustó a la golondrina y dejó en el aire un castañeteo de alas huyentes. No era el hambre —se dice Patricia Bell—: la golondrina fue un trampolín más para otro de sus saltos metafísicos. ¡Que Dios me conserve a Megafón, y que nos haga morir juntos, ya sea en una catástrofe de avión o en el Juicio Final que al parecer no está lejos! ¿Y qué tendrá que ver el Gengis Khan, un mogol sin entrañas con la inocente golondrina?

—Lo asombroso —declara ella— es que consiga tener dos primaveras en un solo año. ¿Quién?, se pregunta Megafón. ¿De quién habla ella? Remontemos el monólogo interior de Patricia. ¡Ya caigo! Ella no salió aún de la golondrina.

—Si consigue dos primaveras y dos nidos en un solo año —le advierte Megafón

— es porque sabe derrotar al espacio y al tiempo con su movilidad. El movimiento es padre legítimo del suceder, y había en Grecia un tal Zenón que lo negaba.

Pero el Autodidacto de Villa Crespo, que al saltar desde la golondrina realizó ya una síntesis del viaje, de la primavera y del mundo, recorre la explanada con exaltación creciente:

—¡Patricia —le dice—, qué bien tejido está el velo de la Gran Ilusión! ¡Maya nos tiene agarrados en su chal precioso! ¿Y qué debemos hacer? Quedarnos allí y jugar lealmente nuestro papel en esta vistosa comedia. Patricia, nosotros no escribimos el libreto.

—Es una gran verdad —admite Patricia Bell.

—Pero ¡atención, muchacha! No te sobreactúes en el escenario hasta olvidar al Comediógrafo Divino. ¡Sería tragarse demasiado los piolines de Maya! El justo medio estaría en soñar y actuar en el sueño con toda la fuerza del alma, pero sin olvidar que uno está soñando.

—¡Difícil!

—Tremendamente fácil.

—No creo que lo haga la golondrina —se descorazona ella.

—¿Te has metido en el interior de una golondrina? —le pregunta él—. ¡Yo sí! —

¿Cuándo?

—Hace mucho, en una primavera de Amsterdam.

En aquel instante la pareja oye resonar el timbre de abajo. Desde la torre Megafón distingue a un visitante oscuro en la puerta del chalet.

—Es David el circuncidador —le dice a Patricia—. ¡Curioso! No lo esperaba hoy.

Y dirigiéndose al visitante, le grita desde sus alturas: —¡Entre David! ¡Ya bajamos!

En el comedor y de pie, vestido enteramente de negro y proyectando una dulce benignidad milenaria, David los espera ya. Y el gato Mandinga, un intuitivo, frota su lomo encorvado en las piernas del circuncidador. Sentados los tres a la mesa donde Megafón viene reuniendo el material de su futura «Invasión al Gran Oligarca», el visitante no disimula su inquietud.

—David —lo interroga el Oscuro—, ¿ha sucedido algo?

—Samuel Tesler desapareció anoche —le contesta él como bajo el peso de una culpa.

Y refiere con orden los acontecimientos: el filósofo villacrespino, desde su evasión y clausura, viene mostrando ante los ojos simplistas del circuncidador algunas facetas nada ortodoxas de su personalidad. Una noche apagó la cuarta vela del candelera de siete brazos.

—¿Dio alguna explicación inteligible? —le pregunta el Oscuro.

—Nada —contesta David—. Pero me dio a entender que yo no era digno de la cuarta vela. ¿Por qué?

Un interrogante milenario parecería traducirse ahora en ese «por qué» del circuncidador. Y el Oscuro de Flores entorna sus párpados entristecidos.

—Otro día —cuenta David— el señor Tesler me anunció que acababa de interpretar cabalísticamente una frase del Padre Nuestro.

—¿Cuál? —interroga Patricia.

—«Santificado sea tu Nombre».

—¿Adelantó algo de su descubrimiento? —inquiere Megafón.

—¡Ni una sola palabra! —se desalienta David—. Sólo me dijo que, cuando lo revelase, pondría de culo tanto a la Sinagoga como a la Iglesia Universal. Pero al otro día el señor Tesler dio un vuelco extraño: empezó a exigir abundantes costillas de cerdo y a emborracharse con un vino que consiguió al fiado en un bodegón de la calle Muñecas.

—David, ¿y usted qué hizo?

—Lo amenacé con la venganza de Jehová —se lamenta un David azorado.

—¿Y qué dijo él? —insistió Megafón.

—Algo que no entendí. Me advirtió que, habiendo cumplido su «fase apolínea», entraba él necesariamente en su «fase dionisíaca».

El Autodidacto suelta una risotada que a Mandinga no le gusta y que hace cavilar al circuncidador.

—¿Usted lo entiende? —interroga David esperanzado.

—A mi juicio —vuelve a reír Megafón— el filósofo ha vuelto a la montaña de Zaratustra. —¿Quién es Zaratustra?

—Un metafísico de la intemperie.

—Sí —memoriza David—, el señor Tesler nombró a un tal Zaratustra. Dijo que, como él, estaba lleno de una ciencia que debía comunicar urgentemente a los hombres.

—¿Algo más?

—Dijo que, al salir en misión, no se llevaría los piojos de Zaratustra sino más bien su águila montañesa.

En el cerebro del Autodidacto se hace la luz: el filósofo villacrespense ha retomado su vieja túnica de predicador ambulante. ¿Adónde habrá ido él para ejercitar su ministerio? Es urgente hallarlo, ¡no haga el demonio que Samuel Tesler vuelva con sus huesos a la panza de Leviatán y al «Salón de los Genios» donde lo lloran todavía un Mahatma Gandhi en la paz y un Napoleón en la guerra! Pero ¿dónde buscarlo? Megafón acude al expediente del filósofo en el cual se ordenan los datos de su biografía que le di yo mismo.

—¡Aquí está! —se alegra de súbito. Y lee—: «Samuel Tesler guardaba su ropa en el taller del fotógrafo, sus manuscritos en el cafetín del turco y su Biblia en el remolcador».

Sólo era una conjetura en aproximación de la verdad lo que había formulado el Oscuro de Flores ante un David sin culpa. Lo que Megafón ignoraba era que Samuel Tesler, a favor de la libertad, había concluido al fin su Teoría y Práctica de la Catástrofe. Sensible a la mala catadura de los tiempos, el filósofo se preguntó si no había llegado la hora de comunicar sus experiencias a los mulatos finales que aún se obstinaban en poblar este mundo según una locura demográfica del más feo pronóstico. Y llegó a las conclusiones que siguen: atento a la economía divina, se dijo que, antes del Juicio Final, era de rigor el advenimiento de un profeta que aleccionase a los mulatos finalistas. Haciendo un análisis de sus contemporáneos y mirándose largamente al espejo, el filósofo advirtió que nadie, como él, alzaba una estatura de profeta. En cuanto al estilo de su oratoria, decidió que no sería dramático, dada la ridiculez insanable de la humanidad presente, ni cómico, dada su insanable dramaticidad. Y aún le quedaba una duda sin resolución: ¿a quién predicar su Teoría y Práctica de la Catástrofe? No a los hombres de ciencia: ¡les faltaba una «dimensión» en sus computadoras! Antes de su cautiverio, en una tertulia y frente a señoras de una preciosidad increíble, un astrofísico irónico le había preguntado a Samuel cuál era su noción del planeta Tierra y de los terrícolas. El filósofo había respondido: «Este mundo es una bola, y nosotros unos boludos, geométricamente hablando». Tal suma de consideraciones y recuerdos fue la que lo indujo a buscar en las almas humildes el territorio de su predicación, como lo había hecho en su hora el Mesías con los pescadores de Galilea. Y aquel anochecer, al desertar la casa de David, tenía en mente al piloto José Coraggio y a los tripulantes del remolcador «Titán» donde guardaba él su Biblia cuando el mundo era joven.

El reencuentro de Samuel Tesler con el piloto Coraggio se produjo ya cerrada la noche y en la cubierta del remolcador que se estremecía según el pulso de sus motores. A la luz de un reflector, el filósofo y el marino se reconocieron, se alegraron de reconocerse y juraron asombrarse de verse tan jóvenes aún. Tras esas mutuas consolaciones, el filósofo buscó en torno suyo y preguntó si era dable saludar al foguista Balmaceda. Triste de ojos, el marino le reveló que el foguista Balmaceda no se contaba ya en la tripulación de este mundo, víctima de una sinusitis que resistió a los más fuertes antibióticos. Al oír tan infausta nueva Samuel Tesler entró en una congoja que sólo amainó cuando el filósofo leyó la palabra «Hércules» en uno de los salvavidas. Inquirió al punto si aún se hallaban en el viejo «Titán», o si el «Titán» había cambiado de nombre merced a la pasión mitológica de algún Director General de Puertos. Otra vez en zozobra, el piloto Coraggio le refirió que el «Titán», embestido por un carguero neerlandés, yacía en el fondo del Río de la Plata y a ocho pies de hondura. Entonces el filósofo, en una síntesis piadosa, oró sobre dos tumbas entrañables, la terrestre del foguista Balmaceda y la acuática del remolcador «Titán». Enseguida el «Hércules», abandonando su apostadero, navegó hacia la boca del canal donde aguardaría el arribo del paquebot «Lutetia».

Como los tripulantes del remolcador se ocupaban en la maniobra, Samuel Tesler quedó solo en la cubierta. Y entonces le pareció bogar entre dos caos: el de arriba, luciente y pavoroso de constelaciones australes, y el de abajo, donde las aguas del Plata se remecían en ondas negras como de petróleo crudo.

—¡Viator! —le declamó a la noche—. ¡Yo, un paseante del cosmos! Y sin embargo, el Perfecto es inmóvil.

Se dejaba llevar por su emoción de viajero, cuando a su derecha y acodado en la borda como él vislumbró el contorno de un hombre que parecía observarlo.

—¿Quién es usted? —le preguntó.

—Fernández —le contestó la sombra—, linotipista jubilado.

—¿Viaja de polizón en este destroyer? —insistió el filósofo.

—No, señor. Como usted, soy amigo del piloto Coraggio.

—¿Y qué hace usted aquí?

—Meditar —se atrevió a decir el exlinotipista.

Frente a una presunción tan descabellada, Samuel rió ad intra y ad extra.

—No lo tome a chacota —le dijo Fernández—. Me pasé treinta y ocho años componiendo bodrios en la linotipo y envenenándome con palabras ajenas. ¡Ahora escribo las mías!

—¿Una venganza?

—¡Una reivindicación!

—Compañero —le advirtió Samuel Tesler—, si nos dejáramos llevar por el odio, tendríamos veinte millones de poetas en la Argentina.

Aunque su intención era la de predicar esa noche a los humildes, el filósofo no desconoció la ventaja de tener entre sus oyentes a un intelectual baqueteado como sin duda lo era el exlinotipista Fernández. Y se alegró en su alma, sobre todo al comprobar que el «Hércules», llegado a la boca del canal, había detenido sus máquinas. «En adelante, y esperando al “Lutetia” —se dijo—, el remolcador se balanceará en la cuna del río, bajo las estrellas de Orión y en un silencio que me dejará oír el idioma del agua en la quilla. ¡Viejo Noé, un descendiente lejano te saluda esta noche! ¿Soltaré la paloma o el cuervo?». La tripulación, en un alto de su quehacer, ya se reunía junto al fuego de una hornalla sobre la cual el ayudante Berón, un correntino fluvial, había instalado la pava del mate y una gran parrilla negra. Y no bien todos estuvieron agrupados al calor de la hornalla, el piloto Coraggio se dirigió al filósofo, le alcanzó el primer mate y le dijo:

—Samuel, nos hemos enterado aquí de sus prisiones. ¿Fue la dictadura? Si quiere su Biblia, la tengo en mi camarote.

—José —le anunció el filósofo—, no he venido a pedirle mi Biblia sino a traérsela.

—¡Imposible! —se alarmó Coraggio—. La Biblia estuvo y está en mi camarote de popa. Samuel Tesler vació el mate de una sonora chupada, lo devolvió a Coraggio, y dirigiéndose a todos los tripulantes:

—Hermanos —les dijo—, estoy aquí para transmitirles mi Teoría y Práctica de la Catástrofe.

—Samuel, ¿qué catástrofe? —inquirió el piloto—. ¿Hay otra en puerta?

—¡El mundo es una catástrofe permanente! —se amargó el exlinotipista—.

Construcción, destrucción y reconstrucción: ¡ahí está la ley!

A la luz de la hornalla, Samuel estudió la jeta de Fernández y su color de antimonio.

—No hablaré de las pequeñas demoliciones terrestres —anunció—, sino del Gran Cataclismo que se avecina. Lo que no pude averiguar aún —confesó en su modestia

— es si ha de ser un cataclismo de media barba o un cataclismo con toda la barba.

—¿Cuál es la diferencia? —le preguntó el linotipista jubilado, un ser libre de asombros.

—Un cataclismo de media barba —le explicó Samuel— es el que, al abatirse contra una humanidad, no le hace perder sin embargo la memoria de su anterior existencia. Por ejemplo, la Invasión de Atila. Y un cataclismo con toda la barba es el que destruye a una humanidad hasta el punto de que los sobrevivientes olvidan lo pasado y cortan así el hilo de su continuidad histórica. Por ejemplo, el Diluvio de Noé.

Samuel Tesler escudriñó el rostro de los tripulantes, advirtió que no entendían un corno y bendijo en su corazón tanta inocencia, más aun cuando vio al ayudante correntino instalar en la parrilla generosas tiras de asado y sartas de chorizos criollos. Pero Fernández rumiaba con disgusto la sismología de barbero que acababa de soltarles el filósofo villacrespense:

—De media barba o de barba entera —le dijo—, ¿cómo sabe usted que nos encontramos en vísperas de una catástrofe?

—No se trata de «saber» la catástrofe —repuso Tesler—: ¡hay que «presentirla»!

—¿Y usted la presiente?

Aquí el filósofo pareció trastabillar en su alma, como recordando viejos terrores.

¡El amenazante Sahib! «Como ladrón nocturno volveré y te sorprenderé». O la estúpida balada que viene zumbándole por las noches: «Estábamos metidos en un rock and mil infernal».

—Hermanos —dijo a los tripulantes—, vean ustedes este mundo, aquí mismo y ahora. ¡Qué sólido parece!, ¿no es verdad? ¡Como si los átomos que lo integran se aprestasen cada vez más en la construcción y sostenimiento de sus formas! Y sin

embargo, durante las noches que no duermo (¡son casi todas!), me asalta la sensación terrible de que algo se afloja en tanta dureza o viene aflojándose irremediablemente no sé desde cuándo. Es como si las formas del mundo entraran en una tremenda fatiga existencial que las empujase a la disolución y al caos de que nacieron.

¿Entienden? ¡Entiendan, hombres!

El filósofo y su grito se habían levantado a la vez. «Estábamos metidos en un rock and roll infernal: trompeta, saxofón, batería y contrabajo».

—Estoy en mi cama —prosiguió Samuel—, y siento de pronto que los metales, los ladrillos y las maderas están ablandándose a mi alrededor, encima y abajo. ¡Se agrieta el techo, se resquebrajan las paredes y oscila el piso: toda la casa está por derrumbarse! Abandono corriendo mi habitación, salgo a las calles y veo que los monoblocs ya se tambalean como borrachos antes de caer. Miro al cielo y busco las metáforas del Apocalipsis: ¡no, las estrellas no se desprenden arriba como los higos de una higuera! ¡Suena demasiado hermoso! Lo que veo en lo alto son explosiones de la materia cósmica y una pulverización de átomos radiactivos. ¡Hermanos, la poesía también ha muerto!

Samuel Tesler calló en una muda síntesis de su pánico. «Saxofón, trompeta, batería y contrabajo en un cuarteto infernal y en un rock and roll de fantasmales demonios: el negro del contrabajo tiene los dedos como salchichas pellizcando las cuerdas broncas del instrumento». Los tripulantes del remolcador estudiaban con inquietud el cielo y el río.

—¡Pero no es verdad! —objetó el exlinotipista Fernández tranquilizado.

—No es verdad «todavía» —lo corrigió el filósofo—. Son dos estados anteriores: antes del fin ha de sentirse la «peligrosidad del tiempo», y enseguida la «premonición del cataclismo». Los que no lo hagan se verán sorprendidos por el Gran Pescador que volverá del oriente. Y verán entonces cómo el Gran Pescador se ha convertido en el Gran Segador. ¡Amén!

Era visible que nadie lo creía. Pero la duda se insinuaba en los tripulantes cuyos oídos atentos parecían temer ahora en las vibraciones del «Hércules» alguna posible y catastrófica disolución de la materia.

—¿Y por qué? —dijo al fin el piloto Coraggio.

—¿Por qué? —rezongaron los tripulantes.

Una balada estúpida —reflexionó Samuel—. «Estábamos metidos en un rock and roll infernal, en un baile de gárgolas que se retorcían al son de un cuarteto fantasmagórico». Trompeta, saxofón, contrabajo y tambores: dedos como salchichas pellizcaban las cuerdas broncas del contrabajo. Por lo cual no vimos al profeta ni escuchamos las trompeterías del cielo. Entonces la ciudad y el mundo se incendiaron como un libro lleno de imágenes. Porque de la Catedral sólo habíamos quedado las gárgolas. Después el silencio, como si se hubiera suicidado la música.

—¡Díganos por qué! —se indignó el exlinotipista como un ángel rebelde.

—Buena pregunta —reconoció el filósofo—: me la hice yo mismo cuando trataba de aclarar mis tenebrosas «motivaciones». Luego descubrí, ¡Fiat lux!, que tales motivaciones no eran mías en realidad sino del Otro. Entonces maté a mi psicoanalista de un solo escobazo.

—¡El Otro!

—¿Quién es el Otro?

Samuel Tesler vaciló aquí en una mezcla de angustia y repugnancia, la que solía embargarlo antes de tomar por los cuernos al toro metafísico.

—¿Hay entre ustedes —preguntó— alguno que todavía sepa trazar el signo de la cruz en su carne bautizada?

—Yo —dijo el ayudante Berón desde la parrilla y entre los vapores que acababan de levantar sus chorros de salmuera en los asados.

—¡Trácelo, ayudante! —lo alentó Samuel.

Y el correntino, llevándose a la frente su derecha nudosa, recitó:

—«En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

—Ahí está el Otro —dijo Samuel—. ¡Y atención, marineros! Cuando ese noble correntino (lo descubrí en su tonada) nombró al Padre con la mano en la frente, lo nombró en la parte más excelsa del hombre, vale decir en su región intelectual y en la zona debida. Porque, nombrando al Padre, nombró al Ser Absoluto, a su divino intelecto y a la suma de sus posibilidades ontológicas en estado de «no manifestación». ¿Entienden?

—¡No entendemos un pito! —corearon los hombres de cabotaje.

—¡Que Dios los bendiga! —se enterneció el filósofo villacrespense—. Ahora bien, para que las posibilidades ontológicas del Padre se manifiesten, es necesario que su Verbo interior, el Hijo, las «pronuncie» distintamente y las haga descender a los planos existenciales donde se han de manifestar. Por eso el ayudante Berón, al nombrar al Hijo, ha trazado una vertical en descenso desde su frente hasta su ombligo, atravesando todos los plexos horizontales de su humanidad, que corresponden a los distintos mundos o planos de la manifestación divina. La obra estará consumada no bien el Espíritu Santo, en movimiento generativo, la desarrolle según la horizontal de la «expansión». Y ya vieron cómo el hijo de Corrientes, al nombrar al Espíritu Santo, trazó una horizontal que fue desde su hombro izquierdo hasta su hombro derecho. ¡La Creación ya está concluida! El mundo existe, yo existo, ustedes existen: ¡aleluya! ¿Está claro ahora?

—¡Como la tinta! —rezongó el piloto.

—¿El ayudante Berón ha creado este mundo? —gruñó el exlinotipista.

—Sí, lo ha hecho —aseguró Tesler—. Veamos ahora cómo lo destruye. No creerán hermanos, que el Padre de Arriba edificó este mundo para que ustedes gocen de un sano esparcimiento. Lo edificó para manifestarse a Sí mismo: una necesidad enteramente divina. Y lo ha edificado para su glorificación.

—¡Un arquitecto loco de vanidad! —se lamentó el exlinotipista Fernández—.

¿Por qué se ha de glorificar a sí mismo?

—Porque, fuera de Todo, no hay nadie a quien glorificar —le dijo Tesler—. Y no crea, hermano, que la glorificación se reduce a una quema de perfumes baratos en la nariz del Arquitecto.

—¿Y en qué consiste?

—La glorificación se da cuando el mundo tiene conciencia de su «relatividad» frente al Absoluto, conoce a su Arquitecto, lo bendice y alaba. El Arquitecto tiene conciencia de su obra y la obra tiene conciencia de su Arquitecto: sólo así el mundo es una criatura «real» en equilibrio y duración. Si pierde la conciencia de su Arquitecto y olvida su función glorificadora, el mundo no tarda en reducirse a una «fantasmagoría» de átomos que tenderá fatalmente a su disolución por falta de objetivos reales. Entonces los que no han perdido ni olvidado la noción del Arquitecto sentirán la inminencia de la catástrofe y su necesidad tan ineludible como el acto mismo de la Creación.

En el duro silencio de sus auditores el filósofo adivinó con delicia un despunte de aquel terror tan necesario a una buena catarsis. Y distinguió a la vez una excepción a la regla del pánico en el ayudante Berón, el cual seguía removiendo tranquilamente su parrillada sin recordar que sobre su materia folklórica se acababa de construir y destruir un mundo. Fue desde aquel instante que Samuel, en prueba de admiración, dispuso que su Teoría y Práctica de la Catástrofe se llamara también la Cosmogonía del correntino, tal como se la conoce ahora en los centros iniciáticos y pseudoiniciáticos de Buenos Aires. Con todo, el exlinotipista Fernández, un hombre de letras, insistió en el asunto:

—¿Cómo se haría esa catástrofe? —dijo—. ¿Por el agua, el fuego, el aire o la congelación?

—Hermano —le respondió Tesler—, la catástrofe no será ni una ópera wagneriana ni una serial televisiva. El mecanismo de la destrucción ha de ser tan simple como el de la creación.

—¡Dígalo usted! —lo desafió el exlinotipista.

—Samuel, hable —lo alentó el piloto Coraggio.

—Voy a tomar el caso extremo —decidió el filósofo— la destrucción total de un mundo que ya tiene objeto. Si el mundo es una construcción de átomos que realizan las ideas ontológicas del Arquitecto y se mantienen en cohesión por un acto de la voluntad creadora, bastaría con que el Arquitecto suspendiese su acto de voluntad para que la cohesión aflojara, se dispersasen los átomos y el mundo volviera instantáneamente a su «no manifestación» inicial.

—¡Oscuro! —protestó Fernández.

—Muy claro —le replicó Samuel.

Y encarándose resueltamente con el linotipista le dijo:

—Supongamos que fuese usted el Gran Arquitecto y que el mundo a crearse fuera «la rosa». ¿No guarda usted en su archivo interior una idea cabal de «la rosa»?

—Hombre, sí —admitió él.

—¡Saque la idea del archivo y construya la rosa en su mente!

—La estoy construyendo.

—¿Su forma, su tamaño, su color, su perfume?

—Todo —aseguró el exlinotipista en concentración mental.

—¡La rosa o el mundo está creado! —se regocijó Samuel—. Ahora, por un acto de su voluntad, ¡mantenga firme la rosa en su mente!

—¡La estoy manteniendo!

En este punto crítico el filósofo administró a Fernández una sonora bofetada.

—¿Qué ha hecho usted? —se indignó el exlinotipista ya en trance de pelea.

—¡Un momento! —lo contuvo Samuel—. ¿Dónde está la rosa?

—¡Está en la madre que lo parió! —dijo el exlinotipista rabioso.

—Ya lo ve —repuso Tesler—. No bien su mente y su voluntad se distrajeron de la rosa, la rosa o el mundo volvió a la nada.

—¡No tenía por qué abofetear al Gran Arquitecto! —rezongó Fernández aún metido en su función demiúrgica.

—Hermanos —recapituló Samuel volviéndose a los tripulantes absortos—, el Gran Arquitecto actualiza y desactualiza los mundos como jugando. Pero no crean que tanta facilidad los excluye de un cataclismo. La desintegración atómica libera temperaturas increíbles: hermanos, a mi entender, este mundo será destruido por el fuego.

—Samuel, ¿y cuándo? —lo interrogó el piloto.

—¿Cuándo? —repitieron los tripulantes del «Hércules».

—No todavía —les aseguró Samuel.

—¿Falta mucho?

—«Un tiempo, dos tiempos y la mitad de un tiempo» —contestó el filósofo arropado en su enigma.

Entonces ocurrió lo hermoso. El ayudante Berón, ahumado y fragante de asaduras, dejó escuchar su alegre tonada correntina:

—Señores —dijo—, con licencia del profesor y si todavía nos queda tiempo, ¡a la carga! Los asados está listos.

¡Gran Dios, era la hora de la verdad! ¿Y qué nos venían a nosotros con el fin del mundo y su cohetería de reventaduras atómicas? Cuchillo y tenedor en mano, el filósofo y sus oyentes en plena catarsis avanzaron hasta la parrilla y la despojaron de sus frutas carnosas. ¡Y para qué te cuento, muchacha! Las dentaduras entraron en actividad: cortaban los incisivos, desgarraban los caninos y trituraban los molares.

¡Pobres idiotas, el mundo recién empieza! Hubo un alegrón unánime cuando el piloto llenó los vasos con el tintillo de la costa y su picante sabor a uva chinche.

¡Salud, hermanos! Con la boca grasienta y los ojos que le chispeaban, Samuel Tesler admiró a esos hombres en solidez y tan ajenos a los fenómenos nucleares. «Padre —oró en su alma—, ¿cómo dejarías caer en ellos la mano de tu rigor y no la de tu misericordia?». Y lagrimeó de ternura sobre medio chorizo ensartado en su tenedor.

El Informe a dos Voces (para tenor y bajo) que Megafón y Barrantes dieron en el despacho del Intendente al fundador de la ciudad sugería tres operaciones fatales en la gesta del Autodidacto. Si no la más difícil en su logística, la Invasión al Gran Oligarca era la más dura en el terreno siempre fangoso de la sentimentalidad; y Megafón, al concluir los planes de la escaramuza, entró en una piadosa melancolía.

¿Qué alma sensible cruzará un pantano, a lo salvaje, sin bendecir la flor de loto (no existen en la pampa) que brotó de la ciénaga, ni respetar los dos huevos que un chajá del sur confió a la pestilencia de las aguas? Megafón se decía: «Soy un guerrero y no un bárbaro». Hay una economía de la guerra y una balanza que no debe ser tramposa ni en el más ni en el menos. Tales cuidados presidieron la elección de los invasores. Desde luego, no entrarían en el equipo ni el dúo Barrantes y Barroso, con el que se hubiese corrido el riesgo de profanar la materia, ni Samuel Tesler el filósofo, tan dado a lanzarse por las ramas flexibles de la metafísica. Por otra parte, visto el desmoronamiento final del Gran Oligarca que lo inducía en pánicos terribles, lo que se necesitaba era un equipo invasor de pocas unidades combativas y muy ejercitadas en el uso táctico de la prudencia. Tras numerosas tachaduras y substituciones, el equipo fue integrado así: Megafón, como líder absoluto; Patricia Bell, cuya intervención se juzgaba útil dado el carácter poético de la invasión que también era un Viaje a la Elegía; Dardo Cifuentes, el «revisionista», capaz de hallarle pulgas malvadas al caballo de bronce de cualquier general histórico; y yo mismo, asesor y cronista de las Dos Batallas paralelas. Cuando el Oscuro me anunció que yo figuraría entre los invasores, protesté recordándole que mi papel en su gesta sería el de un «motor inmóvil» e invisible. Me respondió con dos versos de mi «Eutanasia»: Yo fui siempre un vigía de las transmutaciones, / de lo que ya no es Alfa ni es todavía Omega, los cuales, a su entender, me declaraban un perito en muertes y renacimientos del todo necesario a la formidable agonía en que hallaríamos al Gran Oligarca.

Pero ¿quién era el Gran Oligarca de la invasión? No bien el Autodidacto me dijo su nombre, una cuerda sensible de mi ayer comenzó a vibrar tiernamente: ¡don Martín Igarzábal! En el chalet de Flores, con el gato Mandinga sobre mis pies, evoqué la figura de don Martín en la estancia «Los Ñandúes». ¡Caballos y jinetes memorables! Yo tenía dieciséis años y estaba descubriendo a la Patria en su hermosura ontológica o en su «cono de luz». No sabía entonces que la Patria tenía igualmente un «cono de sombra», ni que don Martín ya entraba con ella en otro de sus crepúsculos ineluctables.

—¿Por qué ha elegido usted a Martín Igarzábal? —le pregunté a Megafón sin ocultarle mis recuerdos.

—Los Igarzábal —me respondió él— ofrecen un linaje más directo y significativo.

—Don Martín —calculé yo— ha de ser a estas horas un octogenario. ¿Dónde lo abordaremos?

Entre los papeles de una carpeta el Autodidacto buscó y halló un croquis elemental que puso ante mis ojos.

—Ésta es la quinta de los Igarzábal en San Isidro —explicó—. Aquí está la casona, réplica de la que levantó el coronel Tiburcio Igarzábal en los campos del sur al terminar la conquista del desierto. Sus ventanales dan al Río de la Plata; y en el gran salón, entre piezas de museo y retratos familiares, don Martín Igarzábal es otro mueble que sus herederos entregan hoy a la soledad. Esta invasión se ha de hacer un domingo y en las últimas horas de la tarde. La línea 16 de ómnibus nos dejará en esta parada: subiremos a través de este parque hasta el acceso de la casona, donde ya estará el pampa Casiano III.

—¿Quién es el pampa Casiano III? —inquirí yo.

—Una mezcla de valet, cocinero y secretario, la única persona que atiende a don Martín en su abandono. El pampa es hijo de Casiano II y nieto de Casiano I, de la tribu de Namuncurá, prenda india que también le ganó al desierto el coronel Tiburcio Igarzábal. Tan viejo como don Martín, el último pampa del linaje, al que le unté la mano, ha de introducirnos en la mansión como turistas o historiadores.

Y un domingo de noviembre, avanzada la tarde, Megafón, Patricia Bell, Cifuentes y yo entrábamos en la quinta de San Isidro y nos adelantábamos entre arboledas y matorrales que defendían su mansión de los ojos indiscretos y los pasos invasores. Recién abandonábamos un ómnibus de la línea 16 con su cargamento de burgueses dominicales, y ya el color antiguo de las frondas y el coro inmemorial de los gorriones parecían ubicarnos fuera del tiempo real que nos empujaba desde Buenos Aires. En el portal histórico de la residencia, el pampa Casiano, recto aún como un lanzón de su tribu, ya nos aguardaba con el aire impersonal y útil de un guía de museo.

—Por aquí, señores —nos invitó—. La puerta es de cedro y la ferronnerie del más puro estilo colonial.

¡Diablo con el pampa! Sí, había dicho el vocablo francés con la prosódica justeza de monsieur Boileau. Desde el frío zaguán el valet nos condujo a un patio de rosas, y desde allí al gran salón de la casa hundido ya en la penumbra del atardecer. Era una luz caótica en la que nuestros ojos individualizaron las lunas de los espejos y el brillo de las armas: enseguida el volumen de los muebles agobiados como animales de caoba; y al fin las caras inertes de los retratos, el oro de sus uniformes y la blancura de los encajes que algún pintor anónimo había detallado en la ropa de las damas. El historiador Cifuentes inspeccionó las reliquias de la sala con su aguda nariz en revisionismo; Patricia Bell admiró los peinetones coloniales de una vidriera; estudió el Autodidacto un viejo sable de caballería; y me detuve yo ante la firma del general Soler estampada en un rugoso documento. A decir verdad, y según nos confesamos después, lo que a todos nos embargaba era la tristeza de un «vacío existencial» que residía en el salón y bostezaban sus objetos, «como si algo allí —me dije— hubiera detenido su continuidad histórica en una suerte de rotura». Entonces, al buscar un hálito de vida en aquel recinto, descubrí algunas brasas que ardían en su chimenea, un sillón instalado frente a las brasas y el desmoronamiento de un hombre que yacía en el sillón.

—¿Es don Martín? —le pregunté a Casiano III.

—Don Martín Igarzábal —recitó el indio—. El sillón es de Jacaranda y perteneció al coronel Mansilla.

—¿Duerme?

—¡Quién sabe! Los turistas no lo incomodan. Señores, la chimenea es del Renacimiento italiano y fue comprada en un remate de Florencia.

Me acerqué al sillón de Jacaranda y observé al octogenario que dormía o no con los ojos abiertos:

—Don Martín —le dije—, ¿me reconoce? Soy aquel sobrino porteño del irlandés Cowley que dirigía su cabaña de shorthorns en «Los Ñandúes».

—¿Hace mucho? —ronroneó él.

—Una cuarentena de años.

Don Martín escudriñó mi semblante, como desde brumosas lejanías; y me tendió luego una mano convencional, huesuda y a la vez fláccida como un fragmento de anatomía en descomposición. Aquella mañana de «Los Ñandúes», al serte yo presentado, me alargaste, no la mano entera de un hombre que se tiende a otro hombre, sino tu índice rígido y solitario de magnate. Yo era un adolescente poeta y me negué a recibir tu dedo: si aquella pampa del sur era tuya en lo físico, ya era mía en lo poético y en lo metafísico; y es un amo absoluto el que posee las cosas en sus esencias. Me asisten aún razones de perplejidad y no de resentimiento.

—Ya caigo —pareció memorizar don Martín—. ¿No era yo entonces Director General de los ferrocarriles ingleses?

—No lo sé —le respondí—. Entonces yo estudiaba las formas del sur y componía versos a lo Hugo.

A través de sus neblinas interiores, don Martín recordó y tradujo un despunte de alarma retrospectiva:

—Sí —gruñó—, el mozo que jineteaba un lobuno del irlandés Cowley y me leyó un poema subversivo.

—¿Subversivo?

—¡Ahí empezaba el mal!

Y me lo censuraste frente al tío Cowley que se azoraba porque sólo entendía de vacunos perfeccionados en la llanura. «Los hijos del extranjero no deben escribir: se les infla la cabeza de humos revolucionarios». ¡Y así anda el país con esos anarquistas! Humos revolucionarios en la nariz de un poeta niño que ya olió una triste iniquidad de tu pampa. Laureano Reinafé se cortó un brazo en tu trilladora: lo mandas curar con un chorro de acaroína y unos jirones de arpillera sucia; luego lo borras de tu libro como un número inútil. Don Martín, en tu museo no figura el brazo perdido de Reinafé; pero yo vi entonces que cien vidalitas folklóricas no alcanzaban a borrar la tristeza de un manco y de su muñón. ¿Estoy furioso? No me asisten razones de furia sino de piedad. Y el domador Liberato Farías no ha de cumplir tu orden: él no se casará con una mujer ajena y embarazada ya de un hijo que no es suyo. Lo has desterrado y lo empujas al horizonte del sur. A Liberato Farías / buen domador lo llamaron / porque no usaba la espuela / sino con los reservados.

Y veo cómo el domador se va con el caballo que monta y otro en la punta de su cabestro. Se aleja, ya no está: se lo ha comido un horizonte. ¡Liberato Farías, yo escribí tu epitafio en el cementerio de Maipú, donde aguardan su juicio final tantas muertes de la llanura!

Y mis razones no están en el resentimiento sino en la melancolía.

Megafón, Patricia Bell y Cifuentes ya se habían acercado a nosotros y nos rodeaban.

—Señores —quiso retenerlos aún el pampa Casiano—, la vajilla es de Sévres y está sellada por esa ilustre manufactura.

—Oiga, don Martín —le dije al viejo—, ¿qué mal se iniciaba entonces?

—Los trajimos para que trabajasen las tierras y levantaran las industrias — rezongó él—. Desde los balcones de la Casa de Gobierno, el Ministro y yo los estudiábamos: desembarcaban a borbotones de aquellos buques roñosos. ¿Y qué hicieron al fin?

—Levantar las industrias y cultivar las tierras.

E con la pipa in bocea e zapatilla in mano, e trionfa la linyera que se va per Santa Fe. Los vi sudar al sol, mojarse bajo los diluvios, llorar sus desgajamientos y cantar en sus posibles resurrecciones. «Llegan como el otoño, / repletos de semilla, / vestidos de hoja muerta». Los vi en la rotura de sus idiomas y en el patético sainete de sus adaptaciones.

—¡Sus hijos alzaron banderas revolucionarias! —insistió don Martín.

—¿Se refiere a las mías? —le dije.

—¡Usted lo sabe!

Yo era un niño poeta, y frente al tío Cowley me declamaste la consigna: «¡Dios, Patria y Hogar!». Dios (y no creías en Él); Patria (y la vendiste a los ingleses); Hogar (y has traicionado el tuyo por los ajenos). El tío Cowley se alarmó: en su cabeza roja sólo cabía un toro bello como un pedazo de arquitectura.

Intervino aquí el revisionista Cifuentes:

—Un momento, señores —nos rogó—. ¿No podríamos ordenar este análisis?

—¿Quién es usted? —le preguntó don Martín.

—Un historiador.

—¡La Historia está conmigo! —se alegró el octogenario incorporándose a medias en el sillón.

—La Historia es una mula ecuánime —le advirtió Cifuentes—: o atraviesa los Andes con una vanguardia o patea sin asco a una retaguardia que se durmió a la sombra de los laureles.

—¿Qué laureles? —refunfuñó el viejo.

—Los que «supimos conseguir».

—Señoras y señores —recitó el pampa Casiano III—, ¿no sería mejor que admirasen ustedes estos abanicos románticos? En uno podrán leer una estrofa manuscrita del gran Lamartine. Todo comprado y autentificado en el «Hotel Drouot» de París.

Sin escuchar al indio, el historiador Cifuentes, encarándose con el viejo, lo abordó como quien entra en una consulta de folios apolillados:

—Don Martín —le dijo—, ¿por qué se aferra usted a la Historia?

—¡Los Igarzábal hemos construido este país! —chilló el octogenario—. ¡Un imperio que se nos robó y que ahora se nos discute! Yo le dije al Ministro, desde los balcones de la Casa de Gobierno: «¡Esa invasión nos destruirá!».

En su sillón y frente a la chimenea don Martín resucitaba, como aflojando sus resecos vendajes de momia. Entre las resquebrajaduras de su cascarón iban manando pretéritas altiveces, orgullos irritables, increíbles ablandamientos, oblicuas de traición e histerias de pánico. Y los espectadores de su resurrección vimos concretarse una «figura» en aquella síntesis de contradictorios elementos: la del Gran Oligarca.

—Sí, es el Gran Oligarca —dijo Megafón certificando su autenticidad.

—Don Martín —lo interrogó Cifuentes—, ¿en qué basaría usted su derecho? ¿En la Pseudohistoria, en la Parahistoria o en la Metahistoria?

—¡En los retratos! —exclamó don Martín—. ¡Ellos hablan y gritan! Y volviéndose al pampa Casiano III:

—¡Indio —le ordenó—, encendé las luces!

En la penumbra del salón que había intensificado ya un anochecer triunfante, cierta lamparilla oculta iluminó un gran retrato al óleo, el primero de una serie cuyos rostros fantasmales borroneaba la oscuridad.

—Es Narciso Igarzábal, general de la Independencia —lo anunció don Martín.

—Un óleo de Prilidiano Pueyrredón —intervino el pampa—. La firma está en el ángulo inferior derecho.

—¡Indio, cállate! —lo silenció el Gran Oligarca.

Observamos la noble figura del general, su rostro patilludo y febril de consignas heroicas.

—El cruce de los Andes —murmuró Cifuentes—, la cuesta de Chacabuco.

—Maipú —añadió el Gran Oligarca—, el Callao y Lima. Victoria tras victoria.

Entonces el vacío existencial en que se definía el gran salón museo de los Igarzábal pareció llenarse con la muerta sonoridad que nos restituía el tiempo y los semblantes abolidos que nos reintegraba el espacio. ¿Quién habló allí? ¿El historiador Cifuentes, el viejo don Martín acostado en sus maderas o el general Narciso Igarzábal asomándose desde su eternidad a ese museo de cosas perimidas? «Todo está en silencio, / y el silencio responde con su voz de agua muerta». Si un ejército cruza una montaña, el soldado se hace de piedra y la piedra se humaniza. El Gran Capitán ha mirado al Oeste, y se desvela en su almohada de plumas y secretos. Porque la libertad es como el sol: nace al Este y se pone al Oeste. ¿Clarines en el Plumerillo? Sí, es muy raro este viento que llena los clarines y nos empuja más allá en una dispersión del coraje y la semilla. ¿Quién está forjando a martillo los dos riñones de la Patria?

¿Quién la vistió y calzó para la guerra? El Gran Capitán ha mirado al Oeste; y Narciso Igarzábal, en la mano de un viento, estudia ya los pasos de la cordillera. ¡Los cruzará, los cruzaremos! ¡Descenderá y descenderemos la pendiente, contra un horizonte de sables y hacia el mar! Si la Patria es un acto de hoy, es también una criatura del futuro y un itinerario que se traza para enamorar al tiempo. El Gran Capitán lo sabe: por eso cada uno de sus gestos es una consigna y cada uno de sus dolores un mandato irrevocable. Narciso Igarzábal, el general, ha dejado una novia en Lima y una tumba en Ayacucho: «Sean eternos los laureles que supimos conseguir». Más tarde vendrán las cumbres literarias y los cóndores en verso que se desgañifan de gloria. ¿Y por qué no la siesta del coraje? ¿Y por qué no las traiciones en riguroso frac? ¿Y por qué no el olvido y la muerte? «Observarán los turistas que las alfombras de Pérsia son de Persia».

El encanto se había roto.

—Señor —oró entonces Patricia Bell—, concédeles el descanso eterno al general Igarzábal, a sus oficiales y soldados. ¡Que brille para ellos la eterna luz! Descansen en paz, amén.

—Indio, las lamparitas —volvió a ordenar el Gran Oligarca.

La luz enfocó ahora un retrato viril cuyo semblante (perilla y melena) y cuyo atuendo (uniforme y poncho araucano) exaltaban los toques del romanticismo criollo.

—El coronel Tiburcio Igarzábal —presentó don Martín—. Hizo las campañas del Desierto.

—Fue un civilizador y a la vez un soldado —elogió Cifuentes en su arsenal revisionista.

«El silencio responde con su voz de agua muerta, y hay que tirar guijarros al pozo del silencio». Ante la presentación y el elogio parecieron reanimarse las cosas de museo que se distribuían en el salón y que había usado el coronel Tiburcio Igarzábal en la construcción y defensa de un imperio instituido contra las furias del sur. Lanzas ranqueles y sables de caballería: lanzas que se hundieron en pechos blancos hasta las plumas de flamenco; filos corvos en una siega de carne roja que huele a salvajina de potro. Boleadoras y lazos en las patas y el cogote de baguales en torbellino que pelean su libertad. Mi coronel, ¿cuáles eran las furias del sur? Una pampa geológica —dice mi coronel—, y una violencia de guerreros desnudos que se desata como el viento, que se apacigua como el viento, que huye y retorna como el viento. Y uno gana, pierde y recobra horizontes como anillos. «Padre celestial, concédeles el descanso eterno al coronel Igarzábal, a sus milicos gauchos, a los caciques ranqueles y sus guerreros pampas». Hay que aquietar el tiempo —dijo mi coronel— y conseguir un horizonte que no avance ni retroceda, si uno quiere levantar una casa o un amor en la llanura. «¡Que brille para ellos la eterna luz!». ¿Por qué ha dicho usted que fue civilizador? Porque supo transmutar una geografía en una historia. «¡Descansen en paz, amén!». Y el retrato es de un pintor anónimo que llegó a Buenos Aires a mediados del siglo XIX.

Los gestos y las palabras volvían de su caos en el salón donde ya sentaba sus reales una noche que venía de afuera y de adentro y que luchaba sólo con dos lamparillas y dos retratos. En lo sonoro habíamos intervenido el historiador Cifuentes, con sus apoyaturas eruditas; el Gran Oligarca, rígido y helado como quien asiste a un funeral ajeno; Patricia Bell, exaltada en sus réquiem a los difuntos: el pampa Casiano y sus frustraciones de guía museal; y yo, que tañía mi bordona elegiaca, demasiado cerca tal vez de los hechos como para no llorar. ¿Por qué no hablaba Megafón? ¿Se desentendía del ayer, ¡oh Parca muda!, como si le interesasen únicamente los hilos del futuro en el salón museo de los Igarzábal? Pero el indio, limitado a su papel de iluminador, hizo girar una llave oculta; y al encenderse la tercera lamparita dio luz al tercer retrato.

—Gregoria Igarzábal, hija del coronel —anunció don Martín entre dientes.

Era el retrato de una mujer enérgica, signada por una voluntad no agresiva pero inquebrantable de mandatos, como lo revelaban su duro maxilar inferior y su mirada insistente como una orden. El pintor había logrado bien esa figura de amazona, en su traje de montar entre criollo y europeo, en su busto de pechos ariscos y en su cabellera trenzada y atada fuertemente como para que no la manoseasen los vientos del sur.

—¡Le inventaron leyendas! —rezongó don Martín.

—¿Por qué? —lo alentó Cifuentes.

El Gran Oligarca no le respondió, en un soslayo de su alma que parecía rehuir los ojos acuciantes de Gregoria. Viejo, ¿qué podrías temer de unos ojos quemados en la llanura y de un mentón enaltecido no por el orgullo sino por una consigna? ¿Qué hay en Gregoria Igarzábal que te rehúsas a mirar de frente?

—Según mis cálculos —dijo el historiador— esta mujer estuvo en la frontera exacta de una posibilidad.

—¿Qué posibilidad? —inquirí yo.

Cifuentes no me respondió, como vacilando ante una duda interna que aún se le obstinaba en el planteo de una teoría.

«Con su voz de agua muerta / responderá el silencio / cuando lo desafíes». Gregoria Igarzábal, ¿qué mandato de hiel y de miel te clavó en la llanura como una lanza fina? Mi padre ha fundado un imperio en el sur —dice Gregoria—: lo fundó sobre tumbas de soldados y osamentas de infieles que nadie bendijo. Tras el combate último, el coronel reflexiona en su alma: ¿para qué le gano yo un desierto a las furias del sur que galopan en caballos y tormentas? ¿Para qué, si el desierto no ha de hablar al fin un idioma de novillos y trigales?

El coronel Tiburcio Igarzábal fue un civilizador y a la vez un soldado. «¡Paz en su tumba!», ruega Patricia Bell. Cuando murió mi padre —clama Gregoria—, nos dejó a todos una consigna: no soltar la llanura, defender este imperio, convertirlo en una tierra del hombre y en una ciudad del hombre. Yo tuve dos hermanos, dos puntales flojos que se negaron a sostener aquella difícil arquitectura: yo tuve dos hermanas oblicuas que desertaron aquel estilo y se fueron detrás de voces que las tentaban desde afuera. Y me quedé sola, con estas dos trenzas atadas contra el viento del sur y estas dos manos rotas en una batalla que no había concluido ni debió terminar.

—¡La insultaron con leyendas! —insistió el Gran Oligarca.

En cocinas y fogones yo había escuchado su leyenda: bocas de hombres oscuros y de susurrantes mujeres.

—Don Martín —le dije yo—, ¿fue por eso que no colgaban su retrato en el salón de «Los Ñandúes»?

—¡La gente habla demasiado! —se lamentó él.

¡Y oye demasiado! ¿Cómo no lo haría si Gregoria Igarzábal fue un grito? Me quedé sola en el desierto, sola mi alma y sus consignas: ¡mi soledad entre varones y hembras oscuros que buscaban detrás de mí la sombra de un guerrero ausente! Porque detrás de mí sólo existía un coronel muerto, y adelante de mí una traición que ignoraba su nombre todavía. Gregoria, ¿cómo definirías el desierto? El desierto es también una inocente maldad: siendo yo niña me lo enseñó un carancho del sur que se acababa de plantar sobre un cordero vivo y le comía los ojos a picotazos. La soledad anda siempre buscando presas vivas en el desierto: más tarde los benditos le colgarán a una mujer solitaria leyendas como de tinta. Y me quedé sola en el llano hasta morir.

—¿Dónde han puesto su tumba? —inquirió entre lágrimas Patricia Bell.

—Está en un panteón de La Recoleta —le dijo Cifuentes—: un ataúd disimulado entre los huesos ilustres.

—¿Por qué?

—Gregoria Igarzábal era un clamor final y el gusto agrio de una profecía.

Después vino el silencio culpable.

—¿Qué nos quiere decir? —protestó el Gran Oligarca.

—Un imperio recién erguido y que ya se derrumba —le recordó Cifuentes.

El Gran Oligarca, entre sus maderas de Jacaranda, se agitó como pudo en una suerte de rebeldía:

—¡Indio, apaga los retratos! —ordenó.

Así lo hizo el pampa: volvieron a su caos los tres rostros beligerantes. Y en el salón museo quedó sólo una luz borrosa, la de la chimenea y sus tizones, que nos envolvía como un ungüento a Cifuentes, a Megafón, a Patricia Bell y a mí, todos asomados al Gran Oligarca en resistencia. ¿Por qué Megafón se obstinaba en su duro silencio? Más tarde, cuando hube de recapitular las acciones, me dije que dos entre nosotros habíamos trabajado allá como las Parcas, el historiador torciendo la hebra del pasado y yo la de un presente que viví. En su mutismo, el Oscuro de Flores era la tercera Parca y torcería luego el hilo del futuro.

—Don Martín —le dije—, usted ha ordenado ahora este apagón de retratos. ¿No los encendió usted mismo con fines de polémica?

—Los retratos hablan —arguyo don Martín.

—Y nos acusan —le advirtió Cifuentes.

—Damas y caballeros —insinuó el pampa Casiano—, ¿no desearían admirar un juego chino de ajedrez con sus piezas de marfil talladas primorosamente?

—¿Y de qué nos acusan? —refunfuñó el Gran Oligarca.

—De haber estrangulado «lo posible» —dijo el historiador, como preñado largamente de una teoría—. Oigan bien: tenemos un general de la Independencia y un coronel que agarra un desierto, le impone formas vitales y lanza consignas al futuro.

¡El «haz de lo posible» quiere soltarse ya en la llanura, porque la Historia es también un arte de lo posible! Ante nuestra mirada tenemos el escenario (una geografía), los actores listos (un pueblo) y la noción del drama o la comedia que ha de representarse allí (el suceder nacional). ¡De pronto una gran flojera, un olvido total de las consignas, un abandono del escenario, los actores y el drama! ¿Qué sucedió aquí?

¿Un aborto del suceder?

Y Gregoria Igarzábal es el único grito de protesta que se ha levantado allá contra una indecible frustración. Yo tuve dos hermanos, dos puntales flojos, y tuve dos hermanas oblicuas que desertaron.

—La escena quedó vacía —gruñó Cifuentes—, y no se representó en ella el drama intuido por un general y soñado por un coronel en el desierto. ¡Ésa fue la traición de los Igarzábal!

—¿Qué podían hacer ellos en aquel escenario y con esos actores? —le objetó don Martín.

—Llevar adelante un Patriciado que se formó en las batallas.

—¿Qué cosa es un Patriciado?

—Una línea de patricios que sabe conducir a un pueblo según el orden terrestre y el celeste. ¿Y sabe usted en qué degeneró aquel flamante patriciado de los Igarzábal? En una Oligarquía.

—¿Qué cosa es una Oligarquía? —insistió don Martín.

—El gobierno arbitrario de una clase que usufructúa el poder en su beneficio. Un Patriciado construye: una Oligarquía destruye y se destruye. Don Martín, aquí faltan

retratos.

—¿Cuáles?

—Los de la frustración y la traición.

—Están en el álbum familiar —se apresuró a decir el pampa Casiano—. Son daguerrotipos auténticos.

—Y no pasarán al bronce de los héroes —dijo el historiador—. Lo que importa es definir cómo un Patriciado naciente degenera en una Oligarquía final. Se dio el primer paso con una «distracción» y el segundo con una «deserción».

—¿Distracción de qué? —repuso el Gran Oligarca.

—De la escena propia, de los actores naturales, del estilo de vida en que se iniciaba el Patriciado. Naturalmente, no se habría caído en esa distracción si los ojos del Patriciado no se hubieran vuelto desde una interioridad viviente hacia una exterioridad ajena que lo tentaba. Y fruto de aquella distracción, el Patriciado entró en un complejo de inferioridad ante los estilos ajenos que lo llevó a desertar el suyo y a entregarse a una parodia ridícula de todo lo foráneo.

—¿Eso entraría en la Parahistoria o en la Metahistoria? —inquirió el Gran Oligarca traduciendo un remanente de humorismo criollo.

—¡Entra en la Putahistoria! —se indignó el revisionista Cifuentes—. Y no lo digo por decir: hubo una suerte de prostitución en aquel vuelco del Patriciado. Lo que intentó primeramente fue mimetizar una Aristocracia según el estilo europeo; y su parodia hizo reír a unos y llorar a otros. Don Martín, si una Aristocracia puede brotar de un Patriciado, nunca brota de una Oligarquía.

—¿Por qué no?

—Porque la Aristocracia no se define por una vistosidad externa del poder y el dinero, sino por algunas virtudes interiores que ustedes habían extraviado en la gran deserción. Claro está que la mimesis les exigía una total aproximación al modelo; entonces la Oligarquía, ya distanciada espiritualmente de la nación, también lo hizo físicamente y en éxodos que no se han olvidado. ¿Le recuerdo algunas particularidades?

Yo las recordaba, hilandero del presente, y recogí la hebra en la mano del historiador:

—¿Se refiere usted —le dije— a los que viajaban como nababs indios en trasatlánticos de lujo, acompañándose de mucamos aborígenes y tetonas vacas lecheras?

—Ésos fueron los Carranza —explicó don Martín.

—¿O a los que arrendaron sus tierras vírgenes a los colonos inmigrantes, para llevar en París o en Londres una vida mimética de los faustos europeos que nos dejó en ridículo ante las gentes? ¿O a los que casaron a sus hijas con nobles en bancarrota y se trajeron al país un escudo herrumbrado a cambio de seguras rentas?

—¿Alude usted a los González Vélez? —inquirió el Gran Oligarca divertido.

—¿O tal vez —concluí yo— a los que, ruidosamente, parodiaron a los duques rusos y a los príncipes de oriente, y fueron saludables garañones de América puestos en una burda imitación de linajes decadentes?

Megafón y Patricia me observaban en mi declamatorio crescendo: el Autodidacto con zumbona curiosidad y Patricia con evidente inquietud.

—¡No se fueron todos! —me reprochó el Gran Oligarca—. ¿Olvida usted a los que nos dedicamos entonces a los negocios públicos? Yo dirigía los ferrocarriles ingleses, y usted lo sabe.

—¿Cómo lo podría olvidar? —le dije yo en tono elegiaco.

—¡Los ferrocarriles andaban a la maravilla!

—¿Quién lo discute?

—Al mismo tiempo, mi hermano Lucio Igarzábal era senador de la República. ¿O no lo recuerda?

—¿Cómo no lo recordaría —evoqué— si asistí yo mismo, casi un adolescente, a su campaña electoral? ¡Un mecanismo virgiliano en toda su frescura! Recordarles a los peones que hay que votar mañana y por quién. Insistir en los asados que se plantarán, en la chupandina gratis, en las carreras cuadreras, en los payadores de comité y en la taba libre que autorizará el señor comisario.

—¡Y se dirá —gruñó don Martín— que no estimulábamos el folklore!

—La couler lócale —musitó el pampa Casiano.

—Pero usted y su hermano Lucio —añadí— sólo hicieron aquel día una breve aparición de ceremonia entre las cabezas tostadas: masticaron simbólicamente una hebra de carne, recibieron tres ¡vivas!, y una copla. Y esa noche cenaron de frac, a solas con sus mujeres de tiros largos, en el desierto comedor de «Los Ñandúes».

—Teníamos que guardar la tenue —explicó el Gran Oligarca.

—¡Y afuera —concluí yo— un pueblo vivo que reía y zapateaba sus malambos!

Lo vi con estos ojos.

—Los señores guardaban la tenue —se deleitó Casiano III.

—¡Indio! —le dije—. ¿Qué demonio reidor te hizo cruzar el océano y asomarte a París desde tu vieja toldería?

—¡París! —lagrimeó Casiano—. ¡La belle époque!

El historiador Cifuentes, que como buen revisionista lloraba con el ojo izquierdo y reía con el derecho, tomó nuevamente la hebra del Gran Oligarca:

—Don Martín —le dijo—, me pregunto ahora si no habría sido mejor entonces que la Oligarquía en masa hubiera evacuado el país y tirado al techo la manteca de los tambos natales. Al fin de cuentas, los que se fueron practicaron un intrascendente «suicidio en la Patria». En cambio, los que decidieron permanecer aquí sufrirían la más costosa de las operaciones: la transmutación del Gran Oligarca en el Gran Cipayo.

—¡Señor, hay repúblicos en nuestra familia! —volvió a protestar el Gran Oligarca—. ¡Indio, los retratos del álbum!

—El álbum familiar —elogió el pampa— está encuadernado en la más lujosa marroquinería.

—¿Dé qué sirvió que un general heroico nos libertase de una metrópoli —adujo el historiador— si el Gran Cipayo nos entregó a otras?

El Gran Oligarca no dio aquí señales de reacción alguna; y Cifuentes pareció entrar en un banco de melancolías históricas. Visto lo cual retomé la palabra y le dije:

—Según el análisis, la Oligarquía, frente a un país real, consumó dos éxodos: uno interior o metafísico y otro exterior o físico.

—Así es —aprobó Cifuentes.

—¿Y qué nos quedaba en el país, otra imagen del desierto? Es entonces cuando el gaucho Fierro cambia una soledad por otra soledad.

—No, señor: el desierto ya estaba derrotado. Lo que seguía firme aquí era una «potencialidad vacante». Don Martín —dijo volviéndose al octogenario que se adormilaba—, es peligroso dejar vacío un escenario histórico.

—¿Qué? ¿Qué? —se despertó el Gran Oligarca.

—Un escenario vacío es una «petición de Historia». Otros actores coparán el escenario y representarán otro drama.

—¿Qué actores? —bostezó don Martín.

—Si bien recuerda usted —le dijo Cifuentes—, al juego de trasatlánticos luminosos que se iban correspondió un juego de trasatlánticos oscuros que llegaban. Don Martín, usted vio sus desembarcos.

—Hombres y mujeres en los buques roñosos. Y le dije al Ministro: «¡Esta invasión nos destruirá!».

—«Invasión»: es una vocablo técnico de la guerra y la Historia. En las llanuras, en los montes y en las ciudades aparecieron caras nuevas y resonaron otros idiomas. Usted los vio y los oyó.

—¡Les prestamos todo y nos robaron todo! —se indignó el Gran Oligarca.

—No, señor —lo reconvino Cifuentes—. Era una «potencialidad» que ustedes habían dejado vacante y que asumieron otros con absoluta legitimidad.

Aquí Cifuentes volvió a interpelarme:

—¿Cuántas etapas distinguiría usted en la invasión?

—A mi juicio, fueron tres etapas y en tres generaciones escalonadas —le contesté—. Los «padres», en su desgajamiento, no llegaron a tomar conciencia del futuro; los «hijos» la tomaron, pero callaban en una suerte de perplejidad; con los «nietos» empieza la voz cantante.

—¡Y usted escribió poemas revolucionarios! —cargó nuevamente sobre mí el Gran Oligarca.

—¿Quién lo niega? —le admití.

—¡Un usurpador!

—Antes yo había tomado posesión de su tierra, no en las escribanías, don Martín, sino por el conocimiento amoroso de la tierra y sus hombres.

Pero el Gran Oligarca no me oía:

—¡La invasión está destruyéndonos! —chilló en una mezcla de graznido y carraspera. Tras un esfuerzo increíble, y ante nuestro asombro, el Gran Oligarca se arrancó de sus maderas y acolchados, tomó una vertical oscilante y se dirigió a tumbos hasta una vieja pistola del museo que agarró con mano insegura:

—¡Fuera de aquí! —nos ordenó apuntándonos con el arma—. ¡Yo le dije al Ministro!

¡Fuera de aquí todos!

Oprimió el gatillo: en el silencio museal se oyó el ruido seco del percutor al martillar la pistola sin cartucho. Entonces don Martín dejó caer el artefacto bélico, intentó arrancar un sable de su panoplia y se vino al suelo con todo. Cifuentes y yo lo recogimos como una reliquia y lo instalamos de nuevo en el sillón de Jacaranda: lo cubrimos con un poncho y reavivamos los tizones de la chimenea.

—¡Dios! —lagrimeó Patricia Bell—. ¿Ha muerto el Gran Oligarca?

—No, señora —la tranquilizó el pampa Casiano—: es fuerte como tabaco de pito.

Me alegró escuchar en boca del indio galicado una expresión tan fresca y tan antigua.

Pero Cifuentes no era un filólogo sino un historiador, y sacaba ya sus consecuencias.

—Lo que ustedes acaban de ver en don Martín —nos dijo— es un arresto final de la Oligarquía.

Y me interrogó de nuevo:

—Como testigo de presente, ¿qué reacciones advirtió usted en el Gran Oligarca?

—Primero —le respondí— fue una cuña de temor introducida en su orgullo por el nuevo estilo que balbuceaba el país; más tarde sus temores crecieron hasta el pánico; finalmente su pánico se tradujo en una histeria que lo llevó a dar coletazos agónicos entre patéticos y ridículos.

—¿Entiende usted que la dramática historia de Juan Manuel se debió a un coletazo precoz del Gran Oligarca?

—Parecería evidente —le dije—: todo lo popular le afectaba y le afecta el miocardio. Lo que aseguro es que a otro coletazo del Gran Oligarca se debió la historia reciente de Juan Domingo. Y aún se resistirá, ¡no lo dude!, mientras un aliado interior y otro exterior lo sostengan por las agallas.

Al decir estas últimas palabras estudió nuevamente a Megafón que no había pronunciado una sola en el transcurso del análisis. Ninguna operación de su guerra lo había visto acorazado en un silencio tan insistente, lo cual me anunció que una cosa importante se daría en la Invasión del Gran Oligarca. «La Víbora y sus dos peladuras no están lejos», calculé yo en mi ánimo. Y aquí el pampa, viendo una coyuntura favorable:

—Señores —nos tentó— me gustaría mostrarles ahora un narguile turco de factura exquisita que adquirió don Saturnino Igarzábal siendo embajador ante la Sublime Puerta.

Nadie lo escuchó, pues el Autodidacto de Villa Crespo, tras medir y analizar los ronquidos que ya emitía el Gran Oligarca, nos habló así junto a la chimenea:

—Voy a exponerles mi teoría sobre Los Argentinos Finales.

«¡La Víbora está desenroscando sus anillos!», calculé in pectore.

—Yo diría —expuso el Autodidacto— que don Martín, aquí presente y durmiente, configura la esencia o la no esencia de un «argentino final».

—¿Final? —preguntó Cifuentes.

—O «finalista» de un ciclo histórico. A mi entender, los argentinos finales integran una Paleoargentina que se muere de muerte natural ante una Neoargentina en despunte y crecimiento.

—¡Aleluya! —le susurré a Patricia—. ¡Megafón está usando el idioma neocriollo de Schultze!

—Es que Schultze era un neogogo —me recordó ella.

—¿Quiere decir que tenemos dos Argentinas enfrentadas? —volvió a preguntar Cifuentes.

—No es así —repuso Megafón—. La existencia de un pueblo no se da en un círculo cerrado: se desarrolla en una espiral abierta y creciente. La Paleoargentina es una vuelta de espiral que ha terminado su recorrido: la Neoargentina es una vuelta de la misma espiral que arranca en el punto exacto donde concluye la otra. De tal modo, la espiral entera se parece a una víbora enroscada en un árbol.

—¿Quién es la víbora? —inquirió Cifuentes.

—La Patria —dijo Megafón—. Hay, pues, dos Argentinas en sucesión y no en real enfrentamiento. Lo que sucede aún es que los argentinos finales, en su agonía, se resisten a la otra vuelta de la espiral y estorban su desarrollo; porque lo que actúa en los argentinos finales es una «mentalidad» igualmente finalista y cerrada. Ustedes, los de la Metahistoria, la llamaron «colonialista».

—¿Y no es así? —gruñó un Cifuentes polémico.

—¿Quién lo negaría? Es una mentalidad que no logró romper las estrechas y cómodas estructuras del coloniaje: un «horizonte mental» en el que no cabía otra noción de la Patria naciente y sus destinos posibles. Un horizonte, al fin de cuentas, es también un círculo cerrado; y la Patria es una animal viviente que se desenrosca en expansión y exaltación.

Meditativo y doliente a la vez, el Autodidacto de Villa Crespo se acercó a don Martín que dormía, oyó su ronquido gutural pero no alcanzó a distinguir su rostro en la noche total del salón.

—Casiano, s’il vous plait —le rogó al indio—, encienda usted alguna luz.

Obediente, y como siguiendo una inspiración dramática, el indio encendió en la oscuridad las tres velas de un candelabro y avanzó luego con él hasta ubicarse junto a la cabecera del Gran Oligarca. A la fúnebre luz del candelera, el Autodidacto estudió la cara de don Martín, fina y beligerante aún en el naufragio de su sueño.

—Con excepción de tres —dijo en una suerte de monólogo— los Igarzábal no superaron el horizonte y fueron suicidas en la Patria. ¡Don Martín —rezó entre dientes—, no seré yo quien te juzgue, porque no soy el dueño de la balanza! Los argentinos finales no lo son por su antigüedad en el terruño ni por su origen o nacimiento, sino por una mentalidad suicida. Conozco a hijos recientes del extranjero —rezongó— que también son argentinos finales y de los peores.

Con mano tierna, inclinándose ahora sobre don Martín, el Oscuro de Flores lo cubrió enteramente con el poncho pampa tal como si lo abrigase con la tierra de los muertos. Enseguida, volviéndose a nosotros:

—Vamonos ya —nos dijo—. ¿A qué llorar sobre una tumba de lo posible?

Antes de abandonar el salón, Patricia Bell se inclinó igualmente sobre el Gran Oligarca y lo besó en la sien derecha. Todos volvimos a cruzar el área de rosas hasta el portal ilustre donde Casiano III, que nos precedía y alumbraba con el candelabro, recobró de pronto su rigidez profesional:

—Mes dames et messieurs —nos despidió, solemne, ridículo, lamentable—, nous avonsfinie notre visite a la maison Igarzábal.

Cuando Megafón me propuso que fuese yo el cronista de sus Dos Batallas, entendí que la gesta se polarizaría en un enfrentamiento de Retratos con Amor y Retratos con Odio. La realidad no fue tan simplista, como lo demostró el análisis del Gran Oligarca: «Una guerra es legal —decía Megafón— si se define como un teorema demostrado por la Justicia en su pizarra venerable». Dentro de lo que llamó él su «batalla terrestre», la Invasión del Gran Oligarca era el primero de tres operativos relacionados con la «línea motriz» de la nación ya esbozada en el Asedio del Intendente: los otros dos, el Psicoanálisis del General y la Biopsia del Estúpido Creso, maduraban en el chalet de Flores como en un estado mayor. Sin embargo, la que llamó el Oscuro su «batalla celeste» debía jugarse con la otra en cierto paralelismo interior o en una simetría no fácil de alcanzar y rigurosamente necesaria. En uno de sus cuadernos hallé más tarde una nota de Megafón que aclararía ese paralelismo de combates: «Nuestras almas —dice la nota— son como balones de fútbol que futbolistas de camiseta negra y futbolistas de camiseta blanca intentan patear hacia dos arcos opuestos: lo esencial es distinguir cuál es el arco de la luz y cuál el de la sombra».

Lucía Febrero, la Novia Olvidada o la Mujer sin Cabeza tuvo que ser el polo alrededor del cual giraría la batalla celeste del Autodidacto: ya dije que lo fue desde que su leyenda se materializó en el conventillo del tuerto Morales. Ahora bien, los agentes que Megafón había destacado en Buenos Aires y en el Gran Buenos Aires no dejaban de transmitir al chalet informes de la Novia y de su reaparición en centros muy disímiles. El primer informe la ubicaba en un Instituto de Belleza que se abría en la calle Santa Fe a una élite de burguesas y actrices en procura de lociones y cremas

humectantes: la Novia, según el entusiasta informador, se habría encarnado en una peinadora de ojos violetas cuya seducción controlaba el propietario del Instituto, un monsieur Paul celoso y alcahuete a la vez. Dada la naturaleza del terreno, Patricia Bell asumió el trabajo de investigar a la presunta Novia: fue, vio y venció, pues de regreso en el chalet llevó a cabo una prolija demolición de la peinadora en cada una de sus pestañas artificiales y en el color violeta de sus ojos que atribuyó a engañadores lentes de contacto.

Más tarde otro informe localizó a la Novia en un centro espiritista de Colegiales y bajo la forma de una médium patética en su hermosura. Esta vez el mismo Autodidacto y el constructor Pafundo asistieron a una sesión de la entidad: ante una reverente asamblea estudiaron a la médium que, dirigida por un tal Hermano Abel, ya se agitaba en trance, y por cuya boca se anunció muy luego un espíritu que confesó llamarse Adolfo Hitler, el cual, tras gritar histéricamente su culpa, exhortó a los hermanos allí reunidos a practicar la buenas obras. Alguien del público dudó entonces que se tratara del Adolfo auténtico, ya que le había parecido reconocer en su voz el tono paternalista de don Hipólito Yrigoyen. Y como, de súbito, por boca de la médium, un espíritu angelical entonara «Mi Buenos Aires querido», todos reconocieron la voz de nuestro difunto y llorado zorzal criollo. Abandonándolos en sus éxtasis, Megafón y Pafundo volvieron al chalet con el gusto de una derrota en el alma. Tal vez aquella misma noche y a su regreso, el Autodidacto escribió el apunte rabioso que descubrí más tarde y que dice: «La Metafísica no es un flato poético de la imaginación ni un eructo grave del sentimentalismo: es la ciencia exacta de la Posibilidad absoluta o de la Imposibilidad de lo imposible».

Un tercer informe de los agentes anunció al fin la reaparición de Lucía Febrero en Lomas de Zamora y en la residencia de un súbdito alemán llamado Siebel, anticuario y especialista en marfiles. Aseguraba el agente que la mujer, esposa o hija del alemán, vivía enclaustrada en la residencia, y que pocos hasta entonces habían tenido la suerte o la desgracia de admirar sus encantos. Un trombonista de jazz, por ejemplo, que la entrevió un anochecer, cayó en tal éxtasis que renunció a sí mismo y enfundó para siempre su trombón. Ciertos albañiles que levantaban un monobloc en la vecindad y que sorprendieron a la mujer desde sus alturas, entraron en una neurosis colectiva y fueron internados en su policlínico sindical. Añadía el informe que la supuesta Novia, si no fácilmente visible, se dejaba oír algunas noches y a través de los muros, en una canción que solía entonar acompañándose de un instrumento como de cuerdas. Y ese detalle sonoro, que la relacionaba con la Lucía Febrero del conventillo, embarcó al Autodidacto en una historia de consecuencias desagradables. Pero esta saga de Megafón entrará en la rapsodia quinta de mi relato.


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RAPSODIA V

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En su desconfianza instintiva de los mitos dudosos y antes de investigar personalmente a la mujer de Lomas de Zamora, decidió Megafón recabar nuevos informes acerca del anticuario Siebel, presunto guardián de la Novia Olvidada; y a los datos ya conocidos añadió algunos más, todos envueltos en sospechosas neblinas de leyenda. El vecindario había tejido en torno del hombre una fábula de color alquitrán: desde sus observatorios, las mujeres lo veían como a un nuevo Landrú explotador y asesino de amantes incautas, y presentían las tumbas con epitafios de humor negro que se alineaban ya en el sótano de la residencia. Los hombres, en cambio, lo tenían por un tratante de blancas astutamente disimulado en su negocio de marfiles; pero la colonia judía llena de cicatrices recientes ya sospechaba en el alemán a un nazi prófugo que había reunido en su casa tesoros robados a los museos de la Europa central. Sin embargo, a Megafón lo preocupaban otros detalles: ¿con qué objeto el anticuario almacenaba en su carbonera tanta hulla y antracita? ¿Por qué usaba un torreón de ventanales encendidos en las horas nocturnas y chimeneas que vomitaban un humo inquietante? Según el Autodidacto de Villa Crespo, el hombre que construye un torreón para levantar su estatura por encima de las otras lo hace o con el propósito de una gran maldad o en vías de un admirable altruismo.

La excursión a Lomas de Zamora quedó resuelta en el chalet sobre la base de los informes recibidos y analizados minuciosamente. Participarían en ella Megafón, Samuel Tesler y los mellizos Domenicone que habían debutado como guardaespaldas en el Asedio del Intendente y a los cuales el Oscuro profesaba gran afecto debido a sus inteligencias obtusas bien que asistidas y sublimadas por una fe inquebrantable. Ya en vísperas de la excursión, y distrayéndose de otros cuidados atinentes a su guerra, el pensamiento de Megafón estuvo fijo en la Novia Olvidada y en la consideración de su enigma. Una Mujer figura con extraña insistencia en todos lo procesos humanos y divinos: ¿qué significaba en el suyo Lucía Febrero la de tantos nombres? Pero en la noche anterior o mejor dicho en su frontera con el día señalado, Megafón tuvo un sueño construido, según lo aclaró después, con imágenes de intención reveladora:

Se veía él en una noche inmensa y con sus ojos clavados en un punto más negro que todas las negruras (una noche de «cabeza de cuervo», lo corrigió más tarde Samuel Tesler). Y el caso era que ni en lo interior ni en lo exterior de aquel punto se manifestaba imagen alguna, como si aquel punto fuera el centro de un gran vacío universal. En un momento dado, el punto central y negativo de aquella noche se esclarecía en un punto afirmativo de luz que al vibrar iniciaba un sistema luminoso de ondas concéntricas en expansión. Y en cada onda que iba trazándose en la negrura manifestaba un orbe de ontologías resplandecientes, de formas que hablaban o cantaban hasta romper sus cascarones, de rostros untados con aceites de beatitud y exaltación. Pero nuevas ondas introducían en el sistema figuras horribles y semblantes odiosos que batallaban con los demás en actitudes crueles y gesticulaciones de ira. Y la discordia en los últimos círculos era tal, que Megafón, agitado entre sábanas, despertó un instante con una Patricia borrosa que, a su derecha, lo cambiaba de posición, y un gato Mandinga que, a su izquierda, le reprochaba su agitación con un par de ojos fosforescentes. Enseguida el Autodidacto recobró el sueño y la visión: ahora el punto central no era de negrura sino de silencio absoluto; y con igual mecánica empezó a construir un sistema sonoro de ondas que se trazaban en el vacío de la música y se traducían en idiomas cuya verdad tronaba sin ensordecer, en voces que decían palabras de una frescura original, en himnos y ditirambos como de salterio y trompeta. Tras de las cuales otras ondas en expansión arrancaban del caos la estridencia brutal: combatieron abanzas, el sollozo contra la risa, las negaciones contra las afirmaciones, en cierta batalla de la que salía triunfante al parecer una maldad contra el Verbo. Y Megafón se agitaba ya en las angustias de aquella derrota, cuando vio a una Mujer erguida sobre todo el sistema, que lo miraba y sonreía como desde una eternidad sin contradicciones: en su mirada los equilibrios y los desequilibrios parecían un juego de muchachos, y en su sonrisa la paz y la guerra se conjugaban entre sí como dos tiempos necesarios de una misma bondad. Entonces Megafón sintió en su garganta un despunte del canto y en sus pies un cosquilleo de bailes. Pero la Mujer lo aquietó y le dijo: «¡Mira!». Y al devolver sus ojos al sistema, vio Megafón cómo las ondas expansivas del sonido regresaban armoniosamente a su centro primordial, llevándose toda la música: vio cómo se iban reabsorbiendo en el punto inicial y se reintegraban al silencio absoluto. Buscó a la Mujer, con una pregunta en la boca, y vio cómo ella cruzaba sus labios con el dedo índice y desaparecía en la noche total.

Despertó ahora con una extraña sensación de vacío, y se incorporó a medias en el gran lecho matrimonial: a su derecha Patricia Bell encendía un velador y lo estudiaba con inquietud; a su izquierda el gato Mandinga se deslizó al suelo con la piel erizada.

—¿Qué te sucede? —inquirió Patricia.

—He visto a Lucía Febrero —le respondió el Autodidacto.

—¿Cómo era?

—¡Una mujer terrible y admirable!

Patricia receló en su ánimo, y su recelo cuajó en un despunte de beligerancia:

—¿Cómo vestía ella? —insistió.

—¡Estaba desnuda como la vida y la muerte! —repuso un Megafón exaltado.

En su descontento, Patricia Bell se dijo que la respuesta de Megafón adolecía de una retórica insanable. Apagó la luz, giró sobre su eje, se atrincheró en las cobijas y dio sus espaldas al hombre como a un enemigo.

—¡Patricia! —la llamó él con tacto.

Ella no respondió. Y el Oscuro, repasando las imágenes de su sueño, no sospechó el conflicto de la Mujer Terrestre con la Mujer Celeste que se acababa de iniciar en el dormitorio y que lo llevaría después a las «mortificaciones del gallinero».

Ese mismo día por la tarde, Megafón, el filósofo Tesler y los mellizos Domenicone se apearon en la estación de Lomas de Zamora y se dirigieron a la residencia del alemán Siebel. Una compra de marfiles era el pretexto con que llegarían hasta el anticuario: ya en el interior de la casa, obrarían según el curso no previsible de los hechos. Llamaron a la puerta, y a través de una mirilla el propio Siebel escrutó a los visitantes y los interrogó en cuatro palabras recelosas. El filósofo Tesler le explicó en alemán el objeto de aquella visita; y el anticuario, franqueándoles una hoja de la puerta, los condujo hasta una oficina de tipo comercial en la que, bajo el polvo y la mugre, yacían un escritorio vulgar, un fichero de miserable catadura y tres butacas en derrota. Con sus antenas vibrantes Megafón estudió la desidia que señoreaba en aquel recinto: «Sea por avaricia o desconfianza —especuló—, el anticuario no tiene servicio doméstico». Las cosas no eran tan simples, y el Autodidacto lo entendió al descubrir un almanaque polvoriento que se obstinaba en señalar allí con letras y números rojos un domingo quince de abril de 1947. «¡Ojo a los lugares comunes de la narrativa fantástica!», se exhortó él a sí mismo.

Siebel era un cincuentón de pelo gris cortado a lo militar y ojos que, más allá de sus lentes, disimulaban una luz aguanosa de recelo y fanatismo: vestía un mameluco de tonos indefinibles, no menos desastrado que los útiles de su bufete. Sin ofrecer asiento a los visitantes, acto que la miseria de sus butacas hacía dudoso:

—Señores —les dijo en cierto español germanizado—, no es cuestión de pedir marfiles.

Díganme si los que buscan son chinos y de qué dinastía los prefieren. Megafón desnudó aquí un aire de crasa e insolente brutalidad:

—Herr Siebel —le respondió—, las dinastías de los chinos me importan un corno. Soy un fabricante de insecticidas y necesito un marfil de gran tamaño para decorar mi salón de recepciones. Usted sabe: quiero deslumbrar a los «ejecutivos».

Y subrayó su alegato mostrándole una chequera que asomaba por un bolsillo interno de su traje. Un esbozo de sonrisa despuntó y se borró luego en los labios del alemán, quien, sin decir palabra, condujo a los visitantes hasta un local adyacente que sin duda era su almacén y sala de exposición. Allá, bajo una luz de vitrales roñosos, los marfiles, las tallas en madera, los retablos antiguos, los vasos griegos y otras frutas del arte se amontonaban y contradecían en un desorden agresivo, «como si una catástrofe histórica —se dijo Megafón— los hubiese arrojado a esa playa sin decoro». Abriéndose camino en ese cambalache de lujo, el anticuario les enseñó dos grandes marfiles: la estatua de un mandarín en su traje de ceremonia y la de una dama con su estilizado abanico. Pero Megafón no las veía: sus ojos estaban clavados en una armadura de cuyo brazo rígido pendía una bolsa o red con un pan de flauta en su interior y cuatro salamines tandileros. El alemán lo devolvió al asunto:

—Señor —le dijo—, ¿estas piezas encajarían en su salón para industriales?

—Herr Siebel —repuso Megafón—, a decir verdad no hemos venido a comprarle marfiles. Óigame bien: detesto a los cortadores de nudos gordianos, ya que una inteligencia entrenada prefiere desatar los nudos a cortarlos. Y estos hombres que me siguen opinan lo mismo.

—¿Qué me quiere decir? —se asombró el anticuario.

—Que usted, si colabora, no padecerá violencia ninguna. —¿Violencia?

Entendió el alemán que se trataba de un asalto, y aventuró un movimiento de resistencia o de fuga. Pero los mellizos Domenicone se ubicaron a su derecha y a su izquierda, mudos como la fe, incisivos como la esperanza, tiernos como la caridad.

—¿Soy un prisionero? —declamó el anticuario.

—Lamentable señor —le dijo Tesler—, me disgustaría que nos representase ahora un dramón a lo Schiller. Los hechos no dan para tanto: se trata de un allanamiento vulgar y silvestre.

—¿Con qué fin? —se consternó el alemán.

—Según denuncias recibidas —le dijo Megafón—, usted retiene aquí a una mujer prisionera, contra los derechos y garantías de la Constitución Nacional recientemente anulada por un flatus revolucionario.

—Y con un agravante —añadió Tesler—: se trata de una mujer entre poética y metafísica, lo cual va más allá de los límites concedidos a la insolencia.

En el temor de Siebel, a la sospecha de un asalto sucedió la certidumbre de que sus visitantes eran cuatro locos recién evadidos.

—La mujer que vive aquí —les replicó— es Electra, mi esposa, y no sufre de ningún misterio.

«¡Electra!», se dijo Megafón. ¡Qué bien respondía ese nombre a la Novia Olvidada!

—¿Por qué la encierra usted en una torre? —le reprochó al anticuario.

—¿Qué torre? —palideció él.

—La que usted ha levantado aquí sin autorización del municipio.

—¿Es un crimen levantar una torre?

—No, señor —le dijo Tesler—: es un vómito de la soberbia. ¡Queremos inspeccionar a esa mujer!

—Si es la Novia Olvidada —prometió Megafón—, la reconoceré a primera vista.

—¡Frau Siebel no está visible! —se indignó el anticuario en un gesto de resistencia final.

Pero los mellizos Domenicone lo arrastraron hasta una puerta del fondo que al abrirse mostró a los visitantes un patio, jardín o huerto de rica y ordenada vegetación.

—¡Hay una mano de mujer en estas flores! —dijo Megafón—. ¡Herr Siebel!, ¿dónde ha encerrado usted a Electra?

Y siguiendo la mirada oblicua del alemán descubrió la torre que se levantaba en el flanco derecho del jardín y que, al desentonar con la restante arquitectura, traducía su origen advenedizo de pegote ubicado allí por alguna urgente necesidad. Vista desde afuera, la torre de Siebel parecía un islote sin acceso al mundo exterior, como no fuese por una estrecha puertecita de metal en su base, algunos ojos de buey distribuidos arbitrariamente, y una chimenea en lo alto, requemada y ennegrecida, cuyos humos periódicos habían sugerido al vecindario la hipótesis de un Landrú en laboriosa cremación de cadáveres amatorios.

—La llave —ordenó Megafón al anticuario—. Nos da la llave o demolemos la torre.

Pero Siebel ya no se resistía: la noción de cuatro locos invasores con que había definido a sus visitantes lo embarcaba ya en una política de emergencia que a su entender lo haría navegar en mejores aguas. Como recobrando una dignidad perdida, sacó un llavero de su mameluco, eligió una llave dorada y abrió con ella la puertecita de metal:

—Señores —aduló a los visitantes—, están ustedes en su casa.

Los intrusos no tuvieron lugar ni tiempo de advertir la flamante cortesía del anticuario. Al entrar en la torre, y contra lo que venían temiendo, se hallaron en un ambiente cautivador, armonioso y de una pulcritud exagerada que se contradecía con el mameluco de Siebel y con la roña de su almacén exposición. Una claraboya de cristales verdes, rojos y blancos filtraba cierta luz de gruta que sin embargo permitió a los intrusos una visión muy objetiva de las cosas, a saber: una mesa de trabajo sobre la cual se ordenaban rollos de pergamino y volúmenes de incalculable antigüedad; una estantería de libros no menos arcaicos y una esfera celeste para el uso astrológico. No obstante, lo que desconcertó a Samuel Tesler y al Autodidacto fue la decoración mural del recinto, integrada por dos conjuntos de figuras. En una de las paredes y coloreada muy a lo vivo, aparecía la imagen de un Andrógino cuyas dos mitades, el varón y la hembra, se juntaban por el medio en una fuerte soldadura: el hombre tenía un sol de oro en su mano derecha y la mujer una luna de plata en su mano izquierda; junto a la parte del varón un tallo vegetal fructificaba soles, y junto a la mujer otro árbol fructificaba lunas; el andrógino lucía una corona real en su doble cabeza, y a sus pies vomitaba fuego un dragón alado, gracioso en su ferocidad.

—¡No puede ser! —dijo Megafón consternado ante la figura.

—Estamos locos —rezongó Samuel Tesler con un escalofrío en las vértebras—.

Leamos la segunda pared.

Y vieron que la decoración segunda se integraba con siete cuadros o escenas jeroglíficos: un Hermes, caduceo en mano, ante un Saturno con su guadaña; un monte con siete cavernas e igual número de serpientes negras y amarillas; el jardín de las Hespérides, con flores y frutas de oro; un rey que ordenaba la masacre de los inocentes; un caduceo de oro y sus dos víboras mordiéndose entre sí; una serpiente muerta en una cruz; un desierto, cuatro manantiales en él, cuatro ríos que brotaban de los manantiales y cuatro serpientes arrastrándose por el desierto.

—¿Estas figuras en la Ciudad de la Gallina? —volvió a rezongar Samuel Tesler—. ¡Es absurdo!

—¿Por qué? —le dijo Megafón.

—O es una casualidad o hemos insultado por error al hombre del mameluco.

Entre compungido y reverencial, el filósofo abordó entonces al anticuario que los observaba con un tercio de sonrisa:

—Herr Siebel —le insinuó—, estas figuras en su torre nos están revelando a un espíritu nada vulgar.

—Las pintó a su antojo un muralista de academia —se disculpó el anticuario. Samuel intentó buscar los ojos de Siebel a través de sus gruesos cristales:

—¿Me dirá usted —insistió— que no entiende las figuras de sus decoraciones?

¿Me negará que son las figuras alquímicas del judío Abraham y las que pintó más tarde Flamel en el viejo cementerio de París? ¿Me hará creer, señor, que los colores verde, rojo y blanco de su claraboya los eligió al azar un vidriero de sindicato?

Al oírlo, el alemán palideció visiblemente y disipó su tercio de sonrisa. Con todo, guardó un silencio tan sugestivo, que Samuel Tesler volvió a la carga, esta vez en un tono de súplica que nadie le había escuchado hasta entonces:

—Herr Siebel —rogó—, yo sé muy bien que la discreción es una consigna del Arte. Pero la caridad es también un ingrediente de la Gran Obra. ¡Dígame! ¿Ha llegado usted al punto de beatitud en que la mano del niño estrecha la pata del león?

Hasta los mellizos Domenicone se asombraron al oír la metáfora loca del filósofo villacrespense.

—¡Maestro venerable —continuó él implorando ante un Siebel hermético—, dígame si alcanzó ya la excelencia del león verde, o si todavía está mortificando el mercurio vulgar unido a la sal común y al vitriolo!

El mismo Autodidacto estaba perplejo ante la incoherencia de aquel idioma, lo cual no le impedía leer en Siebel un malestar indefinible que se tradujo luego en temor y al fin en una rabia tal, que los mellizos Domenicone volvieron a flanquearlo con sus cuerpos macizos.

—¡Señores —gritó el alemán a los visitantes con una indignación que no sonaba como legítima—, si alguno de ustedes conserva un átomo de juicio, que se lleve a este alienado y que le ponga un chaleco de fuerza!

—¡Maestro! —se dolió el filósofo al oírlo.

Y dirigiéndose a la pared, cayó de rodillas frente al Andrógino alquímico y le habló así:

—¡Hombre integral e integrado, tatarabuelo sublime, quién pudiera recobrar el equilibrio de tus dos polos, hombre y mujer, oro y plata, sol y luna! Desde todos y cada uno de mis naufragios terrestres evoqué tu beatitud original, y me quedó en la lengua un sabor de antiguas y recobrables despendes.

Y Samuel Tesler lloró un instante lo que Megafón llamó luego en sus apuntes «el llanto junto al Hermafrodito». Según parece, aquel día y en aquel momento el filósofo villacrespense tuvo el chispazo inicial que lo llevó más tarde a traducir la parábola del Hijo Pródigo en términos de cosmología. Pero los mellizos Domenicone, cuya fe militante se capitalizaba en la acción y no en la contemplación, dieron aquí señales de impaciencia:

—¿Don Samuel acabó de rezar? —inquirió uno de los mellizos.

—No fue un rezo —lo corrigió Tesler—: fue una lamentación.

—¡Al fin y al cabo —rezongó el otro Domenicone—, no hemos venido a mirar figuritas! Hay que buscar y revisar a una mujer.

«¡La Novia!», recordó el Autodidacto. Y agradeció la cordura de los mellizos, tan cierto le pareció que la ciencia es de los humildes. En su fascinación ante las pinturas había olvidado que la torre no presentaba ningún vestigio de la mujer.

—Señor —le preguntó al anticuario—, ¿dónde ha escondido a frau Electra?

—¡Frau Siebel no está visible! —protestó de nuevo el alemán.

E intentó zafarse de los dos gorilas que lo estrechaban. Pero uno de los Domenicone lo trabó en llave japonesa, tras de lo cual miró hacia el techo con ojos de sesudo albañil:

—En la torre hay otra planta —calculó—: es un dúplex bien disimulado.

Atento a la sugerencia del guardaespaldas, Megafón exploró el foro en penumbra, y descubrió la escalerilla de metal que sin duda comunicaba el plano inferior de la torre con otro superior y deliberadamente oculto.

—¡Aquí está la tramoya! —exclamó—. Herr Siebel es un hombre ingenioso: ha encerrado a su mujer en el altillo.

Y comenzó a subir la escalera, seguido por Samuel Tesler y los dos mellizos que arrastraban al alemán en pánico. Salieron muy luego al recinto superior, iluminado también por una claraboya de colores, pero que difería notoriamente del otro: si el de abajo revelaba la pulcritud serena de la meditación, el de arriba gritaba la suciedad y desorden de la acción. Bajo una gran campana de chimenea se veía un hornillo a todo fuego, sobre el cual se agitaba en ebullición el contenido de una retorta o vaso monstruoso en su estructura. Un fuelle doméstico, cajas llenas de metales en polvo, frascos e instrumentos de química se hallaban desparramados junto al hornillo y en delirante confusión. A dos pasos y a la derecha del horno, abierto en un atril, se veía un gran infolio de páginas roñosas y torturadas como por la mano angurrienta de un intelecto.

A su frente y a la izquierda, se desplegaba un biombo chino en celosa ocultación de alguna intimidad. Ante los ojos oblicuos del anticuario y las jetas neutrales de los Domenicone que aún lo retenían, un Megafón perplejo consultó a Tesler con la mirada. Una sonrisa de temible pronóstico se arqueaba ya en los labios de Samuel, y llegó a su curva entera no bien el filósofo leyó en la pared una frase latina que aconsejaba: Visita Interiora Terrae: Rectificando Invenies, Occultum Lapidem. Entonces reventó en una limpia y sonora carcajada que hizo temblar la torre.

—¿De qué se ríe? —protestó el alemán—. ¡En esa fórmula está el vitriolo de la Gran Obra!

—Señor —le dijo Tesler—, ¿no ve que le cortó el rabo a su fórmula? Si le añade el Veram Medicinam, conseguirá el acróstico entero: Vitriolum.

—¿Qué nos quiere decir? —le preguntó el Autodidacto.

—Al insistir en la «piedra» y al ignorar la «medicina», herr Siebel me acaba de revelar su viejo y lamentable ridículo.

—¿Por qué?

—¡Herr Siebel es un triste quemador de hulla! —rezongó el filósofo—. ¡Herr Siebel es un falso alquimista! ¿Y saben por qué no voy a cagarlo a patadas? Porque su laboratorio, al fin de cuentas, nos está diciendo que Buenos Aires es un «lugar de lo posible».

—¡Un momento! —intervino Rómulo Domenicone—. Si hay que dar patadas, aquí estamos nosotros.

Y en la de Siebel miró la cara sabrosa de un enemigo. Pero entonces un incidente no esperado alegró a los intrusos: un mono brasileño de regular estatura, deslizándose fuera de algún escondite, saltó al pecho del falso alquimista y lo abrazó con inquietud.

—Está bien, Cosmo —lo apaciguó Siebel—. ¡Cosmo, tranquilo!

—¿Se llama Cosmo ese interesante cuadrumano? —le preguntó Samuel Tesler.

—Cosmo se llama.

—¿Y por qué lo hace vivir usted en este laboratorio insalubre?

El falso alquimista sonrió al filósofo con una punta de humor negro:

—Señor —le dijo—, usted parece no ignorar estas cosas. Ya sabe que la alquimia trabaja imitando a la Naturaleza en sus operaciones. Y el mono es el gran imitador.

—¿Por eso vive usted con un mono junto a la hornalla? —volvió a reír Samuel. Y dirigiéndose al Autodidacto que meditaba, le advirtió:

—Herr Siebel está meando fuera del tarro. Si necesitara un animal simbólico, el mismo Siebel tendría que ser el mono alquímico, y no este pobre macaco ausente de sus bananas regionales.

Intuyendo quizá tanta benevolencia, el mono abandonó entonces al falso alquimista y saltó a los brazos de Samuel Tesler.

—Gracias, Cosmo —lo saludó él—. ¡Un besito a papá!

El simio besuqueó tiernamente al filósofo; y más tarde se reconoció en aquel acto de «piedad cósmica» otro gesto de la sublimidad que había caracterizado a Samuel en sus andanzas. Con el mono abrazado, Tesler se dirigió al hornillo donde la retorta seguía en ebullición. Mientras estudiaba el recipiente, decía para sí mismo y para el cuadrumano:

—Cosmo, tu patrón es una bestia obtusa. ¡Te juro que copió este laboratorio de un viejo grabado alemán! Sí, ha metido un aludel esférico en una atanor cúbico: es una bestia literal. ¡Cosmo, hijo mío, tu patrón hace una tortilla con el huevo sublime de los órficos! Yo que vos me hacía perdiz y me largaba otra vez al bosque.

Y dirigiéndose al anticuario:

—Herr Siebel —le preguntó—, ¿qué cocina usted en esta hornalla?

—El mercurio, la sal gema y el azufre —le respondió el falso alquimista.

—¿Cree usted que la «piedra oculta» brotará de su caldo gallego? Herr Siebel, en el mejor de los casos, este aludel sólo podría orinarle un chorlito de ácido benzoico.

¡Si quiere la «piedra», usted mismo ha de ser el mercurio, la sal y el azufre!

—¿Qué me quiere sugerir?

—Que deberá meterse usted mismo dentro del vaso, achicharrarse, disolverse y coagularse hasta obtener la sublimación.

El filósofo Tesler se alarmó aquí de súbito:

—¡Gran puta —exclamó—, algo falta! ¡El principio femenino, la mujer del andrógino! Herr Siebel, ¿dónde ha guardado a su consorte?

—Frau Siebel no está en casa —volvió a negar el falso alquimista.

—Samuel —intervino Megafón—, ¿para qué necesitamos a frau Siebel en el laboratorio?

—Para meterla en el vaso con su marido y que hiervan juntos hasta la síntesis final. Los mellizos Domenicone se miraron entre sí:

—¿Estamos locos? —preguntó Remo.

—Estamos locos —no dudó Rómulo—. Me gustaría saber a quién tenemos que amasijar aquí.

Pero al notar que la Novia Olvidada se le iba otra vez por la tangente, Megafón agarró al falso alquimista por los hombros:

—¡Basta de trucos! —lo amenazó—. ¡Queremos ver a Electra!

Entonces el simio Cosmo, presintiendo una violencia inminente, abandonó a Samuel y se ocultó detrás del biombo chino. ¡El biombo desplegado en la segunda planta de la torre, un inocente biombo de laca negra con dragones amarillos que traducían una graciosa estupidez! Todos lo habían olvidado, atentos como estaban a los galimatías alquímicos del filósofo Tesler. Y otra vez fueron los Domenicone quienes entraron en acción: dirigiéndose al biombo, lo arrancaron de su lugar, y descubrieron a la mujer que se ocultaba en la torre, prisionera o no del falso alquimista.

—¡Electra! —se conmovió el Autodidacto.

—¡Frau Siebel no está visible! —lloriqueó el alemán despavorido.

Arrodillada en un reclinatorio, la cabeza erguida como una flor en su pedúnculo, juntas las manos en un rosario espectacular de cuentas de azabache, frau Siebel mostraba una quietud sólo desmentida por el temblor de sus labios que al parecer articulaban un idioma sin sonido. Al verla, se le acercaron un Megafón reverencial y un Samuel Tesler dubitativo como la filosofía. Pasmados ante aquella visión, los mellizos Domenicone se mantuvieron a distancia; y confesaron más tarde que, a no estar de servicio, se hubieran puesto de rodillas ante frau Siebel «como ante una Virgen de la iglesia». En cuanto al mismo Siebel, parecía deshecho, como si lo hubieran desnucado recién a tirones bajo la luz de su claraboya. Pero el Autodidacto era sin duda quien revelaba más excitación junto a la mujer que se le ofrecía en espectáculo y a la cual estudiaba en su relación con Lucía Febrero, la Novia Olvidada o la Mujer sin Cabeza. Volviéndose al filósofo villacrespino, le dio cuenta de sus observaciones en una suerte de monólogo exterior e interior a la vez:

—Bien podría ser Ella —le dijo—: su pelo de cobre y sus ojos de ámbar. ¡Qué extraño! Electra, elektron: ámbar, fluido. ¿Casualidad o marca de identificación? ¡Me gustaría saber lo que dicen ahora sus labios insonoros! ¿Alguna clave de la Amorosa Madonna Intelligentza?

—A mi entender —opinó el filósofo—, Electra en una yegüita bien entrenada en todos los galopes. No me gustaría montarla, sólo para medirle el tiempo que daría en el hipódromo de San Isidro. ¡Mire usted esas tetas capaces de amamantar a un semidiós o a un héroe! ¡Y esas ancas hechas para la útil equitación del hombre!

—¡Bárbaro! —lo acusó Megafón herido en una cuerda sensible. Y dirigiéndose al falso alquimista:

—¿Puedo besar a Electra? —le rogó con lágrimas en los ojos.

—¡No, señor! —protestó él.

—Sólo en la frente y con respeto.

—Bésela y lárguese —lo autorizó el falso alquimista—. Frau Siebel está ocupada. Megafón se inclinó reverentemente sobre la mujer arrodillada «Si es Lucía Febrero —se dijo—, no dejaré de reconocerla en este beso iniciático». Y rozó apenas con su boca el frontal de la virgen. Pero se irguió de súbito, entre desconcertado y ofendido:

—¡Esta mujer tiene un insoportable aliento a cebolla! —se indignó.

—Según Hipócrates —adujo el falso alquimista—, la cebolla es un vegetal poderosamente vitamínico.

Y fue aquí donde a Megafón se le hizo la luz al recordar cierta bolsa de malla que había descubierto en el almacén del anticuario. Volviéndose a sus compañeros:

—Amigos —les explicó—, ¿saben ustedes cómo Electra es alimentada por el tacaño de su marido? Con un pan de flauta y un salamín tandilero. ¡Y la cebolla es el complemento vegetal que Siebel añade a la nutrición de su pobre víctima!

—Dado el incuestionable lirismo de la víctima —se lamentó el filósofo—, debería Siebel alimentarla sólo con marfiles indochinos y óleos del Renacimiento.

—¡Gran Dios! —añadió el Autodidacto en su furia—. No sólo tiene a una mujer prisionera en su torre: ¡la mata de hambre por añadidura, ciego y sordo en su increíble avaricia!

La digestión intelectual de los mellizos Domenicone, si nunca fue rápida, era siempre segura. No bien entendieron las acusaciones de Megafón, entraron en un afán de justicia que se unió al ya conseguido enternecimiento de sus almas frente a la mujer cautiva. Y el primero en reaccionar fue Rómulo Domenicone, quien tendió a herr Siebel un índice ominoso:

—He visto a grandes cornudos —le aseguró—, pero ninguno como usted. Y tentó a su hermano con la mirada:

—¿Le damos el «pesto» ahora? —inquirió serenamente.

—No todavía —le dijo Remo—. Estoy buscando el área de su culo donde le acomodaré mi shot penal.

Hasta entonces Electra o la presunta Novia Olvidada se había mantenido fuera de la realidad. Y de pronto, abandonando su rigidez extática, dio señales de un regreso al mundo y a la torre. «Ahora nos dará su mensaje —calculó Megafón—: si es Lucía Febrero, rayará en lo sublime». Y contuvo su aliento para escuchar mejor. Los visitantes oyeron entonces a una Electra que llamaba sin entonación alguna:

—¡Sigmund! ¡Sigmund!

La suya era una voz de cotorra, un graznido mecánico de ave parlante bien amaestrada, o un cacarear de gallina joven que se despierta recién sobre sus huevos.

—¡Sigmund! —volvió a llamar.

—Te oigo, paloma —le dijo aquí el falso alquimista.

—¿Nos queda en el bolsón algo de salame y algo de pan francés?

—¿Has concluido tus deberes?

—Quince rosarios —afirmó ella en su graznar ornitológico.

Los visitantes habían quedado mudos al oír la voz de Electra y su diálogo pedestre con el alemán, sobre todo Megafón cuyas ilusiones acerca de la Novia Olvidada sufrían ahora un revés que no era el primero ni sería el último. Como si un hermoso ídolo acabase de rodar a sus pies. Rómulo y Remo Domenicone, atletas en vocacional soltería, estaban confirmando ya sus viejos escepticismos en achaques de mujeres. El único espectador que seguía en sus cabales era Samuel Tesler, hombre ducho en las imprevisibles caras de Venus: dirigiéndose al anticuario, le preguntó con astucia:

—Herr Siebel, ¿por qué hace rezar a su mujer como si la condenase a trabajos forzados?

Una luz fanática brilló en los ojos o en los anteojos del falso alquimista:

—Durante la Gran Obra —respondió— la mujer debe orar mientras el varón estudia y funde los minerales en el vaso.

Enseguida corrió al volumen abierto en el atril y consultó sus renglones borrosos. Tras de los cual se dirigió al hornillo, le arrojó algunos pedazos de antracita y estudió con ansia la ebullición del aludel.

—¡El mercurio está «mortificándose»! —gritó en su pasión avara.

—Una bestia literal —recapituló Samuel Tesler a sus parciales—. Ahí tienen a un Adán grotescamente despistado.

Se acercó a la mujer arrodillada todavía:

—Y aquí tienen a una Eva que, a rosario limpio, se gana honradamente su salamín. ¡Estamos en pleno Kali Yuga!

—Mi marido es un hombre de ciencia —le anunció la mujer con su voz de cotorra.

—¡La pata, Juanita! —le rogó el filósofo tendiéndole un índice amigablemente.

—Yo le doy la patita sólo a mi marido —cotorreó Electra—: no será un galán de cine, pero tiene lo suyo. Me arrancó de la mala vida en Río Gallegos y me prometió el oro y el moro. No bien encuentre la famosa «piedra», me hará jugar en Montecarlo, vestida con un traje de noche que ya encargó a París.

—¡Electra! —lloriqueó Megafón al oírla.

—Ya no habrá salamines —insistió ella—: comeremos ostras, faisanes y caviar sueco, bien mojados en champagnes franceses de marca.

Entristecidos hasta morir, los visitantes escucharon a Electra.

—¡Siebel es un cafisho miserable! —tronó Rómulo Domenicone.

—Si quiere dolce vita —gruñó Remo—, ¿porqué no vende sus marfiles y se larga con la pobre criatura?

—Mi marido busca la «piedra» —subrayó la mujer en un cotorreo final.

Y volvió a su rosario, mientras el falso alquimista soplaba con el fuelle los carbones del horno.

—Salgamos de aquí —ordenó entonces un Megafón en pena.

Y descendió a la planta baja, seguido por el filósofo y los hermanos Domenicone. Samuel Tesler se detuvo allí un instante para reverenciar otra vez al Andrógino alquímico. Luego, con los demás, abandonó la torre y desanduvo el camino hasta la puerta de calle que Megafón abría con el apresuramiento de un fugitivo. Entonces, ya en el umbral, el filósofo sintió que una mano peluda se agarraba fuertemente a su mano derecha y parecía tironearlo hacia la calle. Era el mono de Siebel que los había seguido tal vez en el intento de una evasión.

—Cosmo, hijo mío —le advirtió Samuel con ternura—, esta casa es tu infierno.

Aquí seguirás de mono hasta que mejores tu karma tremendamente jodido.

Y cerró la puerta, dejando el mono adentro.

Aquella misma noche, sentado a la mesa y frente a sus tallarines, Megafón rindió cuenta de los hechos a una Patricia Bell que lo escuchaba sin entusiasmo. Si el Oscuro de Flores hubiera sabido lo que se incubaba en la trastienda inescrutable de su mujer terrestre, no habría insistido tanto en la Mujer Celeste que buscaba, ni en sus escalofriantes aproximaciones. Cierto es que Megafón exageraba frente a Patricia el desengaño que la mujer del pseudoalquimista le produjera en su confrontación con la Novia Olvidada. Pero también lo es que, describiendo a Electra, se le iba la mano al pintar el bello ámbar de sus ojos y las incalculables redondeces que no disimulaba su vestido; lo cual fue como darle a Patricia un golpe bajo en su hígado leal. No bien el Autodidacto hubo concluido su narración, Patricia Bell dijo en tono ecuánime:

—La excursión de Lomas de Zamora nos deja un saldo positivo.

—Muy positivo —asintió el Oscuro levantando en su tenedor una parva de tallarines.

—Aunque tuvo su riesgo —añadió ella.

—¿Qué riesgo?

—No hay como una mujer literaria para encandilar a ciertos hombres maduros.

«Ese palo es para mi gallinero», se dijo Megafón.

—La Novia Olvidada no es una mujer de la literatura —corrigió él ya en alerta—: es una mujer de la filosofía.

—¿También son filosóficas las exuberancias corporales de frau Siebel? «¡Cuidado!», se alertó de nuevo el Oscuro. «¡Paciencia y Método!».

—Frau Siebel es un chasco descomunal —la definió en su alarma. Patricia Bell no se rindió a la obsecuencia de su marido:

—Es difícil competir con una madona de la literatura —reflexionó—: trae demasiados cosméticos.

Y rezongó en un despunte de su furia:

—¡Me gustaría saber qué hubiera hecho Isolda sin el corsé ajustado que le puso Wagner! ¡Por Dios, me gustaría conocer el arsenal de cremas Elizabeth Arden que utilizó Cleopatra en su aventura con Marco Antonio! ¡No me asombraría de que la propia Julieta oliese a minestrón italiano al levantarse de la cama!

—Electra —le confesó el Autodidacto— me arrojó a la cara un terrible aliento de cebolla.

—¿La tuteas ya? —gritó Patricia.

—No la he tuteado.

Agitada por su furioso viento, Patricia Bell, tras arrancarse la servilleta, se puso de pie y abandonó el comedor en tren de fuga.

—¡Patricia! —la llamó él.

Ella no respondió, y el Autodidacto la oyó subir al dormitorio y encerrarse allá con un portazo que hizo retemblar el chalet. En sus ya largas relaciones con la mujer terrestre, a fuerza de victorias y descalabros, Megafón había reunido experiencias que a su entender lo hacían experto en borrascas matrimoniales. Uno de sus recursos más útiles en esos casos le ordenaba repetir entre dientes y bajo la tempestad esta sabia consigna: Paciencia y Método. «Cuando en Milán llueve —se dijo—, lo mejor es dejar que siga lloviendo hasta que aclare». Y decidió acabar serenamente sus tallarines y beber su tintillo. Pero se angustió súbitamente cuando, fiel a otras experiencias, recordó que a menudo las teorías del folklore no se ajustan a la práctica de lo contingente humano. Entonces abandonó la mesa, trepó los escalones y subió al dormitorio cuya puerta se mantenía cerrada.

—¡Patricia! —llamó cautelosamente.

Nadie le respondió adentro, visto lo cual accionó el picaporte: inútil, el dormitorio estaba cerrado con llave. «Paciencia y Método», se impuso Megafón. Y volviendo a la carga:

—¡Patricia! —exclamó—. ¡Te juro que frau Siebel es un loro alimentado con salamines!

Como el silencio le respondiera otra vez:

—¡Estoy solo, Patricia! —le rogó—. ¡Al menos deja salir al gato para que me acompañe en el destierro!

Nada: ni un rumor adentro, ni una luz por el ojo alcahuete de la cerradura. El Autodidacto sintió que su Paciencia se le resquebrajaba y que su Método se le hacía polvo. ¿Echaré abajo la puerta como en los bodrios yanquis de la televisión?

¡Ridículo! No soy un pistolero de Chicago ni un agente del FBI ni un marido en trance de cornamenta. ¡Volvamos a la lluvia de Milán! En ese afianzamiento de su decoro, Megafón abandonó el sitio, descendió la escalera y salió al jardín. Lo que más lo indignaba era la deserción del gato Mandinga: el gato es un traidor independiente que jamás respondió a ningún sindicalismo. ¿Independiente? No, ella es quien le da su hígado a la parrilla. Como necesitaba un lugar alto donde verse libre de tanta miseria, el Oscuro subió a la torre del chalet. Desde su explanada estudió el cielo nocturno y oteó enseguida la vecindad: abajo todo era negrura, silencio y quietud. ¡Si al menos ahora zumbase la guitarra del beatle! Solo y amargo, localizó desde arriba la ventana del dormitorio, abierta, naturalmente, a la frescura de la noche. Patricia está en su interior, inflexible como una mula, pero atenta y desvelada en el cálculo de mi posible martirio. ¡Te conozco, Patricia, como si te hubiera llevado una eternidad en mis costillares! Una idea vindicativa se abrió paso en su mente: juntó y ató algunos ladrillos que guardaba en su arsenal de proyectiles. Luego, asomándose por las almenas y dirigiendo su grito a la ventana del dormitorio:

—¡Patricia —vociferó—, te amo hasta morir! ¡Y muero!

Arrojó los ladrillos desde la torre al jardín: se oyó abajo un gran estruendo. Y Megafón entendió que Patricia, en la certidumbre de un suicidio, abandonaría la casa en busca de sus restos mortales, gritando y con el desleal Mandinga oliéndole los talones. Pero nada sucedió ni abajo ni arriba, ni a la izquierda ni a la derecha, ni al frente ni detrás. Entonces Megafón, acostado en la explanada y sobre una colchoneta, levantó sus ojos hasta Orión que brillaba en las alturas:

—Ella —se dijo, amargo y solo—. ¿Patricia? Una mujer. La prima substantia. Yo la construí enteramente sobre la base de su materia indefinida y tal vez indefinible.

¿Qué construí? ¡Un ídolo! Con este pulgar modelé sus tetas frutales, alisé su vientre y la curvatura de sus muslos; definí el hoyo de su ombligo y el tajo de su sexo; tallé las uñas de sus pies y de sus manos, erigí su cabeza y le puse todos los agujeros del sentido. Cuando estuvo completa, le insuflé mi propio viento en su nariz de arcilla mojada, y le di un nombre que al fin y al cabo era uno de mis nombres no proferido aún. ¡Y ella se irguió por sí sola, y me dio la delicia y la guerra! Y comí en sobresalto mi pan y dormí con angustia mi sueño. Y ella olvidó las llaves en la refrigeradora, y puso en caos mi biblioteca, e instaló un libro de cocina junto al inmortal Platón, y me hizo agarrar a piñas con el frutero andaluz, y me sirvió merluzas en compota, y lavó mis tomates con detergente. ¿Negará ella que me debe su ritmo respiratorio, su arte del estornudo, las maneras de cortar el hipo y la restauración de su flora intestinal? Sí, ahora estará en el dormitorio con ese infame Mandinga echado a sus pies. Y se creerá independiente de su alfarero, ¡de mí, por Cristo!

En su furia, el Autodidacto abandonó la colchoneta y se puso de pie:

—¿No sabe que sigue atada por un cordón umbilical a su hombre, y que si yo lo cortara ella volvería de inmediato a su indeterminación primera? ¡La levanté como a un ídolo para mi adoración! ¿Ignora que de igual modo puedo bajarla de su pedestal, destruirla y bailotear sobre la pulverización de sus huesos?

Con los dientes apretados, Megafón taconeó en las alturas un zapateo iconoclasta. Y volvió a la colchoneta llevándose los escombros de una Patricia Bell en aniquilamiento. Levantó sus ojos a la estrella Alfa del Centauro:

—Tal vez Patricia la está mirando ahora desde su reducto: es el lugar de la cita que convenimos para nuestras miradas en caso de separación. ¿Ella merece juntar su mirada, en un astro, con la de un líder solo y a la intemperie?

Sin embargo, la ira de Megafón entraba ya en un reflujo que sólo iba dejando en las arenas algunos caracoles de resentimiento. Y en ese punto un llamado urgente de la ecuanimidad lo llevó a la otra cara de la moneda Patricia Bell, a su reverso de amor que acababa él de olvidar injustamente:

—¿No ha sido ella mi Ángel de las Batallas? ¿No se ha ubicado a mi frente como un broquel de rosas, detrás de mí como un espaldar de acero, a mi derecha como una lanza de razones que hiere sin ofender, y a mi izquierda como un libro de justas caballerías? ¿No recibió ella los golpes que me asestaron cobardes enemigos?

Megafón sintió aquí el aliento de una piedad que le iba ganando el alma:

—¡Patricia Bell! En mis noches de enfermedad, ¿no estuvo siempre junto a mí con sus manos llenas de ungüentos y su boca estallante de oraciones? Cuando me atacaban demonios invisibles, ¿no la vi cortar el aire con mi facón de plata, encender velas de culo y reprender al diablo con sus exorcismos? En las horas de fiesta, ¿no compartió mi vino, cantó mi zamba del norte y bailó para mí solo, desnuda y espléndida sobre nuestros manteles?

En el ánimo de Megafón la piedad había condescendido a la ternura y ahora desembocaba en el remordimiento:

—¡Y no es verdad que yo la engendrase a ella en mi panza redonda! Por lo contrario, ella es mi madrecita, mater o materia que vuelve a darme a luz cada mañana por una metodología de la resurrección que le enseñé yo mismo. ¡El compás y la brújula! Y la ofendí con el elogio de un espectro que come salamines, ¡a ella, la «no cantada» y la cantable! Megafón, ¿cuántas veces abandonaste a Patricia en el chalet y a solas con un gato?, ¿qué te importan los oligarcas argentinos, los generales dactilógrafos, los curas fariseos y los imperialismos agresores? ¡Tus batallas y correrías! ¿No ves, idiota, que, como Ulises, podrías llegar a ser un náufrago integral y un cornudo perfecto?

Ante la imagen de Patricia Bell ya reconstruida y sublimada, el Autodidacto se avergonzó de sus incurias. Y lo asaltó de pronto la necesidad urgente de mortificarse a sí mismo en desagravio de la víctima que lloraba tal vez en el dormitorio y a solas con un gato cuya traición ya no le parecía tan grave. Naturalmente, no haría él su penitencia en la torre, lugar excelso del que no se juzgaba merecedor, sino en la zona más humillante del chalet, el gallinero, donde a esa hora dormirían las aves en sus palos mierdosos. Con esa intención, el Autodidacto descendió por la escalerilla de la torre, salió al jardín y se orientó en las tinieblas hasta encontrar el gallinero: desconectó el timbre de alarma que había instalado él mismo contra los nocturnos ladrones de gallinas; y tras abrir la puerta de alambre tejido, se deslizó en el corral y gateó en el suelo hasta sentir que las gordas aves latían sobre su cabeza. Entonces, a fin de no despertarlas, contuvo el aliento y guardó una inmovilidad absoluta:

—¡Patricia —volvió a lamentar en su ánimo—, la no cantada y la cantable, la débil y la forzuda! Sólo cuarenta y seis quilos de huesos, fibras musculares y ramificaciones nerviosas. ¡Y sin embargo, un bastión de combate, ángulos hirientes para la ofensiva y ángulos curvilíneos para la resistencia! Cinco sentidos abiertos y en atención: un ojo clavado en el fuego y el otro en el agua, un oído en la tierra y el otro en el aire, tu nariz puesta en la rosa o en los labios de la herida, tu lengua en la miel o en la hiel, tu tacto en el calor o el frío. ¡Belona es otro de tus nombres terribles! ¿Y de qué se nutre al fin? Una toronja, un huevo duro y una lechuga le dan una energía equivalente a un cuarto de caballo de fuerza que se le quemará en batallas y juegos.

¡El fósforo de una corvina se le traducirá en siete horas de metáforas poéticas y buscapiés metafísicos!

Inmóvil y tenso bajo las gallinas durmientes, Megafón advirtió que aquellos elogios de Patricia eran taladros hundidos en su conciencia. Pero como a ese dolor se le unía una cuantiosa dulzura penitencial:

—¡Ella! —insistió el Autodidacto—. Si desde su corazón dejáramos caer una plomada, encontraríamos que su centro de gravedad es el Amor militante. ¡Patricia, la falta de una computadora electrónica me impidió calcular una noche las veces que tu cintura entraría en el ecuador terrestre, y cuántos pasos tendrías que dar en el cosmos para llegar a Venus tu planeta! Sin embargo, conozco las tres coordenadas que se juntan en tu mente y abren los ocho ángulos rectos de la sublimidad.

Refrenó de pronto su caballada metafórica:

—¡Epa! —se alarmó—. Estoy confundiendo a la mujer terrestre con la mujer celeste.

Y como se agitara él en su confusión de las dos entidades, una gallina despertó en su palo y se cagó de angustia. El Oscuro de Flores recibió el medallón en plena cara:

—Por fortuna el pobre animalito no está clueco —se alegró en su penitencia.

Sucedió que a la otra mañana, cuando Barrantes y Barroso fueron admitidos en el chalet, se hallaron con un Megafón a quien las «mortificaciones del gallinero» habían revestido de una tristeza visible pero también de una visible dignidad. Los integrantes del dúo eran portadores de una noticia que las radios acababan de lanzar a los cuatro vientos del éter: el general González Cabezón, también llamado «el hijo del choricero», se había visto forzado a «largar» la Presidencia de la República bajo la presión de otro general igualmente presidenciable. A decir verdad el hecho no afectaba el hígado armonioso de la nación ni el de sus pacientes ciudadanos. Era una repetida figura de lo que se llamó después en clave megafónica El Malambo de los Generales: cada general se adelantaba fieramente hasta el proscenio, hacía sus mudanzas de zapateo folklórico y era substituido por otro general igualmente coreográfico. Pero González Cabezón, pese a su factura standart, ya tenía un lugar fijo en el plan bélico del Autodidacto; por lo cual Barrantes y Barroso no dejaban de calcular las rectificaciones o enmiendas que su eclipse fortuito introduciría en el «Psicoanálisis del General» ya esbozado en los papeles del Oscuro de Flores. Con bastante sorpresa (y no eran criaturas de asombro) advirtieron que Megafón escuchaba la noticia como quien oye garuar en el techo.

—¡Jefe —se indignó Barrantes—, el Hijo de Choricero acaba de pasar a situación de retiro!

—¡El carro del Estado navega sobre un volcán! —añadió Barroso en un grito de asamblea. Indiferente a esos reclamos de batalla, Megafón les narró su tragedia con Patricia Bell, el destierro de Patricia en el dormitorio y su propia desolación que lo dejaba fuera de todo combate posible. Oído lo cual Barrantes y Barroso entraron en una meditación tristísima, la que les inspiraba el naufragio de un líder en los escollos eternos del eterno femenino.

—Padre —inquirió Barroso—, ¿el gran Sarmiento no ideó una metáfora obscena referente al asunto que nos ocupa?

—Muchacho —le respondió Barrantes—, el gran Sarmiento no debió comparar la fuerza motriz de un pelo femenino con el poder de una yunta de bueyes. Esas ilustraciones no hacen progresar a las Ciencias de la Educación.

Pero los integrantes del dúo, tras ese apoyo didascálico, resolvieron entrar en acción y sacar a su jefe de la estacada en que lo veían. Abandonándolo en el comedor, subieron hasta el dormitorio y redoblaron con sus nudillos en la puerta cerrada.

—¡Señora Patricia! —llamó Barrantes desde afuera—. ¡Venimos en misión de paz! Nada respondió adentro.

—¡Señora Patricia —insistió Barrantes—, Megafón se nos muere! Dice que se desangra por el costado roto del Hermafrodito.

—Clínicamente —diagnosticó Barroso— es una hemorragia metafísica.

Desde su interior el dormitorio no dio señales de actividad ninguna. Por lo cual Barrantes y Barroso descendieron hasta el Autodidacto.

—Jefe —le anunció un Barroso perito—, la breva no está madura.

—Entre tanto, filosofemos —propuso Barrantes—. En estas jodidas navegaciones, conozco bien la ciencia de mantenerse al pairo.

Atento a esas voces de la experiencia, Megafón empuñó una damajuana de vino y tres jarros. Con tal artillería salió al jardín y se dirigió a la glorieta, escoltado por Barrantes y Barroso en los cuales veía él a dos padrinos que lo asesoraban en su duelo. Ya en la glorieta, y ubicados los tres en sus asientos de metal, el Oscuro de Flores llenó los jarros con el vino de la damajuana, según un arte que no dejó de admirar el dúo y que respondía seguramente a una larga práctica en aquel difícil ejercicio.

—Padre —se intimidó aquí Barroso—, ¿tomaré vino a estas horas? Esta mañana he desayunado sólo con tres mates y un editorial de La Prensa.

—Ese castigo te honra —lo alentó Barrantes—. Pero tratándose de vinos, yo no haría una cuestión dietética. ¡Sólo en la desgracia uno conoce a los amigos!

Y apuró su jarro heroicamente, acción que imitaron un Barroso en obediencia filial y un Megafón hundido en sus pesares hasta la verija. Entonces, ya calentado el pico, este último describió a sus apadrinadores las duras penitencias que había cumplido en el gallinero, sin excluir el insulto de la gallina laxante, actos que los apadrinadores tuvieron por anacrónicos y asimilables a los tristes masoquismos de la Edad Media. Pero Megafón, ya embalado, no cedió en este punto de teología; y apoyándose todo él en una segunda efusión de la damajuana que compartió con sus oyentes:

—El gallinero no ha bastado —les dijo en su furor penitencial— y ella sigue desterrada o muerta en un dormitorio que fue lugar de amores. ¡Óiganme bien!

¡Patricia, Buenos Aires y el mundo sabrán quién es Megafón! ¡Patricia me llevará naranjas al manicomio y ustedes llorarán sobre mi chaleco de fuerza!

No sin inquietud Barrantes y Barroso escucharon ese anuncio en el que distinguían un retintín de premonición y otro de amenaza.

—Jefe —temió Barrantes—, ¿no estará meditando un cataclismo?

No, Megafón no tejía el proyecto de una catástrofe amorosa ya que su clasicismo bien forjado en la Biblioteca Popular Alberdi lo alejaba de cualquier desmesura. Visto que sus mortificaciones «internas» en el gallinero no habían logrado arrancar a Patricia Bell de su ostracismo, el Oscuro planificaba una mortificación «externa» que, al ser recogida por los trombones del escándalo, derribase la puerta del dormitorio hermético donde se atrincheraba su mujer como una rosa entre sus espinas. Imitando la gesta medieval del caballero Lanzarote, pensaba fingir una locura de amor que lo haría recorrer en paños menores las calles de Buenos Aires, exigir en la Casa Rosada elecciones libres para la ciudadanía, o exponer a los héroes del Instituto Di Tella una concepción de la pintura hecha en collage con los suspiros disecados de las poetisas nacionales.

Atentamente justipreció el dúo tan ambicioso proyecto.

—A mi entender —objetó Barrantes—, para salir en paños menores a las avenidas y conservar el decoro, Megafón necesitaría llevar los calzoncillos largos de Lanzarote y su camiseta de frisa con ojales reforzados. La ropa interior del hombre actual no está hecha para el romance.

—¡Muy exacto! —asintió Barroso—. Además, y si bien recuerdo, Lanzarote llevaba en el oído un concierto para corno inglés (el rey Arturo) y viola da gamba (la reina Ginevra). Y no creo que Megafón, aunque salga en tecnicolor, ande con esa banda sonora.

Desgraciadamente para los dos críticos, el Autodidacto no los oía, distraído como estaba en sus planes de violencia y en la obra de llenar los tres jarros con un tercer aporte de la damajuana. ¿Y qué podían hacer ellos buenamente sino trasegar a sus buches aquel nuevo regalo de la naturaleza? La libación número tres los unió a todos en la conciencia de un destino común y una misma peligrosidad ante la Venus terrestre. No hubo en adelante distinción alguna entre los dos padrinos y el apadrinado, ya que se identificaban los tres en un conocimiento y pasión de la Eva que concretaron ellos en una Ginesofía de alto valor teórico y una Ginegogía de gran valor práctico. Lo que primeramente se confesaron entre sí fue su terror casi religioso frente al misterio de la mujer o ante su falta de misterio.

—La mujer —dijo Megafón con acento vinoso— es la substancia o lo que «está debajo» (sub stare). Por eso, toda mujer se ubicará fatalmente debajo de un varón y todo varón encima de una mujer. ¡Es la coordenada perfecta!

—¡Brindemos por la coordenada! —se entusiasmó Barroso que tenía el vino alegre.

—No tomaré una gota más —protestó Barrantes, que tenía el vino trágico— hasta que se me aclare si el poder terrorífico de la mujer viene de algún misterio y si tal misterio se aloja o no entre los límites de la putañería. Soy casado: los bienes y los males venéreos han afligido mi juventud.

—Según entiendo —le aclaró Megafón— el poder terrorífico de la mujer está en el misterio de la prima substantia, en su indeterminación tremenda, en su oscura potencialidad, en su vacío llenable y en su pobreza enriquecible. ¡Yo brindaría por ese angurriento vacío que nos llama!

Y volvió a llenar los tres jarros hasta sus bordes.

—¡Me niego! —se emperró Barrantes—. El hombre nace de una mujer y fallece de otra. ¡La mujer, cuna y sepulcro del hombre!

—Y entre la cuna y el sepulcro del hombre —lloriqueó Megafón—, ¡la mujer y la guerra!

—¿Belona? —le preguntó Barrantes hecho un mar de lágrimas.

—¡Una incitación a la guerra! Su voz, como un tanque de acero que retumba sobre un puente de acero en dirección a la batalla de Thil. ¿Qué putas estoy diciendo? «Varones, hijos de varón, seguimos / tu bandera y tu idioma: / tu bandera de sal y tu idioma sin agua. / Y en tu idioma la guerra vestida de metales / nos lava de pavor y nos peina de fuego».

No obstante Barroso, que tenía el vino indulgente, confirmó su optimismo en aquella difícil asignatura tras un cuarto empinamiento de su codo reiterador:

—Soy casado también —argumentó en su delicia—. Tengo una mujer que duerme conmigo todas las noches y se despierta conmigo todas las mañanas. Cuando se acuesta, es una diosa y cuando se levanta es un mascarón de proa derretido en sus cosméticos. ¡Adoro sus contradicciones!

—¿Qué contradicciones? —le preguntó un Barrantes dramático.

—Por ejemplo, ella destruye a su hombre, y enseguida se asombra de verlo destruido. A veces me da señales de su defunción inmediata; y cuando me dispongo a llorar en su tumba, ella resucita inesperadamente, se cubre de pimpollos, baila su jazz y devora su estofado como una huérfana. Otras veces, cuando la miro en todo el esplendor de su forma, ella se arruga de repente, se desinfla, cae a mis pies; y le debo insuflar mi propio aire para que no regrese a la nada. ¡Yo no sé qué haría sin Isabel!

—¿Se llama Isabel ese tesoro? —inquirió Megafón deslumbrado ante la ciencia de Barroso.

—Familiarmente —le confió él en su ternura— la llamo Conjunción Adversativa.

—¿Por qué?

—Nací para su amor —dijo Barroso—, y desde toda eternidad vengo sabiendo que a cualquier observación o juicio que yo le formule opondrá ella un «sin embargo», un «pero», un «aunque» ineludibles. ¡Isabel! ¿No es una pura delicia?

De verdad extasiado, sacudió la damajuana en tren de medir su contenido remanente que no era poco. Y añadió mientras lo hacía:

—¡Ella tiene la virtud, el don o la gracia de oscurecer todo lo claro, enrevesar todo lo derecho, complicar todo lo simple y hacer dudoso todo lo seguro!

«Pero ¿quién es Ella, la que viene alborotando sus propias aguas y clavándole sus espuelas al caballo del suceder? ¿Quién es Ella, la más desnuda entre lo vestido y la más vestida entre lo desnudo? ¡Varones, hijos de varón, seguimos / tu bandera y tu idioma! Es absurdo: la batalla de Thil no se libró jamás».

A estas alturas del coloquio, Barrantes, que no compartía la euforia de su hijo, consultó a Megafón en los términos que siguen:

—Jefe, cuando la mujer fue separada quirúrgicamente del varón, ¿en qué parte se quedó el monólogo, en el hombre o en la mujer?

—En la mujer —le aseguró el Oscuro—. La mujer es el costado parlante del hombre.

—¡No lo dudaba! —gimió Barrantes en una congoja que parecía eterna.

—¿Tiene alguna dificultad en su equipo sonoro? —le preguntó el Autodidacto.

—¡Nelly, mi mujer, es el verdugo del silencio! —volvió a gemir Barrantes.

Y se agarró a su vino como a una tabla de naufragio. Barroso lo apuntaló entonces con su filial asistencia:

—Padre —le dijo—, no se crea desarmado en esa batalla estereofónica. La solución pertenece a la estrategia y a la metodología.

—Hijito —se reanimó Barrantes—, ¿has encontrado un método?

—Un método infalible —le aseguró Barroso—. Frente a una mujer parlante, yo la dejo que hable a toda rienda. Más todavía, le presto mi cara en atención (la cara solamente) a fin de que no se desanime y continúe hablando. Si ella se detiene (y no es probable), intervengo yo con un «latiguillo» de cuatro palabras que le sirva de apoyatura para seguir su monólogo. Reloj en mano, en una hora de conversación ella ocupa cincuenta y siete minutos y yo sólo tres con mis «latiguillos» estimulantes.

«¡Lo sonoro, sonante y sonador en su boca de frutas, ananá, durazno y limón (excepto algunos días)! Ella se atomizará y dispersará en sonidos y ruidos: nos cantará todo lo cantable y nos dirá todo lo decible. Varones, hijos de varón, nosotros abriremos el paraguas bajo ese cuantioso aguacero de la música».

—Y exceptuando su cara en préstamo —le dijo Megafón—, ¿qué hace usted con el sobrante de su persona?

—Me ausento —le respondió Barroso—, y mentalmente asisto a un combate del Luna Park, o discuto con la barra del café un tema de pistoleros nacionales, o levanto la puntería y viajo con Ulises entre sirenas de un lujo increíble.

Ante la mirada vinosa de los ginesofistas, Barroso acababa de levantar la estatura de un sabio y un héroe a la vez. Se tuvo en adelante la noción de que la Eva terráquea, pese a su infraestructura contradictoria, era una entidad sufrible y canalizable, amén de sus delicias cuyo recuerdo volvió súbitamente a la conciencia de los tres dialogantes. La damajuana era joven todavía: con sus nuevos tributos alisó las frentes y devolvió a los labios una risa que se daba por difunta. ¿Y qué distancia media entre la risa y el canto? A la sombra de las glicinas los tres bebedores intentaron armonizar en coro una vieja canción italiana de borrachería; y sus gritos asustaron a las palomas que se arrullaban en el techo del gallinero penitencial. ¿Y cómo se introduce ahora en la fiesta el beatle de la casa vecina? ¿Lo ha invitado alguien o acude por sí solo, con su guitarra eléctrica, protagonista natural del ruido? Megafón le hace beber a la fuerza un jarro entero de vino que acaba de ordeñarle a la damajuana: «¿Cómo?, se dice. ¿No lo cagué de un hondazo el otro día?». ¡Qué importa! Barroso y Barrantes, como salutación a la música llegada, le hacen empinar al beatle sus dos generosos recipientes. Y el beatle queda mamado para toda la vendimia. ¿Dónde habrá un enchufe para la guitarra eléctrica? Ya lo encontró el beatle junto al emparrado. Música, solistas y coro:

«Del fiasco va in boca,

¡qué bella boca! Boca, bocón, boquín, cuel chiribiribín,

¡boca va el vin!».

¿Y Patricia Bell? Atrincherada en el dormitorio, acechó, acecha y acechará eternamente. Cerró la puerta con doble llave y doble pasador, y también la celosía de la ventana por entre cuyas tabletas le han llegado y le llegarán todas las palpitaciones de la casa y el jardín. Táctica elemental: a, Megafón, desde afuera no captará en el dormitorio ninguna luz, ni un solo rumor, ningún pulso de vida; y entrará primero en inquietud, a continuación en angustia y finalmente en pánico, b, Patricia, desde adentro, sintonizará y controlará la situación, lista para intervenir en el momento de su victoria. ¿Por qué tuvieron que llegar esos dos payasos y alterar el clima? Hasta entonces las cosas iban como sobre ruedas: el suicidio falso de Megafón en la torre.

¡Un recurso infantil! ¿O creyó él que yo saldría gritando y arrancándome la cabellera? Un niño: ellos no salen jamás de la infancia. ¿Por qué al bajar de la torre, provocó tanto alboroto entre las gallinas? ¡Megafón! ¿No habrá ido a buscar dos huevos frescos para reforzar su tragedia? Los hombres no soportan el drama sin un par de huevos fritos. No, él no entró en la cocina: lo hubiera oído remover sartenes.

¡Ahora están los tres vaciando en ayunas una damajuana! Todas las sierras de Córdoba juntas no producen el boldo que necesitará Megafón para curar su hígado: tal vez aquellas píldoras de Hepatalgina que me aconsejó la maestra jubilada. Y el vino les ha dado por criticar a la mujer: Dios misericordioso, una mujer no se conoce a sí misma en veinte siglos, ¡y ellos pretenden conocerla en una hora! ¿Qué dice Megafón el Sabio? La mujer es una indeterminación y una pasividad. ¡Ellos! Cuando la mujer los carga encima, parece que van a destruir el mundo con su furia o cavar un pozo que llegue hasta el centro de la tierra. Y de pronto aflojan, caen rendidos y se duermen. ¡Bah! De la mujer es la resistencia en el combate: sólo ella sobrevive al encuentro, lista para la siguiente batalla. ¡Quieto, Mandinga! El pobre animalito quiere salir. ¿Hambre? No, ya le di su taza de leche. ¿Orinar? Tiene su cubeta en el dormitorio. Me pregunto si los gatos no sufrirán de claustrofobia (claustro: encierro; fobia: terror), como la tía Marta que no puede viajar en los ascensores. ¿Otro brindis afuera? Ya están borrachos hasta la raíz, y cantan ahora: ¿dónde aprendieron ese himno de bodegón italiano? De fiasco va in bocea, de boca va in panza: la fea trayectoria del vino. ¡Están gritando como energúmenos! ¿Me van a convertir el chalet en un quilombo? De panza va in testa. ¿Cómo, también ahora una guitarra?

¡La guitarra del beatle, la que Megafón tirotea con su honda! Tiene la manía de abrir sus puertas a todos los pajaritos del cielo.

Calipso ensimismada, Patricia Bell, sola en su baluarte y con un gato que trama ya su evasión exigida por la natura, ve cómo afuera se agiganta el volumen del sonido, se afirma el haz de la realidad, se acelera el paso de un suceder que la excluye de sus ámbitos, Y advierte cómo en su interior se le aflojan las resistencias y se le alzan los puentes levadizos y se le caen los torreones y barbacanas. ¡Un fortín que ya se abre a todas las astucias del Enemigo! En otras circunstancias es el momento justo en que Megafón acude para levantarme y sostenerme, vencedor y vencido, a mí, derrotada y triunfante. ¿Por qué tuvieron que llegar esos dos payasos, esas dos balas perdidas? Y nuestra reconciliación en este mismo dormitorio. Megafón sabe cómo tratar a una mujer, porque conoce su misterio y su falta de misterio (nunca entendí gran cosa la diferencia): ¡que Dios me lo guarde con salud y alegría! ¡Si ahora llegase hasta mí, subiendo la escalera sin ruido como lo hace después de sus batallas! ¡Que Dios me lo guarde libre de accidentes, incendios, asaltos, inundaciones y derrumbes!

¿Olvidé algo? Sí, las picaduras de insectos y los contagios infecciosos. Y al fin y al cabo, ¿tenía yo que fruncir el morro y tratarlo como a un delincuente, sólo por una mujer llamada Electra que tendrá un busto formidable pero que no es la Novia Olvidada ni lo será jamás? Como si no supiera yo que parte de su trabajo consiste en buscar a Lucía Febrero, una mujer que no tiene carne mortal pero sí un alma sublime, y que nos dará, si la encontramos, no se yo qué tremenda sabiduría. Sedes sapientae, asiento de la sabiduría, le decimos a la Virgen madre de Jesucristo: ¿no será también ella la Novia Olvidada? Se lo pregunté a Megafón y me dijo que sí. ¡Algún diablo tiene que haber metido la cola entre nosotros! Desde que los expulsamos del chalet, los demonios andan resentidos y aprovechan cualquier fisura para regresar a la casa. Bajaré al sótano, y si hay alguno lo haré mear vinagre. Los cantores ya no gritan afuera: naturalmente, han vaciado la damajuana.

Patricia Bell, heroica en su resolución, rompe su clausura y desciende a la planta baja, seguida por un gato Mandinga en euforia. Echemos antes un vistazo a los héroes de la glorieta. Bajo las glicinas a través de cuyas hojas caen flechas de sol, el Autodidacto, Barrantes y Barroso duermen ya su vino, con las frentes derrumbadas en la mesa y los jarros vacíos a sus pies: el beatle también duerme, pero acostado en las baldosas y con su guitarra de cabecera. Dos lágrimas asoman a los ojos de Patricia frente a los dormidos, y su pie vengador shotea la damajuana que cae y va rodeando acosada por un Mandinga en cinegética elasticidad. Luego Patricia Bell, en su furor vindicativo, se dirige al comedor del chalet y levanta por su argolla la trampa del sótano: el gato Mandinga está junto a ella, con la piel erizada y los bigotes eléctricos. Antes de bajar Patricia toma una linterna y el cuchillo de plata que Megafón usa con fines mágicos. Entonces desciende al sótano, con Mandinga en los talones, y el haz de su linterna escudriña el antro caótico. Sin avanzar aún, ella recita: Crux mihi salus, / Cria est cuam semper adoro, / Crux mihi refugium, / Crux Domini mecun. Tras de lo cual, y enfocando la tiniebla:

—¿Estás ahí? —pregunta—. ¡Si estás ahí, yo te reprendo en el nombre triunfante de Cristo Jesús!

Nada le responde allá, ni un roce ni movimiento alguno. Y de pronto Mandinga, que rondaba un maniquí archivado, encorva su lomo y bufa de hostilidad. Cuchillo en mano, Patricia se dirige al maniquí:

—¡Has vuelto, Ántrax! —dice a la tiniebla y acuchillando el vacío—. ¡Mostrá la jeta, cobarde!

Oye un deslizamiento hacia el barril donde Megafón preparaba su vino, una fuga sigilosa de animal reptante. Y ella lo persigue detrás del barril, apuñala el aire, grita de bravura:

—¡Fuera de aquí, Ántrax! ¡Yo te reprendo y expulso en el nombre del Crucificado!

El ser, animal o demonio, que huye ha buscado refugio entre las botellas vacías que se guardan en el ángulo más oscuro del sótano. Patricia le da caza, lo arrincona, lo ha vencido ya con su acero de Atamisqui entre un fragor de botellas que se derrumban.

—¡Ántrax, cagaste fuego! —le grita en su victoria—. ¡No volverás a tu infierno: te voy a encerrar en una botella!

Tal fue la batalla de Patricia Bell con un demonio. Todavía se cuenta en San José de Flores que Patricia guardaba un diablo metido en una botella de whisky escocés, y que la exhibía sólo a las almas ecuánimes que no dudan frente a la verdad gritona de los dioses. Y no van quedando muchas.


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RAPSODIA VI

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«¡Se han deshonrado las armas!», llorarían luego las Plañideras Folklóricas en el gran living room, estudio y cuartel de invierno donde el general González Cabezón había desensillado «hasta que aclarase» (y no aclaraba nunca). Fue una exageración de las Plañideras, ya que, según lo había entendido el Autodidacto, el general don Bruno González Cabezón no era una fruta silvestre del arma de caballería, sino una institución enrevesada y compleja en razón de su temible inautenticidad. Atento a esas motivaciones, el operativo que Megafón había meditado contra el general no se desarrollaría según el tono ingenuo del «brulote», sino mediante la técnica de recoger y desenredar un piolín endiablado. El plan contra González Cabezón era obra del exmayor Aníbal Troiani y había sido elaborado sobre la no segura hipótesis de que, a la hora de su ejecución, el Hijo del Choricero aún ejercería la Presidencia de la República: se trataba de un asalto nocturno a la residencia gubernamental, donde los asaltantes mantendrían con el héroe copado un tete á tete de consecuencias imprevisibles. «Hay que llegar al diálogo con la voz o las armas —decía el Oscuro—: hasta hoy somos veinte millones de monólogos paralelos que nunca se encuentran por más que se prolonguen». Sin embargo, el hermoso plan de Troiani debió ser archivado con sus diseños de la residencia, con la ubicación de los agentes custodios y las horas de sus relevos. El general González Cabezón acababa de ser depuesto y substituido por otro en una mutación coreográfica de lo que la historia llamó después el Gran Malambo de los Generales.

Para Megafón y sus huestes fue necesario admitir la contingencia y adaptar el operativo a otro escenario que resultaría más favorable gracias a tres hechos: a, el general González Cabezón ahora residía en el piso veintiuno de un monobloc ubicado en la calle Las Heras; su mujer y sus hijas veraneaban en el sur y el general vivía recluido y a solas con su ego: no era difícil abordarlo, ya que sólo mediaban entre él y el mundo exterior un portero venal y una mucama enamoradiza. Esas dos barreras fueron obviadas así: Troiani sobornó al portero con su mejor vino de cuyo, y la mucama fue seducida por el mellizo Rómulo Domenicone, ilustre en todo el barrio por sus tácticas donjuanescas. La patrulla de asalto se integraría con el exmayor, hijo vocacional de Marte, quien vestiría su honroso y apolillado uniforme; con Megafón, líder teórico y práctico de las «batallas»; y con Barrantes y Barroso, de quienes luego diría la Historia que fueron la sal y la pimienta del combate.

Naturalmente, aquello no fue una sorpresa nocturna como la de Cancha Rayada: fue una irrupción en el domicilio del general a la hora de la siesta, en el rigor caluroso de febrero y en el Barrio Norte cuya élite, a la sazón en las playas, favorecía con su ausencia la operación de aquellos asaltantes físicos y metafísicos. Deslizarse con fines de atraco a un inmueble o a una conciencia exigen igual maestría; y era un atraco al alma del general González Cabezón lo que se proponían aquellos hombres antes de accionar el timbre del piso veintiuno. Frente a la puerta cerrada, el exmayor Troiani parecía envarado en su antiguo uniforme que le reventaba por todas las costuras; Megafón, en su traje ceremonial de gabardina fúnebre, ostentaba un algo de pastor evangélico y un mucho de «ave negra» tribunalicia; en cuanto a Barrantes y a Barroso, traían ahora el sombrero, la negligencia y el aplomo de los detectives que aparecen en los films norteamericanos. De los mellizos Domenicone, Remo los acompañaba y se quedaría en el palier según sus acreditados antecedentes de «campana»; Rómulo, a esa hora, ya estaba con la sierva del general en un cine de barrio donde se proyectaría Lo que el viento se llevó, largometraje adecuado a la maniobra distractiva que le tocaba realizar.

Con previsiones tales, no fue mucho que al sonar el timbre les abriera el mismo general González Cabezón, quien se les manifestó en piyama, chinelas y una robe de chambre a listones verdes y amarillos. AI ver a Troiani de uniforme, asumió de pronto una belicosa dignidad:

—Mayor —le dijo—, ¿va usted a detenerme? Si han ordenado mi arresto, exijo que lo haga un oficial de mi jerarquía.

—Señor —lo apaciguó Troiani—, en realidad no se trata de un arresto.

El general consideró entonces la figura ceremoniosa de Megafón y las jetas fúnebres del dúo Barrantes Barroso:

—Eso es —entendió—: un lance caballeresco. ¿Son ustedes los padrinos? Háganme, señores, el favor de pasar. Estoy solo: como saben ustedes, el Tirano Depuesto nos dejó arruinada la servidumbre.

Los cuatro visitantes entraron en el piso veintiuno: era un solo y gran ambiente cuya luz, a través de las persianas bajas, hacía brillar tan sólo un exceso de gritones dorados y esfumaba en la penumbra todo lo demás. No obstante Megafón, que tenía ojos de inventario, logró individualizar un clavecín antiguo, cierta vitrina con una réplica del sable corvo de San Martín y el revuelto escritorio del general donde un cañón en miniatura recordaba el paso de González Cabezón por el arma de artillería. No bien sentó a los visitantes frente a su escritorio y ocupó él mismo un sillón de grandilocuente respaldo:

—Señores —les requirió el general—, sus credenciales.

—Mi general —repuso el exmayor—, tampoco se trata de un lance caballeresco.

—¿Y de qué se trata?

—De la Historia.

—Somos la Crítica Histórica —intervino aquí un Megafón históricamente severo. El Oscuro de Flores había querido impresionar al general con ese reclamo de la Historia: no ignoraba que, desde hacía tiempo, se daba en el país un carácter histórico a cualquier flato inocente del acontecer. Pero González Cabezón dudó en su alma de que la Historia se apersonase aquel día en su domicilio y sobre todo encarnada en hombres de tan sospechosa catadura.

—¿Qué quiere de mí la Historia? —preguntó muy digno en sus paños menores. Y aquí el dúo Barrantes Barroso inició su campaña:

—Señor General —dijo Barrantes—: contra lo que opina Herodoto, la Historia no es una ciencia de pelarse el culo. Si usted cayera en tal error, se quedaría sin Historia y con el culo pelado.

—¡Eso es hablar, padre! —lo alentó un Barroso lleno de autoridad científica. Hombre o exhombre de gobierno, el general disimuló su asombro:

—¿Son dos historiadores? —inquirió por el dúo.

—No, señor —le aclaró Troiani—, son dos filósofos de la Historia. Entonces el general tradujo su escepticismo:

—Durante mi gobierno —rezongó— comprobé que nuestra República tiene más historiadores que Historia.

—Lo que abunda no daña —filosofó Barrantes.

—¿Cómo definiría usted la Historia? —lo conminó el general.

—¿Seguiremos usando metáforas culiformes? —preguntó un Barrantes dubitativo—. En ese caso diré que la Historia no es una ciencia: es el arte de mostrar una cara limpia y esconder un culo siniestro.

—¡Un arte difícil! —exclamó Barroso—. La Prehistoria es más confortable: sus neblinas permiten que la cara y el culo del hombre se confundan piadosamente. Me pregunto si el señor general entra en la Historia o en la Prehistoria.

González Cabezón tradujo aquí un reclamo de su modestia:

—No pretendo esa gloria —se humilló—. Fui un soldado más al servicio de la República.

—¿Un soldado? —se conturbó Troiani—. ¡Perdón, mi general! Sólo con fines de ciencia me gustaría saber ahora si usted ha sido un militar o un soldado.

—¿Hay alguna diferencia? —le preguntó el general en su desconcierto.

El exmayor Troiani, sofocado en su vieja casaca, pareció escuchar un toque lejano de clarín. Y Megafón, al verlo, recordó al muchacho que asaltaba reductos y trincheras en las guerrillas de Villa Crespo. En un tono libre de fanatismo, y como quien desarrolla un teorema, expuso lo que luego se llamó la «Ontología del Soldado».

—Mi general —comenzó a decir—, es un soldado auténtico el que, por vocación natural, posee y ejerce las cuatro virtudes cardinales necesarias al hombre de acción: la Justicia, la Fortaleza, la Prudencia y la Templanza. Si no ejercita esas virtudes, el militar, aunque se vista de soldado, es apenas un «técnico de las armas». Y observe, mi general, que la Justicia figura en primer término: es que si la acción del soldado no responde a la Justicia, cae fatalmente o en la vacuidad o en el despotismo. Las tres virtudes restantes deben existir en el soldado como ayudadoras de la primera en el ejercicio de la equidad. ¿Sabe usted que la Fortaleza es una virtud interior del alma y que no debe ser confundida con la «fuerza» de un equipo bélico? Un soldado real es fuerte sin el apoyo de sus cañones: un «técnico de las armas» es débil si le copan su artillería. En cuanto a la Prudencia y a la Templanza, recuerde, mi general, que un soldado frenético pierde su batalla, y que un militar borracho de poder o de vino pierde su honor y hasta su mujer.

Al escucharlo el general González Cabezón fruncía el entrecejo y concentraba su mente.

—Mayor —le dijo al fin—, ¿en qué Colegio Militar le enseñaron esas teologías?

—En ninguno —le respondió Troiani—. Las encontré yo sólo revisando los bolsillos de una momia.

—¿Qué momia?

—La de la noble y embalsamada Caballería. Porque alguna vez existieron caballeros en la tierra, y el soldado Martín, patrono de Buenos Aires, le dio al pobre la mitad justa de su capa militar. ¡Hoy sólo quedan en el mundo profesores de gimnasia y técnicos de la masacre!

—¡Protesto! —se indignó aquí Barroso—. ¡El exmayor Troiani (situación de retiro absoluto) no tiene por qué afligir a un superior jerárquico en piyama con esas florituras del barroco!

—Muy bien dicho —asintió Barrantes—. El general González Cabezón, aquí presente, no ha de cargar ahora con un difunto ajeno. ¿Qué culpa tiene mi general si la herrumbrosa Caballería estiró la pata en un nosocomio de la Edad Media? ¿O es que, para nuestra desgracia, el exmayor Troiani (situación de retiro absoluto) se propone distraer sus aburrimientos desenrollando el vendaje de las momias antiguas? ¡Hijo, seamos videntes y sobre todo humanos en este Psicoanálisis de General!

—Por mi parte —dijo Barroso—, y con más envidia que resentimiento, sólo he de arrojar a su balanza el hecho laudable de que nuestro paladín filtró en sus riñones los whiskys más añosos de Escocia, tierra de guerreros.

—¡Durante las maniobras —elogió Barrantes a su vez—, nuestro paladín sólo bebió un agua clarísima de aljibe y el mate amargo de nuestras más puras tradiciones!

¿Lo que se intenta es un juicio sumario de mi general? Pues bien, señores, este cachorro y yo, dos conscriptos humildes, asumiremos la defensa de nuestro general. Y lo defenderemos en su inocencia incuestionable.

—¿Qué inocencia? —dijo el exmayor.

—¡La que le da el folklore!

—Así lo haremos, padre —asintió el conscripto Barroso en su nunca desmentida ecuanimidad.

Pero aquí Megafón, que vigilaba el ritmo de la escaramuza, temió que los conscriptos Barrantes y Barroso la desviaran según el rumbo incierto de los tomates:

—Personalmente —dijo— no me interesan las circunstancias folklóricas en que se movía el general González Cabezón: lo que me importa es la tragicomedia que se representó en él y con él. Su parte de «comedia» no me alarma: el país real, en razón de su increíble salud, puede aguantar los carnavales romanos que le organizan desde adentro y desde afuera. Lo que me duele, señores, es la parte de «tragedia» que nos tocó y nos toca en esta función teatral, sobre todo cuando se derrama en el escenario la sangre de los compatriotas.

—¿Qué sangre? —se inquietó el general.

—Señor —le dijo el Oscuro de Flores—, ¿me negará la sangre que hay en sus manos?

—¿Una sangre directa o indirecta? —insistió el general en tono polémico.

—La sangre del hombre —repuso Megafón— es una y única.

Una zozobra pánica se hizo visible ahora en el general: ocultó instintivamente sus manos en los bolsillos de la robe de chambre y clavó en sus analistas dos ojos vacíos o adentrados.

—Lo que la sangre tiene de malo —añadió Megafón— es que fue concebida sólo para el uso interno. Cuando se la derrama en un piso, la sangre protesta y no se borra ni con los detergentes más ácidos.

—¡Yo también protesto! —gritó aquí Barrantes—. El acusador intenta presentar al general como la réplica de un lord Macbeth que recién abandona su matadero. ¡El acusador abusa del clasicismo!

Pero ahora el general se restregaba las manos con un pañuelo de bolsillo:

—Fue la justicia militar —adujo entre dientes—: «conspiración para la rebelión».

—Admitamos que fuera una cuestión de justicia especializada —concedió Megafón dirigiéndose a Troiani—. Mayor, ¿debe fusilarse a un soldado en una penitenciaría y entre malhechores comunes?

—Nunca —le respondió Troiani—. Si un militar lo autoriza, es que se han deshonrado las armas.

Al oír la última sentencia, el general González Cabezón se puso de pie como alucinado:

—¿Qué ha dicho usted? —le gritó al exmayor.

—Que se han deshonrado las armas.

El general abandonó su escritorio y se dirigió cautelosamente al ángulo de la sala en que yacía el clavecín antiguo.

—Sí —reveló en su angustia creciente—, es aquí donde grita el Coro.

—¿Un Coro? —le preguntó el Autodidacto.

—¡El de las Plañideras Folklóricas!

—¿Qué grita el Coro?

—¡Que se han deshonrado las armas!

—¿A qué hora grita?

—Sólo por las noches.

—¿Desde cuándo?

—Esas horribles mujeres —explicó el general— gritan en este rincón desde que me hallaron solo en la casa. Las oí una vez en Santiago del Estero: lloriqueaban y gemían sobre las tumbas con sus párpados lagañosos y sus bocas desdentadas. ¿Y ahora qué hacen aquí? ¡Yo estoy vivo! ¡Que sigan llorando a sus muertos!

Barrantes y Barroso, poniéndose de pie, se acercaron al general que acechaba junto al clavecín tal como si buscara un remanente de sus alucinaciones.

—Padre y señor —dijo Barroso a Barrantes—, las Plañideras de Santiago han sabido elegir su tiempo y su lugar exactos.

—Cachorro —le respondió Barrantes—, no confíes en la llorada muerte del Folklore.

Muchacho, el Folklore y el Fénix son dos anfibios que tienen la pésima costumbre de resucitar.

—Señor —insistió Barroso—, ¿un general en soledad ofrece mucho blanco a la melancolía? —Mucho. Imaginemos que González Cabezón se haya ilusionado más de la cuenta entre los hombres oblicuos.

—¿Podrías definirme al «hombre oblicuo»?

—Es aquel —definió Barrantes— que se halla entre la vertical y la horizontal, por no comprometerse ni con la horizontal ni con la vertical: geométricamente hablando, es un ser inestable y fantasmagórico. El general González Cabezón ha vivido en esa fantasmagoría, y expulsado ahora, se deberá someter a la vertical de los jueces y a la horizontal de los muertos.

—¡Padre! —se iluminó aquí Barroso—. ¿Estás adivinando lo que yo adivino?

—Sería demasiado sublime —dudó Barrantes.

—¡Lo que oyó el general González Cabezón junto al clavecín no ha sido el coro de las Plañideras Folklóricas! ¡Ha sido y es la gritería de las Euménides!

—¿Qué son las Euménides? —les preguntó el general que tenía un oído en el rincón de la sala y el otro en los integrantes del dúo.

—Las Furias —lo aleccionó Barroso—: hembras infernales de la justicia y la venganza. Mi general, ¿cuántas mujeres vio usted junto al clavecín?

—¡No las veo, las oigo!

—Cuando las vea, observará que son tres y que tienen las ropas manchadas de sangre.

—¡No quiero verlas! —gritó el general.

—Señor —le dijo Barrantes—, a mi juicio, tendrá que ver a las tres Furias.

—¿Por qué?

—Las verá fatalmente si ha derramado usted alguna sangre. Receloso y desconcertado, el general enfrentó al dúo:

—Ustedes lo confunden todo —rezongó—: esas mujeres no hablan de la sangre.

¡Los que hablan de la sangre vinieron después y muestran figuras de hombres!

Había terminado en un lamento. Y al oírlo se acercaron al grupo un Megafón y un Troiani en alerta.

—¿Qué ha dicho el general? —preguntó el Autodidacto.

—Dice que son hombres los que le hablan de la sangre —le respondió Barroso. El Autodidacto abordó aquí al general y le dijo:

—Señor, ¿esos hombres también se hacen visibles en este ángulo de la sala?

—En el mismo ángulo —le contestó el general—. Pero no hablan aquí: suben a mi dormitorio por esa escalerilla del dúplex, y es allá donde hablan. ¡Idiotas! ¿Por qué no se quedan en sus tumbas?

—¿Son militares o civiles?

—Hay civiles y hay militares —admitió él con un asco de náusea.

—Y entre todos, ¿no hay uno de alta estatura y cabeza imponente?

—No recuerdo —tembló el general en un escalofrío.

—Es uno —aclaró Megafón— que trae uniforme de general y muestra el pecho acribillado de balas. En vida se llamó Juan José Valle.

Al oír aquel nombre, González Cabezón pareció abatir las trincheras de su alma:

—¡Él! —dijo en una suerte de monólogo alucinado—. ¿Por qué tenía que meterse a redentor? ¿Y por qué abandona su tumba de Olivos para subir la escalerilla del dúplex y mostrarme su pecho roto a balazos? «Conspiración para la rebelión». Dicen que su tumba, en Olivos, aparece cubierta de flores todas las mañanas. ¡Eramos amigos! ¿Y qué? Ya he quemado las fotografías que nos muestran juntos a pie o a caballo.

El general se dejó caer en el taburete del clavicordio y apoyó en el atril su cabeza derrotada. Voces de adentro y de afuera resonaron en el piso veintiuno del monobloc, diálogos y monólogos en la sala del general donde se había detenido un reloj de muerte y se obstinaba la memoria de un fusilamiento. ¡Plañideras o Furias! Porque se han deshonrado las armas, y la sangre vertida no quiere ni sabe ni puede callarse, rosa íntima de las venas que sólo ha de lucir al sol por la justicia y nunca por el crimen.

¡Juan José Valle! «Desde hacía un mes usaba ropas ajenas y techos prestados —llora Patricia Bell—: frente al pelotón de fusilamiento devolvió el anillo de su boda terrestre». ¿Se ha de fusilar a un soldado en una penitenciaría?, inquiere Megafón. Si hay que fusilar a un soldado —le responde Troiani— que sea en una casa de soldados. Y su tumba, en Olivos, aparece cubierta de flores todas las mañanas. Patricia Bell ha escrito su epitafio: «Laurel en construcción, fénix deshecho, / murió a la edad del héroe, y eso es todo». ¡Claro está, es bello en el orden escandaloso de los grandes! Pero ¿y los demás? ¿Quiénes podrían ser los que, a la zaga de un general fusilado, suben también la escalerilla del dúplex hasta el dormitorio de un general fusilador? ¡Caras anónimas y dientes que mordieron la tierra nocturna de un basural!

«Hace tres días —rezonga Megafón— recorrí ese basural amontonado en la llanura de Buenos Aires, y les aseguro que la pampa lloraba». ¿Qué lloraba? No la inmundicia del basural, sino el deshonor que le habían inferido veintitrés ametrallados inocentes. Y es que las armas deshonran y se deshonran cuando no tienen por amante a la justicia. Detrás de un general fusilador habrá siempre un espectro fusilado que le empujan las Euménides furiosas. «Me fundió en Cuyo un fraile gaucho —se lamenta el cañoncito del escritorio— y escupí metralla en Chacabuco y en Maipú: ahora sólo disparo en el entierro de los coroneles grises».

«Yo estrené el Himno Patrio en el salón de Mariquita —solloza el clavecín—: ¡Oíd mortales, el grito sagrado!». Y el general González Cabezón ha matado la Libertad, la secuestró, la violó y la estranguló en el baldío de una historieta patria. «No soy más que una réplica del corvo sanmartiniano —protesta el sable de la vitrina—: mi original está solo en el Museo, ¿y qué culpa tendría él o su gloria?». ¡Sean eternos los laureles que supimos conseguir! ¿Quiénes los consiguieron, gran Dios?

—Hay algo más —dijo aquí Megafón—. ¿Entre sus invasores nocturnos acaso no figura un espectro de mujer?

—¿Una mujer? —balbuceó el general.

—Aparece aquí mismo y se dirige con los otros a la escalerilla del dúplex.

—¡Ella no tiene sangre ni en el pecho ni en las manos!

—Naturalmente —repuso Megafón—. En el ángulo del clavecín ella sólo exhibe los jirones de belleza que su embalsamador había logrado rescatar de la muerte.

—¿Eva?

—Eva. Señor. ¿No se deshonran las armas al profanar el cadáver de una mujer? ¿O la muerte ya no es una frontera donde se inmovilizan los jueces y los verdugos?

El exmayor Troiani, serio como la elegía, intervino aquí piadosamente:

—Mi general —le rogó—, díganos qué hicieron con Eva y sus despojos mortales.

—No lo sé —musitó el general.

—Díganos cuál de los elementos intervino en su destrucción.

—¿Para qué?

—Para pedirle cuentas al agua, o a la tierra, o al aire, o al fuego.

Hundida su cabeza en el atril del clavicordio, el general González Cabezón parecía un finado en la báscula del juicio. Entonces el defensor Barrantes asumió la palabra:

—¡Vuelvo a protestar! —dijo—. ¡Está cocinándose aquí una fea literatura de humor negro!

¡Señores del Jurado, la Historia es un pasatiempo no reñido con la higiene! Y dirigiéndose a Barroso:

—Pichón —lo exhortó—, no hagas nunca tu leña de un árbol caído.

—Tata —se aventuró a decir Barroso—, yo propondría que se guardase un minuto de silencio en honor del general.

—¡Que Dios bendiga tu alma! —lo santiguó Barrantes.

En torno del general González Cabezón los jurisconsultos de pie guardaron un silencio cuya duración fue medida reloj en mano por el mismo Barrantes. Y el clavecín ejecutó la marcha de Ituzaingó en trinos inarmónicos, porque se habían deshonrado las armas. «No haré una salva por el general —se negó el cañoncito del escritorio—, sino cuando se muera y me lo exija el Reglamento». Tras de la ceremonia, el general fue conducido a una otomana donde los jurisconsultos lo acostaron según la técnica del psicoanálisis. Como defensor, Barrantes no daba señas de aceptar las conclusiones del juicio. A su ver, dado el carácter aluvional y provisional de la nación, debían existir algunos atenuantes que justificaran los desequilibrios del héroe acusado. Y no era justo colgarle un sambenito y ascenderlo a la jerarquía de un chivo expiatorio, sin averiguar primero si González Cabezón allí presente no traducía en su historia un karma nacional lleno de fatalidades.

—A mi entender —opinó—, la historia del general es una obra enigmática del Destino.

—Padre —se lamentó Barroso—, el Destino parecería un cuadrumano sin mucha luz. —Y lo es, hijo —repuso Barrantes—, aunque a veces nos exija muy costosas bananas. Lo cierto fue que el Destino llamó al general con su famoso toque beethoveniano.

—No, padre —se atrevió a corregir Barroso—. El Destino, si bien recuerdo, no llamó al general con toque ninguno: lo arrancó llanamente de una siesta para instalarlo en la Casa Rosada sin aviso previo.

—¡Más a mi favor! —le dijo Barrantes—. Desde hace una hora estoy demostrando que mi defendido es una obra maestra de la casualidad.

Tendido largo a largo en su otomana, González se aturdía bajo el chachareo del dúo, un par de moscardones cuya dialéctica se le antojaba una prolongación de sus tormentos nocturnos cuando, en el dormitorio, bocas fantasmales lo agredían con reproches de muerte. Dos tábanos o dos rostros picantes de clowns, a los que se unieron ahora los de un Megafón y un Troiani ceñudos, Minos y Radamanto junto a la balanza en que se medía el peso de un general.

—¿Quiere decir usted que se trataba de un Presidente Fortuito? —inquirió Megafón al oír el alegato del jurisconsulto Barrantes.

—¡Una fruta preciosa del azar! —insistió Barrantes con delicia—. ¡Estas gangas no se dan fuera de nuestro hermoso continente!

—Eso es verdad —le dijo Megafón—. Y en el misterio y la fuerza de sus virtualidades, el país aguantó y puede aguantar aún esas milongas.

—¿Puede aguantar? —se deleitó Barroso—. Entonces, ¡bailemos los capuchinos al son de tiernas guitarras! —E inició un baile dionisíaco en torno del general.

—Sí —lo enfrió el Oscuro—. Pero ¿hasta cuándo?

Incorporándose a medias en la otomana, el general tradujo una perplejidad recelosa:

—¿Qué ha dicho el hombre de negro? —inquirió, estudiando a Megafón de reojo. El legista Barrantes lo devolvió a la horizontal y le dijo:

—No se inquiete, mi general. Este hombre de negro es Megafón, un líder y a la vez un profeta. Como líder, no le dan la hora ni en su casa; y como profeta, el siglo XXI dirá si fue o no un titán del macaneo libre.

—¡Ya me parecía! —rezongó el general. Y amenazó a todos:

—Escuchen bien. Si las papas queman, voy a demostrar que a pie y a caballo, sobrio y en copas, nunca dejé de mirar el semblante augusto de la Patria.

¡La Patria! ¡Señor de los Ejércitos! Al escuchar el vocablo los jurisconsultos no escondieron su asombro. ¿Era un anacronismo del general o una entrañable reminiscencia de colegio? ¡La Patria! Se oyó en el clavecín el doloroso estallido de una cuerda. «¡Yo escupí metralla en Ayacucho!», lloró el cañoncito del escritorio. Y la réplica del sable, dentro de la vitrina, se agitó en su cama de felpa roja.

—Muchacho —le preguntó Barrantes a su hijo Barroso—, ¿cuántas veces te jugaste por la Patria?

—Señor, tres veces —le contestó Barroso—. En la primera no me dieron pelota; en la segunda me hicieron tragar una cafiaspirina; y en la tercera me cagaron literalmente a patadas. Entonces me dije yo: «En adelante sólo me jugaré por la Patria Celeste». Y aquí estoy ahora, un atleta del cielo.

Barrantes lo miró con ternura. Luego, volviéndose a sus colegas jurisconsultos, les dijo así:

—Es evidente que, a pesar de sus neblinas y contradicciones, mi defendido el general contempló en todos los eventos el semblante augusto de la Patria. Tal vez lo hizo algunas veces de reojo, y víctima otras de un incurable astigmatismo. Pero sus intenciones fueron buenas, y las intenciones valen mucho en la pavimentación del infierno.

Aquí el exmayor Troiani enrojeció como un gallo de pelea:

—No pongo en duda las intenciones del general —dijo—, ni su buena o mala vista frente al semblante augusto de la Patria. Lo que voy a discutir es la noción de «patria» que tuvo el general González Cabezón en su triste aventura. Él nunca supo, ni se lo enseñaron, que patria es «nación» o el conjunto de hombres que la integran con él y que son exactamente sus hermanos.

—«Patria es la tierra donde se ha nacido» —canturreó el general en su otomana y con una inocencia de recuerdo infantil.

—Mi general, ahí lo quería —le dijo el exmayor Troiani—. Eso es lo que nos enseñaron entonces y lo que supo nuestro general: «Patria es la tierra donde se ha nacido». ¡Alguien había cambiado ya la definición humana de la Patria por una definición geográfica sin temperaturas de hombre! ¡Alguien había escamoteado el verdadero «ser» de la Patria!

—¿Ese «alguien» figura en el Quién es Quién? —se alarmó Barroso.

—Hijo mío —lo alertó Barrantes— en las palabras del exmayor vislumbro ahora el perfil siniestro de la Burguesía.

Serio como un teorema, el exmayor Troiani desestimó al dúo.

—«Patria es la tierra donde se ha nacido» —insistió en su amargura—. ¿Qué sucedió entonces? Que nuestro general aceitó su pistola en defensa de una geografía. ¡Se convirtió en un bombero!

—¿Yo un bombero? —protestó el general.

—Un concienzudo bombero de teatro que sólo custodia el escenario de la Patria, sin mirar a los actores que lloran o ríen en él y ajeno al drama que se representa en el escenario.

—¿Es todo lo que le reprocharía usted al general? —intervino un Megafón que pesaba las conclusiones del teorema.

—¡No es todo! —refunfuñó Troiani—. Porque los actores del drama no digerían ya ese puchero abstracto y empezaban a sublevarse ahora en la escena. Entonces la noción de Patria que le habían enseñado al general sufrió una metamorfosis increíble: la Patria ya no era una geografía o escenario, sino un conjunto de estructuras económico sociales. Y en lo sucesivo, nuestro general, pistola en mano, defendió las Sagradas Estructuras contra los agitadores de la escena.

En el salón del general, absortos jurisconsultos no dudaban que un ángel matemático dirigía la verba del exmayor.

—¿Qué sucedió en adelante? —prosiguió él retomando el hilo de su teorema—. Escuchen bien. Hasta entonces nuestro general había calculado el arte bélico sólo contra un «enemigo exterior» que amenazaba las fronteras. En adelante se le dio a entender que las fronteras estaban dentro y que debía luchar contra el «enemigo interior» de las Sagradas Estructuras. ¿Qué hizo el general? Arremetió contra su pueblo y cosechó los laureles que siguen: al atacar a un enemigo inerme, no fue mucho que se deshonrasen las armas; como el enemigo era su hermano, el general descargó la espada triste del fratricidio; y como el general es también un integrante de su pueblo, alzó contra sí mismo una espada suicida. Q. E. L. Q. Q. D.

—¡Y al son de tristes guitarras bailamos los capuchinos! —se lamentó un Barroso aliterante.

El general González Cabezón ya entendía que un cuarteto de locos o de fanáticos lo atormentaba con su dialéctica:

—¡No es verdad! —gritó—. ¡Lo que pasa es que la logia de los coroneles me ha traicionado!

—Si no es verdad —le dijo Troiani—, ¿por qué razón las tres Furias aparecen en el ángulo del clavecín? ¿Y por qué los ametrallados o sus almas en pena suben a medianoche la escalerilla del dúplex, rumbo al dormitorio en que un general ya no sabe dormir?

Entre indignado y misericordioso, el jurista Barrantes asumió de nuevo la defensa:

—¡Protesto! —exclamó—. El general está groggi en su otomana de satín. Y dirigiéndose a Barroso, le suplicó:

—Dame una mano, hijo, para equilibrar esta mierdosa balanza.

—Tenga cuidado, padre —lo alertó Barroso—. ¡No olvide que tenemos una Inspección de Pesas y Medidas!

—Hijo, no la he olvidado, ni que recibe coimas —le agradeció Barrantes—. Pero el Caso del General y la naturaleza de mi defendido exigen, no los guantes crueles de la cirugía, sino los guantes perfumados de la benevolencia. Dos factores, a mi entender, lo absuelven de culpa y cargo: esta defensa ya reveló el primero al demostrar que la exaltación de su defendido al Poder fue un estornudo insólito de la casualidad. Señores del Jurado, ¿quién en la misma circunstancia no hubiera sentido el impacto de un estornudo capaz de obnubilar a cualquier hombre? En cuanto al segundo factor expuesto recién por el fiscal Troiani, ¿qué culpa tiene mi defendido si la Patria es una anguila resbalosa o un pez incierto que cambia de definición como de camisa?

—¡Ese que habló es mi padre! —se desbordó aquí un Barroso ferviente—. ¡Que el Foro se ponga de pie!

—¡Gracias, hijo! —se conmovió Barrantes.

Pero el general González Cabezón, apeándose violentamente de la otomana, dio muestras de haber llegado a su punto extremo de saturación en el juicio.

—¡No son ustedes los que invaden mi casa! —les gritó a los jurisconsultos—. ¡Es la logia de los coroneles emboscados!

El general corrió al escritorio, abrió uno de sus cajones y puso a la luz un gran libro encuadernado en tela verde:

—La Historia dará su fallo y me juzgará por los documentos… ¡Los documentos hablan! —se deleitó, acariciando el lomo del volumen como si fuera el de un animal doméstico.

—Mi general —inquirió Troiani—, ¿qué libro es ese?

—Lleva un título histórico —respondió él—: «Directivas oficiales de Planeamiento». Lo escribí yo mismo con algunos asesores de primer agua.

—¿Y con qué objeto? —inquirió Megafón.

—Alguien definió al hombre como un animal político —argumentó el general—: si le sacan la de «político», el hombre se queda en «animal» puro. Este libro es mi biblia y mi testamento político: será la útil herencia que dejaré a mis conciudadanos.

Y abriendo el volumen, leyó lo siguiente:

—«Objeto de la directiva: poner en marcha el Sistema Nacional de Planeamiento, cumplimentando las disposiciones de las leyes 16 964 de creación del Sistema Nacional de Planeamiento y Acción para el Desarrollo y la 16 970 de creación del Sistema de Planeamiento y Acción para la Seguridad, y la directiva para el Planeamiento y Desarrollo de la Acción de Gobierno».

Barrantes y Barroso cambiaron una mirada significativa.

—No es el estilo de Homero —juzgó Barrantes—, ni siquiera el del gran Esteban Echeverría.

—Padre —conjeturó Barroso—, ¿no será la traducción de alguna profecía babilónica? —¡Escuchen esto! —los calló el general—. «Decisión: las secretarías del C. T. V. (Comisión de Textos Valorativos) y del O. G. T. (Organización General de Tablas) someterán esquemas alternativos de estrategias nacionales evaluadas a sus efectos, para su consideración, por el O. G. T. y el C. T. V.».

—¡Ahora está más claro! —se alegró Barroso.

—¡Ni el superrealismo francés —admiró Barrantes— ha dado al mundo un poema tan inteligente!

Pero Megafón lloraba en su ánimo combatiente:

—¡Mi general —se lamentó—, usted sabe que su Planeamiento no se cumplió jamás en ninguna de sus partes!

—¿Y qué importaba, si era bello? —argumentó el general ciñéndose la robe de chambre como una toga.

Los cuatro juristas advirtieron entonces que el Análisis tocaba a su fin, por ausencia del analizado que ya se les evadía entre los frondosos bosques del Planeamiento.

—Señor general, nos vamos —le dijo el Oscuro de Flores—. Muchas gracias, y perdone la molestia.

—Cierren al salir —atinó a pedirles el general abstraído en su lectura—: el picaporte cae desde afuera.

Sin más dilaciones, los cuatro se dirigieron a la puerta y abrieron su hoja. Desde allí, en una mirada última, contemplaron al general González Cabezón que leía, recitaba y se oía fervientemente a sí mismo:

—«Para lograrlo, las secretarías del C. T. V. (Comisión de Textos Valorativos) y el O. G. T. (Organización General de Tablas) elevarán esquemas alternativos evaluados cuantitativamente, o sólo cualitativamente si no fuera posible asignar valores numéricos».

—¡Mi general, que Dios lo bendiga! —se despidió Barroso.

—¡Si es que puede! —añadió un Barrantes lleno de teología.

Salieron al palier. La hoja fue cerrada, y se oyó adentro el caer del pestillo.

«¡Se han deshonrado las armas!», chillan aún las Plañideras en el ángulo tenebroso del clavecín. «¡Batallón Cazadores, / pozo de Vargas: / la despedida es corta, / la ausencia es larga!».

—Se perdieron el estilo y el honor —lloran las Plañideras del Norte.

—¿Y hasta cuándo, hermanas funestas?

—Hasta que regresen los Soldados.

Pasó un ángel y dijo: «amén». ¡Que así sea, dulces bravos y sufridos compatriotas!

Como narrador y Orfeo de las guerras megafonianas, recularía yo ahora con gusto ante la empresa de referir el Happening de la fundación Scorpio. Desde que bajé a hondazos un tercio de los cóndores andinos y levanté con redes un tercio de las merluzas atlánticas, vengo padeciendo el terror de la «hipérbole», figura del pensamiento que, sin embargo, cuadra tan bien a la imaginación de Buenos Aires. Y con placer la eliminaría de mi relato, sino me lo impidieran la verdad histórica y una fructífera emulación. Es que me digo: «Si un porteño es capaz de lanzar al mercado un acelerador de tortugas o un desodorante para zorrinos, ¿cómo vacilaría yo en el umbral de la Fundación Scorpio?». No quiero insultar al viejo Aristóteles, abofeteándolo en las mejillas de su Lógica. Recuerdo que Samuel Tesler dijo en la mitad exacta del happening: «La lógica es un ventilado y limpio lugar común, y la Locura no es más que una sublime intoxicación de la lógica». El mismo Estagirita, si no es calumnia, se intoxicaba frecuentemente con los dulces moscatos de Lesbos. Y la irrupción de cóndores y merluzas con que inicié la saga, ¿qué sería en el fondo sino un eructo de la lógica en pedo?

Don Juan Scorpio (1870-1941), tras haber amasado una inmensa fortuna, y entendiendo agradecer la hospitalidad con que Buenos Aires favoreciera sus emporios textiles, había instituido una fundación cultural (1930) en la populosa barriada de Caballito. Según parece, las vastas instalaciones de la Fundación, incluidos un teatro y una sala de conferencias, no se utilizaron mientras vivía el fundador sino en intrascendentes balbuceos culturales, ensayos de ópera de cámara, reuniones de ateneos vagamente filosóficos, mesas redondas y bravuras de conjuntos filodramáticos que hicieron polvo a Ibsen y a Florencio Sánchez. Pero al morir el fundador (1941), su hijo Sebastián Scorpio, un vanguardista nato, empuñó el gobernalle de la Fundación y la condujo valientemente a través de las olas y nuevaolas que se iban encrespando en la ciudad. La Fundación Scorpio entró en todos los in y eludió todos los out: a partir del superrealismo como de una base clásica, fue sucesivamente no figurativa, pop, mop y top, hasta convertirse en la Meca obligatoria de todos los héroes que arrastraban a Buenos Aires una compleja endocrinología y que llegaron a la Fundación envueltos en un lujo de patillas, melenas y trajes historiados que llenó de perplejidad a los frutales burgueses de Caballito. Fue Sebastián Scorpio (S. S.) quien, asistido por lo Grandes Hippies del instituto, concibió y organizó el happening monumental a que fueron invitados Megafón y sus combatientes.

¿Qué relación existía entre dos trincheras al parecer tan disímiles? ¿Y cómo la

Fundación Scorpio había recibido el eco de las escaramuzas megafonianas que el Autodidacto y su gente mantenían en secreto? A los que lo pregunten les diré lo que mi dictó la experiencia: si Buenos Aires usa, para sus comunicaciones físicas, cuatro subterráneos, ómnibus a granel y una incierta o malvada red telefónica, usa también, para sus comunicaciones metafísicas, un sistema ondulatorio de radares que se parece al de los brujos y los alcahuetes. Realicen los lectores una íntima operación de magia ceremonial en sus domicilios, y verán acudir a ellos almas gemelas que han sintonizado la onda; organicen los lectores una conspiración para la rebelión, y no tardarán en llamar a sus puertas combatientes anónimos que preguntan en qué lugar del Aconquija deben unirse a los guerrilleros. Ahora bien, si el Oscuro de Flores aceptó la invitación al happening, lo hizo en razón de postulados ineludibles, a saber: si un régimen de «anarquía ordenada» gobierna misteriosamente a un país real, sus habitantes deben vivir en estado de asamblea, día y noche, sin dejarse agarrar por los fantasmas de turno; y cualquier happening es una útil asamblea de ciudadanos.

El mismo Sebastián Scorpio (S. S.) fue quien invitó al Autodidacto y le adelantó un esquema del happening: se iniciaría con un manifiesto audiovisual del Hippie Mayor, que acababa de llegar al país desde las «centrales del ruido». S. S. no le reveló en cambio, el elemento «sorpresa» que se daría y que define a todo happening verdadero. Lo demás estaría confiado a la improvisación y al azar, madre y padre legítimos de cualquier obra maestra. Naturalmente, Megafón fue autorizado a introducir en el happening a los hombres de su guerrilla que más fuerza y variedad pudiesen traer al evento de la Fundación Scorpio. Tras un análisis exhaustivo, midiendo y pesando nombres, el Oscuro decidió que asistiéramos: él mismo y su mujer Patricia; el filósofo Tesler, como representante de una tradición que no quería ni debía morir en la boca del mundo; Rómulo y Remo Domenicone, cuya solidez en el realismo porteño equilibraría las acciones; el afilador Capristo, un fauno presunto que actuaría en el nombre oloroso de la égloga; y yo, el Orfeo de las Dos Batallas, que asistiría como testigo del happening con la mosca negra en un ojo y en el otro la mosca verde. No sin algún sentimiento Megafón había descartado a Barrantes y a Barroso de la nómina: el dúo era un ingrediente que sin duda no necesitaba un happening tan rico ya en especias agresivas; además, Barrantes y Barroso estaban ahora en el entrenamiento que les exigía la inminente Biopsia del homo oeconomicus. Aquella noche, hacia las diez horas, el Autodidacto y su séquito nos detuvimos ante la sede monumental de la Fundación cuya fachada exhibía orgullosamente un gran escorpión de oro en campo de azur. Patricia Bell ostentaba un modelo con figuras geométricas que a su entender no desentonaría en el escenario del happening; el filósofo Tesler, metido en el traje negro que le facilitara David el circuncidador, tenía cierta rigidez teologal de sinagoga: los mellizos Domenicone inflaban sus pintas de malevos endomingados en tren de tirarse un lance con el sol y la luna; en cuanto a Gerónimo Capristo, su atuendo no parecía diferir gran cosa del que mostraba en las calles al empujar su armatoste de afilador. Sólo el Autodidacto y yo vestíamos la ropa neutral que nos aseguraría un mimetismo prudente. Antes de abordar la Fundación Scorpio, nos detuvimos para observar a los disfrazados que entraban a oír las estridencias de una música en grabación estereofónica que parecía filtrarse desde adentro.

—Pase lo que pase —nos advirtió Megafón excitado— han de recordar que el misterio está en el hombre y es el hombre. Homo sum, etcétera.

—¿Qué nos quiere decir? —le preguntó Rómulo Domenicone.

—Que aquí han de portarse como bacanes.

—¿Con esas mascaritas? —rió el mellizo.

Enfundado y envarado en el traje negro del circuncidador Samuel Tesler lo amonestó así:

—No se ría, malevo. Todo ser que ha recibido gratuitamente una jeta de su terrible Creador debe mostrarla, lucirla y defenderla en todos los certámenes. Es la norma universal.

Y se dirigió resueltamente a las puertas que servían de acceso a la sala teatro de la Fundación. Seguimos al filósofo hasta el hall donde algunas vestales en mallas rojas hacían tragar obligatoriamente a los recién llegados el contenido de unas guampas o chifles de gran envergadura. El mismo Sebastián Scorpio, que nos había salido al encuentro, saludó al Autodidacto y a Patricia, y les brindó un cuerno desbordante de líquido: Patricia declinó el ofrecimiento; Megafón, tras mojar sus labios en el chifle, me lo pasó ritualmente; yo bebí un trago, reconocí los mentirosos alcoholes de Avellaneda y le di el recipiente al filósofo quien, tras paladear unas gotas, las escupió en el suelo con visible autoridad:

—No es el Soma de los hindúes —juzgó—, ni el Haoma de los persas, ni el vino misterioso de mi antepasado Noah, ni siquiera la sagrada chicha de los mamados cuzqueños.

Más tolerantes, los mellizos Domenicone apuraron el chifle con la delicia gratis de dos colados a una boda; y el afilador Capristo bebió a su turno sin ocultar sus inhibiciones de fauno perimido. Tras aquella libación de ceremonia, Sebastián Scorpio nos condujo a la sala teatro por entre las densas cortinas que la separaban del foyer. Tuve de pronto la sensación de lanzarme a un frente de tormenta cuyos elementos desatados combatían o se combatían en un contrapunto feroz de la imagen con el ruido. ¿La platea sin butacas no es una gruta donde Sebastián Scorpio reunió esta noche a sus iniciados en una especie de sabat o aquelarre? Hombres y mujeres aquí se buscan o se repelen como los protozoarios de una gota de agua vista en un microscopio. Es una oscuridad rota de haces luminosos que reflectores ocultos le infieren como tajos; y es un silencio aturdido con músicas bailables lanzadas a todo volumen. De pronto se nos da un cambio en el tejido audiovisual: ahora se proyectan diapositivas crudas en el techo de la sala o en los blancos de sus paredes; y la música cedió lugar a diálogos y monólogos vociferantes recogidos en cintas fonomagnéticas. Oigo y veo, veo y oigo. La imagen: extirpación quirúrgica de un fibroma en una mesa de operaciones; el sonido: remate de un campeón Shorthorn en la Sociedad

Rural Argentina. La imagen: coronación de miss California en bikini por un viejo sátiro de smoking; el sonido: arenga del ecónomo Alsogaray invitándonos a un saludable y crudo invierno de las finanzas. La imagen: el hongo atómico de Hiroshima en la ciudad pulverizada; el sonido: fragmentos de un discurso del general Perón sobre las tres banderas. En un ojo la mosca verde y en el otro la mosca negra, me dirijo al escenario abriéndome un rumbo entre parejas abstractas o protozoarios gigantes. ¿Dónde están Megafón y su tribu? ¡Se los ha comido esta parodia hirviente del caos! Pero la música regresa y el haz giratorio de los reflectores. En un entrevero me parece distinguir el vestido a figuras geométricas de Patricia Bell. ¿Y no son Rómulo y Remo Domenicone los que dibujan allá cortes de tango con dos pelirrojas rayadas como cebras? El misterio es el hombre —dice Megafón—, y hay que portarse como bacanes. O lucir dignamente la jeta que nos prestó el Eterno.

El escenario, a telón descorrido, mostraba un negro foro de tinieblas, como la retorta del orbe un segundo antes de su creación. Miré a la platea en busca de rostros amigos; y se inició entonces el pateo de los asistentes que reclamaban la iniciación del happening. Cuando el pateo adquiría volumen, un súbito apagón de focos y sonidos nos dejó a oscuras y en un silencio que duró, según me dije, lo que la cuenta de un knock out. Luego el cono de luz que proyectaba un reflector en el centro del escenario envolvió la figura de Sebastián Scorpio, ante cuyo aire de maestro de ceremonia los asistentes entramos en una viva expectación. Y lo que más nos intrigaba era el hecho de que S. S. apareciera junto a un inesperado sillón de odontología con su torno eléctrico y su cubeta para escupir.

—Señores —nos anunció como quien dispara un tiro—, con ustedes el Hippie Mayor y su vicario el Hippie Menor, que lanzarán un manifiesto.

El cono de luz lo dejó en mutis, al trasladarse bruscamente al lateral izquierdo para recoger la figura del Hippie Mayor que, metido en un buzo de colores, hacía su entrada en escena y se instalaba en el sillón odontológico hasta el cual no tardó en seguirlo el Hippie Menor de chaqueta blanca y asépticos guantes de caucho. Indiferente a las aclamaciones de la platea, el Hippie Mayor se dirigió a su vicario y le dijo:

—El verbo higienizante necesita una boca higienizada.

Como en un rito, el Hippie Menor, tras atarle al cuello una servilleta, puso el torno en marcha y pasó enérgicamente una brocha circular por la dentadura del maestro. Enseguida pulverizó en su boca el líquido de los enjuagues con el cual el maestro hizo una gárgara que arrojó a la cubeta. Después, enfrentándose con la multitud y sentado como estaba, el Hippie Mayor comenzó a decir:

—¡Hombres, mujeres y sexos dudosos! Alguien lo interrumpió desde la platea:

—¿Por qué dudosos? —objetó—. Según la nomenclatura de los derviches turcos, hay en la humanidad treinta y un sexos distintos y bien diferenciados.

Reconocí la voz de Samuel Tesler, y me dije con alguna inquietud que nuestro filósofo no se resignaría, como de costumbre, a jugar un rol secundario en el happening. Afortunadamente, y despatarrado en el sillón de odontología, el Hippie tradujo a la vez en un alivio y una esperanza:

—El señor es un técnico —dijo por el filósofo—. ¡Hermano, bienvenido a la caverna!

Y abandonando el sillón de un brinco, se lanzó al proscenio y adelantó hacia la multitud, como un ariete, su cabeza hostil y lluviosa de pelambres:

—¡Están fritos —gritó— si esperan de mí un gesto adulatorio! Dudo que los oyentes aquí reunidos alcancen a entender mi Documento. Yo habría preferido (y se lo dije a esta Fundación) organizar un saffari para cazar burgueses en estado virgen de naturaleza. En el Greenwich Village conocí a una muchacha que tenía el ombligo exactamente pentagonal.

¿Estoy afirmando al hombre? No, señor. ¿Estoy negando al hombre? Jamás.

—¿Qué nos quiere decir? —preguntó a mi derecha la voz del Autodidacto.

—Que la humanidad no existe.

—¿Cómo que no existe?

—No existe y existe —repuso el orador—: es un truco agradable de la dialéctica.

Se oyeron en la sala murmullos consternados, brotes de polémica y algunas risas en estrangulación. Advertido lo cual Samuel Tesler, que se había instalado a mi izquierda, levantó una voz caliente de intelecto:

—Reconozco —dijo— que nuestro disertante se desliza en buen sky acuático sobre la nueva ola. Pero ha comido hasta la indigestión su ganso cartesiano de la duda, y se ha hecho un lío de piolines existenciales con el hombre y su enigma.

—Hermano, ¿quién es aquí el disertante? —lo amonestó el Hippie—. ¡Yo no estoy en un lecho de rosas! Le cederé la cátedra, si le gusta.

—La cátedra está en un trasero excelente —admitió Samuel con generosidad.

—Entonces —anunció el Hippie— les exhibiré mi Documento. Solicito una gran atención en la sala: es un film que dura exactamente dos minutos, veinte segundos y quince milésimas de segundo.

—¿Cómo se titula? —inquirió el filósofo.

—«Nacimiento, pasión y muerte del transitivo Nadie».

Bajó entonces una pantalla cinematográfica desde el telar del escenario.

—¡Proyección y sonido! —gritó el disertante a operadores ocultos.

Con Megafón a mi diestra y Samuel Tesler a mi siniestra, veo en la pantalla una serie de imágenes vertiginosas que han registrado el nacimiento, la pasión y la muerte del transitivo Nadie. Y advierto que lo audiovisual del espectáculo se vuelve audiovisualolfativo con la pulverización de olores que se ajustan a cada momento del héroe:

¡Aleluya! El transitivo Nadie acaba de ser lanzado al mundo en una percusión de la vulva materna: como sonido, un llanto postnatal: como aroma, fuertes olores de obstetricia.

¡Júbilo! El transitivo Nadie anda ya sobre dos pies inseguros: como sonido, risas familiares de aliento; como aroma, un olor de pañales recién meados.

¡Inquietud! El transitivo Nadie, guardapolvo infantil, es castigado en la escuela: sonido, una filípica didáctica; olor de lápices muertos y chocolatines vivos.

¡Himen! El transitivo Nadie, riguroso jacquet, se desposa en el altar mayor de una basílica: sonido, la marcha nupcial de Lohengrin; olor de incienso y azucenas.

¡Gloria! El transitivo Nadie, exaltado al poder, jura sobre la Constitución Nacional: sonido, la marcha de San Lorenzo; aroma de papel sellado y galletitas oficiales.

¡Alarma! El transitivo Nadie, sobre la mesa de una clínica, está recibiendo en su tumor las radiaciones de una bomba de cobalto: sonido, el de la electrónica; olores detergentes de sanatorio.

¡Defunción! El transitivo Nadie, dentro de su lujoso ataúd, es llevado al cementerio: sonido, la marcha fúnebre del Crepúsculo de los dioses y una salva de ocho cañonazos; olor, el de ofrendas florales y anticipadas cadaverinas. The end.

Consulté mi reloj: el nacimiento, pasión y muerte del transitivo Nadie se habían desarrollado según la duración prevista. Desde su lugar en el procenio, el Hippie Mayor auscultaba las reacciones que su film hubiera podido suscitar en el visoauditorio. Pero la sala traducía una borrosa indiferencia, como si el transitivo Nadie le importara un corno. Entonces el Hippie acudió a Samuel Tesler, un seguro barril de naufragio, y lo consultó abiertamente con la mirada.

—Entiendo —le dijo el filósofo— que la existencia del transitivo Nadie fue demasiado al galope. Un asceta español se habría deleitado con ese film; pero nunca lo hará un metafísico de garra. Usted logró una contracción del tiempo (T) por una mutilación del acontecer (A) impuesta violentamente a la masa (M) o al transitivo Nadie. ¡Paz en su tumba!

—¿Es la ecuación de Einstein? —inquirió el Hippie deslumbrado.

—¡Es la ecuación del cono! —gritó en la platea una voz anónima.

Se produjo en la sala un conato de rebelión traducido en risas y abucheos.

—¡Cállense, fieras! —los tranquilizó el Hippie—. ¡Ya se les arrojará su pedazo de hígado bailable!

Y retomando su cátedra, dijo así:

—La duración del hombre o su existencia no me hacen llorar ni reír. A mi juicio, el tiempo existencial de los humanos debería ser más corto. En Saint Germain des Prés conocí a un yemenita que vivió nueve siglos en doce horas y se murió de aburrimiento. La maldad estaría en el sistema económico racional con que administró su tiempo el transitivo Nadie. ¡Yo acuso a la razón humana!

—¿De qué? —le preguntó Megafón.

—¡De ser una economista pedestre!

—¿Su manifiesto será una crítica de la razón pura?

—¡Yo no desciendo a esas bajezas! —rezongó el Hippie—. ¡Se las dejo a mi Vicario! El Hippie Menor, que se había mantenido en bastidores, avanzó hacia las candilejas:

—¿Aquí entro yo? —le dijo a su maestro.

—Sólo para ventilar una cuestión —repuso el disertante—. No insistiremos en el lío escolástico de averiguar si el alma tiene o no la forma de una berenjena. ¿Dije «alma»? Es un término demasiado teológico: llamémosla Psiquis, la ciudad tenebrosa. Lo que debemos resolver aquí es una mera cuestión de topografía: ¿qué lugar ocupa la Razón en la ciudad de Psiquis?

—La Razón —definió el Vicario— sólo es un arrabal de Psiquis: es el melancólico y limpio Barrio de los Relojeros.

—¿No te parece idiota que la humanidad, hasta nuestra revolución, haya vivido en un solo barrio de Psiquis, y en el más pedestre, aunque limpio y bien custodiado por la policía?

—En el Barrio de los Relojeros —lloriqueó el Hippie Menor—: la humanidad ignora sus mejores posibilidades.

—¡Ahí te quería! —le gritó el Hippie Mayor—. ¡Las Posibilidades Ignoradas!

Era evidente que la platea no digería ese comienzo estático del happening: a voces y silbidos los asistentes reclamaban más acción. Y entre los descontentos identifiqué a los mellizos Domenicone y a sus dos pelirrojas en traje de cebra que parecían organizar un motín contra el escenario. Los altavoces difundieron aquí un solo de batería que aturdió a la sala. Y en el escenario apareció nuevamente Sebastián Scorpio, el cual sonreía y se restregaba las manos como un demiurgo satisfecho.

—¿Quieren acción? —le dijo a la platea—. ¡Señores, con ustedes el ballet strip léase de las Posibilidades Ignoradas!

Y se negó modestamente a recibir un tributo de aplausos.

—¡Atención! —me dijo aquí Samuel Tesler—. Hay cierta metodología en este agradable quilombo.

Retirado el instrumental de odontología, la escena quedó libre y sin decoración alguna. Tras un mutis discreto de S. S., permanecían en ella el Hippie Mayor y su vicario que aguardaban sin duda los acontecimientos. Entonces los altavoces divulgaron una suave música genética de alba en su noche o de pollo en su cascarón. Y bajo una luz de focos azules, amarillos y verdes las Posibilidades Ignoradas entraron a escena por los dos laterales, en dos graciosos frisos y pasos de ballet. Eran mujeres vestidas hasta los pies con túnicas, o saris, o quimonos de inciertos colores y embozadas en chales o en cogullas que hacían imposible su identificación. Lentas y anónimas las Posibilidades Ignoradas bailaron frente a la multitud que las recibió con una ovación gigante. Y el Hippie Mayor no disimuló su gloria:

—¡Señores —dijo a la multitud—, vean ustedes cómo las grandes putas esconden sus encantos!

—¿Cree usted que buscan pasar al «acto» desde sus «potencias»? —inquirió un Megafón absorto.

—¡Eso es lo que andan buscando las grandes putas! —le contestó el Hippie sublimado—. ¡Estúdielas y observe como lloriquean mendigando su promoción!

En efecto, aquí las Posibilidades Ignoradas comenzaron a gimotear en su ballet.

—¡Observe ahora —insistió el Hippie— cómo insinúan sus recursos en el arte de la seducción! ¡Son capaces de prostituirse a cualquier gato de albañal que les asegure un porvenir vistoso!

Y aquí las Posibilidades Ignoradas tentaron a la platea con guiños de burdel y ademanes obscenos. Entonces el Hippie Mayor, enfrentándose con la sala, dijo así:

—¿No habrá entre ustedes algún macho que les haga un favor a estas putas melancólicas? En caso afirmativo, ¡que suba con nosotros a la escena!

Es un desafío, y advierto en la sala una tensión de hombres y un alboroto de mujeres. Enseguida una salva de aplausos en el centro de la platea y un coro de risas adulatorias: ¡alguien acaba de recoger el guante! No es un héroe sino dos los que suben ahora la escalerilla del escenario, y reconozco a los mellizos Domenicone.

¡Bien —me susurra Megafón—, ellos no se han negado jamás al desafío de los hipnotizadores ni a la invitación de los magos públicos que solicitan ayudantes! Y es Rómulo Domenicone, un taita si los hubo, quien enfrenta primero a las Posibilidades Ignoradas que ya lo circundan en su ballet.

—¡Elija, hombre! —lo está incitando el Hippie.

Rómulo ha elegido una Posibilidad envuelta en un sari de color urraca: la toma de la mano, la trae al centro y baila con ella una figura en la cual él la persigue y ella lo esquiva pudorosamente.

—¡Hombre, atropéllela! —le grita el Hippie Mayor—. ¡Arránquele a tirones esos trapos locos!

De un manotón certero el bailarín Domenicone le arranca el sari. Entonces, bajo la cruda luz de un foco, su Posibilidad exhibe una desnudez reseca y amarilla, un esqueleto de momia con su piel arrugada y su tristísimo vellón en la pelvis. Rómulo da un paso atrás y queda inmóvil en su asombro. Un grito se levanta de la platea, y luego una ovación ante la cual saluda graciosamente la Posibilidad en cueros y hace por el foro un mutis de bailarina clásica. ¿Se ha deshonrado en una sola escaramuza la línea brava de los Domenicone? Furioso ante la vergüenza de su mellizo. Remo Domenicone se mete ahora en el círculo de las Posibilidades Ignoradas, y, alentado a voces desde la platea, elige una de gran volumen y ceñida en un amplio batón o quimono a lunares. A pasos de oso, la elegida intenta bailar una figura con su elector, el cual se niega y quiere írsele al humo:

—¿Dónde y cuándo? —la urge Remo—. ¿A la salida, en la estación de Caballito Norte?

Y como ella lo esquiva en un pesado esguince:

—¡No te me hagas la estrecha! —le dice Remo—. ¡Yegüitas más duras que vos ha jineteado este punto!

A manotazos le acaba de arrancar el batón o quimono, debajo del cual se manifiesta una gorda como de circo, los brazos y las piernas monstruosas, las regiones pectoral y ventral ceñidas y torturadas en un corsé de ballenas. ¡Risa orquestal en el público! Afrentado, rabioso y a tirones. Remo la libra del corsé: y de la gorda cae un Iguazú de tetas, nalgas y mondongos. Aplausos. La gorda saluda y hace un mutis lento de vaca holandesa en desfile. Reanudan su ballet las Posibilidades Ignoradas.

—¡A ver! —desafía el Hippie Mayor a la platea—. ¡Otro que tire y pegue!

¿Quién será el otro? ¡No! Samuel Tesler es quien ahora sube al escenario, grave y digno como Jacob en la escalera mística. ¿No insultará su túnica de filósofo en ese triste juego de meretrices incógnitas? La multitud se conmueve ante aquel hombre rico en edad y acaso en experiencia, y estudia el rigor penitencial de su traje negro como la noche.

—¡Es un cura de civil! —opina una voz en la sala.

—¡O un empresario de pompas fúnebres! —aventura otra.

Ya el Hippie Mayor ha salido al encuentro del filósofo y lo saluda como a un familiar:

—Hermano —le dice, presentándole a las bailarinas— ahí las tiene a punto de caramelo.

¡Elija usted la suya!

—Hermano —le contesta Samuel—, yo nunca elijo a las Posibilidades: yo dejo que las Posibilidades me elijan a mí. Entonces decido en mi alma si les daré pelota o no.

Y el filósofo, entrando en el círculo, deja que las Posibilidades Ignoradas bailen a su alrededor. Una, entre todas, envuelta en densos tules de color morado, se le aproxima y lo saluda con una reverencia:

—¡Señor —balbuceó—, mi querido señor!

—Nómbreme usted, señora —le responde Samuel. Y ella le anuncia, entre confidencial y pudorosa:

—Dame tres bonnéte, se trouvant dans un embarras, cherche monsieur en bonne situation.

Tomándola de una mano, Samuel Tesler baila con ella un vetusto giro de lanceros.

—Mi situación es buena, pese a las fluctuaciones de la Bolsa —le asegura en tono galante.

—Sipas sérieux, s’abstenir! —lo rechaza ella en su pudor.

Y la retiene Samuel, ¡con qué dulzura!, en otro giro de lanceros.

—Querido señor —gorjea ella—, ¿me arrancará los tules?

—¿Para qué mirar lo que se adivina? —gorjea él.

—Señor, ¿qué adivina usted bajo mis tules?

—Dos manzanas otoñales en estado excelente de madurez. Un trigal de oro en el valle pelviano. Una cordillera vertebral que corre desde la nuca en flor hasta las dos colinas de los glúteos entre sí distanciados por el hondo y temible zanjón de Afrodita.

—Que vous étes gentil! —suspira ella—. Señor, ¿dónde nos veremos?

—En el «Chateau des Fleurs».

—¿Cuándo, señor?

—Señora, un minuto antes del Pralaya.

Vi entonces cómo la platea se alborotó y maldijo a Tesler por no haber desnudado a su bailarina. Según entendí, los asistentes reclamaban ahora una participación más directa en el happening de la fundación Scorpio: el happening, o es una saturnal colectiva de alto valor docente, o es un club de almas brujas que ignoran dónde y cómo tendrán su aquelarre. Así lo entendió sin duda el Hippie Mayor cuando, haciendo frente al huracán de la sala, ordenó a sus bailarinas que descendiesen a la platea y se abandonasen al calor de la multitud. Ellas lo hicieron en sus dos frisos iniciales por las escalerillas que bajaban del escenario, y contoneándose al descender como vedettes en las pasarelas. Fueron tragadas literalmente por la multitud que las exigía: se apagaron las luces, y los focos recorrieron otra vez la sala, encontrando y perdiendo, como en un mar de tiburones, escenas brutales, rostros encendidos, pechos que jadeaban y manos buscadoras que rompían telas. Aquel desenfreno sólo duró un minuto, al cabo del cual, encendidas las luces, vi cómo las Posibilidades totalmente desnudas volvían corriendo al escenario, trepaban sus dos escaleras y hacían mutis, unas chillando como furias y otras riendo como bacantes. Observé también que mi clan se había reintegrado junto a mí, con un Samuel Tesler impasible, un Megafón estudioso y una Patricia Bell que arrugaba el ceño como frente a la Babilonia de las Escrituras. Entonces fue cuando el Hippie Mayor y su vicario se hicieron presentes otra vez en la escena:

—Señores —comenzó a decir el Hippie—, y los llamo «señores» haciendo uso de un repugnante anacronismo. ¿Dónde iba yo? Tengo la idea por demás bochornosa de que me había embarcado en un Manifiesto sobre la posibilidad humana. ¿Es así o no? Si así es, yo debería exprimir ahora de mi alegato audiovisual esa emulsión horrible que se llama «una moraleja». ¿Lo haré? ¡Nunca! La moraleja es el culo venenoso de la fábula, y la humanidad comenzó a deslucirse con la primera moraleja que le inyectó la policía sanitaria de un mundo ya entregado a la pasión de las jeringas hipodérmicas. Yo estoy con la parábola: todo lo dice y no se achica. Si alguien la entiende, ¡mejor para él! Y si no, ¡que se joda!

—Entonces nos joderemos todos —repuso melancólicamente cierta voz de la platea.

Y se alzaron otras voces:

—¡La Fundación Scorpio es un reducto de la burguesía intelectual!

—¿No sería mejor que nos pusieran música bailable? Sordo a esas rebeliones, el Hippie volvió a su Manifiesto:

—¿Dónde iba? —insistió en su desmemoria—. Sí, hay que destruir las viejas estructuras de Psiquis. La libertad no es un eructo del diccionario en su letra L, y el gorro frigio existe, aunque lo niegue la reacción que no usa sombrero. A propósito de la libertad, no les ocultaré que su nombre sagrado ejerce sobre mí una virtud diurética irresistible.

Y aquí el Hippie Mayor, dirigiéndose a su vicario que lo asistía: —Venga ese orinal —le reclamó, tan urgente como libre.

Tras un breve mutis, el vicario regresó con un orinal de arcaica factura que presentó al maestro sin ocultar su reverencia. Luego de abrir el cierre de su buzo y de sacar a la luz pública su contraída virilidad, el Hippie tomó el recipiente y orinó en él con admirable soltura, frente a una platea regocijada y de no fácil asombro. Mientras lo hacía, su vicario se dirigió a los espectadores en términos entusiastas:

—¡Observen ustedes el aparato viril del maestro! —les dijo—. ¡Ya no entra ni entrará en erección gracias al poder sublimante de la Filosofía Hippie que obra en su complejo psicosomático!

—Eso no es verdad —objetó aquí Megafón—. A mi entender, las inhibiciones del Hippie se deben a uso intensivo de la mariguana, el peyote o la mescalina.

—¿Y qué si así fuera? —repuso el vicario.

—No me opongo a que se fume cualquier hoja estimulante —le dijo Megafón—.

Lo que me subleva en este mundo es la tergiversación de las causas y sus efectos.

Y palmeando el cogote de Samuel Tesler:

—Vean ustedes a este filósofo —ejemplificó admirativamente—. No ha entrado en erección desde la Primera Cruzada: y ese prodigio de castidad no se debe a ningún alucinógeno, sino a las constantes mortificaciones de su intelecto.

—Dice bien en cuanto a mi naturaleza corporal —admitió Samuel Tesler—. En cuanto a mi alma, la tengo en una erección casi permanente.

Recogiendo el orinal que le devolvía su maestro, el vicario estudió a Megafón sin benevolencia y le dijo:

—¿Está negando usted nuestra filosofía experimental?

—Sólo en sus alcances —le respondió el Autodidacto—. Me gustaría discutirlo con el propio maestro.

—No discuto jamás —intervino aquí el Hippie Mayor—. Dejo esas groserías a mi vicario, el poeta hippie.

—¿Cómo? —dudó Megafón—. ¿El vicario es poeta?

—Y de los más agresivos, pese a su falsa melancolía. Los poetas fueron, son y serán los útiles herejes de la Historia.

Orinal en mano y ante otro fermento de sublevación en la sala, el poeta hippie avanzó hasta las candilejas y recitó:

—«Yo canto a la Tiroides, nuestra madre universal. Stop. De sus ovarios íntimos nacen los mundos. Stop. En su vientre maduran los universos y explotan al fin como granadas. Stop. En el principio es el Gran Hippie destilado por la Tiroides en su glándula secreta. Stop».

—No me parece —volvió a dudar el Autodidacto— que las Musas asistan al cantor de la Tiroides.

—¿Por qué no? —le dijo un Samuel benevolente—. La mecánica del arte no varía jamás, aunque adopte los ingredientes de cada tiempo. Estoy seguro de que las Musas visitan al poeta hippie: lo que sucede ahora es que las Musas, antes de acostarse con él, toman sus píldoras anticonceptivas.

Una carcajada estalló en el teatro. Y el poeta hippie, lleno de furia, nos arrojó el orinal que logramos eludir y que mojó a los asistentes de primera fila:

—¡Señores —gritó a la platea—, dos reaccionarios quieren sabotear el happening!

—¡Eso no es verdad! —protestó el filósofo Tesler—. Admiro al poeta hippie: su Canto a la Tiroides encierra una cosmogonía zurda pero mejorable. Una limpieza del carburador, y su cosmogonía nos dejará oír un agradable ritmo de pistones.

—¿Dónde falla la cosmogonía de mi vicario? —intervino el Hippie Mayor.

—Es una cosmogonía blasfematoria —le respondió Tesler—: substituye a la divina Prakriti con una glándula de secreción. Además, excluyendo al Macho Celeste de su cosmogonía, el poeta hippie nos está denunciando en él un complejo feminoide que hubiera hecho la delicia de Sigmund Freud.

Volvió a reír la sala; el poeta hippie mostró a Tesler su puño cerrado; irguió el filósofo una estatura beligerante. Y voces excitadas los animaron desde la platea:

—¡Discutan con el punch esa mierdosa cosmogonía!

—¿Por qué no arman un ring en el escenario?

—¡Apuesto diez fragatas por el cura!

Ni el filósofo sube al escenario ni el poeta desciende a la sala. ¡Es Megafón quien, abandonándonos a los de su clan, se dirige a la escalerilla y sube a escena, porque recordó sus Dos Batallas y está mirando ya la jeta insidiosa del enemigo! ¡Patricia Bell lo sigue (lo ha de seguir hasta el infierno) con su vestido a figuras geométricas y su perfil cortante de águila o de Belona! Silencio y expectación en el teatro no bien el Oscuro de Flores y su mujer se enfrentan con el Hippie (un maestro) y su vicario (un discípulo en ruinas).

—Maestro —anuncia el Autodidacto al Hippie Mayor—, no vengo en tren de pelea sino de útiles confrontaciones. Quiero medir su gallo, el poeta hippie, con el mío, un artista que nos hablará desde la noche de los tiempos.

¿Qué se propone Megafón? ¿Quién es el artista y de dónde lo sacará él ahora como no sea de un baúl mágico? Pero el Oscuro de Flores, dirigiéndose a la platea, invoca o llama, ruega o exige:

—¡Capristo, suba usted al escenario!

¡El afilador! Advierto ahora que se nos ha perdido en la floresta del happening.

¿Dónde habrá emboscado él su cuerpo diurno y su alma silvestre? ¡Fue un error! Embarcar a Capristo en un happening es como hacer correr a un Centauro griego en el hipódromo de San Isidro.

—¡Jerónimo! —insiste Megafón en el escenario—. ¡No tenga miedo y suba!

—¿Lo buscamos, Jefe? —le grita desde la platea uno de los mellizos Domenicone.

—Búsquenlo en los ángulos de la sala o debajo de alguna escalera —le responde Megafón—. Y no me asusten a la criatura.

De pronto se agita un torbellino humano en el fondo de la platea. Los Domenicone han descubierto al afilador, y, entre voces de curiosos, lo arrastran a una de las escalerillas que suben al escenario. El afilador se resiste, los mellizos lo hacen

trepar a la fuerza y lo abandonan a un Megafón operativo que lo recibe y lo sienta en el sillón de odontología ya devuelto a su lugar por los dos hippies. Desmoronado en el sillón, Jerónimo Capristo no se agita ya, pero sus ojos chispean de consternación o de furia como los de un tigre cazado en una red. Y es aquí donde Sebastián Scorpio se une a los investigadores del escenario, atraído por la novedad imprevista que Megafón acaba de introducir en el happening.

—Señores —ruega Megafón a la sala—, pido tranquilidad y silencio. El artista que van a escuchar nunca se ha expresado bien en la inquietud y el ruido profanos.

Y volviéndose al afilador que bajo la luz de un foco violento parpadea como una lechuza le dice:

—Capristo, tenga calma y díganos su origen y su mensaje. Pero el afilador se obstina en un mutismo rabioso.

—¿No podríamos hacerle oír L’aprés midi d’un faune? —sugiere Megafón a Sebastián Scorpio.

S. S. da una orden al sonidista, y muy luego las flautas debussyanas traducen una siesta de fauno. Atentamente aguardan los investigadores alguna reacción en la naturaleza virgen de Capristo. Sin embargo, duro en el sillón de odontología, el afilador no suelta su cáscara de silencio.

—Ensayen con un vaso de vino —aconseja Patricia Bell que conoce al hombre.

Cierto ayudante hace mutis y regresa con un vaso de vino experimental que ofrece al obstinado sujeto de la experiencia. El afilador Capristo lo toma y lo huele con desconfianza; pero al fin lo apura de un solo trago. ¡Atención! Los ojos de Capristo se humedecen de pura delicia: ventean sus narices como respirando un aire natal de Arcadias o bosques edénicos; y en su boca ya se diseña la sonrisa de Fauno. Contienen su aliento los investigadores: hay en la platea una tensión que yo diría pánica. ¡Y Capristo hace más! Echándose una mano al bolsillo, saca instintivamente su vieja siringa de afilador, y sus labios carnosos, al recorrer los tubos de bronce, les arrancan frescas notas que parecen la resurrección de un himno matinal en la noche del happening.

—¡Capristo! —lo urge Megafón—. ¡Díganos ya sus consignas!

Guardando su flauta, Capristo arruga la frente y aprieta sus mandíbulas en el esfuerzo de una memorización trabajosa.

—Observen, señores —dice Megafón a la sala—, cómo el artista se abre un paso difícil hacia su Edad de Oro.

Y sacudiendo al afilador:

—¡Hable, Capristo! —lo intima—. ¡Tradúzcanos ese mensaje! De pronto el afilador canturrea desde brumosas lejanías:

—«Qué arte producen las reidoras mieses, bajo qué astros conviene labrar la tierra y enlazar las vides con los olmos, cuánta industria es necesaria para la educación de las guardosas abejas; eso es, ¡oh, Mecenas!, lo que quiero cantar».

—No lo dudo —lo alienta Megafón—. Pero esas verduras no son de usted: son de Virgilio en su primera Geórgica.

—Las habas se siembran en primavera —insiste un Capristo mediúmnico—.

¿Prefiere las arvejas o el humilde frijol?

—No, Capristo. ¡Vaya más atrás en la prehistoria! ¡Tome su ómnibus hasta Eleusis y díganos lo que hace usted allá entre las ramas primitivas!

—¡Evohé! —Memoriza de súbito un Capristo exaltado. Y no dice más, pues acude otra vez a su flauta y vacía en ella sus pulmones de fauno en un chisporroteante crescendo de la música. ¡Bárbaro! ¿No escapa ya del sillón odontológico para recorrer la escena con agresivos pasos de cabrón danzarín? Pero los investigadores lo cazan al vuelo y lo restituyen a su lugar. Capristo jadea: el público no ha reaccionado aún. Y yo, el Orfeo de las Dos Batallas, registro las escenas del happening con la mosca negra en un ojo y en el otro la mosca verde.

—Amigos —explica Megafón a los investigadores y a la sala—, ya vieron cómo Fauno, el músico primitivo, pese a la metalurgia en que ahora vive y a las radiaciones del estroncio 90, viajó recién a su mito y regresa con un mensaje lleno de frescura.

¿No les parece haber entrevisto un escorzo de la Égloga nutrida con aceitunas, leche cuajada y picantes rabanitos? ¿No huelen el perfume agrio que las Bacantes atesoraban en sus axilas?

¡Eso es lo riesgoso del Autodidacto, que desenvaine inesperadamente su caótico arsenal de lecturas reunido en la Biblioteca Popular Alberdi! ¿No está por dedicarle ahora un minuto de llanto a la perdida infancia de este mundo? Cierto es que la siringa del afilador ha despertado en la sala un eco dulce y familiar de mañanitas arrabaleras. Pero también lo es que ninguno de los asistentes ha visto el tal «escorzo» ni olió el tal «aroma» denunciados por Megafón, estafa inadmisible que la platea sanciona con una silbatina gigante. Los investigadores y el investigado Capristo descienden a la sala en un clima de tempestad y con la intuición de un linchamiento. Y es entonces cuando Sebastián Scorpio, batuta indiscutible del happening, cruza la escena levantando y exhibiendo un gran cartel que anuncia: INTERVALO.

El intervalo que se dio entre la primera y la segunda parte del happening tuvo lugar en la misma platea, cuya marejada cedió no bien algunos mucamos de librea y rostro emputecido en el arte irrumpieron con bandejas rebosantes de empanadas criollas y vasos de vino. Una manga de langostas que se abatiera sobre un trigal no habría hecho más estrago que aquella multitud al asaltar las bandejas. El filósofo Tesler, que junto a mí tragaba como un pupilo de orfelinato, me criticó entre una empanada y otra:

—Cualquier observador, en este happening, hubiera esperado una cocina más universal. Por ejemplo: arroz en salsa de tulipanes, o nidos de golondrina, o rodajas de serpiente fritas en manteca de cebú. ¿Y qué hace ahora este benemérito instituto?

¡Lanzar otra emisión de empanadas cordobesas y tintillo regional, como si

estuviéramos en el rancho de la Cambicha! Es inútil: la supervivencia del folklore malogra todavía en el país los mejores intentos de universalidad.

Y con un vaso de vino empujó a la bodega su empanada número seis. Tras el primer envite, los asistentes entraron en un clima idílico: pude ver cómo los dos hippies, el Mayor y el Menor, firmaban autógrafos en los brazos, muslos y omóplatos de tiernas admiradoras. Vi a los mellizos Domenicone beber en los vasos de sus pelirrojas, tal vez con el fin anacrónico de adivinar sus secretos. Vi a Megafón y a Patricia, de riguroso bracete, que daban la vuelta del salón como una pareja siglo XIX antes de que se iniciara el vals. Y descubrí al afilador Capristo rodeado ahora de bacantes rubias que acariciaban sus orejas de fauno y pretendían escamotearle la flauta.

Pero tanta benignidad sólo fue un remanso engañador del happening: Sebastián Scorpio, reloj en mano, estudiaba el minutero que le iba reclamando ya la segunda parte de su obra. Con inquietud lo miré subir al escenario y dar algunas órdenes en bambalinas, porque nos enfrentaríamos ahora con el evento incógnito del happening.

¿Qué habría tramado S. S., tejedor e hijo de un tejedor? El redoblar de unos tambores que los altoparlantes difundieron en la sala nos devolvió al espectáculo: ahora se observaba en la multitud el interés y la tensión de un niño ante una caja de sorpresas. Megafón, Patricia Bell, Samuel Tesler y yo volvíamos a reconstruir nuestro clan, en el deseo de oponer al escenario un frente sin roturas. De pronto callaron los tambores, y ante la expectativa general Sebastián Scorpio avanzó en la escena:

—Señores —dijo—, con ustedes el Marciano.

Y lo dijo en el tono casual de quien anuncia una refrigeradora. Megafón y yo cambiamos una mirada: era verdad que la historia de los Objetos Voladores No Identificados y la de sus viajeros cósmicos iniciaba entonces un curso regular en Buenos Aires; pero de ahí a cazar un marciano auténtico y hacerlo figurar en un happening había una distancia literalmente astronómica. Tras aquel anuncio, S. S. desapareció en un mutis discreto: el escenario a oscuras y totalmente vacío empezó a llenarse de una claridad lechosa como la galaxia, y los altavoces dejaron oír silbidos ululantes de válvulas electrónicas. Entonces, en ese caldo audiovisual, el Marciano hizo su aparición ante mil ojos que no lo creían.

El elemento «sorpresa» estaba sobre todo en la figura despistante del Marciano, el cual, sin buzo ni escafandra espectaculares, vestía un conjunto sport a la moda. Pero algo desentonaba en aquel «ser», y era su estructura de reloj ultrachato que se hacía poco visible al que lo mirara de frente y que sólo de perfil adquiría su máxima visibilidad. En la platea se habría oído volar una mosca, tan hondo era el silencio con que los espectadores observaban al Marciano. Y fue la voz de Rómulo Domenicone la que deshizo el encantamiento:

—¡Ese hombre no es un marciano! —protestó—. ¡Yo he visto esa jeta de hacha en un garaje de Liniers!

Aquí el Marciano rompió el silencio astral que lo envolvía y nos mostró su perfil muy visible:

—No soy un marciano —admitió—, como lo dijo muy bien el malevo preopinante. Soy un aborigen de la galaxia 208 que brilla exactamente a 1500 años luz del huevo terráqueo. Lo que pasa —rezongó— es que ustedes ven a un marciano en cada bicho zumbador que les cae de arriba. Y no se asombren de mi chatura estructural: es que voy perdiendo una dimensión a fuerza de recorrer el espacio a 300 000 kilómetros por segundo.

—Si es así —dudó Megafón—, ¿dónde ha escondido usted su cápsula espacial?

—¡Yo no viajo en cápsulas! —chilló el Marciano—. Yo uso vehículos pullman convertibles de fácil estacionamiento; y el malevo preopinante dio en el clavo al mencionar un garaje de Liniers.

—¡Ya me parecía! —triunfó Rómulo Domenicone—. ¡A mí no se me despinta nunca un mascarón de proa!

—Lo que me jode más en este planetoide —continuó diciendo el Marciano— es la petulancia de sus habitantes. Recién están gateando en la Técnica, ¡y ya se creen genios por tres monos infelices que han colocado en órbita y algunos cohetes de mal gusto y peor olor que tiran al aire con un ruido infernal! ¿Y qué decir de sus astronautas? ¡Pobres diablos que giran en órbita, cagándose encima y tragando píldoras de rosbif!

Era evidente que la suficiencia del Marciano había caído mal en la sala, y sobre todo en el Autodidacto que por oficio tenía el riñón caliente de Marte:

—¡Venga de donde venga —le replicó— y traiga la misión que traiga, usted necesita una lección de urbanidad! Somos indulgentes con los turistas, pero no más allá de nuestros orgullos nacionales.

—¡No vengo a recibir lecciones —tronó el Marciano— sino a impartirlas! ¡Raza de charlatanes! ¡Mejor harían en instalar un cosmopuerto en la útil Patagonia y facilitar el arribo de nuestros cigarros voladores!

Estallaba de ira, y nos presentó su frontal invisible como listo para el combate.

Pero Samuel Tesler intervino aquí, lleno de una grandeza que deslumbró a todos:

—¡Haya paz! —nos ordenó—. ¡Que los terrestres depongan sus armas: tenemos ya bastante quilombo en este mundo! ¡Y que guarde compostura el Marciano si no quiere que la televisión yanqui lo siga presentando como una bestia cornuda!

No hicieron falta más invocaciones. El Marciano, tendiendo su índice al filósofo, preguntó a los asistentes con voz emocionada:

—Señores, ¿quién podrá ser ese noble terrícola en cuyo rostro el nombre de la ciencia está dibujado como en un valioso pergamino?

Modesto y arrogante a la vez, el filósofo villacrespense le narró la parábola que sigue:

—«No bien el rengo hubo alcanzado la meta con su pata única, dijo en acción de gracias: ¡Rengo, rengo, pero vengo! Y los teólogos oficiales juraron que no habían

oído jamás un Tedeum más grato a las orejas de los dioses».

Fue visible que la mayoría de los asistentes no entendió ni jota de la parábola.

Sólo el Marciano dijo, brillante de intelección:

—Aquel rengo era un héroe. ¡Sí, hay un Motor Inmóvil en la bien aceitada relojería de nuestros planetarios!

La paz estaba hecha. Y Samuel Tesler, obrero de la paz, le rogó al Marciano que nos dijera su nombre.

—Amigos —respondió él—, en este mundo y en el otro me llaman Ignacio Jaureguiberri, don Ignacio para los familiares.

Quedamos como aturdidos, y me dije que la paz no sería fácil de sostener con un marciano tan incongruente.

—¡Jaureguiberri es un apellido vasco! —se indignó Megafón.

—¿Nos quieren meter el perro? —gritó uno de los Domenicone.

—¡El Marciano es un hereje! —acusó Patricia Bell en cólera.

—¡O algo más! —exclamó en la platea una voz de tono politicosocial—. ¡El Marciano es una invención distractiva del Imperialismo!

Lleno de indulgencia, el Marciano tomó la palabra:

—Señores —dijo—, ustedes los terrícolas viven aún en la niñez del Cosmos, yo diría que mamando las dulces tetas de la Vía Láctea. Jaureguiberri he nacido y Jaureguiberri moriré.

Y narró en un canturreo de leyenda inmemorial:

—Hace un millón de años terrestres, una expedición colonizadora salió de mi planeta rumbo a su objetivo. La gran nave intergaláxica descendió en el país cantábrico, a la sazón desierto, casi en el mismo lugar donde se levantaría luego la ilustre Pamplona. Mis ancestros, varones y hembras, entregados al alegre y útil ejercicio de la procreación, dieron allá origen a un pueblo que más tarde se haría célebre por la solidez inquebrantable de sus virtudes y sus lomos. Ese pueblo, que se conoce ahora por el gentilicio de «vasco», enseñó las industrias, las artes y las letras a una Europa que, sumida en la barbarie, lanzaba recién los primeros vagidos de la cultura. Más tarde, llevado por el hobby de la navegación, ese pueblo admirable cubrió la tierra con sus vástagos e hizo escuchar su misterioso idioma en las más escondidas latitudes. Pero guardó en sus montañas natales el secreto de su origen y una tenaz consigna de independencia, con el solo fin de asegurar continuas y discretas relaciones entre la colonia y su metrópoli estelar. Amigos, yo desciendo por vía directa de aquellos colonos espaciales, y soy un Jaureguiberri legítimo.

Aunque bastante retórica, la leyenda que acababa de referirnos el marciano despertó en mí una caliente simpatía, tal vez por el hecho de que soy vascuence a medias o medio vasco según la sangre. Pero Megafón no digería la guayaba poética de Jaureguiberri:

—Señor —le dijo—, ¿qué pruebas nos daría usted que confirmaran ese origen?

—Dos, e irrefutables —aseguró él—. La boina que usan los vascos es un recuerdo simbólico del casco espacial que trajeron desde mi planeta.

—¡Cómico! —rió Megafón uniéndose a la jarana de la platea.

—Por otra parte —añadió el Marciano—, ¿de dónde saldría la vocación que tienen los vascos por la industria lechera, sino de sus excursiones a través de las galaxias?

—No exageren la risa —nos amonestó aquí Samuel Tesler—. O el Marciano es un drogadicto de la fantaciencia o el Marciano está en riguroso pedo. Esas dos razones, a mi entender, son igualmente respetables.

Y aquí volvió a oírse la voz de tono politicosocial que nos había llegado recientemente de la sala:

—¡Escuchen! —nos arengó—. ¡No sólo el Marciano es un agente del Imperialismo! ¡También lo es la Fundación Scorpio, último baluarte de la burguesía!

¿Y qué fin se persigue con estos happenings? ¡Anestesiar a las masas! ¡El happening

es el opio del pueblo! ¿Entienden?

Ante una platea golosa de trifulcas, el Marciano había seguido atentamente las palabras del agitador incógnito.

—¿Será usted un marxista? —le preguntó al fin.

—¡No lo niego! —vociferó él.

—Señores —nos dijo el Marciano volviéndose a nosotros—, el agitador que acaba de arengarlos y de cuya buena fe no dudo, ignora seguramente la noticia.

—¿Qué noticia? —gruñó el agitador.

—El marxismo acaba de fallecer en Varsovia de artritis aguda, siendo las 11 (hora local) o las 12.30 según el meridiano de Greenwich. Sus últimas palabras fueron: To be or not to be, dichas en el más puro estilo de Oxford.

—¡Es un cable falso de la United Press! —gritó el de la voz politicosocial.

Y lleno de furia intentó subir a escena con fines belicosos. Pero los mellizos Domenicone, veteranos en aquellas broncas, lo hicieron desistir de su beligerancia, entre un griterío de la platea que seguía reclamando acción a todo trance. Y fue Rómulo Domenicone, varón de alta estatura física y moral, quien se impuso al desorden y logró un silencio favorable:

—¡Che, Marciano! —lo exhortó—, ¿por qué no te dejas de milongas y volvés a tu catramina espacial? ¡Aquí hay un olor a castaña que voltea!

Y dirigiéndose al filósofo:

—Maestro —le advirtió—, la ciencia está bien. Pero los muchachos exigen bailongo corrido.

Amenazó por último al Autodidacto de Villa Crespo:

—¡Escuche, Jefe, si esta mufa sigue, yo me abro del happening y me vuelvo a la pizzería! Los vítores con que la platea recibió aquellos tres reclamos del mellizo lo convirtieron en un líder absoluto. Visto lo cual Megafón, que también lo era, sentenció así:

—Vox populi, vox Dei. Si el Marciano tiene alguna función que cumplir, ¡que lo haga enseguida! Y si no, que regrese a su galaxia particular, en el caso de que la tenga, y lo dudo.

Al oír tan cuerdas palabras, el Marciano entró en una suerte de actividad febril:

—¿Dónde han puesto mi maleta de vendedor viajante? —gritó hacia un lateral del escenario.

El mismo S. S. le alcanzó una valija de la que se apoderó el Marciano con urgencia profesional.

—¡Habitantes de la Tierra —nos declamó en estilo marketing—, desde mi galaxia les traigo novedades increíbles y a precios de costo! Aleaciones metálicas desconocidas e isótopos radiactivos que ni soñaron aún en este bello esferoide.

¿Quieren la fórmula del elemento Z que destruye la gravitación universal? ¡Se la daré gratis al que demuestre que uno más uno son iguales a tres y a cero!

Quizás ustedes no valoricen estas hermosuras, hundidos como están en los problemas economicosociales a que aludió recién el camarada marxista. Pero les traigo una oferta sensacional: computadoras y cerebros electrónicos que les resolverán esas minucias con sólo apretar un botón.

Abriendo su valija, el Marciano hizo caer sobre la platea un diluvio de folletos, catálogos y diagramas en colores. Y se dio aquí la primera reacción del happening contra el Marciano, traducida en un abucheo descomunal.

—Señores —prosiguió él sin inmutarse—, tal vez los atraiga más un turismo sistematizado a las regiones galáxicas. ¡Bien! ¡La curiosidad es madre legítima de la ciencia! Les ofrezco viajes cómodos y ultrarrápidos, en clase única, durante los cuales gustarán el mejor caviar de rusia y los más añejos vinos franceses brindados por nuestras famosas azafatas robot. ¡Y retrocedan ante los espantos cósmicos! Dentro de una década, un astronauta yanqui en órbita dirá que la luna es una fracción repelente del miedo. ¿Y que pretenderá descubrir en la luna, una réplica enternecedora de Disneylandia? ¡Señores, no se llamen a engaño! Lo que se ve por el culo novel de un astronauta es lo mismo que se ve por el culo fósil de un megaterio, vale decir la misma brutalidad graciosa de la mineralogía.

No pudo seguir adelante: al sordo abucheo de la platea siguió una rechifla que nos rompió los oídos. El Marciano, en su fervor proselitista, dio señas de querer bajar a la sala y distribuir itinerarios de viaje. Pero lo contuvo una lluvia de proyectiles que le arrojaban desde la platea: diarios encendidos, trozos de empanada sobrantes y zapatos de mujeres.

—¡Aquí no hay garantías! —chilló entonces—. ¡Exijo una reunión de prensa!

Entre Sebastián Scorpio y dos ayudantes lo hicieron abandonar el escenario en un mutis grotesco. Y así dio fin la intervención del Marciano en el happening. Luego me asaltarían no pocas dudas acerca de su origen y entidad, las cuales no he resuelto aún ni resolveré ya que no interesan mucho a la crónica de los hechos megafonianos.

A partir de aquel mutis, y a telón ya corrido, el happening de la Fundación Scorpio entró en una recta final cuyo ritmo vertiginoso me pareció deliberado. Con el regreso de las estridencias audiovisuales, el público inició un bailoteo en el que la coreografía tocó sus últimas vanguardias. Paralelamente, los mozos de servicio, ahora totalmente borrachos, irrumpieron otra vez en la sala con sus bandejas enormes cargadas de bebidas fuertes. Demonios agresivos asaltaron a los bailarines y los hicieron beber a la fuerza, un vaso tras el otro, en una suerte de feroz obligatoriedad. Nunca vi en este mundo una borrachera colectiva tan fulminante: las parejas comenzaron a trastabillar y a caer, semejantes a los arbustos que un leñador furioso va derribando con su hacha. Y no bien cayó la última, sólo quedamos en pie Megafón y Patricia, el filósofo Tesler y yo, consternados ante aquel súbito derrumbe de hombres y mujeres.

Cesó la música y se apagaron los reflectores. A la luz incierta que aún iluminaba el teatro, y por encima de los bailarines yacentes, recorríamos la platea Megafón y Samuel, Patricia y yo, sobrios entre los borrachos y despiertos entre los dormidos. Y una piedad inmensa nos embargó al descubrir a los hermanos Domenicone que yacían en el suelo abrazados a sus pelirrojas. La piedad se nos humedeció en lágrimas cuando, junto a una de las escalerillas, tropezamos con el afilador Capristo en horizontal, que lloraba y reía en sueños, agarrado a su flauta de bestia mitológica. Entonces Megafón comenzó a zozobrar en su alma y a maldecir la hora en que había metido a tan inocentes guerreros en un happening sin dignidad. Y maldijo a la Fundación Scorpio y a sus alcoholes destilados en los fraudulentos alambiques del Gran Buenos Aires. Luego, paseando una mirada funeral sobre los caídos, nos preguntó en tono dramático:

—Si el Hacedor bajase a esta platea, ¿reconocería su imagen y semejanza en estos pobres muertos?

—No están muertos —le corrigió Tesler— sino bastante mutilados.

—¡A eso iba! ¿Mutilados en qué?

—Dígalo.

—¡En la sublimidad!

Y el Oscuro de Flores, con acento elegiaco, nos declaró lo que más tarde figuraría en su historia con el nombre de Responso a lo Sublime:

—La Sublimidad ha muerto. El hombre se mutiló a sí mismo en su flanco de la Sublimidad: ya no puede tender a lo sublime sus viejos pseudopodios de animal trascendente. ¿Y ahora qué hará? ¿Sucumbir en la mutilación o restaurar su flanco de lo sublime con un injerto de células vivas que le hagan funcionar otra vez los radares del alma?

Tras meditar un instante los conceptos de Megafón, el filósofo villacrespense le dijo:

—La Sublimidad: ¡una pera de agua! No y no. Si hay que restaurar en el hombre alguna pieza de museo, yo elegiría su facultad inteligente. Hace mucho, en un

manicomio de Córdoba, me declararon el Nuevo Profeta de lo Inteligible.

—Samuel, ¿quiere profetizar ahora? —le dijo Megafón.

—Lo haría —respondió Tesler— si tuviera más público en la tertulia y en el gallinero.

—¡Samuel, profetice! —le rogó una Patricia vibrante de antenas.

El filósofo irguió su estatura, se acarició una inexistente barba de profeta y salmodió los versículos que siguen:

Cuando este siglo y sus happenings hayan agotado la posibilidad entera de lo Absurdo, ¡ay, vidalita!

Cuando se haya exprimido el Desorden hasta la última gota de su limón,

¡vidalitay!

Cuando lo Absurdo ya sea un lugar común aburrido. Y el Desorden una risible cursilería.

Cuando la humanidad estrangule al último psicólogo con la media de nailon de la última estética.

Cuando se grite «No va más», y parezca en efecto que «No va más», y llorando se diga «No va más».

Entonces lo Inteligible, que había dormido largamente, despertará en su cama de hierro y entre sedosas lencerías. ¡Aleluya!

Los deslumbrados hombres llorarán de alivio al descubrir nuevamente que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí.

La Geometría parecerá otra vez una refrescante novela de aventuras.

Como un vino sin trucos, la Libertad hará de nuevo que se emborrachen santamente las tres potencias del alma.

Y la historia lineal de Caperucita y el Lobo ha de curar a los agonizantes y resucitar a los muertos.


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RAPSODIA VII

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«Mientras tanto, y a fin de preservar la raza humana, el Soberano Maestro produjo al Bracmán de su boca y al Chatrya de su brazo y al Vaisya de su muslo y al Sudra de su pie». Deo gratias.

Venerables hermanos, os ruego que no admiréis en esa divina generación de hombres ni a Bracmán el cura luminoso, ni a Chatrya el valiente milico, ni al transpirado Sudra, el mono último de la cadena social y el que se ahoga fatalmente. Admirad, ¡oh, sí!, a ese hombrecito panzón llamado Vaisya, también conocido en la historia por el Homo Oeconomicus, alias el rico, alias el Chancho Burgués, alias el Estúpido Creso. Verdad es que los planes de su Creador lo habían destinado sabiamente a producir la riqueza y a distribuirla con equidad. Pero Vaisya el rico, un estafador nato, se abrió de la Cooperativa y administró el negocio por su cuenta.

¿Existe algún atenuante de su culpa? Hermanos, recordad que había nacido él de un muslo, cerca del orificio anal y expuesto a sus ingratas detonaciones, ¡que tanto puede una topografía desfavorable! No es mucho, pues, que Vaisya el Rico se diera como un flato casual en la historia del mundo.

En la glorieta del chalet, ante un Barroso entusiasmado, un Barrantes neutral y una Patricia llena de los cuatro Evangelios, Megafón pregunta si el esquema teórico del rico se ajustaría o no a la entidad fragosa de Ramiro Salsamendi Leuman, arquitecto y doctor, ministro y empresario, industrial y comerciante, hombre de «muchas vueltas» como Ulises, que por aquellos años fue la delicia de los televidentes y el insomnio de las masas.

—¡Padre —temió Barroso—, el ganso de la duda se nos ha metido en el gallinero!

—Hijo —le respondió Barrantes—, la duda no es una gallinácea que te recomendaría: jamás dio un buen caldo, ni siquiera en la olla de Rene Descartes.

—Yo no dudo —rezongó Patricia Bell—. ¡Ramiro Salsamendi es el Rico del Evangelio condenado por el señor Jesús!

—¿Y quién lo niega? —dijo un Megafón ecuánime—. Se trata de averiguar «quirúrgicamente» si un diagnóstico es o no exacto. Si don Ramiro Salsamendi Leuman, abierto en el quirófano, resultara no ser el Rico del Evangelio, lo cerramos inmediatamente y lo cosemos con hilo de cirugía estética.

En realidad, la Biopsia del Estúpido Creso estaba ya decidida en los papeles de Megafón y resuelta en sus menores detalles logísticos. Espías adiestrados en el cinematógrafo habían hecho un plano del caserón vetusto que don Ramiro Salsamendi ocupaba en el barrio sur. Conocíanse también el número escaso de sus sirvientes, la ubicación del policía que custodiaba su investidura de Ministro y las horas en que Salsamendi era de fácil abordaje. Integrarían el equipo quirúrgico Megafón y Patricia, el dúo Barrantes y Barroso, el contador Segura y el Pobre Absoluto movilizado en una fábrica de aceites y cuya identidad no recogió la historia. Se necesitaba un pretexto con que disfrazar el abordaje, y fue suministrado por la misma naturaleza del prócer: don Ramiro adoraba los focos halagadores de la publicidad. Luego, la Biopsia tendría una cara inicial de Reportaje.

El día señalado y a la hora prevista del anochecer, el equipo mostraba en el salón de Creso un aire profesional muy convincente. Patricia Bell no soltaba de su mano un grabador fonomagnético, Barroso traía una cámara fumadora de relumbrón y el Pobre Absoluto una lámpara de flash, lujos instrumentales que habían tranquilizado al mayordomo de la casa en su función de habilitar o no los accesos del héroe. Los reporteros Megafón, Barrantes y Segura; mientras esperaban el arribo de Creso, hacían un inventario del salón donde se ordenaban o desordenaban muebles, tapices y objetos amontonados en una suerte de «pasión acumulativa». Sin disimular su amargura, el reportero Barrantese un antifonario medieval rezaba todavía: Gloria in excelsis Deo.

—¡Es una lámpara blasfematoria! —se lamentó—. En otros años esa hoja de pergamino servía para dar luz a las almas. ¡Ahora ilumina las tristes escupideras de Creso!

Entonces vio a su hijo, el reportero Barroso, que se persignaba con mucha devoción frente a un piano de cola:

—Chango —le dijo— ¿por qué te santiguas ante la pianola de Creso?

—Es el ataúd de la música —le respondió Barroso—. ¡Qué Dios la tenga en su gloria!

—Sin embargo —conjeturó Barrantes—, juraría que la mujer de Creso tocó alguna vez en este piano-ataúd la Plegaria de una virgen o Una tempestad en el cabo de Hornos.

—¡Que Dios la perdone! —oró Barroso persignándose otra vez ante la negra caja musical.

Y en ese instante, como a la voz de un traspunte, don Bruno Salsamendi Leuman hizo su entrada en el salón, raudo como un agente de bolsa, firme como un arquitecto, inseguro como un ministro de cuartelazo. Al entrar, su ojo en gran abertura fotografió a los visitantes, y su ojo izquierdo entrecerrado avaluó la cámara, el grabador y la lámpara de flash.

—Señores —dijo—, no me gusta demorar a la prensa. ¿Quieren sentarse? Le quitó a Patricia el grabador:

—Señora, ¿es a pila o a corriente? Ya lo veo, es a pila.

Tras ubicar el artefacto en un sillón, lo hizo andar y susurró en su micrófono: «Probando, probando». Enseguida le dijo a Barroso que no soltaba la fumadora:

—Señor, encontrará el enchufe al pie de la lámpara.

Y construyéndose una posse junto a la gran chimenea: —¡Cámara y sonido! — exclamó en éxtasis.

El Pobre Absoluto lo ametralló entonces con algunos flashes inútiles. Le apuntó Barroso con la fumadora y se detuvo como alucinado:

—¡Padre —lloriqueó—, don Ramiro está guiñándome un ojo!

—No es un guiño —lo tranquilizó Barrantes—: es un tic profesional que don Ramiro adquirió a fuerza de contar billetes con poca luz.

Al oír ese diálogo el doctor arquitecto destruyó su posse y arrugó una frente insultada. Pero cierta iluminación le hizo recobrar el octavo de sonrisa que usaba él ante los camarógrafos:

—No me disgustan esos vanguardismos —concedió—. Es el «humor negro» que ahora traen las revistas ilustradas.

Y recobró su posse junto a la chimenea. Pero los visitantes guardaron un silencio en tensión, hasta que Barroso y Patricia confesaron llanamente:

—La fumadora no tiene rollo. —El grabador no tiene cinta. Don Ramiro Salsamendi los miró como azorado:

—¿Y qué buscan aquí? —les preguntó.

—Queremos averiguar —le dijo Patricia Bell— si estamos o no frente al Rico del Evangelio.

Entre Megafón (reportero jefe) y el contador Segura (reportero en finanzas) llevaron a don Ramiro (el Creso presunto) hasta un sofá violeta (color penitencial), y se instalaron respectivamente a su derecha (lugar de la Misericordia) y a su izquierda (lugar severo del Rigor). El Oscuro de Flores estaba perplejo: no había encontrado aún en don Ramiro ni la figura tradicional del Burgués (ojos porcinos, orejas velludas, panza redonda en un chaleco atravesado por una gran cadena de oro) ni la figura clásica del Avaro (uñas rampantes, ojos febriles y cara de ayuno vocacional). Era un Creso de suaves facciones mantecosas y de cierta majestad que destruía en el observador todos los bocetos concebidos a priori. —Don Ramiro —comenzó a explicarle Megafón—, sepa que no lo hemos engañado al sugerirle un reportaje. Queremos entrevistarlo, eso es, pero no en el «cono de luz» que le conoce la gente, sino en el «cono de sombra» donde usted oculta lo más entrañable de su personalidad.

—¿Tengo yo un cono de sombra? —le preguntó don Ramiro alarmado.

—Señor, no le tenga miedo a la palabra «sombra»: lo mejor del alma ocurre durante las noches, como lo explicó muy bien San Juan de la Cruz.

El Autodidacto, a su derecha, le hablaba según la Misericordia. Pero el contador Segura, ubicado a su izquierda, le habló desde la mano del Rigor:

—Señor ministro —adujo—, en el cono de luz que le atribuye mi compañero se dice que usted maneja la economía del país en un estilo duramente climatológico. Se lo acusa de proponer el Invierno como estación única del año, con el solo fin de que las vacas enflaquezcan, el granizo destruya los maizales y el pobre se joda eternamente.

—¡Padre, tengo hambre! —se lamentó aquí Barroso—. ¡El señor ministro me ha robado la canasta familiar!

—No llores, cachorro —lo alentó Barrantes—: el señor ministro te dará en cambio una jugosa teoría sobre la estabilidad monetaria.

Patricia Bell, junto al piano de cola, no dejaba de mirar en Salsamendi Leuman el rostro inquietante del Enemigo:

—Según el Evangelio —recordó píamente—, don Ramiro será vomitado de la boca del señor Jesús. Y aquí está el Pobre del Evangelio que no me dejará mentir.

Tomó entonces de la mano al Pobre Absoluto, lo llevó hasta el sofá violeta y le preguntó:

—Hermano, ¿cuándo hizo usted su almuerzo último?

—Hace tres días —contestó el Pobre Absoluto—. Yo estaba frente a la pantalla de televisión donde Fu Tsé, cocinero chino, preparaba un delicioso arroz con anchoas. Comí teóricamente hasta reventar. Luego don Ramiro salió a la pantalla y nos dio una conferencia tan exquisita como el arroz: lo escuché y lo admiré, pero tuve la mala suerte de arrojarle a la cara un eructo de anchoas metafísicas. ¡Don Ramiro, perdón!

Y el Pobre Absoluto dedicó a Salsamendi otro flash decorativo. Se dio aquí la primera reacción fanática de Creso:

—¡Bien! —exclamó—. Si ese hombre fue capaz de alimentarse con un arroz abstracto, mis ideas económicas triunfan en toda la línea. ¡Señores, un esfuerzo más y nos convertimos en seres incorpóreos!

Agitando sus brazos a manera de alones, Barroso intentó un vuelo de cámara:

—¡Tatita —se alborozó—, gracias a don Ramiro ya soy la entelequia pura de que hablaban los escolásticos!

—¡Enciéndanme velas! —triunfó don Ramiro—. ¡Enciéndanme velas en el Banco Central!

¡Y hagan otro esfuerzo!

—A mi juicio —temió Barrantes—, y si le exigen otro esfuerzo, el Pobre Absoluto se cagará en los pantalones aunque sólo en teoría.

Desde su ángulo de la Misericordia, el Autodidacto retomó la palabra:

—Señores panelistas —dijo—, si arrancamos a don Ramiro Salsamendi Leuman de su cono de luz y lo proyectamos a su cono de sombra, veremos que pasará fácilmente del uno al otro, pero con signo contrario: si en la luz es un verdugo de su pueblo, en la sombra es un mártir de las finanzas. ¡Ya veremos cómo este prócer calumniado se nos convierte ahora en un Metafísico del Invierno y en un Teólogo de la Estabilidad!

—¿La Estabilidad no es un atributo divino? —argumentó Barroso—. Entonces don Ramiro es casi un dios. ¡Padre, me gustaría besar la mano de Creso!

—No lo hagas, hijito —le aconsejó Barrantes—: podría sustraerte la billetera.

Sucedió aquí la «primera transmutación de Creso», bajo una gran araña del salón y entre sus lujos detonantes. Encerrado hasta entonces en su huevo de personaje convencional, don Ramiro fijó en el Autodidacto sus ojos llenos de gratitud que no tardaron en arder según la llama de un fanatismo doloroso:

—Este cronista —dijo por Megafón— ha descubierto en mí lo que ninguno vio en las pantallas televisoras ni en mis reuniones de prensa ni en mis escritos proféticos. ¡Este hombre sabe que soy un incomprendido y que me crucifican sin entenderme! Por ejemplo —añadió volviéndose a Patricia—, esta señora me acusa de no haber oído el Sermón de la Montaña, ¿es así?

—Así es —afirmó ella—. ¿No se ha robado usted la ropa de los lirios y el alimento de las avecitas?

—Lo hice, pero en mi cono de luz —admitió don Ramiro—. En mi cono de sombra elaboré un método que ha de purificar a mis conciudadanos.

—¿El de apretarse los cinturones? —le dijo el contador Segura.

—¡Exacto! —se alegró él—. Y doy el ejemplo: yo mismo reduje mi papada y abdomen, como habrán observado los amables televidentes. Señores periodistas, ¿a qué no saben por qué resido en el barrio sur? ¡Porque resulta más económico!

¿Imaginan ustedes que me gusta este salón? ¡Lo detesto! ¡Y odio mi lámpara de pie y vomito algunas veces en mi piano de cola! Si los conservo, es porque lo exige mi status.

El dúo Barrantes y Barroso estaba conmovido ante la desnudez no prevista de Creso.

—Bajo los casimires ingleses de don Ramiro —elogió Barroso— entiendo que se oculta el mameluco penitencial de un asceta.

—Hijo —sospechó Barrantes—, ¿no estará este justo en olor de santidad? Aquí Barroso, acercándose a don Ramiro, le olfateó reverentemente la cabeza:

—¡Padre —testificó—, huele a gomina barata, lo cual es otra prueba de su austeridad! Embalsamado ya en aquellos aromas reivindicadores, don Ramiro Salsamendi Leuman abandonó el sofá y dijo a los reporteros visitantes como en un desafío:

—Ustedes ya conocen el Palacio de Creso: ¿no les gustaría bajar a la Caverna de Creso?

—¿Dónde ha instalado su caverna? —le preguntó Megafón.

—En el subsuelo de la casa. Usted lo sabe: hay que bajar al sótano para entender al hombre.

Un retintín extraño de alegría y zozobra campeaba en la invitación de Creso. Y los visitantes quedaron mudos, tal como si vacilaran frente a una puerta desconocida.

—No me gusta la megalomanía de Creso —refunfuñó Barrantes—. ¡Quiere hacernos creer que posee una cueva!

—¡Alí Baba! —le sugirió Barroso.

—Hijo, yo no descendería.

—¿Echa culo mi padre?

—¡No echo culo! —se dolió Barrantes lastimado en su dignidad—. Lo que me desagradaría es ofrecer un budín fantástico a los lectores de nuestro importante rotativo.

—Padre —lo alentó un Barroso filial—, si algún lector busca «realismo», que se mude a la novela de enfrente.

Don Ramiro esbozó aquí una sonrisa de astucia:

—No les exigiré que guarden el secreto de mi caverna —les dijo—: nadie lo ha de creer si lo publican. Y ustedes correrán un solo riesgo, el de ser alojados en un manicomio estatal. ¡Son las ventajas de poseer un buen cono de sombra!

—Entonces bajemos a esa gruta —sugirió Patricia Bell.

Todos observaron a Megafón que aún vacilaba y que dijo al fin señalando al Pobre Absoluto:

—Este hombre no es del oficio: es un «extra» portador del flash.

—¿Cómo se llama? —inquirió don Ramiro.

—El Pobre Absoluto.

—Que baje también. Sin el Pobre Absoluto no haríamos nada en la Caverna. —

¡Sólo es el portador del flash!

—¡Y es el héroe que se desayuna con anchoas abstractas! —recordó, admiró y alabó don Ramiro Salsamendi Leuman.

El Oscuro de Flores, antes de bucear a un Creso teórico en la figura muy concreta de Salsamendi, había decidido aplicarle un método que designaba él con el nombre de «los dos conos» y que le había dado frutos excelentes en otras escaramuzas. «Díganle a un hombre que su personalidad tiene dos conos, uno de luz y otro de sombra, y lo verán ustedes asirse a la enseñanza como a un barril de naufragio, saltar de un cono al otro y practicar un juego de afirmaciones o negaciones que se resuelven en otros tantos disfraces de su conciencia». Descubrí luego este aforismo en los papeles de Megafón; y supe además que Samuel Tesler, al negar la ortodoxia del método, lo llamaba de «los dos conos» en una síntesis admirable. La verdad es que don Ramiro se había instalado con gran soltura en el método, hasta materializar su cono de sombra en la gruta, caverna o sótano al que los visitantes eran ya conducidos por un Creso fanático. Una puertecita disimulada en el salón con un biombo mimético, una insignificante puertecita era el vértice donde se juntaban los dos conos, el de la luz y el de la tiniebla, el uno arriba y el otro abajo. Y detrás de la puertecita una escalera descendente: sólo diez escalones y nada más. El Autodidacto de Villa Crespo soñaría después a menudo con aquella trampa o escondite invisible. «No raspes negligentemente la pintura exterior de un hombre —se dijo en su hora—: podrías encontrar debajo la cara de un ángel o de un demonio».

Tras el descenso, y al pie de la escalera todavía, seis espeleólogos inmóviles enfrentaban la Caverna de Creso tan hermética, fría y tenebrosa como una caja de caudales. Don Ramiro, que los había guiado y tanteaba en la oscuridad, no tardó en encender una vela metida en el gollete de un botellón:

—El fluido eléctrico está por las nubes —explicó—: yo mismo tripliqué las tarifas con propósitos de austeridad. Síganme, por favor. ¡Ojo con los muebles!

Y alzó la vela para iluminar el camino a sus visitantes.

—¿Quién jode con la luz? —protestó cierta voz infrahumana en un ángulo de la caverna.

—¡Silencio, Nick! —la reprendió Salsamendi encendiendo tres velas más ubicadas en distintos lugares del antro.

—Diez alzas y cincuenta bajas —repuso la voz—. Los demás papeles no registran cambios. Lejos de avanzar, los espeleólogos retrocedieron ante la voz que hablaba desde la negrura.

—¿Quién es Nick? —preguntó un Megafón desconfiado.

—No se alarme —lo tranquilizó don Ramiro—: es mi loro y mi confidente. Responde al nombre de Nick Dólar, o mejor dicho no responde, ya que se trata de una bestia sin juicio.

—¡El patrón es un loco invernal! —chilló Nick—. ¡Está matando de hambre a la República! El resplandor oscilante de las cuatro luces mostró a los espeleólogos el interior de la caverna y los muebles que se instalaban allá en un orden casi monástico. A la izquierda y foro se veía la cama-jaula de un Creso penitencial, vieja de alambres y rotosa de cobijas; a foro y derecha, una máquina de sumar puesta sobre un bien ordenado archivero; en el área central, una mesa esquemática (dos caballetes y un tablón de pino) sobre la cual yacían dos pequeñas ollas de contenido aún indiscernible. Entre la cama-jaula y el archivero, el loro Nick, instalado en su percha, tenía el sitio ideal de los oráculos y los alcahuetes; y a él se dirigieron Barrantes y Barroso no bien recobraron su natural equilibrio:

—Este animal parlante —dijo Barroso frente a Nick— es un hallazgo de la naturaleza: una feliz combinación de oratoria y pornografía.

—Su smoking verde —asintió Barrantes— lo declara un maestro nato del putanismo. Amagándoles con el pico y relucientes los ojos de malicia, Nick Dólar opinó a su vez:

—¡Jamás vi una yunta de rufianes tan melodiosos!

Intentaba el dúo un estrangulamiento furtivo del animal, cuando Salsamendi les explicó en su defensa:

—No le hagan caso al ave: Nick es chaqueño de origen y cosmopolita de vocación. Un mucamo guaraní le enseñó a cantar «Los Muchachos Peronistas»: una vez huyó del sótano, aterrizó en la plaza Constitución, se puso a entonar la marcha subversiva y fue detenido como agitador profesional. Devuelto al sótano, le quemé el pico en la llama de una vela, y desde aquel entonces vive como un santo.

Nick Dólar no parecía estar de acuerdo:

—¡Aña membüy! —chilló—. En el principio es el loro y en el fin es el loro.

¡Malevos, no escuchen a ese burgués! ¡Ha vendido nuestros hidrocarburos a las potencias foráneas!

Con una sonrisa de mártir calumniado, Salsamendi Leuman se alejó de Nick, y acercándose a Megafón le dijo:

—Vayamos a la ceremonia.

Tras de lo cual, y con paso litúrgico, se dirigió a la máquina de sumar.

—¿De qué ceremonia se trata? —inquirió Patricia Bell.

—No tengo la menor idea —le respondió un Megafón en ayunas.

Junto a la máquina de sumar y a la luz de las velas, don Ramiro ya estaba despojándose ritualmente de sus vestiduras, corbata y saco, pantalón y camisa, faja ventral y reloj pulsera. No bien estuvo en calzoncillos, se volvió al Autodidacto de Villa Crespo y le rogó con humildad:

—¿Me ayuda usted a revestirme?

A la manera de un acólito, Megafón le hizo una reverencia, tomó el percudido albornoz de baño que Salsamendi le indicaba y lo ayudó a vestir la prenda con lentitud sacerdotal. Rodeó luego su talle con el deshilachado cíngulo del albornoz y le abrigó la testa con su caperuza. Un Creso hierático se volvió a los asistentes y no los bendijo:

—Señores —canturreó a la manera de un oficiante—, hagan un esfuerzo más y les daré un verano al alcance de todos los bolsillos.

—¿Cuándo? —le preguntó ritualmente Megafón.

—Al promediar el siglo XXI.

—¡Deo gratias! —exclamaron a una Barrantes y Barroso.

—¡No le den bolilla! —cotorreó Nick Dólar en su percha—. Es un líder tramposo: ¡me ha confiscado las galletitas mojadas en vino!

Pero Salsamendi, enfrentándose ahora con la máquina de sumar, la rozó con un beso y comenzó a golpear su teclado en una suerte de fervor místico.

—Excelencia, ¿qué hace usted? —intervino aquí el contador Segura.

—Sumo —le respondió él—: sumar es una tarea de santos. El signo de la suma es una cruz y el signo de la resta es un guión diabólico.

—¡Don Ramiro es un alma bendita! —ponderó Barrantes—. ¡Suma para él y resta para nosotros!

—¡San Ramiro —exclamó Barroso entusiasmado— resta pro nobis! El contador Segura, un descreído nato, volvió a la carga:

—Excelencia —preguntó al oficiante—, ¿qué suma usted, libras, dólares o francos suizos?

—Yo no sumo divisas —contestó él—: mi religión me lo prohíbe. Sumo cantidades abstractas.

—¡El único dólar que ha visto él en su puta vida soy yo! —intervino el loro Nick—. Yo soy verde como el dólar, pero tengo más dignidad.

Nadie le hizo caso, pues el contador Segura volvió a insistir con don Ramiro que parecía en éxtasis frente a los cómputos de su máquina:

—¿Usted adora el número por el número en sí? —le preguntó.

—El número es divino —asintió Creso.

—¿Y qué busca en el número?

—¡Esencia y omnipotencia! «Sumo, luego existo y puedo».

Se volvió a todos y los exhortó:

—¡Amados contribuyentes, haceos como números!

Y don Ramiro Salsamendi Leuman, contorsionándose penosamente, fue dando a su rolliza humanidad la forma de los números 1, 2, 3 y 4.

—¿A que no logra el 5? —apostó Barroso.

—Hijo —dudó Barrantes en expectativa—, si lo consigue, será un milagro de su esqueleto. No lo consiguió el oficiante. Visto lo cual el contador Segura, volviéndose a los analistas, les dijo:

—A mi entender, esta biopsia nos está mostrando en Creso algo así como una «locura numeral». Señores, los números abstractos que acapara y suma el infeliz en su maquinita son, en lo concreto, el pan, la casa y el vestido del hombre. Si el hombre ayuna, vive a la intemperie y está desnudo, se debe a la «locura numeral» de Creso.

Patricia Bell se inflamaba ya en una pujante indignación evangélica:

—Don Ramiro —acusó— es la higuera estéril que no dio un solo higo para el señor Jesús. Cuando llegue su hora, don Ramiro será lanzado al infierno, con máquina de sumar y todo, ¡y allá será el crujir de dientes!

—Chango —dijo aquí Barrantes— la señora Patricia exagera: el infierno es un hotel demasiado costoso para don Ramiro y lo descartará no bien le pasen las tarifas y el laudo.

—Nunca lo aceptarán en el infierno —aseguró Barroso—. Padre, si lo hicieran, don Ramiro no tardaría en cercenarle su presupuesto de combustibles, y los pobres diablos se cagarían de frío.

Sin dejar de sumar, Creso había estudiado las razones de sus visitantes. Pero aquí abandonó su máquina, se ajustó el cíngulo del albornoz y repuso en el tono agridulce de los mártires y los usureros:

—Todo lo sé: ya me lo han dicho los cacareantes opositores a mi gobierno, la prensa libre (¡cuándo, mi alma!) y sobre todo el Espectro Marxista que se ha instalado en el rincón más limpio de mi sótano.

—¿Hay en espectro marxista en la caverna? —dudó el Autodidacto.

—Es un fantasma de buena voluntad —asintió don Ramiro—, un corazón de oro veinticuatro quilates, pero tremendamente obtuso. Al parecer, ha inventado una dialéctica, ¡y anda queriendo encajármela a mí, el último gran sofista de la historia!

Echó atrás la caperuza de su albornoz de baño, como para entregarse todo a la inteligencia de los analistas. Y entonces los analistas, al observar el semblante de Creso, adivinaron que su liturgia, lejos de terminar, comenzaría recién y en todo su rigor fanático.

—Señores —anunció—, los invito a la Ultima Cena de Creso. Por favor, ocupen sus lugares: la mesa está servida.

—¡No se dejen engatusar, idiotas! —gritó el loro Nick—. ¡Se quedarán en puro hueso y no salvarán ni sus puñeteras almas!

Desgraciadamente, su alerta cayó en el vacío, porque los analistas ya rodeaban la mesa.

—¿En qué orden hemos de ubicarnos? —preguntó Megafón.

—Yo en la cabecera, naturalmente —dijo Creso—. A mi derecha se ubicará el Pobre Absoluto y a mi izquierda el sacerdote Megafón que actúa de acólito. Los demás instálense ad líbitum, pero dejen vacío el costado de la mesa que se halla frente a mí, de modo que puedan trabajar en él un camarógrafo de televisión y un muralista del Renacimiento.

Así distribuidos, los comensales iban a sentarse a la mesa, cuando Barroso los detuvo con un ademán y les dijo:

—Hay aquí o una gran injusticia o un gran misterio. Antes de participar en esta cena, me gustaría saber por qué razón al Pobre Absoluto se le ha conferido la honra de sentarse a la derecha de Creso.

—¡Hijo, muy bien observado! —lo aplaudió Barrantes—. ¡O nos resuelven esa contradicción o nos largamos del sótano!

Y explicó a los futuros comensales:

—Cuando este hijo y yo militábamos en la semi, casi, tal vez izquierda revolucionaria, escribimos un sainete cuyo hilo argumental era el que sigue: Creso, el patrón, está sentado a una mesa espléndidamente guarnecida y devora faisanes al marsala con repugnante avidez. El Pobre Absoluto, encadenado a una pata de la mesa, gruñe, mendiga, recibe y tritura con sus dientes los huesos ya pelados que le arroja Creso desde sus alturas. A la izquierda, y encerrados en una jaula de bambú, los diez hijos del Pobre clavan en la escena sus ojos desorbitados. Entra súbitamente la mujer del Pobre Absoluto, y en su lujuria tradicional Creso la persigue y la viola sobre un canapé azul marino. Telón lento.

—¡Eso era literatura sociológica —lo aplaudió Barroso—, y no la farsa embotellada que nos quiere servir don Ramiro!

—¡Viva Perón! —chilló el loro Nick en turbias reminiscencias—. ¡Mi coronel, cuánto vales! Pero don Ramiro sonreía tristemente como lo hace un líder ante una vieja y lastimosa retaguardia.

—El Pobre Absoluto ha de sentarse a mi derecha —los adoctrinó—, porque, sin el Pobre Absoluto no hay Rico Absoluto ni drama posible, ni siquiera evangelio.

—¡Ha blasfemado! —le gritó Patricia Bell.

—No, señora, el Pobre Absoluto es la contrafigura necesaria del Rico Absoluto.

¡Señores, ahí tienen el secreto de mi caverna!

Profesor de catacumba, celebrante de un rito apócrifo, Salsamendi Leuman tomó en sus brazos al Pobre y le dio un ósculo de paz en cada mejilla con la ternura de quien besa una pared:

—Hermano —le dijo—, usted y yo somos los dos polos del mundo: lo mataré de hambre, pero le dedicaré una estatua.

Enseguida, tras ocupar su asiento en la mesa del festín, don Ramiro sentó al Pobre Absoluto a su derecha y a Megafón a su izquierda. Los demás invitados al ágape se distribuyeron como sigue: Patricia Bell junto al Autodidacto y el contador Segura junto al Pobre: Barrantes en una cabecera lateral y Barroso en la otra, los dos enfrentados, pero sensitivos y unánimes como siempre.

Todo estaba ordenado ya para la Ultima Cena de Creso: entonces don Ramiro, con su diestra sacerdotal, bendijo a los comensales y a las dos ollas que ocupaban el centro de la mesa. Los anfitriones vieron por fin el contenido de las ollas; en una se atesoraban las migas de pan duro sobrantes de almuerzos avariciosos, en la otra espinas dorsales de pescado resecas y punzantes como agujas. Efusivo y ritual a la vez, Creso juntó las dos ollas y las atrajo a sí: picoteó en ellas algunas migas y tomó un esqueleto de pescado que chupó devotamente. Tras de lo cual pasó las ollas a sus vecinos inmediatos:

—Estos manjares —los aleccionó— constituyen la substancia de mi cuerpo teórico: si los ingieren con modestia, ya no me reclamarán el salario vital y móvil. Entre paréntesis: los esqueletos que les brindo son de sábalo y bagre, los dos peces más económicos del mercado a término. ¡Coman hasta saciarse!

—Tata —dijo el comensal Barroso al abnegado padre que tenía enfrente—, yo vi los mondongos ventrales de Creso y sus bien maduros tocinos, cuando se desnudaba recién para vestir el sayal del monje. Y no sé cómo sus exuberancias carnales puedan haberse forjado en estas ollas de correr la liebre.

—Hijo —lo reprendió el comensal Barrantes—, ¿olvidas que nos encontramos frente a un Creso místico? Todo es místico en él, con excepción de sus cuentas bancarias.

Entre tanto las dos ollas pasaban de un comensal a otro, cada uno de los cuales tragó una miga y chupó un esqueleto ceremoniosamente. No bien cenaron todos, Creso tanteó debajo de la mesa y sacó a la luz una botella de coca-cola en tamaño gigante cuya tapa hizo saltar con un abridor. Tras empinarla y beber un trago, la pasó igualmente a los comensales absortos:

—¡Beban y gocen este licor paradisíaco! —los incitó—. No lo volverán a beber hasta que, pasado ya mi riguroso invierno, les regale mi verano tan largamente diferido. «Y será para las calendas griegas —vaticinó—: arroyos de vino, leche y miel bajarán de los Andes e inundarán los campos y las urbes; y los perros, atados con longanizas vascas, ladrarán a una luna sin impuestos fiscales».

—¡Idiotas, no lo escuchen! —volvió a tronar en su percha el loro Nick—. ¡Es un «prometeo» más falso que Judas y un climatólogo sin abuela!

Pero los comensales estaban fascinados, con excepción de Patricia Bell cuya nariz teológica olfateaba en aquel ceremonial el olor sulfuroso del Enemigo.

—No he de seguir colaborando en esta liturgia sacrílega —rezongó ella—. ¡Voy a exorcizar a Creso!

Y clavando sus ojos teologales en Salsamendi Leuman, le preguntó:

—Don Ramiro, ¿ha frecuentado alguna vez la iglesia del Señor? Al oírla, Creso arrugó la frente y pareció buscar en su memoria.

—Sí —recordó al fin—. En la Edad Media tuve una cara de feligrés bastante sólida.

¿En la Edad Media? Los comensales guardaron un silencio especulativo: ¿cuál sería la edad exacta de Salsamendi? Y en aquel punto, a la luz de cuatro velas cuyas oscilaciones animaban en el cenáculo un bailoteo de sombras contorsionantes, don Ramiro exhibió a los banqueteadores una transmutación final: como si derrotase al tiempo y al espacio en una suerte de clisé inmóvil, se transformó en el Creso abstracto de la fábula, intemporal como su mito y sin localización fija como su historia. Echándose otra vez al rostro la caperuza del albornoz de baño, dijo así:

—¿Quieren saber cómo nació el último rey de la tierra?

—¿Quién es el último rey? —inquirió Megafón.

—El que les habla. ¡Escuchen, hermanos! Yo era un crédulo negociante de aceites comestibles, y la Iglesia me tentó con el ofrecimiento de un «negocio» lucrativo: la salvación de mi alma. Lo acepté, claro está, business, ¿no es así? Durante siglos esperé a que la Empresa nos concretara un balance y repartiese los dividendos.

—¿Lo hizo alguna vez? —le preguntó el contador Segura como deslumbrado.

—Lo hizo —respondió Creso— y entonces descubrí una verdad que me llenó de amargura.

El negocio del alma era un clavo: apenas rendía el 1,5 por ciento.

—¿Cómo reaccionó usted? —insistió Segura.

—Trasladé a mi «pasivo» ese capital muerto, y seguí operando con mi «activo» restante que no era moco de pavo: usted es un contador público y no ignora estas heroicidades que se dan en el homo oeconómicus. Por otra parte, jamás había creído yo en mi alma como en una especie de nube o humo rentable, tal como la entendía el Arzobispo: mi alma o no existía o sólo era un jugo natural de mi secreción interna.

El contador Segura, en su deslumbramiento, se volvió a los comensales y les dijo:

—¿Y si Creso fuera un «desalmado» literal?

—Yo no exageraría la diagnosis —repuso—. Naturalmente, Creso no ha entendido jamás la estructura y el funcionamiento de un ángel. Pero goza de cierta racionalidad que le permite orientarse muy bien en los negocios terrestres, amén de su agudeza olfativa y sus hábitos de útil madrugador.

—¡Usted se ubica en la onda! —le agradeció Creso—. Nunca digerí los ultramundos que prometía el Arzobispo: yo traficaba con lo visible y lo tangible ordenado en mis almacenes y pesado en mis balanzas. De tal manera, se inició en mí una gran disensión con el Arzobispo que debí ocultar en defensa propia: el Arzobispo tenía malas pulgas y el hábito deplorable de tostar a los incrédulos. Desde aquel entonces, y sólo en mi «cono de luz», me dejé aturdir con las campanas del Arzobispo y sahumar con los inciensos de su basílica. Pero en mi «cono de sombra»

yo maduraba la gran idea: en los laboratorios de mi subsuelo, bajo mi dirección, el físico Theodorus experimentaba ya con sus tubos y serpentines. Así llegó la hora, el día, el año y el siglo en que Theodorus logró en sus retortas una síntesis genial. Yo estaba desposado entonces con una mujer llamada Gretchen, una flamenca de pechos desbordantes y glúteos rollizos: un amanecer, a fuerza de análisis, Theodorus la redujo a un compuesto de oxígeno, hidrógeno, ázoe, carbono y calcio unidos en armoniosas proporciones. Cuando vi a mi Gretchen sintetizada en una fórmula química, el gozo de la ciencia desbordó en mi ánimo: ese día tomé la comunión en la manos del Arzobispo, di a la Iglesia una importante limosna y sacrifiqué nueve lechones para el banquete celebratorio que ofrecí a la clientela. Cierto es que Theodorus fue ahorcado más tarde por la teología en una plaza de Brujas. Pero yo había logrado la base real de mi dogma: «En el principio es la Materia».

En este punto de su relato Creso dio muestras de una exaltación retrospectiva:

—¡Señores, de pie! —invitó a sus comensales—. ¡Yo acababa de inventar el Materialismo Histórico!

—¡Miente! —protestó una voz indignada en el ángulo más oscuro del sótano.

—¿Quién habla desde la sombra? —inquirió Megafón.

—No le den importancia —dijo Creso a los banqueteadores—. Es el Espectro Marxista que se atribuye la paternidad de mi criatura.

—¡Tiene razón el camarada Espectro! —aduló el loro Nick—. Don Ramiro Salsamendi Leuman sólo inventó dos utensilios ingeniosos: la balanza de pagos y el water closet a pedal.

Ni el mentís del Espectro ni la injuria del loro habían logrado convencer a la mesa: el Contador Segura posaba sus ojos admirados en el Creso demiúrgico; Patricia Bell era una esfinge que no soltaba su entripado; abstraídos en un silencio no habitual Barrantes y Barroso parecían estar papando moscas en un oscuro medioevo.

—Es indudable que nos hallamos frente a un Creso genial —dijo el contador Segura—. ¿Quién habría sospechado tanta ciencia en el homo oeconómicus?

—Su genialidad —explicó Megafón— se tradujo en una gambeta formidable: transmutó su pasión avara y su gusto por la materia en una filosofía universal. A mi entender, el Espectro Marxista es el despistado más grande que ha conocido la historia.

Sin ocultar su modestia, Creso alabó la perspicacia del Autodidacto:

—Usted es un lince —le dijo—. ¿Quiere saber cómo una filosofía se transmuta en una religión?

—¡Está demente! —gargareó Nick Dólar—. ¡El FMI le ha trastornado la sesera!

—Don Ramiro, hable —lo urgió el Oscuro de Flores.

Arrebujándose todo en su albornoz de baño como si lo escuchara un frío de centurias,

Creso reanudó su historia:

—Dejamos al físico Theodorus en una horca de Brujas y con el pito erecto entre soslayadas beguinas. A partir de aquella hora, filosofé yo solo. Y advertí que la

Materia, pese a la diversidad inquietante de sus formas, reconocía y acataba un patrón único en los mercados a término: el Patrón Oro. ¡Sí, el oro era la Unidad y la Omnipotencia que tanto elogiaba el Arzobispo en sus homilías dominicales! Y siendo la Unidad y la Omnipotencia, el oro se investía con atributos divinos. Entonces convertí el Patrón Oro en el Dios Oro: sucedió una mañana de primavera, cuando vendía yo mis tulipanes a un florín de oro cada uno.

—¡Padre, quiero llorar! —gimió Barroso—. ¡El honor de los tulipanes vendido a un dios amarillento de colitis!

—Hijo, si has de llorar —le aconsejó Barrantes—, llora sobre los mendrugos de Creso: a lo mejor se ablandan al ver tus lindos ojos arrasados.

Pero don Ramiro entraba ya en una suerte de furia herrumbrosa:

—¡El Dios Oro! —protestó—. ¿Qué valía su majestad si el vulgo la profanaba todos los días ante mis ojos escandalizados? ¡Un Dios ofendido en las monedas contantes y sonantes que se jugaban los tahúres, en las manos roñosas de los mercachifles, en el collar de las damas y en el anillo de los rufianes! ¡No y no!

«Ramiro —me dije cierta vez—, tu Dios, para ser Dios, tendrá que ser invisible». Y en adelante acaparé a mi Dios, lo escondí en mi sótano y lo adoré secretamente. Reconocí más tarde que fue un peligroso exceso de misticismo: la feligresía exterior, por falta de circulante, se había quedado en bolas y amenazaba con una rebelión. Entonces me dije: «Ramiro, ya que acaparaste a tu Dios, al menos distribuye sus imágenes entre los beatos». E inventé yo solo el papel moneda.

—Fue un invento cruel —opinó Barroso—. Los billetes de banco son el mejor transporte que usan los bacilos de Koch.

—Hijito —lo exhortó un Barrantes en alarma—, si te quedan algunos en la billetera, entrégaselos a tu abnegado padre que vela por tu salud más que por la suya.

Sordo a esas intervenciones críticas, don Ramiro continuó urdiendo su relato en el telar de una lógica inexorable:

—Correligionarios —dijo—, admitirán que un dios exige su Templo sin el cual sería un dios a la intemperie. Lleno de mi propia teología, encargué a mis arquitectos la erección de una Catedral donde se alojaría mi dios. Y así vieron ustedes, los mortales, erguirse la estructura del Banco Central en cuyo subsuelo enterré a mi dios en barras o amonedado. ¡Ah, señores —exclamó en una especie de celo refrito—, ya tenía seguro a mi dios en su templo! Con todo, algo me faltaba: el Arzobispo me había enseñado que un dios ha de tener su liturgia y su clero. Medité largamente, y al fin concebí una liturgia bancaria hecha de papeleríos engorrosos, estaciones rituales en ventanillas enrejadas, imposiciones de sellos y registros de firmas, todo con una suave música de computadoras eléctricas. Y dispuse que mi ceremonial fuese cumplido por un sacerdocio en escalafón que va desde un Gerente rojo de proteínas hasta un Cajero amarillo de austeridades.

—Cachorro —dijo aquí Barrantes—, ¿no te gusta rezar en la iglesia de Creso? Hay en sus altares un aroma de beatitud que nos inspira las más nobles ideas.

—Muy cierto, padre —asintió Barroso conmovido—. Uno siente allá la tentación mística de librar un cheque sin fondos.

Empero, el contador Segura y Megafón vacilaban aún frente a la mole teológica de Creso.

—¿Y qué lugar ocupa usted en la jerarquía? —le dijo el contador.

—¡Yo soy el Papa! —exultó Salsamendi—. Ramiro I, Pontifex Máximus. Yo soy el que pontifica entre mi dios y la canalla: ¡besen mi anillo, pecadores!

Y tendió a los comensales un dedo en el cual, a manera de anillo, lucía él una dorada faja de cigarro habano.

—Señor, no besaremos ese anillo —se negó el Autodidacto—. Su religión está incompleta. —¿Qué le falta?

—Un Paraíso y un Infierno.

El Pontífice Máximo relampagueó aquí de ojos febriles. Ya no era el Creso de la fábula: era otra vez don Ramiro Salsamendi Leuman, el taumaturgo de nebulosas economías.

—¡Están equivocados! —protestó—. Mi universo fluctúa entre una «estación paradisíaca» y una «estación infernal». Su paraíso es la Estabilidad Monetaria, y se concibe a la manera de un verano que se anuncia y no llega. Su infierno es la tenebrosa Inflación que sume a los creyentes en una larga penuria invernal.

Como incendiado en su propio fuego, don Ramiro se puso de pie y tendió a los comensales una diestra fanática:

—¡Contribuyentes —los arengó— estamos en invierno! ¡Agárrense bien y resistan con ayunos y abstinencias!

—¡Firmes! —gritó a su vez el loro Nick—. ¡Hagan un esfuerzo más, pero sin que se les abra el esfínter, oh, hermanos!

—¡Atrás ese burgués! —chilló el Espectro Marxista—. ¡Con nuestra hoz le vamos a cortar esos testículos egocéntricos!

El Autodidacto, que no descuidaba el ritmo de la biopsia, rogó a Salsamendi que depusiera su ardor proselitista y recobrara su asiento en el cenáculo:

—Rabí —le dijo—, ¿no habrá llegado su hora de pronunciar el consumatum est?

—No todavía —le respondió Creso—. Mis dogmas han triunfado urbi est orbi: no hay uno solo entre ustedes que no configure a un místico burgués, ni siquiera el Espectro Marxista. ¡Creso pontífice y Creso rey! Sin embargo —añadió con lágrimas en los ojos— necesitaría ofrecerles una inmolación de mi persona que derrote para siempre a los demonios inflacionistas, al Dirigismo ateo y a los verdugos de la Libre Empresa.

—¿Un sacrificio ritual? —se asombró Megafón.

—Pero que no duela y que brinde a las cámaras un gran espectáculo —le rogó Creso en su agonía.

—¿Por ejemplo?

—Una crucifixión de teatro.

—¿La necesita ya mismo?

—¡Señor, la Historia no espera!

En anteriores y difíciles escaramuzas, Megafón había hecho gala de una frialdad operativa que le valió no escasos triunfos. Pero una crucifixión, así fuese de teatro, no era ninguna broma en razón del simbolismo que podía jugar en ella ominosamente. Ya Patricia Bell, a su izquierda, tronaba como desde un monte Calvario interior.

—Señores —dijo Megafón a los comensales—, vamos a debatir este sacrificio.

—Mientras ustedes lo hacen —anunció Creso—, me voy a la cama-jaula: idearé allá mi testamento.

Girando sobre sus talones, abordó la cama y se tendió en ella largo a largo entre un lamento de flejes hundidos. Entonces el loro Nick, consciente de la hora, se puso a cantar en su honor el himno nacional de la USA.

—¡Silencio, miserable! —se alarmó don Ramiro—. ¡Te van a oír hasta las piedras!

—¡Un acuerdo stand by! —repuso el loro en su delicia. Y canturreó ahora:— «Con su galera estrellada / tío Sam está contento».

Por fortuna, y desde su cama, don Ramiro silenció al ave con una pantufla que le tiró certeramente. Advertido lo cual Megafón pasó revista de los comensales que aún se ordenaban en torno de la mesa:

—¿Estamos todos? —inquirió.

—¡Jefe —gritó de súbito Barrantes—, el Pobre Absoluto no está en su asiento!

¡Ha desaparecido misteriosamente!

Y era verdad: ante siete pares de ojos, nadie sabía desde cuándo, el Pobre Absoluto se había desvanecido en el aire, fantasma sin voz marginado como siempre de toda cena y de toda filosofía. Los banqueteadores no dejaron de lamentar aquella evaporación alegórica. Pero se trataba de crucificar o no a don Ramiro Salsamendi Leuman, y el Autodidacto puso en debate la cuestión.

—A mi entender —opinó Barroso—, don Ramiro no posee los carismas de un líder crucificable. Según he observado, le falta gracia en los gestos y poesía en los ojos.

—Además —dijo Barrantes— presenta un inconveniente de orden técnico: don Ramiro está demasiado gordo para una cruz de utilería, y se cagará de un golpe si la madera no resiste.

—¡Me asusta la profanación del símbolo! —temió Patricia Bell—. Desde que el señor Jesús estuvo en ella, la cruz no es para los ladrones.

También el contador Segura se declaró por la negativa:

—Si crucificamos a don Ramiro —amenazó—, lo convertimos en un héroe: su estatua se alzará en la Facultad de Ciencias Económicas y los alumnos tendrán pesadillas a medianoche.

Desechada la idea de un crucifixión, el cuerpo deliberativo analizó las posibilidades que siguen: el ahorcamiento (que se descartó por falta de soga), la decapitación (excluida por ausencia de un hacha), el veneno de los Borgia (cuyo anacronismo se advirtió al recordar la naturaleza no romántica del héroe), la silla eléctrica y la cámara de gas cianuro (también eliminadas en razón de sus complicaciones instrumentales).

—¡Pónganlo contra el paredón, y chau! —sugirió el Espectro Marxista desde su ángulo sombrío.

La sugerencia del Espectro, aunque tentadora y posible, desagradó a Barroso, quien, amante de lo nacional y lo popular (¡Dios lo bendiga!), recordó muy atinadamente aquello de «no gastar pólvora en chimangos».

—Bien dice mi cachorro —dijo Barrantes—. Yo sugiero un recurso barato, simple y a la vez folklórico de sacrificar a don Ramiro. ¿Por qué no lo estaqueamos en el suelo a la manera criolla?

La iniciativa de Barrantes deslumbró al cuerpo deliberativo y fue aprobada por aclamación. Entonces el Autodidacto de Villa Crespo y el contador Segura, levantándose de la mesa, fueron hasta la cama del prócer y le comunicaron el género de tortura que habían elegido para su glorificación. Sin decir palabra, obediente como un ternero sacrificial, don Ramiro abandonó su cama y se dirigió al centro de la gruta donde comenzó a soltar el albornoz de baño como una piel molesta. Y el resto de los comensales lo rodeó sin esconder su piedad.

—Necesitaríamos cuatro estacas —dijo Barrantes mirando a su alrededor.

—Estacas no hay —le advirtió don Ramiro—. Pero mi cajón de herramientas está debajo de la cama y junto a la escupidera: en él hallarán cuatro clavos de tres pulgadas y un martillo.

Y se arrojó al suelo, en sus paños menores, abierto ya de piernas y brazos como si facilitara su tortura:

—Señores —advirtió a sus verdugos—, conste que, por voluntad propia, yo soy aquí la víctima, el victimario y la vedette. Ustedes actuarán como vulgares comparsas.

Entre tanto Barroso, tras explorar los bajíos de la cama, volvió urgentemente al lugar de la ejecución con el martillo y los clavos indispensables a un estaqueo grosso modo. Con la misma urgencia, el verdugo Barrantes hundió cuatro clavos en el piso, de modo tal que correspondiesen a las abiertas extremidades de Creso. Y el verdugo Barroso, con débiles piolines, ató a esos clavos las muñecas y los tobillos de la víctima. No bien la operación hubo concluido, los asistentes observaron a Creso que sonreía con la benevolencia de un mártir satisfecho de sí mismo.

—¡Perfecto! —lo admiró Barrantes. Y dirigiéndose al prócer estaqueado:

—¡Don Ramiro —lo aduló—, desde arriba ofrece usted a los observadores un primer plano maravilloso!

—¿No habrá por aquí —dijo él con ansiedad— alguna cámara que lo registre para la Historia?

—Estamos los testigos —lo consoló Megafón—. Y un testigo fiel vale más que un fotógrafo de mala leche.

—Si es así —dijo Creso— escuchen mis últimas instrucciones.

Pónganme al loro Nick a los pies y sólo una luz en la cabecera; y apaguen las tres velas restantes para que un derroche final no perturbe mi agonía. El contador público nacional aquí presente recogerá por escrito mis teorías económicas y las divulgará sólo entre los hermenéuticos de Academia: si alguno las entiende (y lo dudo), recompénselo con una medalla que no sea de oro sino de bronce para estimular su ascetismo. En el caso de que yo muera (y no soy eterno como rezongan mis opositores), sepúltenme de costado para usar menos tierra: de tal modo, no dirán mis enemigos que no intenté la Reforma Agraria. Y no malgasten para mí oratorias de cementerio, a fin de ahorrar la saliva de los contribuyentes.

—¿Y el Espectro Marxista? —le recordó el Autodidacto.

—Ya saldrá esta noche de su rincón —dijo Creso—. ¡Bien! Su famosa dialéctica será para mí un barbitúrico excelente. ¡Adiós, amigos! Y olvídenme si no quieren despilfarrar sus útiles memorias.

Ya el dúo Barrantes Barroso había instalado a Nick Dólar en el lugar que les ordenara el héroe, y Patricia Bell extinguido las tres velas de marras. Entonces los del grupo se dirigieron a la escalerilla del sótano; pero antes de abordarla contemplaron una vez más a Creso yacente.

—Patrón —le decía el loro Nick—, ¿no sería conveniente lanzar una emisión de sellos postales conmemorativos?

—Nick —le respondió Creso—, no estoy para esas vanidades. ¿Cómo ha cerrado la Bolsa?

—Dos alzas y ochenta bajas —cotorreó Nick—. Los demás papeles están en quiebra.

—Muy alentador —bostezó Creso—. ¡El país triunfa!

Dicho lo cual entornó sus ojos y expiró hasta el día siguiente.

Si las batallas de Megafón se habían librado hasta entonces en la exterioridad vistosa de ambientes conocidos y personajes reconocibles, la Payada con el Embajador se haría en el secreto de un lugar abstracto y con un personaje que lo era sólo por delegación de cierta voluntad lejana o «motor inmóvil» cuya dictadura venía ejerciéndose por control remoto. En las escaramuzas realizadas, el Autodidacto sucumbió alguna vez a la ilusión de la tragicomedia que se representaba y al encanto de la libertad aparente con que se movieron sus agonistas: el general González Cabezón, el Gran Oligarca o el ecónomo Salsamendi parecían motores de sí mismos en lo sublime o lo grotesco de sus ademanes. Y sin embargo, desde la planificación de su guerra, Megafón sabía que un dramaturgo foráneo escribía los libretos y manejaba desde afuera los hilos ocultos de los títeres. Ajenos y sin culpa, veinte millones de argentinos actuaban en la tragicomedia como figurantes enganchados a sueldo módico. «¡Gran puta! —dice Megafón en uno de sus apuntes—, ¿qué víbora soltará su vieja peladura si no le conviene al Director del Jardín Zoológico?».

Allá en el norte, cerca del polo helado y entre dos océanos beligerantes, había un niño que nació en circunstancias azarosas, cabezón y morrudo (¡que Dios lo guarde, pero no eternamente!). Y no sabe uno si llorar o reír, porque ha enloquecido el Tiempo y no es fácil conocer ahora si está echando flores en una primavera o soltando follajes muertos en un otoño amenazador. Aquel niño boreal, criado entre las violencias del oro joven y las euforias de una musculatura saludable, creció mucho de cuerpo, gracias a una dieta excelente de jamón y huevos fritos, hasta lograr una estatura que algunos tomaron por gigantismo y otros por elefantiasis. Pero su alma gateó muchos años en la inocencia lisa de los juegos infantiles, como el de asaltar diligencias, exterminar comanches y desenfundar la pistola en un milésimo de segundo: entonces El Poeta, midiendo su orfandad, le regaló un cuervo metafísico, un escarabajo de oro y tres novias abstractas. ¡Aquélla fue la gran tentación que se le hizo presente a un muchacho en su tiempo útil de mirar y elegir! Por desgracia, y simultáneamente, le habló también El Ganso Energético: «My boy —le dijo— hay que templar el alma». Y lo nombró gerente de sus empresas: lo lanzó a la mística del éxito en la acción y a la soberbia en el éxito. En adelante, y sin dejar de ser un niño, el muchacho universalizó sus manufacturas, anduvo en guerras, esquilmó a pueblos, tiranizó a razas y se hizo un conductor del mundo (¡que Dios lo conserve, pero no demasiado!). No sabe uno si reír o llorar; porque a menudo el «viento de la Historia» no es un viento real sino un flato gigante.

Según lo calculado en el chalet, asistiríamos al torneo el Oscuro de Flores, que payaría con el Embajador; el dúo Barrantes y Barroso, dos exlacayos del imperialismo; y yo, cronista oficial de la guerra y un oficioso experto en embajadores yanquis. En mis horas de funcionario cultural, había conocido a uno (mister Braden era su nombre), un carnicero de Chicago que al inaugurar aquí cierta exposición de libros nos habló de la Literatura como de un vacuno misterioso (y tal vez mi lector vincule a tal hombre con nuestra historia no lejana). Pero desde 1955 los embajadores yanquis habían evolucionado hacia una prudencia mímica y verbal que nos llenó de ternura: el que debió intervenir en la Payada, mister Hunter de apellido, tras las represiones y los fusilamientos locales dio muestras generosas de su interés por el estado económico-social de nuestra ciudadanía (y no sabe uno si llorar o reír, como lo dije ya en mi obertura sinfónica). Esa disposición feliz me hizo aconsejar al Autodidacto de Villa Crespo una entrevista con el embajador Hunter en la cual Barrantes y Barroso entrarían como dos trabajadores apaleados, Megafón como un dirigente gremial curtido en gases lacrimógenos, y yo como un político de enlace tan depuesto como la República entera. En cuanto al género Payada, se adoptó merced al consejo de Barroso, el cual juró y perjuró que si lo daba no era por algún fervor tradicionalista sino porque, a su juicio, el contrapunto criollo era la vía más útil para ventilar todas las cuestiones humanas y divinas, como lo demostró el gaucho Martín en su payada con el moreno filosófico.

El torneo lírico se llevó a cabo en un pequeño salón de la embajada y frente a un retrato de Abraham Lincoln ceñudo aún de abstracciones libertadoras. Recuerdo la ubicación exacta de los personajes ya sentados: a la izquierda y a la derecha del embajador estábamos el Oscuro de Flores y yo mismo, él, payador absorto que guardaba todavía el secreto de su música, y yo temiéndola como ante una guitarra impredecible; frente a nosotros en sus buzos azules de mecánicos, Barrantes y Barroso disfrutaban de un sillón Regencia con increíble soltura.

—Señor Embajador —le dije a mister Hunter iniciando las presentaciones—, aquí tiene usted a un líder, el compañero Megafón; lo que humedece ahora sus ojos no es un llanto de confraternidad, sino el agua que le arrancaron los gases lacrimógenos. Y aquí tiene a los compañeros Barroso y Barrantes, cuyas telas humildes ocultan los hematomas que les infligió la dictadura.

—Padre —gimió aquí Barroso con acento ranquel—, ¡enseñando hematomas a gringo embajador!

—Buen guerrero —lo amonestó Barrantes— no enseñando hematomas a enemigo.

Y aquí Megafón, clavando en mister Hunter una mirada paleolítica, le dijo escuetamente:

—Yo siendo cacique Megacalfú. ¿Vos quién siendo?, ¿con permiso de quién boleando ñanduces?

Avezado en esas contingencias latinoamericanas, mister Hunter no dio señales de ningún asombro:

—Yo ser Caballo Triste —le respondió—, lenguaraz de Coyote Loco gran jefe comanche.

—¡Gringo engañando! —receló Megacalfú—. ¿Dónde viviendo Coyote Loco? — Vivir lejos, en Toldería Blanca.

—¿Y qué haciendo en Toldería Blanca?

—Gran Jefe preparar viaje a la Luna.

—¡Caballo Triste mintiendo! —volvió a recelar Megacalfú—. ¡Gran Jefe comanche robando camisa y yeguas a pobre indio!

—Gran Jefe no robar —le aseguró Caballo Triste—. Gran Jefe cambiar oil crudo por guitarra eléctrica.

Y sacando una pipa de su bolsillo, la tendió al cacique ranquel:

—¿Fumando calumet de paz? —lo tentó—. Buen tabaco made in USA.

—¡No fumando calumet de paz! —le gritó Megacalfú—. ¡Tomando mate de guerra! Entonces fue cuando Barroso extrajo de su mameluco una calabacita o porongo misionero, con su bombilla de lata, y la ofreció a Caballo Triste.

—¿No ser de oro la bombilla? —se decepcionó el comanche.

—Oro ranquel no estando aquí —lamento Megacalfú—. ¡Oro ranquel estando en toldería de Coyote Loco!

Mister Hunter pareció inquietarse: volvió su cara enérgica primero a los trastornos del oeste, luego a las viejas amenazas del oriente y por fin a las rebeldías flamantes del sur:

—Si no fumar calumet y entregar oil crudo —amenazó—, gran jefe Coyote Loco mandar boinas verdes y marines con gimnasia.

—¡Padre! —se indignó el indio Barroso—, ¿metiendo el lanza hasta el pluma?

—Gurí —lo adoctrinó Barrantes—, indio robusto no peleando con tristes bolicheros. El cacique Megacalfú los había escuchado con deleite:

—No asustando boinas de colores —le replicó a mister Hunter—: ¡magia ranquel siendo más fuerte que magia de gualicho atómico!

Intervine aquí, temiendo que aquella farsa continuase indefinidamente:

—Señores —les hablé—, dejemos este diálogo macarrónico. Si es que van a contrapuntear, que los dos payadores lo hagan en cristiano.

Deponiendo arcos, flechas y lanzas, los dos bandos indígenas, rendidos a mi exhortación, se dispusieron a un combate de altura. Mister Hunter, lenguaraz del norte, solicitó el uso de un grabador que recogiese las frutas del torneo con fines históricos; y Megafón, lenguaraz del sur, accedió a lo solicitado con la modestia que fue su ropa de todos los días. Como challenger de la pelea, el Autodidacto se proponía iniciar las acciones; y mientras templaba su vihuela interior, no sabía si llorar o reír ante un niño acromegálico que se desarrolló en el norte, cerca del polo frío y entre dos océanos beligerantes, y que nos está jodiendo a todos con su feroz dinamomanía.

—Señor Embajador —le dijo a mister Hunter—, las tradiciones poéticas de mi nación exigen que yo comience la payada con el planteo de un enigma.

—¿Un enigma? —se asombró mister Hunter.

—Se trata de averiguar cómo el niño llamado Sam fue un Tío antes de ser un sobrino. A mi entender, o se debió a un accidente de cuna o a un error de las ciencias pedagógicas.

—Yo estoy por el accidente —opinó Barroso—. ¿Qué futuro podía tener el niño Sam entre pistoleros que documentaron en la culata de sus pistolas el número agradable de los muertos?

—Dice bien mi cachorro —asintió Barrantes—. Además, ¡pónganse una mano en el corazón y díganme si el mal whisky de los buscadores de oro fue una buena emulsión para un niño que todavía meaba sus pañales en California!

—Sin embargo —repuso Megafón—, personalmente me gustaría creer ahora que el niño Sam fue una víctima de la Didáctica.

—¿Qué me quieren decir? —preguntó mister Hunter que trataba de bucear en la lógica de los aborígenes.

—Piénselo bien —le dijo el Oscuro—: el muchacho Sam estaba en su tiempo de ver y elegir, ¡y El Poeta le había regalado ya un cuervo metafísico! ¿Entiende?

—¡No! —gruñó mister Hunter.

—Vea usted: el niño Sam tuvo en aquel instante un cuervo filosófico a su derecha; pero tuvo a su izquierda un Ganso Energético que le graznaba día y noche los aforismos de la acción. Y en aquella cinchada pedagógica triunfó el ganso, y el cuervo regresó a la noche poética de que había venido. ¿Está claro ahora?

Mister Hunter no entendía el ornitológico simbolismo de su contrincante, pero estaba intrigado:

—¿Qué le reprochan ustedes al niño Sam? —inquirió diplomáticamente.

—Con el Ganso que lo inspiraba —le dijo Megafón—, el muchacho Sam entró a pisar fuerte. Su mentor era un ganso a motoroil, y el niño Sam, bajo su tutela, fabricó un imperio íntimo con la mano artesana de la Industria y la mano ladrona del Comercio. De tal manera —dice la historia— logró adquirir una estatura que algunos tomaron por gigantismo y otros por elefantiasis. Con todo, su alma no fue más allá de cierta mística inocente basada en la pasión del éxito, en los afanes del record y en las glorias del score. Y el niño Sam, a corto plazo, se convirtió en el Tío Sam que hace ahora las delicias del mundo, ¡que Dios lo guarde, pero no eternamente!

—¡Padre, no entiendo! —rezongó aquí Barroso—. No entiendo cómo el chico Sam, por obra de un ganso dinamómano se convirtió en Tío sin antes conocer las dulzuras del sobrinazgo.

—Creo que Megafón exagera —lo alentó Barrantes—. Con la misma lógica, el muchacho Sam actualmente sería el abuelo de sí mismo y el tatarabuelo de un ganso imperialista. ¿O no?

—El «viento de la Historia» es temible —les advirtió el Autodidacto—. Porque a veces no sabe uno si es un viento real o un flato sonoro en el trasero del mundo.

Frío y atento como un púgil que ha dedicado el primer round al tanteo de su antagonista, mister Hunter sonrió al fin:

—¿Estamos en una metáfora? —preguntó—. Si es así, ¿qué tienen ustedes que censurarle al Tío Sam y a su ganso energético?

—Nada le censuraría —respondió Megafón— si el joven héroe se hubiera limitado a construir sus fábricas, levantar sus rascacielos y practicar su mística en el ambiente familiar. «Hacer de su culo un pito» es uno de los goces que autorizamos al prójimo en el Cono Sur. Desgraciadamente, al Tío Sam le dio por universalizar sus esencias y lanzarse al mundo con toda su quincallería. Claro está que la Historia, con su viento real o su flato sonoro, lo ayudó en la conquista de aquel mercado gigante.

Una luz orgullosa relampagueó en los ojos de mister Hunter:

—¡Bárbaros! —protestó—. ¡Lo que universalizó el Tío Sam fue un «estilo de vida»!

—¿Cuál? —repuso el Autodidacto.

Aquí el Embajador se puso de pie, tendió a los aborígenes una diestra majestuosa y recitó con voz inspirada: —«¡Yo canto a la locomotora y a las chispas que salen de una rueda! ¡Canto a la Vía Pública, y a los Pioners, ¡oh, Pioners!, y al motor a explosión, y a la morgue tan bella como una catedral gótica, y a los Estados Unidos! ¡Mi capitán, mi capitán, levántate para oír el teléfono recién inventado!».

—¿No está resonando ahora el flatus vocis de un gran poeta norteño? —se deleitó Barroso.

—El Portalira en Calzoncillos —asintió Barrantes—. ¡Gran Dios, la panceta con huevos le dio tantas calorías, que no dejó en Long Island ni un solo tornillo sin cantar!

—¡Aborígenes —los arengó el Embajador—, oíd las lecciones prácticas: «riquezas, ferrocarriles, construcciones, productos, abundancia»! ¡Un estilo de vida que no conocen ustedes y que les enseñaré gratis a cambio de una soberanía llena de remiendos como sus pantalones! ¿Y que han inventado ustedes además de la siesta y la parrillada mixta? ¿Qué aportan de nuevo al mundo generoso de Tío Sam? ¿Algo que antes haya sido mejor dicho o hecho? ¿Es algo importado en algún buque de ultramar? ¿No será un cuento? ¿Rimas o fiorituras inútiles? ¡Pecadores, arrepentios! ¡La gran Iglesia Episcopal de los Hidrocarburos os tiende los brazos!

Tras aquella invitación redentora, mister Hunter se dejó caer en su asiento. Y los indígenas no disimularon su vergüenza, como si el Embajador los hubiese desnudado ante los ojos críticos de la civilización occidental y cristiana.

—¡Tatita —se animó a decir Barroso—, quiero venderle mi taparrabo al Tío Sam!

—No lo hagas, hijo —le aconsejó Barrantes en su ternura—: si le das tu viejo taparrabo, el Tío Sam los fabricará en serie y los cambiará por oil a los desnudos de la tierra. El Tío Sam es un modisto que raya en el genio: lanzó las democracias en fibra sintética y las libertades con cierre relámpago.

Pero Megafón había digerido ya el recital poético de mister Hunter y advirtió a su tribu:

—Si oyeron con atención, habrán observado que el Aeda en Calzoncillos y el Ganso Energético hablan un mismo idioma.

—¿El Ganso habló por la boca del Aeda o el Aeda por la boca del Ganso? — inquirió Barroso en su ingenuidad primitiva.

—Chango —le respondió Barrantes—, es un teorema insoluble, como el de la prioridad ontológica de la gallina o del huevo. Seamos parcos ante su excelencia el Embajador, o nos tomarán por charlatanes del tercer mundo.

—Sea por la gallina o por el huevo —recapituló Megafón—, el Tío Sam fue lanzado a la empresa romántica de conquistar el mundo.

—¿Romántica? —le dije yo en mi duda.

—Romántica —insistió él—. ¿Cómo definiría usted el romanticismo?

—A mi entender, el romanticismo se ha dado siempre como una desmesura, exageración y artificialidad en las ideas, en los hechos o en el idioma.

—¿Ejemplo?

—Una ballena es clásica, pero un ciclotrón es romántico.

—¡Exactamente! —me agradeció Megafón—. El buen Tío del norte, como dije, ya era una desmesura en su cuerpo elefantiásico. Más tarde fue una exageración en sus expansiones ecuménicas y una evidente artificialidad en la mística fácil que ha divulgado, que lo lleva hoy a cierta locura mesiánica y que lo tiene a un paso del manicomio.

Entendí, como tantas otras veces en el curso de su guerra, que Megafón armaba ese retrato del Tío con las pinzas de una lógica sin resentimientos. Y mister Hunter, por segunda vez, hizo girar su rostro al este y al oeste, al norte y al sur, como si orientara la flor abierta de sus radares.

—¡El Tío Sam fue adonde lo llamaron! —dijo con altivez—. ¡Abandonó su cómoda soledad para ofrecerle a un mundo viejo ciertas formas de vida estimulantes!

—¡Dice bien Su Excelencia! —lo aplaudió un Barroso emocionado—. El Tío Sam, adonde fue, llevó en su maleta de viajante un derecho del hombre bien encuadernado y una refrigeradora, un himno a la paz y un fusil automático, el último foxtrot y la última película del west.

—¡Chango! —le confesó un Barrantes en lágrimas—, ¿me has de creer si te digo que ya no puedo vivir sin mis dos hamburguesas y mi refrescante coca-cola?

Pero el Oscuro de Flores desestimó esas minucias promocionales del Tío Sam:

—No usaré —anunció— esos lugares comunes para disminuir la estatura de un prócer: mi bisturí corta más hondo en esta disección de un cíclope inquietante. Señores, en vías de trascender a lo universal, el Tío ignoró que, para trascender a «otro», es indispensable conocer al «otro» en tanto que «otro». ¡Y él ni se conocía bien a sí mismo! Salió al mundo para equilibrar ajenas balanzas, ¡y no sabía él (no lo sabe aún) cómo resolver sus propios desequilibrios interiores!

El negro Tom Blake, hijo de Tom Blake y nieto de Tom Blake, asomado a la calle sin ternura desde su claraboya de arrabal respira en olor de pescado frito, cervezas agrias y humedad con hongos en las paredes. ¡Mejor era el río de Virginia que tanto se pareció a mi gran río de África estirándose al sol como un tigre!, llora él en la trompeta íntima de su alma. Era mejor, aunque junto a los algodonales el látigo cayera sobre mi costillar (y si uno alza la vista del suelo y busca el motor del látigo, ve arriba una crencha rubia y dos ojos azules que chispean de calculado furor). Me arrancaron de mi selva, me vendieron y compraron en sus remates. A la fuerza me hicieron entrar en sus designios: industrializaron mi sangre, mi sudor y mis lágrimas; me robaron la inocencia, la alegría y la música. Fui su robot de carne, osamenta y nervios, antes de que inventaran su robot de metal. Al fin me sepultaron, como chatarra inútil, en su cementerio de automóviles rotos, y me quedé sin patria ni cielo ni río. El pastor John Blake, hijo del pastor John Blake y nieto del pastor John Blake, a esta hora predica en su toldo evangélico y al son de un jazz esperanzado: quiere venderme un ticket de ómnibus que ha de salir ahora por la ruta 9 hacia el Paraíso del Señor. ¡Yo iré al Paraíso del Señor! Pero antes debo colocar algunas estrellas negras en un pabellón injusto.

—¿Qué desequilibrios? —rezongó aquí mister Hunter.

—El negro Tom y su vieja cabaña —repuso el Autodidacto.

Mister Hunter pareció ahuyentar de su rostro con la mano alguna visión inoportuna o una mosca insistente.

—Fue un póquer lamentable de la Historia —se justificó en una suerte de náusea.

—La Historia no es un póquer —le dijo Megafón—: es un bumerán australiano que se vuelve alguna vez contra el que lo tiró. ¿Quiere olvidar al negro como a una pesadilla o conjurarlo como un fantasma? Tom Blake no se irá: es un pecado y un remordimiento.

—¡Veo, veo! —gritó aquí Barroso, alegre como en un juego infantil.

—¿Niño, qué ves? —le preguntó Barrantes.

—¡Veo a mister Hunter, con su capucha del klan y su rebenque de vaquero en la mano! —¿Qué hace mister Hunter?

—Acaba de azotar a un negro, a un mormón, a un judío y a un irlandés. Y arenga briosamente a los encapuchados junto a una cruz en llamas y una parrilla humeante de chorizos.

—¿Qué les dice?

—Los está incitando a construir una nación químicamente pura con la sonrisa muerta de cien presidentes asesinados.

—Cachorro —juzgó Barrantes—, el Ganso Energético delira. Y el delirio de un Ganso nunca fue saludable para el hombre mortal.

Revolviéndose como un león entre perros de caza, mister Hunter nos increpó así:

—¡Ustedes, los aborígenes, padecen la ceguera de los pueblos infradesarrollados! ¡Y se atreven a juzgar las necesarias contradicciones de un titán en desarrollo! ¡Señores, también yo veo y veo!

—¿Qué ve su Excelencia? —le preguntó Megafón.

—¡Veo al Tío Sam desembarcando en la Luna y tendiendo a sus cráteres un contador Geiger en busca de plutonio! ¡Veo a la doliente humanidad alimentándose al fin con nuestras algas en salmuera! ¡Veo a todos los pueblos y razas del mundo perfectamente vacunados y asistiendo al paraíso terrestre que les inventó nuestra computadora!

—O su Excelencia tiene una vista de águila —opinó Barrantes— o ve por el ojo electrónico de una mamúa gigante. Ya se lo dije alguna vez: el whisky de madera no vale un corno.

Pero el Oscuro de Flores no soltaba los hilos del tapiz en que iba urdiendo la figura y los trabajos de su Hércules:

—Hago constar a los indígenas aquí presentes —refunfuñó— que las contradicciones internas del Tío me importan un rábano. ¿Quién le mandó a él abandonar su granja de Arizona? Lo que no le disculpo ni le disculparé jamás es que haya pretendido trascender al universo del «otro» sin entender al «otro».

—¿Es una charada o un destrabalenguas? —le preguntó mister Hunter.

—¡Señor, es el gran quilombo que armó el Tío en este grato esferoide! Porque, al ignorar al otro en tanto que «otro», miró al otro en tanto que «sí mismo» y entendió hallar en el otro una imagen de su propia y no muy lúcida mentalidad. Entonces metió su cuchara en las ollas del mundo y las revolvió sin entender lo que se cocinaba en ellas: guerreó a la loca en sus antípodas y violentó destinos que no eran suyos.

—¡Y el graznido exultante del Ganso Energético resonó desde un polo hasta el otro! —se dolió Barrantes en su melancolía ecuménica. Junto a su arrozal, en el puentecito arqueado sobre una madeja de agua, el chino Yen Huei medita con el Tao de Lao en su derecha y el librito de Mao en su izquierda. Ciertamente —se dice—, no hay contradicción alguna entre los honorables Lao y Mao, pues el Tao lo abarca y lo explica todo en sus honduras misteriosas. Lo que no es explicable ni entra de ningún modo en el yin yang es que nos haya nacido en el norte un gigante que a la vez es un enano incomprensible, o un niño al que se le contrajo el tiempo y es a la vez un anciano contra natura. Dentro y fuera de la Gran Muralla, no es dichoso que un enano gigante o niño decrépito robe y tenga la manija del planetario. Si hay que honrar a ese dios en bicicleta, lo haremos con toros de frente blanca, chanchos de trompa erguida y hombres que sufran de hemorroides. Y si se vuelve loco, le haremos en nuestra manufactura un chaleco de fuerza con el hilo sedoso de nuestros honorables gusanos.

Por segunda vez mister Hunter se había puesto de pie y nos miraba entre furioso y desconcertado:

—¡A la calle! —nos expulsó al fin con su índice—. ¡Fuera de aquí todos!

—Estamos en el terruño de nuestros mayores —le recordó Barrantes con dignidad.

—Y en nuestras pantuflas domésticas —lloriqueó un Barroso herido.

—Como, diplomático —adujo Megafón—, Su Excelencia debe oír todo el mensaje de los aborígenes, o el Pentágono se resentirá en su apotema ilustre y lo relevará de sus funciones en esta colonia.

—¿Tiene usted más desvergüenzas que añadir? —se asombró mister Hunter.

—Falta desplumar la cola del Ganso y sus alones poderosos —le advirtió el Autodidacto—. Señor Embajador, escuche bien este aforismo: «El miedo nace de la ignorancia, y se teme sólo a lo que no se conoce». Ignorando al «otro» (y perdone la molestia) el Tío Sam comenzó a temer al «otro» y a toda criatura o incidente que le fueran exteriores y ajenos: olió en cada uno a un enemigo potencial de guerra o a un contrincante de olimpíada o a un competidor artero en sus transacciones. Ahora bien, hay una progresión creciente del miedo al terror y del terror al pánico. Y en su hora, el Tío dio marchas y contramarchas poco serias a sus trajinados mariners, en cualquier latitud o longitud en que sospechaba o temía él la presencia de un enemigo.

—Jefe —lo interrumpió aquí Barrantes—, ¿las desconfianzas agresivas del Tío se dieron sólo con respecto a este mundo?

—No, camarada —le respondió Megafón—, cuando el Tío sospechó que otros mundos estarían poblados calumnió a sus posibles habitantes atribuyéndoles formas ridículas e intenciones perversas.

—¡Una injusticia! —protestó Barroso indignado—. Verdes, azules o marrones, los hombrecitos del cosmos son almas benignas, ¡lo juro!, criaturas de tal belleza que me hicieron llorar no pocas veces.

—¡Cachorro!, ¿dónde los has visto? —se deleitó Barrantes.

—En la torre de Megafón: aterrizan a medianoche para reabastecerse de uranio intelectual.

El Autodidacto sonrió aquí a esos dos guerreros inquebrantables; y nuevamente, como anonadado, mister Hunter se desplomó en su butaca. Pero Megafón retomó enseguida los hilos de su tapiz:

—Volveré al Tío —anunció— para echar ahora en su balanza una pesa favorable. Me pregunto si sus chambonadas y desajustes no se debieron a la falta de una experiencia histórica que no pudo alcanzar debido a las aceleraciones y contradicciones de su Tiempo. ¿No será el Tío Sam una pera verde que malograron las heladas?

El astrofísico Vasili Nicolaiev y el astronauta Ilia Constantinoff, en su base de lanzamientos, observan con inquietud el noroeste por encima del polo. «¡Atención con el muchacho capitalista!», dice Vasili Nicolaiev. «¿Está demente o asustado?», pregunta Ilia Constantinoff. Y el astrofísico le advierte: «No es previsible la conducta de un hombre que inesperadamente saltó desde su Jardín de Infantes a la Presidencia de la ONU.». «¿Qué le puede suceder al muchacho?», intenta calcular el astronauta. Y el astrofísico le dice: «Podría escapársele un cohete de nariz atómica y meternos a todos en un berenjenal. Y si su pasión del score lo llevase a quemar las etapas, el hombre puede irritar a los marcianos con una exportación insultante de automotores y cineastas o romperse la crisma en los anillos de Saturno».

En este punto el indígena Barroso intervino de nuevo para traducir una consternación inocente:

—Con o sin experiencia histórica —preguntó—, frente a enemigos reales o supuestos, Quijote de la Tierra y sus vecinas galaxias, ¿no ha inventado el Tío, en defensa propia, la serie de supermans que viene deleitando a nuestra niñez?

—Hijo —sentenció Barrantes—, las musas lloran cuando a un ganso energético se le ocurre tener imaginación poética.

—¡Lo sublime llegó después! —elogió Barroso—. Triunfante ya en todas las direcciones del Espacio, el Tío Sam decidió extender sus conquistas al Tiempo, desde un presente halagador a un pasado nebuloso y a un futuro construido a su imagen y semejanza. ¡Entonces construyó el Túnel del Tiempo!

—¡Estás delirando! —lo amonestó Barrantes. Pero Barroso exultaba en su mameluco azul:

—Combinación feliz de mariner, hombre de ciencia y cowboy de cinematógrafo —alabó—, el Tío Sam era lanzado por el Túnel a las edades más lejanas de la Historia. ¡Y allá se daba el gusto de vencer a un ingenuo Pitágoras en aritmética, o de enseñarle a Marco Polo el uso bélico de la pólvora que traía en sus baúles, o de tirarse un lance amoroso con Helena de Troya en las mismas narices de un Paris afeminado!

—¡Hijo, estás mintiendo! —lo apostrofó Barrantes—. ¡El Tío ya no está para esos trotes!

—Lo vi con estos ojos en la pantalla de mi televisor.

—¡Júralo!

—¡Sí, juro!

Por desgracia los aborígenes habían exagerado los colores de sus paletas. Y mister Hunter el embajador, sobre la base de su aturdimiento, comenzó a reconstruirse y empinarse hasta su cumbre natural. Repasando las fichas de su computadora interior, se dijo que aquellos hombres no hablaban sino con la voz lamentable del subdesarrollo y una ociosa extravagancia de indígenas dados más al complejo de la siesta que a los afanes de la tecnología. «Un barro elemental —se dijo—, una materia indócil con la cual el Tío edificaría un mundo mejor». Entonces el canto del Nuevo Mundo que triunfaba en el norte despuntó en sus cuerdas más íntimas entretejido con la música de Antonin Dvorak. Poniéndose otra vez de pie (y sería la última), mister Hunter cantó las glorias del tío en versos libres a lo Whitman: cantó a Pittsburg humeante de hullas, a Chicago la matarife y a sus gangsters repletos de lirismo; cantó a la base de Cabo Cañaveral y a sus cohetes que apuntan a Marte; cantó a la Estatua de la Libertad y a sus falsificaciones distribuidas en lugares estratégicos; cantó a Wall Street proyectando sus alquimias del oro en las bancas mundiales; cantó a la flota del Pacífico disparando a distancia sus cañones de proa sobre los desalmados vietnamitas; cantó la estrategia del Tío frente a la barba misteriosa de Fidel; cantó la novedad indiscutible del Nuevo Mundo en el que todo era flamante y recién barnizado frente a un Mundo Viejo que se pudría en la salsa de sus ineluctables decadencias. Como en una prolongación de su canto, mister Hunter se dirigió a las ventanas abiertas del recinto; y asomándose a la gran avenida de Buenos Aires, le pareció escuchar urbi et orbi la sinfonía de Antonin.

Con mucha benevolencia los autóctonos habíamos justipreciado el trino poético del Embajador, y aguardábamos una réplica del Oscuro de Flores que a mi entender se hacía inevitable. Pero Megafón se limitó a estudiar las espaldas angulosas de mister Hunter.

—Jefe —le preguntó Barrantes—, ¿debemos llorar en usted a otro payador vencido?

—Compañero, déjelo que sueñe —le dijo el Autodidacto por mister Hunter que soñaba.

—¿Y qué debemos hacer nosotros?

—Mantenernos un rato más en nuestra prehistoria con las armas y las vihuelas en atención.

—¡Padre, me siento en el cuaternario feliz! —exclamó Barroso—. ¿Puedo afilar mi hacha de silex y cazar un gliptodonte?

Porque se ha enloquecido el Tiempo, y no es fácil conocer ahora si está echando flores en una de sus primaveras o soltando follajes muertos en uno de sus otoños. Por las dudas, ¡orad, almas buenas! Allá en el norte, cerca del polo helado y entre dos océanos beligerantes, viven también santos ocultos, poetas en escondida rebelión, mártires blancos y negros que hablan y hablarán todavía el idioma de la sangre.


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RAPSODIA VIII

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Megafón, Patricia Bell y yo estamos junto a la cabecera del obispo Frazada, en un inquilinato de suburbio y cerca del Riachuelo que bajo el sol huele a frigorífico y a materias podridas. Las escaramuzas terrestres de Megafón han de terminar en aquel tabuco de tres metros por tres donde yace ahora el obispo Frazada con un garrotazo en la frente que recibió ayer de la policía cuando encabezaba la columna de los trabajadores del cuchillo levantados en huelga. Es una mañana de abril, calurosa y húmeda según la costumbre del otoño en Buenos Aires: mientras arreglo un almohadón en la cabeza rota del obispo y le ahuyenta Patricia las insistentes moscas, el Oscuro de Flores está concentrado en sí mismo, nebuloso y distante, como si ya presintiera el Cháteau des Fleurs o el Caracol de Venus o su muerte. Sentados en el baúl del obispo, Barrantes y Barroso estudian la escena, espectadores de la historia y corifeos listos para el sollozo, la indignación o la risa: consideran el rayo de sol que se filtra por una claraboya y en el cual se atorbellina un universo de moléculas brillantes, el ciempiés en su techo y el orinal del obispo que asoma debajo de la cama. Olfateando el aire con su nariz fruncida. Barroso le dice a un Barrantes abstracto:

—Señor, la tristeza no es un gas inodoro como sostienen los químicos.

—¿A qué huele, pichón? —lo interroga Barrantes.

—La tristeza huele a jabón de azufre, a rana en su pozo y a helecho que brota en la juntura de dos ladrillos. Padre, hoy más que ayer los hombres me parecen canutos llenos de viento.

—¿Viento para la música?

—No lo sé, padre.

¿Y qué hago yo, el cronista, sino ejercer allá la función de un testigo y una memoria inexorable? «Sucedió exactamente —revelaría el obispo Frazada en sus Memorias— la primera noche de mi alojamiento en el palacio episcopal. No acostumbrado a lujos de alcoba ni a blanduras de colchón, me había dormido casi al amanecer, cuando me despertó una suerte de forcejeo que localicé al punto en el gran crucifijo instalado a mi cabecera: el Hijo del Hombre, según vi, trataba de arrancar su mano derecha de la cruz en que la tenía clavada.

»—Señor, ¿qué haces? —le dije yo en mi asombro.

»—Pastor de ovejas —me contestó Él—, ¿por qué te obstinas en exhibirme crucificado y muerto? Sólo estuve tres días clavado en la madera y en la muerte: ¡apenas tres días contra una eternidad en la Resurrección!

»Aterrado, volví a decirle:

»—¿Señor, qué debo hacer?

»Y Él a mí:

»—Búscame y hállame, ¡pero vivo!

»—¿Dónde, Señor? —insistí.

»En su forcejeo el Hijo del Hombre arrancó su mano sangrienta y la levantó a las alturas:

»—Búscame a la derecha del Padre —me ordenó—: estoy sentado allá, pero no inmóvil».

—Monseñor —le dice Patricia Bell—, no hace mucho, desde las ventanas de la Intendencia, lo vimos huir de la Catedral.

—Como vomitado por la Catedral —añade Megafón en su neblina—. ¿Qué le dijo esa mañana el Cardenal Primado?

En los labios del obispo yacente se abre una sonrisa infantil como de travesura:

—Me reprochó que los fieles de la diócesis me llamasen El Obispo Frazada. Y entendí la rabieta del señor Cardenal: no es gracioso que un obispo, dentro de sus medias moradas, ande por los inquilinatos distribuyendo cobijas a los que tienen frío.

—Monseñor —conjetura el Autodidacto—, la indignación del Cardenal tiene que haberse debido a una causa más grave.

—¿La procesión del Corpus Christi?

—Algo así trascendió entonces.

Una luz consternada brilla en los ojos del obispo:

—Sí —admite—, me negué a entrar en la procesión. —¿Por qué?

—¡Reconocí de pronto las caras de los que iban integrando las columnas!

—¿No sucedió en el Corpus de 1955?

El obispo asiente con un movimiento de su cabeza herida.

—Padre —lloriquea Barroso—, yo estaba frente a la Catedral. Se venía tramando la muerte de un líder y la derrota de su pueblo. ¡Y estudié las jetas oblicuas de los que se infiltraban en la procesión!

—Hijo —le dice Barrantes—, ¿no fue acaso un desfile de máscaras asombrosas? ¡Las vi, las vi! Detrás de la cruz, y portando velas encendidas, caminaban los ateos más ilustres de Buenos Aires, los políticos en larga bancarrota, los panzudos burgueses de la industria y los hombres de negocios que le trampean al Eterno en cada una de sus gestas bancarias. ¡Pichón!, ¿qué hacían allá todos aquellos héroes reunidos junto a la cruz y desfilando solemnemente dentro de sus espaciosos casimires?

—¡Organizaban la muerte de un Líder y la derrota de los pobres! —vuelve a lloriquear Barroso—. ¡Ah, solemnemente! La solemnidad es el culo más despistante del diablo.

Como alucinado, el obispo intenta levantarse ahora de sus almohadas, y tiende su índice rígido a una procesión fantasmal:

—¡Allá van todos! —grita en una suerte de alarma—. ¡El Corpus del Señor adelante, fijo en su lignum crucis; y detrás, en ordenadas columnas, esos hombres que se han escondido en la ropa sangrienta del Señor para tejer una maldad contra su Evangelio! Yo estoy en el atrio de la Catedral, miro el desfile de las caras, y una visión terrible me ilumina: ¡son los mismos rostros que hace dos milenios empujaron al Señor hasta el monte de la calavera! ¿Y qué hace ahora el señor Cardenal? ¡Está incensando el Corpus! ¿No se da cuenta de que otra vez lo embalsama para la tumba?

El obispo se ha dejado caer sobre las almohadas y un borrón de sangre aparece ahora en la venda que le ciñe la frente.

—Monseñor —le pregunta el Autodidacto—, ¿en su visión se adelantaban ya los fusilamientos del otro junio?

—Como en un teorema —rezonga el obispo.

—¡Juan José Valle! —lagrimea Patricia—. ¡Murió a la edad del héroe, y eso es todo! «Buscar y descubrir al Cristo viviente por encima del Cristo muerto —dirá en sus Memorias el obispo Frazada— no es tarea fácil para el que ha dormido largamente su necrofilia teológica. En lo que me atañe, y tras el anuncio de la mano arrancada, busqué primero al Cristo en Sí, entre la hojarasca de ornamentaciones, gestos dramáticos y sollozos orquestales que dos milenios habían acumulado sobre su terrible desnudez. Asimismo quedaba “la escalera de los intermediarios” que veinte centurias habían interpuesto entre los redimidos y su Redentor. Una noche, ¡la recordaría entre mil!, el cura Gayoso, el sacristán Lavechia y yo descolgamos todas las imágenes de la basílica y fuimos bajándolas al subsuelo: me parecía que, desde los rincones, nos insultaban las viejas de las cofradías o sus espectros, y que nos amenazaban con sus puños los beatos oficiales o sus agresivos fantasmas. Pero aquella noche, ¡lo sé!, no se alegró un solo demonio en ningún ángulo de la basílica. Y cuando volvimos a la superficie, quedaba en el templo sólo una imagen gritona: la del Hijo del Hombre, proyectándose desde su cruz hacia los cuatro rumbos del espacio».

—Me alejé de la procesión, de sus guiones y su música —rezonga todavía el obispo.

—¿Lo advirtió el Cardenal? —pregunta Megafón.

—Me hizo comparecer al día siguiente.

—¿Qué le dijo el Cardenal?

—Se refirió a mi «escándalo» y me instó a no escandalizar a los humildes. ¡Gran Dios! Por los humildes el Cristo fue y es y será un escándalo tremendo. Se lo dije al señor Cardenal, y me observó atentamente por encima de su desayuno. Ahora pienso que, a partir de aquel día, empezó a tramar con el Nuncio mi alejamiento de la diócesis.

—El Nuncio es un toro alegre —define Megafón— y el Cardenal es un buey lleno de simpáticas melancolías. Y la tristeza nace del ciempiés en su techo, del orinal que asoma, del rayo de sol molecular que se desplaza tristemente según el movimiento de la tierra, como la han descubierto ya un triste Barrantes y un Barroso tristísimo sentados uno y otro en el baúl tristón del obispo Frazada.

—Chango —dice Barrantes— yo no compararía ni en sueños al señor Cardenal con un buey melancólico. El día de la procesión vi al Cardenal revestido enteramente de oro y llevando la custodia entre una multitud que cayó de rodillas. Entonces recordé una fábula y tuve una visión.

—¿Qué visión y qué fábula? —le pregunta Barroso.

—En el señor Cardenal me pareció reconocer al burro que cargaba las reliquias.

—Padre, ¿ofenderemos al burro en su clásica dignidad?

—No, chango: el burro siempre fue una útil cabalgadura para el misterio.

—«No juzguéis —protesta el obispo—, no juzguéis por temor de ser juzgados».

Pero lo sacude un golpe de risa, y el sangriento borrón se le agranda en la frente o en su vendaje. Observo a Megafón que no ha gratificado al dúo ni con una sonrisa, y que no sale de sus brumas, como si presintiera ya el Chateau des Fleurs o el Caracol de Venus o su propia muerte. Yo diría que el Oscuro de Flores asiste a una saga final, pero que intuye a la vez el desenlace no previsto de su guerra. Patricia Bell no habla, como si la envolviesen las neblinas de su marido: ¿por qué no se refiere a la intervención de los asnos en el Evangelio? ¿Y qué hago yo, el cronista de las Dos Batallas, junto a un obispo derrotado? ¿Qué haría yo, como poeta, sino atender a mi función de inexorable memoria en la ciudad alegre de los olvidadizos?

—Monseñor —insiste aquí el Autodidacto—, ¿cómo decidieron su exoneración de la diócesis?

—El señor Cardenal y su eminencia el Nuncio me citaron en la Curia —evoca sin emoción el obispo Frazada.

—¿Qué le dijeron?

—El señor Cardenal, papel en mano, leyó la nómina de mis «intervenciones políticas» en los gremios y de mis «asistencias demagógicas» a los inquilinatos del suburbio. Tras de lo cual me preguntó si esas «incomodidades» entraban en las «funciones específicas» de un obispo.

—Cachorro —protesta Barrantes—, ¿el estilo burocrático del Cardenal no profana una boca hecha para entonar versículos?

—Padre —se lamenta Barroso— en la burocracia fallece la poesía y entran las religiones en síncope cardíaco.

—¿Hablas para la Historia?

—Nunca lo haré. Una jodida modestia viene frustrando los mejores retoños de mi talento. Sin escuchar al dúo. Megafón volvió a insistir con el obispo:

—¿Qué le respondió usted al Cardenal?

—El Cristo, le advertí, es una «incomodidad» absoluta. Entonces habló el Nuncio: «¿Cómo ve al Cristo su eminencia?», me preguntó. Le contesté: «Monseñor, el Cristo es amargo en la raíz, duro en el tallo, fresco en la hoja, oloroso en la flor y de miel en la fruta». Y el Nuncio me sonrió benignamente, como si yo fuera un curioso anacronismo.

—«Sólo quedó una imagen —reiterará el obispo Frazada en sus Memorias—: la del Hijo del Hombre proyectándose desde sus maderas a los cuatro rumbos del espacio, al norte y al sur, al este y al oeste. Le faltaban dos rumbos aún, el nadir y cénit, ¡y era todavía el Cristo muerto! La “visión de la mano arrancada” me perseguía: decidí entonces vivificar al Cristo, arrancarlo de su inmovilidad en la muerte y devolver a su figura los dos rumbos espaciales que le faltaban: el descenso ad ínferos y la exaltación a los cielos. Naturalmente, yo debía realizar aquel trabajo en mí mismo, y lo hice así: arranqué de mis ojos las antiguas imágenes crucificadoras; arranqué de mi olfato el olor de la sangre coagulada y del sudor agónico; arranqué de mi oído la telaraña sonora de imprecaciones, lamentos y sollozos que se dejan escuchar un Jueves y que se olvidan un Domingo; arranqué de mi alma la tristeza de una Pasión obligatoria que se teatraliza una vez al año. Y no bien hube cumplido ese laborioso descarte, ¡se me dio la noche de las noches! Yo estaba solo, casi al amanecer, frente al altar mayor de la basílica y ante una cruz ya sintetizada en sus dos líneas que se cortan en ángulos rectos. ¡Y de pronto sentí al Señor viviente, al Cristo universalizado en su cósmica totalidad! No lo vi, lo sentí, ¡aleluya! Y la Alegría de la Redención me hizo trastabillar como un viento fuerte y me emborrachó como un vino aromático y me aturdió como una estallante sinfonía; y en mi sotana esbocé unos pasos de baile frente al altar mayor. Me alarmé de súbito y observé a mis alrededores: yo estaba solo y nadie había sorprendido mi danza. Entonces abandoné la iglesia y salí a las calles, al suburbio dormido aún bajo las chimeneas que ya humeaban en un cielo de hulla: quería gritar y bailar para todos aquel mensaje de júbilo cristico. Sólo me vio y me oyó el agente de policía Villalba, quien informó luego a la superioridad que al amanecer había sorprendido al obispo Frazada en completo estado de embriaguez».

—¡Yo vi al Nuncio por el canal 11 de televisión! —se confiesa un Barroso en lágrimas.

—¡Hijo!, ¿cuántas veces? —lo amonesta el padre Barrantes.

—¡Muchas! Y en todas el Nuncio me pareció un Botticelli falsificado.

—«¡No juzguéis!» —exclama el obispo—. El Nuncio es el Nuncio, el Cardenal es el Cardenal y el obispo Frazada es el obispo Frazada. ¡Nolli tangere! ¿Y si todo fuera un sainete adorable?

Lo ha dicho entre un ciempiés en su altura y un orinal en su bajeza.

—Monseñor —le anuncia el Oscuro—, tengo una copia fotostática de su expediente radicado en la Curia.

—¿Quién le facilitó esa copia? —se alarma el obispo.

—Uno de mis agentes. La primera parte se titula «El escándalo Frazada»: trae la procesión del Corpus, el reparto nocturno de cobijas, la intervención demagógica en los gremios y también el «uso profano» de una casulla para vestir a un niño.

—¡Era una vieja casulla inservible! —se disculpa el obispo—. El muchacho estaba casi desnudo.

—La segunda parte —insiste Megafón— se titula «La herejía Frazada»: consigna el «destierro de las imágenes», el ejercicio ilegal de la medicina por imposición de manos en la cabeza del paciente y sobre todo el «uso mágico» del Sermón del Monte.

El obispo se conturba y enrojece ahora en el fondo blanco de sus almohadas:

—Descubrí por casualidad el poder mágico del Sermón —vuelve a disculparse.

—¿Cómo fue, monseñor? —lo interroga Patricia.

—Yo había ido a visitar al señor Tagliaferro para rogarle que cediese a los justos reclamos de sus trabajadores. El señor Tagliaferro no escuchaba o no entendía: me pareció un ser macizo cuya inteligencia se abría un paso difícil entre duras cohesiones atómicas.

—¿Era el Rico del Evangelio? —se interesa Patricia Bell.

—Técnicamente, sí —duda el obispo—. Como se negara tercamente a mi solicitud, abrí mi Biblia en Mateo 5 y empecé a leerle el Sermón del Monte. Nada sucedió al principio: el señor Tagliaferro entornaba sus párpados como adormilándose. Pero al leer los versículos 40, 41 y 42, algo increíble se produjo en el escritorio de la fábrica donde nos encontrábamos: de pronto se vinieron abajo los muebles archiveros, cayó de su pared el mapa que exhibía los trazos ascendentes de la industria, y el busto del fundador, Natalio Tagliaferro, se desplomó ruidosamente a nuestros pies.

Maravillados, los integrantes del dúo han seguido aquella narración:

—¡Tata! —dice Barroso—, el Sermón del Monte, a ojo de buen cubero, vale por una carga de gelinita. ¿Qué sucederá si los trabajadores del cuchillo empiezan a leer el Sermón en locales estratégicos?

—No te sublimes, chango —lo exhorta Barrantes—: la imaginación se parece a una tetera china excesivamente decorada.

—Señor, lo dudo —le replica Barroso—. A mi entender, la imaginación es un gato nocturno con demasiadas azoteas.

—Monseñor, ¿fue acusado usted formalmente de herejía? —interroga Megafón a quien, según observo, ya está doliéndole aquel oficio de preguntar.

—No dejaron caer la palabra «herejía» —le contesta el obispo—: sólo hablaron de mi extraviada «ortodoxia», e hice mal en responderles. En estos casos no basta el «candor de la paloma»: también se necesita la «prudencia de la serpiente».

—¿Qué les dijo usted?

—Una ortodoxia —les respondí— es el arte de mutilar al Absoluto en su posibilidad infinita, con lo cual el Absoluto deja de ser el Absoluto.

Aquí Barrantes parece víctima de una iluminación aterradora:

—¡Veo a monseñor en una plaza del trecento! —grita.

—Padre, ¿cómo lo ve? —inquiere un Barroso despavorido.

—¡En el centro de una hoguera, con una túnica y un bonete amarillos en los que se han pintado negros demonios! ¡Monseñor humea como un buen churrasco teologal!

—Mi castigo no fue tan pintoresco —sonríe monseñor—: discretamente, me separan de mi diócesis, y aquí estoy.

Una luz de piedad alegre le hace brillar los ojos:

—No los culpo —vuelve a sonreír—: a su hora, y con la misma dulzura, ellos crucificarán otra vez a Jesucristo en el nombre de la ortodoxia. ¡Bien! La Iglesia, como su Fundador, puede morir un jueves y resucitar un domingo.

Trata de incorporarse, agitado entre sus cobijas:

—¿Y qué importa? —se dice a sí mismo en una suerte de monólogo—. ¡El Cristo es la vanguardia eterna! Está en el principio del mundo, como el Verbo que lo crea, y en la mitad, como el Verbo que lo redime. Cuando este mundo llegue corriendo hacia su fin, encontrará nuevamente al Cristo esperándolo en la raya de sentencia, y esta vez como el Verbo que lo juzga.

Se deja caer en la masa revuelta de sus almohadones:

—Me duelen todos los huesos —dice—. Querría dormir una hora.

Entre Patricia Bell y yo le ordenamos la cabecera y le extendemos hasta los pies la frazada que le dio un sobrenombre. Luego, con Megafón al frente y el dúo a la retaguardia, nos deslizamos fuera del tabuco y nos dirigimos al fondo agreste del inquilinato donde tres higueras otoñales y un cinturón de malvones rojos enmarcan la escena que sigue. Dos hombres, el cura Gayoso y el sacristán Lavechia, están a cargo de una gran olla renegrida que hierve sobre un fuego de maderas: el sacristán, cuchillo en mano le arroja trozos vegetales y animales; y el cura, lentamente, hace girar en la mezcla un cucharón de tamaño gigantesco. Varones oscuros, en torno del fuego, chupan los mates amargos que les ceban sus mujeres con dos pavas arrimadas a los tizones. Más atrás veo un círculo infantil de ocho cabecitas negras cuyas miradas parecen atarse al movimiento giratorio del cucharón en la olla. Y están conversando allá en un lenguaje que se parece al del agua o el viento, y que se corta bruscamente no bien nos acercamos. Patricia Bell y Megafón estrechan las manos familiares del cura y el sacristán que siguen al obispo Frazada en su destierro: hay saludos y presentaciones. Entre curiosos y abstractos. Barrantes y Barroso callan y miran, porque la tristeza nace ahora de un zorzal prisionero en su jaula, de tres higueras otoñales cuya hoja se viene abajo y de ocho caras infantiles que debieran reír junto a la olla y no lo hacen.

—Padre Gayoso —le dice Megafón, tanteando la bolsa casi llena que se abre a los pies del cura— según veo, el piso del mercado fue generoso esta madrugada.

—¿Recogió esta hermosura del suelo? —inquiere una Patricia incrédula.

—No todo estaba en el suelo —explica el cura Gayoso—. Es que los camioneros del mercado, al descargar sus camiones y verme recoger los desechos en el piso, dejan caer adrede la mejor cebolla y la batata más grande.

Tras revolver la olla, levanta un cucharón rebosante y nos invita con orgullo a probar la mezcla. Lo hacemos, uno a uno, reverentes como en una liturgia, con excepción de Barrantes y Barroso que paladean el minestrón sin ocultar su desconfianza crítica.

—¡Le falta sal! —gruñe un Barroso experto en ollas populares.

—¡Demasiada cebolla! —opina un Barrantes no menos erudito.

—¡Señores, la mesa está servida! —exclama el sacristán—. ¡Vengan los platos hondos! Nos despedimos y nos alejamos del grupo que, según oigo detrás, reanuda su conversación de agua o de viento. Salimos a la calle y al suburbio: ¿y ahora de dónde nace la tristeza? De las casas en silencio, de los jardincitos en su otoño, de las fábricas inmóviles o de un Megafón brumoso que tal vez adivina ya el Cháteau des Fleurs o el Caracol de Venus o su muerte.

En una de sus notas referentes al Operativo Caracol y a los graves acontecimientos que sobrevendrían, el Oscuro de Flores dice así: «Desde niño advertí que mi corazón, en una especie de ciclo anual, giraba sobre el mismo eje del globo terráqueo y tenía su primavera y su otoño: su primavera, en un vuelco hacia la exterioridad gritona del mundo, y su otoño en un reflujo hacia la interioridad secreta de mi alma. Por eso elegí una primavera y un otoño para desarrollar las escaramuzas terrestres que han integrado mi combate». Yo había observado aquella bajamar de su alma junto a la cabecera del obispo, y la seguí advirtiendo en el chalet de Flores durante los días ociosos que transitaron y en los cuales la guerra pareció terminada. Sin embargo, por confidencias alarmantes de Patricia Bell, supe que la obsesión de Lucía Febrero estaba regresando a Megafón otra vez y con fuerza, como si la Novia Olvidada fuese una hija normal del otoño que tanto gravitaba en el Oscuro. Los agentes que Megafón tenía en Buenos Aires y en el Gran Buenos Aires no habían dejado de comunicar algunas apariciones de la Mujer sin Cabeza, todas muy vagas y sin asideros que justificasen una expedición: el chasco risible que sufrieran en el reducto del Falso Alquimista hizo que Megafón y sus hombres recibiesen en adelante aquellas denuncias con estudiosa reserva. Pero el 11 de mayo (y la fecha consta en uno de los cuadernos) el agente de El Tigre comunicó la existencia de una mujer cautiva en cierto lugar llamado el Chotean des Fleurs que se localizaba en la confluencia de los ríos Lujan y Sarmiento.

Aparentemente la denuncia, en su vaguedad, no difería mucho de otras que se habían desestimado antes. ¿Qué incentivo encontró en ella el Oscuro de Flores, qué motor capaz de lanzarlo, como lo hizo a lo que fue una mortal aventura? Megafón lo explica en otro apunte del mismo cuaderno: «El Castillo de las Flores —dice— me hizo evocar el jardín secreto donde Juan de Meung ocultó su rose y el italiano Durante su fior enigmática. ¿Y Lucía Febrero no es también una imagen de la Rosa perdida?». ¡Gran Dios —me digo ahora yo, el cronista de las Dos Batallas—, eso arriesga un autodidacto infantil que, metido en la Biblioteca Popular Alberdi y en un suburbio de Buenos Aires, devora peligrosamente un romance alquímico y a la vez un volumen de táctica militar!

Naturalmente, lo primero que hizo el Oscuro fue reunirse con el agente denunciador y explorar con él las inmediaciones del Cháteau des Fleurs cuya existencia resultó no ser una fábula tal como lo comprobó in situ y a la luz de un resplandeciente mediodía. Visto desde afuera y de lejos, el Chateau, ubicado en el área central de un parque frondoso que a la vez lo mostraba y lo escondía, era un gran edificio de una sola planta cuya forma no respondía, según lo advirtió Megafón, a ningún estilo reconocible de la arquitectura: era un hongo chato, una torta de casamiento, una tumba egipcia o un garaje monstruoso que a esa hora no daba señales de actividad alguna y se revestía de un silencio «fluido como la miel» según lo definió el Autodidacto en otro apunte referente a esta saga final. Consultados un pescador y un quintero vecinos, Megafón obtuvo las informaciones que siguen: a. El único acceso al Cháteau era el gran portal de hierro junto al que discurrían ahora, ya que la mansión o lo que fuese daba por sus fondos al río Lujan, b. En las horas diurnas el establecimiento, si lo era, no exteriorizaba indicio ninguno de vida; pero al anochecer comenzaban a llegar automóviles de lujo que trasponían la entrada con hombres y mujeres en ropa de gran soirée. c. Guardianes uniformados controlaban y dirigían en la puerta el acceso de los visitantes, d. Aunque los agricultores de la vecindad no habían escuchado nunca ruidos nocturnos que llegasen del establecimiento, aseguraban los pescadores que, desde el río, era fácil oír las voces, músicas y risas que, «a la hora del pejerrey», llegaban a los botes desde el Cháteau espléndidamente iluminado.

Tales informes exaltaron la imaginación del Oscuro y lo movieron a indagar seriamente la naturaleza del edificio y de su actividad. En las oficinas municipales de El Tigre, merced a valiosas recomendaciones, tuvo acceso al expediente que consignaba los trámites del Cháteau des Fleurs y de su construcción autorizada: llegó a saber que su propietario se llamaba Diógenes Tifoneades y que su artífice creador era el arquitecto Dionisio Lepare. No obstante, y contra el uso, los planos del Cháteau no figuraban en la carpeta, y Megafón supuso que alguna mano bien untada los había sustraído a posibles e indiscretas averiguaciones. Con todo, el nombre del arquitecto abría un cauce a la investigación, si es que Lepare no estaba muerto, ausente o escondido. Y un auxiliar lo ubicó en el edificio Cavanagh de Buenos Aires, donde tenía un estudio abierto, aunque Lepare, según también se comprobó, no había realizado en la ciudad ninguna obra de importancia.

Era necesario explorar al arquitecto: el Oscuro me invitó a que lo acompañara en el asalto de un hombre que no conocíamos y del cual sólo nos interesaba su intervención en una intrigante arquitectura. Como narrador imparcial, yo seguía resistiéndome a toda participación activa en sus escaramuzas; pero me rendí esta vez al alegato de un Megafón que solicitaba mi ayuda como experto que yo era en «monstruos» de Buenos Aires. Al día siguiente, y hacia el atardecer, un ascensor del Cavanagh nos dejó en el piso dieciocho cuyos departamentos recorrimos hasta dar con uno en cuya puerta cerrada se leía brevemente: «Dionisio Lepare, arquitecto». Megafón oprimió el timbre, y aguardamos: ningún sonido respondió adentro, como si hubiésemos llamado a la puerta de una tumba. Sin embargo, tuve la sensación de que alguien nos escrutaba por la mirilla en forma de ojo que tenía la puerta. Entonces redoblé con mis dedos en su hoja, y al instante vimos que la puerta se abría, pero sólo en el resquicio que le facilitaba una cadena de seguridad.

—¿Quién es? —preguntó una voz recelosa.

Le dimos nuestros nombres que por incógnitos parecieron tranquilizarlo.

—¿Qué buscan? —insistió.

—Un informe técnico —le respondió el Oscuro.

Descorriendo la cadena, Lepare nos franqueó la entrada y nos hizo pasar a un estudio revuelto de muebles y caótico de luz. Megafón y yo nos adelantamos entre una mesa de dibujo y una gran maqueta de yeso hasta un sofá de color neblina que el arquitecto nos invitó a ocupar y que recibió nuestras dos humanidades con una protesta de muelles resentidos. Apenas nos vio sentados, encendió la lámpara de la mesa y dirigió su foco a nuestras caras mientras él permanecía en la sombra y como en acecho detrás de sus gafas negras. Tuve la sensación metafórica de que sus ojos emboscados hacían caer sobre nosotros una mirada vertical de plomada que desciende y escruta; y en aquel artífice cauto seguí advirtiendo una constante de la geometría, como si todo en él estuviera trazado a compás, regla y escuadra.

—¿Los envía el griego Tifoneades? —nos preguntó finalmente.

—No, arquitecto —le respondí.

—Si yo fuera más teatral —rezongó—, los habría cacheado en busca de armas.

—¿Armas? —le dijo Megafón.

—Sí, armas. ¿Conocen a Tifoneades el griego?

—Leí ese nombre —admitió el Autodidacto— en un expediente municipal de El Tigre.

Aquí nos pareció que se resquebrajaba el cascarón geométrico de Lepare.

—¿Niegan ustedes —nos gritó— que conocen al griego maldito?

—Señor —le advertí—, hace miles de años otro griego edificó un laberinto para instalar a un monstruo.

El arquitecto se conmovió y repuso en una suerte de náusea:

—¿Dédalo? ¡Yo no soy Dédalo! Y Tifoneades no es el rey de Creta: ¡es un alcahuete de tamaño gigante!

Como si ya no fuera útil, hizo a un lado la luz que nos enfocaba. Entonces pudimos ver algo más del arquitecto y del microcosmo en que vivía: enfundado en un guardapolvo celeste y visto de pie como aún estaba, Lepare era un cuarentón largo y enjuto cuyo perfil rectilíneo ya se combaba en la zona ventral según cierta gordura naciente; una palidez intensa de cardíaco borroneaba sus facciones que debieron ser enérgicas; pero sus ojos, ya sin las gafas que se había quitado, eran brillantes, altivos y de cierta crueldad inocente, y me recordaron los de un cóndor andino que vi alguna vez en Uspallata y que un mercachifle tenía encadenado en su gallinero. Mientras yo realizaba estas observaciones, Megafón, que había desertado el sofá chirriante, curioseaba por el estudio entre maquetas, rollos de planos, libros en desorden y viejas armas de museo.

—Falta una maqueta —dijo al cabo de su examen.

—¿Cuál? —repuso el arquitecto.

—La del Cháteau des Fleurs.

Lejos de sobresaltarse, Lepare tradujo ahora el alivio de un alma que ha relajado su tensión, como si viese ya en nosotros a dos navegantes amigos que recién abordaban su isla en soledad.

—Esa maqueta —nos dijo— fue destruida.

—¿Quién la destruyó?

—El griego Tifoneades, en un asalto al estudio que realizó él con sus gorilas.

—Es curioso —le dijo Megafón—: ¿sabía usted que los planos del Cháteau

fueron sustraídos a la carpeta de El Tigre?

—¡Naturalmente! —rió Lepare, y su risa nos pareció la de un muerto resucitado.

—¿Nos contaría la historia del Cháteau des Fleurs? —insistió el Oscuro—. Usted ya entiende que no se trata de una mera curiosidad.

—¿Y de qué se trata?

—De la guerra.

El arquitecto desestimó aquella palabra beligerante. Se dirigió a una mesita de licores y nos dijo:

—¿Quieren un trago? Yo necesito uno, aquí, ahora y siempre: tengo que matar un gusano. —¿Qué gusano?

—Diógenes Tifoneades, el rufián ecuménico.

Tomó un vaso, y tras derramar en él una medida triple de alcohol ambarino se sentó en el taburete de la mesa para dibujar. El Autodidacto recobró su asiento junto a mí en el sofá que lanzó nuevamente la protesta íntima de sus resortes.

—Amigos —comenzó a decir Lepare, saboreando en aquella palabra yo diría que un gusto perdido y otra vez encontrado— al egresar de la Facultad, mil proyectos arquitectónicos bullían en mi audacia creadora. Realicé primero la maqueta de una torre-vivienda helicoidal integrada con treinta y cinco pasos de hélice que se hundirían en las alturas como los de un gran tirabuzón. Luego concebí una metrópoli austral a construirse junto al estrecho de Magallanes, que se dedicaría solamente a los problemas físicos y metafísicos del polo, sur y su Antártida. Más tarde planifiqué un barrio de Buenos Aires que se levantaría en terrenos ganados al río: tendría la forma de un archipiélago artificial o de una Venecia, con sus góndolas, tangos lacustres y malevajes remeros. Estas hijas locas de la imaginación me dieron cierta notoriedad en los concursos de arquitectura y en las revistas especializadas. Con todo, nunca fueron más allá de sus maquetas; y se amontonaron aquí, en este mismo estudio, ¡pobres criaturas teóricas! Así comenzó la Tristeza.

—¿Qué tristeza?

—La que nos da el aborto de lo sublime —respondió el arquitecto—. Buenos Aires la conoce, y por eso, en la Recoleta, junto al panteón de la Sublimidad se levanta el panteón de la Melancolía. ¿No lo han visto ustedes?

—No, arquitecto —le dijo el Autodidacto—. ¿Y el Cháteau des Fleurs?

—El Cháteau des Fleurs —rezongó Lepare— vendría en la etapa siguiente, o sea en el tránsito de la Sublimidad al Quilombo. ¡También lo conoce Buenos Aires!

—¿Cuándo se inició la etapa?

—Se inició cuando, por esa misma puerta del estudio, entró un día el alcahuete decorativo que se hace llamar Diógenes Tifoneades.

El arquitecto apuró su vaso de un sorbo, como para tragarse la odiosa píldora de aquel nombre:

—Tifoneades el griego —nos describió— exhibía la soltura natural de los grandes empresarios que abarcan simultáneamente una flota naviera, un yacimiento petrolífero, una organización de traficantes de alcaloides, una cadena de hoteles internacionales y un trust mundial de supermercados. ¡Y no crean que voy a tirarle una bomba de alquitrán encima! Era un sujeto entrador y riente, una mezcla de líder y play boy que disimulaba su tremendo poder con los trazos de una negligencia increíble, un ser entre refinado y piojoso, entre magnate y changador. ¡Qué grandeza y qué asco de hombre!

—De acuerdo —aprobó Megafón, tronchando la furia descriptiva de Lepare—. ¿Qué hizo el griego Tifoneades no bien entró en el estudio?

—¡Algo simplemente genial! —rió él—. Desenrolló el plano de unas tierras que, según vi, estaban ubicadas en la unión del río Sarmiento con el río Lujan. Y me pidió que le construyese allí un edificio que debía tener la forma exacta de una «espiral centrípeta».

—¿Se asombró usted?

—No, señor: en su hora yo había planificado una helicoidal gigante. Como arquitecto funcional, me limité a preguntarle cuál sería el destino de la obra. Y Tifoneades me guiñó un ojo festivo, como si se tratara de armar una broma intrascendente. Pero como yo insistiera, me dio una información traslúcida como la tinta: la espiral del edificio a construirse debía conducir a los visitantes que la recorrieran hacia un dormitorio rigurosamente «central», donde ocultaría él cierta joya de valor incalculable.

—¿Una joya? —me asombré—. ¿Qué joya necesitaría un dormitorio para esconderse?

Lepare soltó aquí una risa de alegre demonio:

—¡Naturalmente, una mujer! —exclamó—. Tifoneades me hizo el elogio de la mujer a ocultarse dentro de la espiral y en su dormitorio céntrico: usando una elocuencia típicamente oriental, me aseguró que una mujer como aquélla no había sido mostrada nunca en ningún mercado antiguo ni moderno; y en una hipérbole final, me juró por el santo de su nombre (no existe) que ninguna matriz fecundada por un varón había dado al mundo una hembra tan valiosa.

Mientras Lepare hablaba, una tensa inquietud iba ganando al oyente Megafón que ya temblaba junto a mí en el sofá de color neblina:

—¡Arquitecto! —le rogó—. ¿No le dijo Tifoneades el nombre de la mujer? ¿No le reveló que se llamaba Lucía Febrero?

—El gran alcahuete no dio nombres —le aseguró Lepare asombrado.

—Al menos —insistió el Oscuro—, ¿no dejó traslucir que se refería él a la Novia Olvidada? —No.

—¿Y a la Mujer sin Cabeza?

—Tampoco —rezongó el arquitecto—. ¿Es una charada?

—Señor —inquirí—, ¿la espiral del griego sería el Cháteau des Fleurs?

—Yo lo ignoraba —me dijo Lepare—. Sólo después conocí el nombre que daría Tifoneades a su «instituto». Seducido a la vez por la naturaleza de la obra y los cuantiosos honorarios que me adelantaba el griego, empecé a trazar dibujos mentales del edificio. Naturalmente, la historia de mi colega remoto, el cretense Dédalo, me perseguía como un zumbante moscardón. Pero al final advertí una gran diferencia entre su historia y la mía: Dédalo construyó su laberinto para encerrar a una bestia condenable o tal vez a un mito cornudo; mi espiral, en cambio, alojaría en su centro a una mujer o a una diosa laudable según los ditirambos del gran rufián que todavía me calentaban los oídos. Entonces, poética y místicamente, recordé las «moradas» que Teresa de Jesús fue recorriendo, a partir de una exterioridad en sombras hasta una interioridad resplandeciente. ¡Y dibujé la Espiral de Tifoneades, con su entrada única, sus ámbitos curvos y la recámara íntima de la mujer semejante a un carozo en el centro de su fruta! Cuando trasladé mis dibujos a una maqueta de yeso y contemplé mi obra, entendí que se resolvería en un caracol gigante acostado junto al río Sarmiento.

Lepare hizo aquí un alto en su discurso para servirse otra carga de bebida. Y lo tenté, diciéndole:

—¿Qué opinó Tifoneades al ver la maqueta?

—Se mostró cautamente sublimado —me respondió el arquitecto—. La idea del

«caracol» parecía divertirlo como un chiste de sal gruesa. «¡El Caracol de Venus!», exclamó y rió en mis narices.

—¿El Caracol de Venus? —especuló el Autodidacto.

—Sí, un interrogante se abría —reconoció Lepare—. Y se lo dije a Tifoneades que acariciaba las formas de la maqueta como si fueran las de un animal domesticado: «¿Por qué será el Caracol de Venus?».

—¿Y qué le respondió?

—¡Señores, nunca vi el hilo de un rufián tan bien disimulado en textura de un magnate: nunca vi el metal de un alcahuete fundido con tanta sutileza en la masa de un genio!

Desde aquella tarde me digo que sin duda el alma de Tifoneades residía y se deslizaba también en un caracol lleno de vueltas y revueltas. ¿Quieren saber lo que me dijo ante la maqueta de yeso?

—¡Lepare, hable! —lo urgió Megafón en su ansiedad.

—«Imagínese, me dijo, que tiene usted a una hembra preciosa en el centro de la espiral, y que, gracias a una promoción bien dirigida y sazonada con los ingredientes del misterio y la clandestinidad, millares de potentados llegan al Caracol en busca de una mujer que secretamente ya se cotiza en los mercados internacionales».

«Imagínese ahora, se entusiasmó el griego, que los clientes metidos en el Caracol van recorriéndolo hacia el dormitorio central; pero que no llegan a él; seducidos y esquilmados por otras delicias que los asaltan en el camino. ¿Entiende usted la cosa? Trabajando así, la mujer queda intacta y el negocio se hace infinito».

Lepare volvió a reír, y algo de siniestro campeaba en su hilaridad:

—¿Se dan cuenta? —nos dijo—. ¡El Cháteau des Fleurs o el Caracol de Venus trabajaría como un prostíbulo gigante!

Observé de reojo a Megafón y vi que apretaba sus mandíbulas como si una prostitución siquiera virtual de la Novia Olvidada se le hiciese insufrible.

—¿Vigiló usted personalmente la construcción del edificio? —inquirí yo acicateando a Lepare.

—Sólo en su masa exterior —me dijo él—. Contra los usos establecidos, Tifoneades me ocultó celosamente la distribución interna que observarían los espacios en el Caracol, y más aun sus proyectos decorativos. No bien la concha externa de hormigón estuvo concluida, el astuto rufián me pagó, me dio unas gracias convencionales y me despidió con una frialdad que no admitía réplica.

—¿Lo volvió a enfrentar solo cuando regresó al estudio para destruir la maqueta? Lepare tradujo aquí una suerte de indignación o vergüenza retrospectiva:

—¿Por quién me toman? —dijo—. ¡Soy un artista y no un amontonador de cemento! Como padre que yo era de la criatura, tenía un derecho y hasta un deber: el de vigilar y asistir al Caracol en su destino futuro. Pero mis relaciones con Tifoneades habían quedado rotas: él y yo en adelante parecimos dos fantasmas que se habían hecho humo tras consumar un pacto vergonzoso. Cierto día intenté acercarme al Caracol; pero una cuadrilla de albañiles incógnitos me cerró el paso en mi carácter de individuo «ajeno a la obra». Después olvidé al griego y a la puta inefable recluida en el centro de la espiral, hasta que me llegaron rumores atinentes al Cháteau des Fleurs y a su leyenda. Entonces me decidí a forzar una visita nocturna.

Megafón y yo guardamos aquí un silencio tirante, pues el arquitecto, metido en la evocación de su aventura o desventura, no requería ya ningún acicate de nosotros y hablaba como si le dictase un informe a un grabador.

—Vistiendo mi frac y mi tubo —dijo minuciosamente— llegué una medianoche hasta el portal externo del Cháteau y advertí el riguroso contralor de los visitantes que porteros uniformados hacían en la verja. Entonces esperé a que llegara un grupo de clientes ataviados como yo, y unido a ellos, que parecían habitúes del «instituto», conseguí trasponer la entrada sin dificultad. Con el grupo recorrí un sendero del parque muy bien cuidado que nos llevó a la misma puerta del Caracol y a su vestíbulo resplandeciente de arañas.

—¿Qué vio allá? —lo urgió ahora el Autodidacto en su impaciencia.

—En el vestíbulo, entre damas y señoras de un lujo gritón, me descubrieron los dos gorilas que asaltaron mi taller y destruyeron la maqueta, ¡dos boxeadores tiesos en sus smokings de solapas brillantes! Con un automatismo y un silencio de robots, se ubicaron a mi derecha y a mi izquierda y me condujeron a través del vestíbulo hasta un coqueto gabinete donde fui presentado a la señora Pietramala. Era la regente del establecimiento, una vieja matrona de gran soirée con el aire y el boato de una puta insigne retirada ya del servicio activo. La señora Pietramala, frente a la cual me tenían sujeto los gorilas, me sonrió con su dentadura tan falsa como su dignidad, y en un susurro de vieja caliente me preguntó a qué se debía el honor de mi presencia en su Instituto. Le respondí que, siendo yo el artífice de aquella noble arquitectura, necesitaba recorrer el Caracol y verificar si respondía funcionalmente a su objetivo. Sin dejar de sonreírme, la matrona dibujó en el aire un signo destinado a mis custodias, los cuales me arrastraron afuera por una salida oculta. Ya en el parque nocturno, intenté resistirme, y un upper cut medicinal del gorila izquierdo me sumió en la tiniebla. Desperté al alba, lejos del Cháteau y entre yuyales, con mi frac arruinado y mi galera de felpa en la cual, usándola como florero, los gorilas me habían dejado humorísticamente dos flores de cardo azul.

En los días que siguieron a la entrevista con Lepare, Megafón, encerrado en el chalet de Flores, concentró su intelecto y su imaginación en el problema de una Lucía Febrero que lo llamaba tal vez desde su prisión junto al río. Prima facie, y según la desdorosa experiencia del arquitecto, era fácil deducir que el Cháteau des Fleurs resultaba inalcanzable desde la tierra firme, si es que no existían otros accesos que Megafón ignoraba y que sólo conocerían algunos iniciados en el gran prostíbulo de Diógenes Tifoneades. Oscilando entre la duda, el descorazonamiento y la esperanza, el Oscuro decidió acudir a la virtud estratégica del exmayor Aníbal Troiani que llegaba recién de Mendoza con un cargamento de vinos.

La consulta se hizo en el comedor del chalet, sobre cuya mesa el Oscuro de Flores había extendido un mapa infantil en el cual se veía la punta de tierra ubicada entre los ríos Lujan y Sarmiento: un dibujo en forma de espiral señalaba la localización precisa del Cháteau des Fleurs. Tras oír el problema táctico en boca de Megafón y estudiar su croquis, el exmayor Troiani argumentó así: el asalto del reducto por una corta milicia era fácil y se podía lograr sin muchas bajas; pero su trámite, necesariamente ruidoso, malograría el intento de sorprender al Cháteau en su culpable intimidad.

—¿Y entonces? —repuso aquí Megafón desencantado.

—Nos queda un recurso —le dijo el exmayor.

—¿Cuál?

—Si el Cháteau es inaccesible por tierra, no lo es por el agua.

Como súbitamente deslumbrado, Megafón estudió a Troiani en un silencio elogioso: era evidente que, desde José de San Martín, la línea de nuestros grandes estrategos no se había interrumpido. La táctica que propuso el exmayor era de una simplicidad absoluta: consistía en abordar el Cháteau mediante un asalto nocturno hecho desde el río Lujan con una infantería de desembarco bien entrenada. El plan sedujo a Megafón, aunque desconfiara muy luego de su misma sencillez:

—¿No habrá calculado el zorro de Tifoneades esa posibilidad acuática? —le dijo al exmayor.

—Lo dudo —respondió él—. Sabido es que los alcahuetes ignoran el uso del agua como elemento y que sólo especulan con la tierra. Luego, atáquelos en su tierra desde el agua, deje al aire en paz y sólo use usted el fuego si hay que incendiar el Cháteau en un acto punitivo.

Megafón consideró esa teoría de los elementos aplicados a la guerra, y temió en su alma que Troiani hubiera catado sus vinos más allá de la medida sobria que le aconsejaba el negocio.

—¿Qué recursos exigiría esa operación naval? —inquirió todavía en sus temores.

—Naturalmente, una embarcación de fácil maniobra —le dijo Troiani— y una tripulación de hombres cuidadosamente seleccionados.

No bien el exmayor hubo dejado el chalet, Megafón se puso a tantear las dificultades que le adelantaba lo que se llamaría luego el «Abordaje del Cháteau des Fleurs». Y habría sucumbido a la primera, vale decir al hallazgo de una embarcación adecuada, si no hubiese recordado al piloto José Coraggio, del remolcador «Hércules» a cuyo bordo Samuel Tesler había enseñado su famosa Teoría y Práctica de la Catástrofe. Desde su intervención en el happening de Caballito, el filósofo villacrespense, alojado en la casa de David el circuncidador, no había dado señales de actividad externa, como si estuviese recorriendo algún otro laberinto de su mundo interior. La visita del Oscuro y el planteo del Abordaje arrancaron a Tesler de sus abstracciones y lo pusieron en el mismo riñón de la tierra: claro está que buscarían al piloto Coraggio y lo embarcarían en una empresa que Samuel, con su olfato sutil, ubicó entre lo genial y lo putanesco.

Al día siguiente, y en un bodegón de la riviera, descubrieron al piloto que, sentado a una mesa, estudiaba una pizza en cuyo lago rojo de tomates encallaban seis anchoas con admirable simetría. El piloto Coraggio, ante la solicitud de una embarcación que le formulaba Samuel Tesler, no dio muestra ninguna de inquietud o de asombro, tal era su confianza en un hombre que, como el filósofo villacrespino, armaba y desarmaba este mundo con la pericia de un ingeniero naval. Declaró poseer un crucerito de seis toneladas que lucía el nombre de «Surubí», que anclaba en el club de San Fernando y que manejaría él en favor de Tesler y sus amigos previo un juramento solemne: Megafón y el filósofo jurarían que la nave «Surubí» no sería usada en expedición alguna que ofendiese a San Antonio su patrón, o al orden legalmente constituido (y no existía entonces) o al honor de la flota mercante nacional. Samuel Tesler, visiblemente conmovido, le aseguró que la empresa del «Surubí» no sería menos honrosa que la que había cumplido el griego Jasón en su buque «Argos». A lo que respondió el piloto que, si bien no había conocido personalmente a Jasón ni remolcado su piróscafo, tenía en gran estimación a los armadores griegos.

Los pasos que siguieron e integran los preparativos del abordaje al Cháteau des Fleurs están consignados por Megafón y de su propia letra en el cuaderno referente a la saga final de su aventura. Su texto es el que sigue:

«Mayo 16. Esta mañana el piloto José Coraggio, a mi ruego, nos llevó en su nave “Surubí” hasta la desembocadura del río Lujan: era necesario que yo explorara esas orillas antes de arriesgar a mis hombres en un desembarco azaroso. Integraban la partida los mellizos Rómulo y Remo Domenicone, cuyos aparejos de pesca, vistos desde la costa, disiparían el recelo de cualquier observador atalayado en la fortaleza de Tifoneades. Gracias a ese recurso, y desde la cubierta del “Surubí”, me fue dado estudiar la mole del Cháteau des Fleurs con sus ventanales herméticamente cerrados y sus grandes terrazas desiertas: a esa hora el Caracol de Venus parecía la concha de un gasterópodo gigante fosilizada junto al río. Viéndolo tan de cerca, me sobrevino una justa indignación al pensar que Tifoneades el griego hubiera profanado a la Novia Olvidada en aquel odioso reducto. Pero enseguida me dediqué a estudiar la playa en función de un posible desembarco: era una orilla fangosa, con su espesura de juncos verdinegros y sus islas de camalotes flotantes, ¡y yo tenía que desembarcar allí, con una tripulación en riguroso frac según lo reclamaba el protocolo del Cháteau des Fleurs!. No lo conseguiría sin embarrarlos hasta los ojos; visto lo cual sugerí a Coraggio una exploración minuciosa de la orilla en busca de un acceso más fácil. Dimos con él por fin bajo un sauzal de ramas lloronas: era un muelle pequeño y en desuso a juzgar por sus tablones rotos y un bote semihundido en el agua negra. Cuidadosamente anoté su localización, y regresamos a Buenos Aires: los mellizos Domenicone traían ocho bagres ensartados en un junco por las agallas.

»Mayo 20. Afirmado el abordaje del Cháteau des Fleurs en su clara «posibilidad» y obtenidos los recursos materiales de la expedición, he trabajado estos días en la nómina de hombres que tripularán el “Surubí” y entrarán conmigo en el Caracol de Venus. Integraré mi plana mayor con Samuel Tesler y el dúo Barrantes Barroso, ya probados en lo sublime y en lo ridículo. Teniendo en cuenta la runfla de gorilas asalariados que custodian el prostíbulo de Tifoneades, llevaré como fuerza de choque a los mellizos Rómulo y Remo Domeniconi, los cuales han obtenido va la colaboración entusiasta de los cuatro delanteros o volantes del club Liniers Juniors que nos cubrirán la retaguardia. ¡Yo les enseñaré a los bonetes literarios que adornan este mundo cómo es posible llegar a una leyenda con los recursos más pobres! ¿Estoy furioso? No, estoy exaltado. Habría querido llevarme al arquitecto Lepare, merecedor como ninguno de recorrer esa espiral que dibujó él mismo con sus dedos inocentes. No lo haré, sin embargo: Lepare se haría muy notorio en el Caracol de Venus. En lo que atañe al piloto Coraggio, manejará el “Surubí”, naturalmente; pero ha de quedarse a bordo y maniobrar al pairo frente al Chateau, a fin de recogerse en el caso de que una derrota nos obligue a la retirada por el río.

»Mayo 27. Hoy ha quedado resuelto el problema de los fraques ineludibles que Tifoneades, el alcahuete lujoso, impone a los visitantes del Chateau. El problema se había reducido a seis fraques, ya que los cuatro delanteros del club Liniers Juniors contaban con el guardarropa de sus familias; y los mellizos Domenicone, integrantes del conjunto filodramático que actúa en el mismo club, descubrieron las prendas en la sastrería teatral donde se proveen de trajes y accesorios. Al anochecer, frente a los turbios espejos de la sastrería, Samuel Tesler, Barrantes y Barroso, los Domenicone y yo nos hemos probado aquellas veteranas ropas de alquiler. Y hubo dos incidentes: Rómulo y Remo se enamoraron de dos barbas rojizas que decidieron añadir a sus caracterizaciones y a las cuales los hice renunciar en el nombre de la lógica. Por su parte, Samuel Tesler insistió en alquilar un juego de condecoraciones falsas que darían a su frac, según dijo, un relieve de signo incalculable; y se las consentí en el nombre de la inocencia. Mañana todo el equipo será llevado al “Surubí”, donde lo vestiremos el día X del abordaje. ¿Cuándo será? El piloto Coraggio señalará la fecha exacta que sin duda coincidirá con uno de sus francos en el remolcador».

¿Y Patricia Bell? Atareados en una empresa de náutica y abordaje, ni Megafón ni sus hombres advirtieron en el chalet cómo se iban nublando ella y sus ojos verdelagoprofundo a medida que se acercaba un final adivinado y temido: ella se nublaba en su corazón adivinatorio. Patricia Bell, como si ya se adelantase a su Muerte por Amor en el chalet de Flores, entre las maestras jubiladas y los albañiles italianos. Pienso ahora que Megafón debió llevarla con él al Caracol de Venus, o en la proa del «Surubí», a ella o a su figura tallada en fragantes maderas. Porque al amor no se lo abandona en ningún juego, aunque se lo haya de arriesgar a la vida o a la muerte.

Durante las noches que precedieron al abordaje del Cháteau, el Autodidacto volvió a recibir en sueños aquella imagen de la Novia Olvidada que se le había mostrado antes de conocer a Electra, la mujer del Falso Alquimista. Y con la imagen de la Novia se le dio en sueños otra vez la estructura espiral que suscitaba ella y que asoció el durmiente con el enrevesado caracol de Tifoneades. Pero en aquellas noches últimas la visión traía elementos angustiosos que lo atormentaban en su acontecer onírico. Cierta madrugada, Patricia lo arrancó de su agitado sueño.

—¿Quién es Tifoneades? —le preguntó en su alarma.

—¿Tifoneades? —barbotó él.

—Has gritado ese nombre.

—Sólo es una figura del Enemigo —la tranquilizó el Autodidacto. Y se volvió a dormir junto a Patricia desvelada.

En las tres noches finales también ella soñó con elementos de simbolismo fatal: dientes rotos y muelas arrancadas, excrementos de hombres y animales, edificios en demolición. Pero guardó en su alma esas premoniciones: asistió a los expedicionarios hasta el fin. Y nadie advirtió que se apagaba ella lentamente, como si ya se adelantase a la Muerte por Amor que se le daría en el chalet de Flores entre los albañiles italianos, las maestras jubiladas y el beatle que cantaría su tránsito por el valle de la sombra.


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RAPSODIA IX

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Con una mezcla de náusea, temor y entusiasmo narrativo esperé la hora en que me tocaría referir el abordaje del Cháteau des Fleurs y lo que sucedió en aquel prostíbulo ambicioso también llamado el Caracol de Venus o la Espiral de Tifoneades. Habiéndose producido allá la muerte y el descuartizamiento de Megafón, sólo utilizaré los relatos que obtuve de Samuel Tesler, Barrantes y Barroso, el navegador Coraggio y los mellizos Domenicone, sobrevivientes de la expedición. En cuanto a los «volantes» del club Liniers Juniors, cayeron rendidos en la primera vuelta del Caracol, y es justo que un silencio piadoso caiga sobre sus nombres. Debo confesar que, al enfrentarme con la novena rapsodia, tuve que derrotar una tentación a la que habrían sucumbido muchos, ya que la Fundación del griego trae materias que sublimarían al pornógrafo más exigente. Al hacerlo he acatado la lección poético- metafísica de un Ovidio con sus riendas o un Juan Bocaccio en sus frenos de aire, lo cual nos vuelve a demostrar la ventaja de nutrirse con muertos bien elegidos por la crítica.

De acuerdo con las exigencias laboriosas del piloto Coraggio, la fecha del abordaje se fijó en el segundo viernes de junio, día que, por estar consagrado a Venus, pareció muy favorable a todos menos a Patricia Bell que detestaba los viernes y los martes en razón de su conocida malignidad. Aquel viernes, activado por el método que Patricia le aplicaba desde afuera en el dormitorio del chalet, Megafón despertó lentamente según el debido itinerario, desde su «no manifestación» en el sueño profundo a su «manifestación» en el sueño con imágenes, y desde allí a su manifestación en este mundo externo y sólido. Enseguida tomó conciencia de los reinos mineral y vegetal en el trozo de ónix de San Luis y en la begonia Ofelia que le alcanzó Patricia: no lo hizo con el reino animal por ausencia del gato Mandinga, un tránsfuga empedernido que no fue hallado en el dormitorio. A continuación, merced al compás y la brújula que le ofreció Patricia, el Autodidacto recobró sus nociones de la medida y la orientación. Hecho lo cual, y sorbiendo el mate amargo que le cebara una Patricia Bell silenciosa y atenta, se dirigió a la ventana y por entre los cortinados vaticinó que su abordaje al Cháteau des Fleurs contaría esa noche con un tiempo magnífico. Sin embargo, ni aquel feliz pronóstico ni la inminencia de su aventura parecían exaltarlo: devolviendo a su mujer el mate vacío, le confió junto a la ventana:

—El día nos convoca, y es un grito de guerra. Patricia, ¿no has observado cómo, apenas el día se abre, cada uno de nosotros, o maquinal o ritualmente, abandona su caja nocturna y se ubica en un lugar preestablecido, como si nos llamasen a un juego que hay que retomar cada veinticuatro horas? ¿El juego a veces no te parecería fantasmagórico?

Patricia Bell no contestó, al entender que Megafón estaba monologando y ella sólo era el soporte útil de su monólogo.

—Hay mañanas —insistió el Autodidacto— en que uno siente la fatiga del juego existencial. Y uno se dice: «¡Ah, si el Jugador Terrible no te ubicara hoy en el tablero! ¡Si hoy te dejase reposar en la cajita donde guarda Él sus piezas de ajedrez!». Al evocar esos instantes de aquel viernes final, Patricia me dijo que Megafón, en cada uno, daba señas de querer demorarse o resistirse a su destino, como también lo había hecho el general Juan José Valle una madrugada en el comedor del chalet y veinte horas antes de su fusilamiento. Casi a mediodía el Autodidacto y ella subieron a la torre: desde las alturas, él paseó su mirada sobre las techumbres del suburbio a la manera de un adiós inconsciente. Y Patricia le dijo entonces:

—¿El Cháteau des Fleurs no será una ratonera? ¡Megafón! ¿Existe de verdad una Lucía Febrero?

—Patricia —le contestó el Oscuro—, lo malo está en que soy un hombre de anteayer y un hombre de pasado mañana.

—No entiendo —repuso ella.

—Estoy entre dos noches: la de atrás, con un sol muerto, y la del frente con un sol que no asoma todavía. Y ahí está el problema de un guerrero.

—El de sus vanguardias y sus retaguardias. Un brujo de Atamisqui me dijo cierta vez: «La última vanguardia es útil cuando se relaciona con la primera retaguardia».

—¿Entendiste al brujo?

—Para eso voy esta noche al Cháteau des Fleurs. Y llegó el momento del adiós:

—Patricia —le dijo el Autodidacto, besándola en sus ojos verdelagoprofundo—, ando con los dientes rotos de morder simbolismos: tienen dura la cáscara y el jugo difícil. ¡Quiero agarrar al toro por las guampas!

Aquel viernes, hacia el anochecer, los diez asaltantes del Cháteau se reunían en el embarcadero del club San Fernando en uno de cuyos diques los aguardaba ya el «Surubí» con su motor caliente. A invitación del piloto Coraggio que lucía una blanca gorra de capitán, subieron a la embarcación y bajaron a su camarote único donde procedieron a vestirse con los alquilados trajes de gala que les facilitarían el acceso a la Espiral de Tifoneades. La tarea no fue cómoda para ellos, merced al engorro de prendas que no tenían el hábito de usar, a la estrechez del camarote y a los balanceos del «Surubí» que había zarpado y afrontaba las violencias del canal según la pericia de un marino hecho al talante de aquellas aguas. Ya vestidos, los diez tripulantes de frac subieron a la cubierta, envainados como algarrobas, y se pusieron a mirar las luces que parpadeaban en el delta. Megafón, en su carácter de líder, exhibía en la proa el arrojo de un Teseo a la caza del minotauro. A su derecha, y luciendo sus falsas condecoraciones, el filósofo Samuel Tesler mostraba el aire de un embajador asirio muy trabajado en el uso y el abuso de la prudencia. Barrantes y Barroso, en la popa, traducían un gesto dubitativo, como si vacilaran aún entre cantar una barcarola o dirigir un sarcasmo al arte inseguro de la navegación. En lo que se refiere a los mellizos Domenicone, uno y otro, asomados al agua por estribor, escupían al río según un método juicioso de alternaciones concomitantes. A su vez los cuatro «delanteros» del club Liniers Juniors parecían absortos en el ensueño de putas como diosas con que los habían tentado Rómulo y Remo Domenicone y que los aguardaban ya en el Cháteau des Fleurs al que se dirigía el «Surubí» con toda la fuerza pedorreante de su motor y su hélice.

Cuando la embarcación llegó frente a la desembocadura del Sarmiento, sus tripulantes, con el alma tensa, divisaron en la negrura las luces del Caracol que a esa hora despertaba como un vasto animal nocturno en la orilla de una ciénaga. Y todos, en su ansiedad, habrían requerido un abordaje inmediato si Megafón, atento al plan que traía in mente, no les hubiera ordenado aguardar el punto en que la «orgía» del Cháteau alcanzara un ritmo favorable a sus intentos. El piloto Coraggio alabó su táctica y le propuso que navegasen de bolina frente a la costa, en espera del «ritmo» necesitado. Sugirió además que se concediese a los tripulantes una doble ración de vino, fiel a las más viejas tradiciones de la marina; y como Samuel Tesler le preguntara si traía en sus bodegas algún fiascone de mosto siciliano, el piloto le anunció el tintillo de cierta damajuana que el exmayor Troiani había enviado al «Surubí» con sus mejores votos. Concedida y gustada la ración, el Oscuro de Flores, que mandaría las fuerzas del desembarco, arengó a los navegantes en los términos que siguen:

—Señores, como porteños habrán entendido ustedes que la técnica mediante la cual nos introduciremos en el Cháteau des Fleurs es la misma que se usa para entrar sin invitación a una fiesta de casamiento, vale decir la técnica de la «colada». Esa operación requiere de los operadores no sólo una gran «frescura» vegetal, sino también el mimetismo del camaleón que se confunde y funde con el paisaje. Amigos, nuestra consigna sea: «No mostrar la hilacha ni aunque vengan degollando».

—¡Soy un hombre de mundo! —protestó el filósofo villacrespense resentido en su frac y sus medallas de alquiler.

—Maestro —le dijo el Autodidacto—, en mi arenga no hubo alusiones personales. ¡Entendamos, gran Dios, que la Espiral de Tifoneades o el Caracol de Venus, pese a sus enigmas verdaderos o falsos, no es más que un lenocinio de gran envergadura o un quilombo ecuménico frecuentado por «exquisitos» nacionales e internacionales! Oigan un consejo todavía: no estará mal que cada uno de nosotros finja y exteriorice in situ alguna tara selecta o una depravación estudiada científicamente por los autores clásicos o modernos.

—¡Padre! —temió aquí Barroso—, ¿no arriesgaré la flor de mi virginidad en esa triste Babilonia?

—Tranquilo, chango —lo alentó Barrantes—: no tocarás allá ninguna fruta sin que yo la pruebe antes que tú. Hijo, cede tu asiento a los ancianos.

¡Y de pronto los diez navegantes advierten desde la cubierta del «Surubí» cómo el Cháteau des Fleurs ha exaltado sus luces, no de otro modo una lámpara gigante cuya mecha se levantó de súbito! Paralelamente, al flujo de la luz corresponde un gran flujo del sonido que ahora estalla en voces, risas y músicas, y llega sobre las aguas a los excitados tripulantes. ¡La transición es demasiado violenta! ¿Qué alucinógeno, mezcalina, peyote o jugo de hongos mexicanos acaba de suministrar a sus clientes el griego abominable? Megafón observa de reojo a sus hombres: los cuatro futbolistas y los dos mellizos aprietan las mandíbulas, como si sus gárgolas interiores ladrasen ya furiosamente hacia el Caracol de Venus; en su estrecha unanimidad, Barrantes y Barroso traducen una melancolía de viejos lenocinios parroquiales; en cuanto a Samuel Tesler, se ha erguido con orgullo ante la tentación, como si lo alentase una experiencia de mil Sodomas incendiadas. Y el Autodidacto de Villa Crespo entiende que suena ya la hora del abordaje.

Entonces el piloto Coraggio, dirigiendo al «Surubí» en la noche profunda y con seguro timón, lo conduce al muelle ruinoso que descubriera él mismo en una exploración matutina. Su foco de proa no tarda en iluminar el desembarcadero rústico y el bote semihundido en el barro; y el alma del piloto entra en el temor de que su navío toque fondo y encalle también en la orilla traicionera con sus diez pasajeros de frac. Sin embargo, la quilla y la hélice del «Surubí» se mueven con holgura en esas aguas, lo cual está revelándole al piloto la existencia de un dragado en el fondo. Y una sospecha se le abre camino al juntar su embarcación con el muelle: la estructura de aquel atracadero, sus escalones y barandas no son de madera podrida según lo conjeturó él a distancia, sino de un material sólido que, como el bote sumergido, parecería responder a un astuto camouflage.

—Me gustaría saber —dice Coraggio— si la Prefectura descubrió esta joya.

—¿Contrabando? —le pregunta Megafón.

—Desde aquí —rezonga el piloto— ese rufián griego debe introducir los alcaloides a toneladas.

—¡Papá Tifoneades —llora, exige, suplica en la oscuridad un Barroso drogado hasta los tuétanos—, fiel drogadicto ruega droga urgentemente! ¡Oh, papá Tifoneades!

—¡No grite! —lo silencia Megafón. Y dirigiéndose a todos:

—Desembarquen ahora —les dice—, y con cuidado, ¡no vayan a plantarse de culo en el río!

Él es quien desembarca primero; y lo siguen nueve tripulantes mudos que no tardan en alinearse frente a su líder en el muelle de los contrabandistas. A su alrededor los estrecha la espesura con su olor de sauces dulces y raíces amargas, y un silencio que agujerean a la vez el croar de los batracios, el rumor del viento y los lengüetazos del agua en la costa. Pero arriba la noche se ha nublado, y Megafón deja oír su inquietud:

—Temo —dice— que antes de llegar al Cháteau nos metamos en el barrial de la orilla. Debemos eludir ese accidente, a, porque necesitamos entrar en el Cháteau con los trajes limpios y los charoles relucientes, y b, porque tendremos que devolver mañana en buen estado los fraques de alquiler y sus accesorios. Esperen aquí: voy a explorar el terreno.

Megafón se ha internado en la maraña, con una linterna de bolsillo que le alcanzó el piloto. Y no tarda en regresar, asombrado y alegre:

—Señores —anuncia—, desde aquí hasta el Cháteau hay un camino firme: ¡grandes lajas de piedra o de mayólica, y un pasamanos de cordones tan suaves como la seda! No es un camino para contrabandistas.

—¿Y para quién? —rezonga el filósofo en su tiniebla.

—¡Para mujeres! Además de alcaloides, ese gigoló de Tifoneades introduce por aquí a las hembras que necesita para su establecimiento. ¡Señores, vamos allá!

No necesitaba dar la orden, porque los cuatro futbolistas y los dos mellizos, al conjuro de la palabra «mujeres», han tomado ya la ruta del Caracol de Venus. Con el filósofo a su derecha y el dúo a su izquierda, Megafón se dispone a seguir esa fogosa vanguardia, cuando el piloto, a quien la ingratitud olvida ya en la cubierta del «Surubí», le dice:

—Jefe, los esperaré anclado frente al Cháteau. Si hay algún peligro, enciéndanme una luz de bengala.

—Eso haré —le contesta Megafón—. ¡Gracias, Coraggio! (¿Y de dónde cornos voy a sacar una bengala en caso de necesidad?).

Por las grandes y pulidas lajas diez hombres de frac suben al Caracol de Venus, por losas que tal vez han bruñido chapines de seda, babuchas de satén y sandalias de raso. ¡Pies de mujeres que se hicieron para bailar sobre la tierra como sobre la piel tirante de un tamboril! ¡Y aquel pasamanos de cordones tejidos para dedos frágiles que sin embargo conocen todos los itinerarios de la delicia! ¡Ese gran maquereau de Tifoneades! Los dos mellizos Domenicone y los cuatro futbolistas del club Liniers Juniors trepan la loma: sus gárgolas interiores dirigen al Cháteau aullantes cabezas de perro que se muerden entre sí, de perros que se orinan entre las piernas tembladoras. Detrás ascienden Barrantes y Barroso, llevando a remolque una tristeza de antiguos quilombos mecanizados. ¡Patipalán cahim! ¡Oh, Mama Oella, oh, mama indescifrable! Y en la retaguardia el filósofo Samuel cuya bragueta de pórfido ha resistido mil ataques de la Venus Terrestre. O Megafón, ¡ese bravo Megafón!, que busca fuera del hogar una Novia Olvidada en la noche de los tiempos y en los harenes de la metafísica. ¡Oh, mama indescifrable! ¡Patipalán cahim! Y los diez hombres que trepan se inmovilizan de súbito: el Cháteau des Fleurs, a treinta metros, continúa derramando luces por sus ventanas, claraboyas y ojos de buey; pero las voces y risas que lo habitaban han cesado ahora de pronto. ¿Qué sucedió con sus clientes? ¿El Caracol de Venus los ha tragado y está digiriéndolos en su tubo intestinal de gasterópodo gigante?

—Entremos —dice Megafón a sus nueve camaradas—. Hagámoslo en tres grupos y por las aberturas laterales del Cháteau. Nos reuniremos en el gran vestíbulo que describió el arquitecto Lepare.

Así lo hacen, por entradas libres y galerías desiertas. Y los diez hombres de abordaje se reúnen, ¡ay, con sospechosa facilidad!, en un salón vacío donde cien arañas gritan su luz y cien espejos los estudian con sus helados ojos de alcahuetes. Pero ¿dónde se han metido los propietarios de aquellas voces y risas que no hace mucho estallaban en el Caracol?

¿Dónde actúan los gorilas que Lepare dibujó con tan siniestros alquitranes?

Y una figura de mujer aparece ahora entre los cortinados que disimulan tal vez un pasaje oculto, dos ojos azules y una boca sangrienta en el marco de un pelo renegrido y lustroso de aceites, un cuerpo que se dirige a los diez y funciona como una máquina de la delicia bajo tules de una transparencia que hace crujir los dientes de las gárgolas:

—Soy mademoiselle Hortensia —les dice.

Y los mira y saluda como si los conociese de toda eternidad.

Mademoiselle Hortensia parece nada y es mucho, parece mucho y es nada: ¡oh, Mama Oella, oh, mama inescrutable! Diez hombres que te buscan en el Caracol de Venus: ¿qué han buscado, buscan y buscarán en ti, sino tus pezones como dos uvas rosadas y la voz que los incita desde tus planos cóncavos y convexos? ¡Patipalán cahim! Entre la mamacuna y la mamatumba, desde un claustro hasta el otro resuena tu clarín o tu trompa o tu flauta o tu címbalo, ¡Patipalán cahim, oh, mamaoscura y llena de clamor! ¡Patipalán! Mademoiselle Hortensia los está saludando uno por uno metódicamente:

—Señor Embajador —le dice a Samuel Tesler (¡ah, sus medallas de Teatro!)—, Señor Juez —le dice a Megafón (¿qué habrá leído ella en la estructura de su frac?)—, señores coroneles —dice a Barrantes y Barroso que se cuadran—, señores industriales —dice a los dos mellizos y a sus gárgolas—, jóvenes cancilleres —dice a los cuatro futbolistas encendidos—. Ilustres visitantes, ¿bajo la más perfecta discreción olvidarían ustedes la gloria de sus cargos para jugar al juego que se practica en este Casino?

—¿Ese juego —le preguntó el filósofo— no consistiría en apostar una banana madura contra dos limones y una breva?

—¿Quién se lo dijo a mi papá? —ríe mademoiselle Hortensia—. El señor Embajador es un lince.

—¿Dónde se talla ese juego? —inquiere a su vez el Autodidacto.

—En la Primera Estancia del Cháteau.

—¿Y en las otras a qué se juega?

—Lo ignoro, señor Juez —vuelve a reír mademoiselle—. Yo sólo actúo en la Primera Estancia. ¿Me siguen ustedes?

—Vamos allá —dice Megafón volviéndose a sus compañeros de abordaje.

Mademoiselle Hortensia los estudia uno a uno con inquietud profesional:

—Bien —se dice y les dice—. Por favor, ajústense los cinturones.

—¿Vamos a despegar? —se alarma Barroso.

—L’embarquement pour Cytére —lo tranquiliza un Barrantes experimentado—.

¡Hijo, la pólvora seca y los ojos húmedos!

—¡Mi coronel, bravo! —lo aplaude mademoiselle—. Se nota de lejos que ha servido usted en las Reales Fuerzas.

Máquina de la delicia, mademoiselle Hortensia se dirige a los cortinados y se abre camino en su espesura: los diez hombres de frac la siguen entre velos que se superponen uno detrás del otro según la creciente densidad que dificulta sus movimientos y que los ahoga. Y aquella perforación de cortina les parece ya una broma de gusto discutible, cuando salen por fin a lo que sin duda es la Primera Estancia del Cháteau des Fleurs.

A su hora, cuando los sobrevivientes refirieron los pormenores del abordaje, me pregunté a mí mismo con qué rasgo de humor o intento de maldad el griego Tifoneades había ideado la Primera Estancia de su lenocinio en forma de caracol. Se hubiera dicho que, ya en una confesión involuntaria de su bajeza íntima o jugando con un humorismo de la peor leche, Tifoneades había exprimido allá las esencias más cursis del gusto burgués y las había destilado en alambiques perversamente irónicos. Al entrar, los diez hombres que siguen a mademoiselle Hortensia no advierten más que un ámbito negro en el que sólo brilla una luz roja.

—Esperen a que cambie la luz del semáforo —los alecciona ella—. La casa garantiza una discreción absoluta en el tránsito a sus distinguidos favorecedores.

A la luz roja sucede una luz verde: los diez hombre refrenan sus alientos. Y entonces una pianola estalla en los compases del «Danubio Azul» amartillados, fríos y duros en su precisión mecánica.

—¡Luces! —grita mademoiselle desde su puesto de comando—. ¡Acción!

El sistema lumínico que alumbra de pronto el escenario no está en el techo ni en las paredes: lo integran focos distribuidos en el suelo cuya luz, desde abajo, ilumina ridículos pedestales donde mujeres desnudas hasta la crueldad exhiben posiciones estatuarias.

—¡Adelante, señores! —los incita mademoiselle—. ¡Hagan sus juegos!

En tren de ocupación y a la vanguardia, se apresuran a entrar los cuatro futbolistas (crestas rojas, gallitos de combate) y los mellizos Domenicone, pálidos como la lujuria un segundo antes de gritar. En la retaguardia forman el dúo Barrantes y Barroso, dos perros encadenados a la filosofía: Samuel Tesler, un filósofo sin cadenas: y Megafón, cuyo liderazgo lo libra y librará de fortuitos braguemotos. Diez hombres invaden la Primera Estancia del Caracol, mientras la pianola en su crescendo mecánico hace desbordar peligrosamente las aguas del «Danubio Azul».

¿Y qué harán esas mujeres desnudas e inmóviles en sus pedestales? Los eruditos del grupo no tardan en reconocer, entre otras, a la Venus Calipigia y a la Venus Chipriota y a la Venus de Milo (con brazos); a la Penelopea (en cueros) y a la Victoria de Samotracia con sus alones pero en bikini; a la Mujer Etrusca y a la Dama de Elche y a la Afrodita de Cirene y a la Afrodita en el Baño; laboriosas muchachas que posan concienzudamente sus modelos.

—A mi entender —protesta el filósofo bajo sus medallas—, el alcahuete griego que fundó este organismo es de los que visitan los museos con propósitos inconfesables. ¿Y este vals idiota? Si Tifoneades no tuviese un alma de hortera melancólico, haría ejecutar aquí «La Puta» en sol mayor del ilustre Jorge Felipe Telemann.

—Estoy de acuerdo —le dice Megafón—. Tifoneades no es un clásico: exhibe un romanticismo de la más baja estofa.

—Señores, no se llamen a engaño —les advierte mademoiselle Hortensia—. Estas muchachas de selección a las que ven ahora mudas e inmóviles en sus pedestales, tienen virtudes íntimas que conocerán ustedes no bien abonen sus tickets por adelantado en la segunda ventanilla de la izquierda. Sólo puedo adelantarles algunos informes del catálogo: si ellas abren la boca, sólo es para contar historietas de un verdor estimulante, repetir con mímica fragmentos del Decamerón, recitar estrofas de Pietro Aretino y evocar escenas de Lucio Apuleyo como la de la dama y el asno servicial. Si esto fuera poco, estas niñas, en sus éxtasis de amor, arrullan como la paloma, silban como la perdiz, rugen como la tigresa, barritan como la elefante, croan como la rana, zumban como la abeja, suspiran como el céfiro, susurran como el agua, crepitan como el fuego y pedorrean como los cráteres en actividad. ¡Ya ven si hay o no clasicismo en estas jóvenes profesionales que hicieron sus bachilleratos con las notas más altas!

Los coroneles Barrantes y Barroso han seguido con atención los detalles del prospecto que recita mademoiselle Hortensia.

—Padre mío —conjetura un Barroso en meditación—, si estas dulces putitas hacen esos milagros con sólo abrir la boca, me pregunto qué no harán en cuanto bajan de sus pedestales.

—El señor coronel se pregunta con acierto —le dice mademoiselle Hortensia—. En cuanto bajan de sus pedestales, estas niñas adoptan las ochenta y cinco posiciones de amor que legisla el Kama Sutra, las que aconseja Ovidio en sus Ars Amandi, las que citan los Protocolos de Babilonia y el Códice de Lesbos. Además, estas criaturas, habiendo alcanzado el arte circense del contorsionismo, por torsión o dislocamiento logran ajustarse con facilidad a las diversas anatomías humanas, en la horizontal o la oblicua o la vertical, con la cara entre los muslos, o tocándose la nuca graciosa con los graciosos talones, o torciendo la cabeza y los brazos y las piernas en la dirección más inesperada, todo a gusto y elección de nuestra exigente clientela. ¡Señores, hagan sus juegos! ¿No va más?

Vaporizadores ocultos arrojan ya lociones baratas, desodorantes y talcos. Al mismo tiempo flores de papel caen sobre los asistentes, y revolotean a su alrededor mariposas, tucanes y loros de celuloide cuyos hilos alguien maneja desde arriba.

¿Qué hacen ahora las mujeres en posición de estatuas? Provocan a los hombres con guiños de una procacidad sin motor, enarcan sus labios en sonrisas a resortes, hacen boquitrompas en un anuncio de besos nonatos. ¡Y el martilleante «Danubio Azul» en su rollo, y el rollo en su pianola mecánica, y la pianola en la madre que lo parió a ese rufián griego de Tifoneades y a su condenado instituto!

—El dichoso mortal que se decida por alguna de las joyas aquí presentes —dice mademoiselle Hortensia— tomará posesión inmediata de la misma en dormitorios cuyo estilo podrá elegir entre los de occidente o el oriente, modernos, renacentistas o medievales; Tudor, Victoriano o Luis XV; chinos, hindúes o persas. Claro está que nuestros clientes podrán exigir él lecho que convenga mejor a sus fines, ya se trate de camas turcas o napoleónicas, divanes mullidos o ásperos catres de campaña, sarcófagos egipcios o ataúdes modernos con sus forros de seda. ¡El Amor y la Muerte se cogen de la mano!

Sí, la promoción de mademoiselle Hortensia ejerce un efecto visible. Ya los cuatro futbolistas del club Liniers Juniors, como deslumbrados, van de un pedestal a otro pedestal, de un desnudo al otro, de una Venus a otra Venus, calculando a ojo la resistencia de su material y el coeficiente de sus posibles rendimientos. Calculan, pesan, miden: ¿están perdidos? ¡Cuatro ágiles de la Primera División que ya se cotizan en dólares!

—¡Padre —gime un Barroso que también sucumbe— la Victoria de Samotracia está mirándome con ojos tiernos!

—¡Pichón! —lo amonesta un Barrantes alarmado—. ¿Te irás a pique frente al enemigo?

—¡La carne es flaca! —solloza él.

—Y te la recomiendo, porque la carne gorda produce demasiado colesterol.

—A estas niñas —protesta mademoiselle Hortensia— no les falta ni les sobra un solo gramo.

—Eso está por discutirse —le objeta Samuel Tesler que nunca cedió en asuntos dogmáticos.

Y el filósofo, dirigiéndose a la Venus de Milo, palpa su vientre desnudo con mano erudita:

—Nadie ignora —dice magistralmente— que la Venus de Milo auténtica exhibe un tanto de grasa en su región ventral. ¡Señores, en la gordura está la belleza de los clásicos! Pero esta falsa Milo trae un vientre que se hunde como un plato, víctima quizás del régimen dietético riguroso que le impone ese canalla de Tifoneades.

—¡Ya veo! —le responde mademoiselle Hortensia venenosa—. El señor Embajador es del tiempo en que las Musas usaban calzones hasta los tobillos.

Pero el filósofo, sin acusar el golpe, sigue tocando el vientre de la Venus de Milo.

—¡Señor cliente —le ruega la diosa—, favor de no manosear la fruta!

Sin embargo, entre los que acaudilla Megafón existen dos hombres cuyas almas, habiendo frenado por ahora sus bestias íntimas, están inclinándose a un mejor temperamento: son los mellizos Rómulo y Remo Domenicone. Uno y otro, en un despertar violento de sus conciencias sociales, estudian a las mujeres con un ojo húmedo de piedad y el otro seco de indignación. Tras la denuncia que Samuel Tesler ha formulado sobre la dieta malsana que el establecimiento impone a la Venus de Milo, Rómulo Domenicone pregunta discretamente a la Afrodita en el Baño y a la Mujer Etrusca el sueldo mensual que perciben de Tifoneades, los extras por trabajo insalubre, las vacaciones pagas, la jubilación obligatoria, los nosocomios y las pompas fúnebres a cargo del burgués empleador. Y al conocer la triste verdad, su alma de sociólogo entra en rebeldía:

—¡Ese Tifoneades es un negrero! —exclama, dirigiéndose a Megafón—. Lo que tienen que hacer estas mujeres es organizar un Sindicato de Putas adherido a la C.G.T. y exigir los derechos que les acuerdan las leyes laborales.

—¡Putas del mundo, unios! —grita Remo Domenicone solidario.

Y los dos rebeldes, con los puños llenos de reivindicaciones, avanzan en la dirección de mademoiselle Hortensia que no se intimida. ¿Intimidarse? Por el contrario, frente a las actitudes ambiguas de aquellos hombres, mademoiselle Hortensia, como si de pronto se arrancara con un acetato los barnices culturales que le impuso el oficio, obra en su personalidad una increíble transmutación: se contonea, gesticula y amenaza, vociferante arpía de arrabal:

—¡Oigan, crudos! —los apostrofa—. ¡Desde la entrada los estoy relojeando!

¡Viejos reblandecidos que apuntan y no tiran!, ¿con qué, mi alma?; o putitos de quiero y no quiero, ¡ay, mamá!, ¡que buscarían o no lo que te dije! ¡Rajen de aquí, malandras! ¡En el Cháteau hay otros alojamientos donde encontrarán la horma de sus zapatos!

Amaga con apretar botones que asocia Megafón a los gorilas aún invisibles. Las mujeres estatuas, que han deshecho sus poses, están silbando con sus pulgares e índices metidos en las bocas; y el «Danubio Azul» ha roto sus diques en una ensordecedora creciente. Antes de ordenar la retirada, el Autodidacto cuenta rápidamente a sus hombres: ¿dónde se habrán metido los futbolistas del club Liniers Juniors? ¡Los cuatro futbolistas desaparecieron y hay en la sala cuatro pedestales vacíos de sus mujeres! El wing derecho se fue con la Venus Chipriota, el wing izquierdo se largó con la Afrodita de Cirene, el centroforward se hizo humo con la Mujer Etrusca y el insider con la Venus Calipigia. Megafón llora esas cuatro primeras deserciones: ¿en qué otomanas de Síbaris o en qué ataúdes griegos estarán ahora shoteando al arco? El Ocho le hace un pase al Cinco, y el Cinco le hace un pase al Nueve, y el Nueve apunta y tira: ¡gooool! ¡Cuatro ágiles perdidos en la batalla!

Es evidente que mademoiselle Hortensia los ha empujado en una dirección querida, el acceso a la Segunda Estancia del Cháteau. Los sobrevivientes de la primera, en número de seis caen uno tras otro en la garra de un puerta giratoria que los engulle, los bate y los tira vertiginosamente a otras puertas organizadas en serie que los recogen a su vez y los hacen girar como trompos. Claro está que la serie no es infinita; y la última puerta los arroja ordenadamente a un pequeño recinto sobre cuyos tapices ruedan todos en las más desairadas posturas. Los mellizos Domenicone son los primeros en recobrar sus verticales, y alzando guardias de box esperan a los enemigos que tal vez los asalten desde los rincones. Entre tanto Megafón, Barrantes y Barroso, ya igualmente de pie, levantan del suelo al filósofo villacrespense, le arreglan la cola del frac y el orden rumboso de sus medallas.

—En mi opinión —se duele Barroso— el talento de papá Tifoneades está mejorando.

—El talento es como el vino —le explica Barrantes— mejora con el embotellamiento.

—¿Quiere decir que Tifoneades posee un talento embotellado?

—Y lo vende por gotas y a un precio escandaloso.

—¿No será Tifoneades el mono astuto de que hablan los Vedas?

—Hijito —lo exhorta Barrantes—, nunca estrangules a una doctrina en su propia cama si está en camisón y sin maquillaje.

—Señores —opina el Autodidacto—, es evidente que la invención de las puertas giratorias denuncia el carácter perverso de Tifoneades. Ya verán ustedes cómo su sadismo se perfecciona en los otros accesos del Caracol.

—No lo dudo —admite Samuel Tesler—. Pero estoy sospechando que las motivaciones del rufián griego son más eruditas.

—¿Qué nos quiere decir? —se inquieta Megafón.

—Que Tifoneades, al crear un sistema de accesos incómodos, está parodiando groseramente las tranqueras de la vía iniciática. Empiezo a temer que Tifoneades oculte realmente un secreto en el Cháteau.

—¿La Novia Olvidada?

—Recuerde —le dice el filósofo— que Dédalo construyó su laberinto para esconder a una bestia cornuda.

—¡Lucía Febrero no es una bestia cornuda! —le advierte Megafón.

—¿Conoce usted el simbolismo de los cuernos? —le retruca Samuel.

—¡Padre y señor —exulta Barroso— ahora sé y he de jurar que los cuernos del hombre no son vanos apéndices decorativos!

—Y eso te honra —se alegra Barrantes—. Hijo del alma con el tiempo serás un gran cornudo, si es que ya no lo eres.

—¡Gracias, papá! —dice un Barroso emocionado.

Y es entonces cuando frente a ellos, parto feliz de un biombo que nadie advirtió en aquella especie de antesala, se hace visible la gran rubia de sex appeal albiónico que se les inclina en una reverencia equivalente a un ángulo recto y que se anuncia con el bellísimo nombre de miss Gladys. Todos entienden, en su arrobamiento, que la reverencia de miss Gladys no se pudo gestar sino a quince pies de un trono (quince y no más) y durante centurias que patinaron con gracia la Torre de Londres. Tampoco se duda que las formas aéreas de miss Gladys (veladas y develadas por un traje soirée de indiscreta discreción) se redondearon a base de plausibles tés con leche que se bebieron junto a rugosos pergaminos y al son de una giga de Henry Purcell, bajo el ojo siempre benévolo de Su Majestad Británica. Eso es miss Gladys, y el corazón más firme trastabilla cuando se adelanta, saluda y gorjea simplemente: «Soy miss Gladys, introductora de la Segunda Estancia». Pero alguien allí no se rinde a tanta donosura o se rinde quizás demasiado: es Rómulo Domenicone, uno de los gemelos, quien, si frenó sus caballos en la Estancia Primera, lo hizo tan sólo por duras razones de sociología, y que ahora, frente a miss Gladys, quiere írsele al humo y cosecharla en el mismo césped según el método rústico de la égloga. Y lo haría si Remo Domenicone, su hermano leal, no le recordara prudentemente que los dos están allí «en acto de servicio» y no en una milonga de Vélez Sarsfield. Pero ¡atención!, miss Gladys habla frente a seis hombres conmovidos:

—Milores —les dice—, no necesito recurrir a mi ciencia de Oxford para entender que, si han rechazado ustedes el individualismo encadenante y vulgar de la Primera Estancia, es porque una vocación excelsa los ha empujado al colectivismo libertador que se practica en la Segunda. Bien sé, milores, que sólo un desengaño del «ego» separativo y un horror de su ineluctable soledad han logrado que derrotasen ustedes las puertas giratorias. ¿Y dónde radica el principium individuationis? En la materia signara qitantitatis. ¡Milores, el individuo es una triste imitación!

—Padre —se deleita Barroso—, ¿me has traído a una escuela de filosofía o a un quilombo enigmático?

—Es la misma cosa, hijo —le responde Barrantes—. Pichón, oye un consejo: saluda frontalmente a tu vecino y róbale de perfil su gallina más gorda.

Pero Megafón está resentido en su autodidáctica:

—Miss Gladys —le dice—, ¿quiere hacernos creer que Tifoneades es un escolástico?

—No conozco a sir Tifoneades —le asegura ella—. Sir Tifoneades no figura en la lista de nuestros catecúmenos.

—Miss Gladys —irrumpe aquí Samuel Tesler—, ¿insinúa usted que se teoriza con una «iniciación» en la Segunda Estancia?

—No lo insinúo, lo digo.

—¡Atención con lo que se dice! —la amenaza el filósofo—. ¿Están prometiendo aquí una rotura del «yo» separativo en vías de cierta putanidad trascendente?

—No lo prometemos, lo cumplimos.

Y miss Gladys golpea sus manitas (dos pétalos de rosa, lo juro) a cuya leve percusión se descorre automáticamente un lienzo de pared o un bastidor de teatro que manifiesta de pronto la Segunda Estancia del Cháteau a seis hombres incrédulos o dubitativos aún. Es algo así como un gran salón de cancillería musulmana, con toques de salón de baile renacentista y vislumbres de pagoda hindú (y es evidente que Tifoneades adora eso de enquilombar los estilos). Bajo una luz fuerte pero anárquica de teas antiguas, candelabros medievales, faroles chinos y barrocas arañas de cristal, una concurrencia de señoras y caballeros jóvenes, maduros y en senectud parecen aguardar en silencio alguna ceremonia, sentados en divanes o en cuclillas a la oriental, o tendidos en alfombras persas, o alongados en anacrónicos triclinios, o de pie junto a fruteras monumentales y altos botellones de licor. Ellas en ropas de noche occidentales y orientales, ellos de frac o de uniformes que aluden a todos los ejércitos y diplomacias del mundo, exhiben un relumbrón que se tendría por auténtico si el ojo avezado no descubriese allí algunas fallas o contradicciones típicamente carnavalescas. Pero todas las miradas están fijas en un hombre de color aceituna que se mantiene de pie, con los brazos en cruz y ritualmente mudo ante la concurrencia: viste un frac impecable lleno de condecoraciones, y un fez turco luce bien encajado en el melón de su cabeza hierática.

Miss Gladys ha permitido que los seis hombres asimilasen la visión general de la Segunda Estancia.

—Milores —les dice—, la sesión comenzará enseguida. Voy a presentarles al Imán Abdul Emín.

—¿Quién es el Imán? —inquiere Megafón.

—El Maestro —le susurra miss Gladys volviendo su rostro hacia el hombre de color aceituna.

Fascinado, el adepto Barroso contempla la figura del Imán y sus ojos renegridos que llamean:

—¡Padre —se maravilla—, ese Imán es todo un hombre! ¡Juraría que sólo con mirar a las huríes de Mahoma las deja embarazadas de tres meses!

—El Imán las atrae como a moscas —envidia el adepto Barrantes no menos fascinado que su hijo.

—¡Un gran Maestro! —pondera miss Gladys—. ¡Cobra sus honorarios en francos suizos!

—¿Por qué no en dólares norteamericanos? —vuelve a inquirir Megafón.

—El Imán es un profeta: dice que cuando este mundo sea destruido sólo quedará en pie la Banca Suiza. Milores, ¿quieren seguirme?

¡Quién no la seguiría! Ya frente al hombre de color aceituna, miss Gladys le presenta cautamente a los seis neófitos, pero sin dar sus nombres que ignora ella y debe ignorar según los cánones de la Segunda Estancia. Y Abdul Emín posa en cada uno sus ojos con estudiosa indiferencia. Pero algo se turba en el Imán al enfrentarse con Samuel Tesler y sus medallas:

—Effendi —le dice—, ¿no nos hemos encontrado ya en otro sitio?

—¿Por qué no, effendi? —le responde Samuel—. Acaso en la Gran Dervichería de Constantinopla.

—Effendi, ¿cuando el mundo era joven?

—Effendi, cuando el mundo era niño.

Y cambian un saludo a lo arabesco, mano en el corazón y la frente: si el Imán ha mistificado ante el Filósofo, el Filósofo ha mistificado ante el Imán. Dios los cría y Tifoneades los junta en su burdel unitivo. Acabada la presentación de los catecúmenos, miss Gladys los acomoda en el recinto y entre los personajes que aguardan: Megafón de pie y tenso como un líder: el dúo Barrantes y Barroso en un triclinio romano: los gemelos Domenicone sentados en divanes junto a una Muchacha de Tiro y a una Jamona de Kazan. En cuanto al filósofo, intenta sentarse a la turca; pero le fallan las articulaciones y disimula su accidente recostándose con gracia en el mismo suelo.

De pronto, a una señal de Abdul Emín, se apaga un tercio de las luces y se deja oír una música en sordina como de tiorbas, chirimías y guzlas. Y el Imán Abdul Emín toma la palabra, si es un idioma lo que deja escuchar o un torneo de jotas guturales con suspiros de fuego:

—Mesdames et messieurs —jotasuspira—, lo que os ha traído a este laboratorio de amor es una «urgencia demorada», como diría el sabio Muley Kabir, o un «complejo de soledad», como diría el doctor Sigmund, ¡que Alá condene su alma! ¿Y dónde nace la soledad y la urgencia de su rotura, sino en la muralla china con que se rodea el «yo» separativo del hombre y la mujer? De tal modo, los impulsos unitivos del alma, no logrando salir por arriba ni por los amurallados laterales, buscan los bajofondos del subconsciente y acechan desde allí como los leones hambrientos a las hermosas y comestibles gacelas del Negeb.

—Perdón, effendi —le objeta el filósofo—: no se comen hermosas gacelas en el Negeb, sino latas de comed beef argentino rigurosamente importado.

—Effendi, sólo era una metáfora —se duele Abdul Emín.

—Jamás rechazo una metáfora siempre que sea digerible —lo perdona un Samuel Tesler acostado y benévolo.

Entonces, desde un triclinio, Barroso deja oír una voz enfermiza:

—¡Padre —se lamenta— yo no tengo leones en mi subconsciente!

—Chango —lo asiste Barrantes—, ¿qué ocultas en tu viejo sótano?

—¡Lauchas tímidas y gatos de albañal!

—Sólo usan leones las clases altas —filosofa Barrantes— y ese Imán es un lacayo de la oligarquía.

Pero los asistentes de la sala, rompiendo sus tiesuras, ya gruñen de impaciencia frente al Imán interrumpido y a sus insidiosos interruptores. Enseguida, restaurando el silencio.

Abdul Imán reanuda el hilo de su doctrina:

—Ladies and gentlemen, es evidente que sólo una demolición concreta de la muralla china puede liberar a los leones íntimos que recién describí usando una discutida figura de pensamiento. Y esa liberación es la que se hará en este laboratorio montado científicamente, no según el arte infantil del doctor Sigmund, ¡que Alá condene su alma!, sino aplicando la ciencia de los piadosos derviches, ¡que Alá los tenga en su Paraíso! Este prólogo necesario es el que yo tenía que decirles al apagarse un tercio de las luces; y antes de que se apague un tercio más, les enseñaré la teoría en que se basará nuestra operación. No dudo, señores, de que atados a la mezquina tradición occidental, ustedes admiten sólo la existencia de dos sexos en la criatura humana. Sin embargo, y desde un tiempo inmemorial, los piadosos derviches han distinguido en ella veintiocho sexos diferentes.

—¿No han salido aún de los veintiocho? —le pregunta Samuel Tesler.

—Effendi, veintiocho sexos —le responde Abdul Emín.

—Yo entendía —rezonga el filósofo— que la ciencia estaba progresando. Si los físicos añaden hoy nuevos elementos a la Tabla de Mendeleiev, ¿cómo es que los piadosos derviches no suman tres o cuatro sexos más a su fisiología del amor?

—¡Veintiocho, effendi! —le grita el Imán emperrado en su ortodoxia. Y volviéndose a todos los catecúmenos de la sala:

—Justamente, señores —les dice—, los veintiocho sexos, en correspondencia con los días lunares, están vivos y adultos en ustedes, adormilados o despiertos, en estado larval o de crisálida, listos a saltar y morder. Veamos ahora el método a seguir en nuestra operación: imaginen, damas y caballeros, que la psiquis amorosa de cada uno de ustedes es un poliedro irregular de veintiocho caras o sexos que acechan desde su bajofondo interior.

Aquí Samuel Tesler deja escapar un chorro de aquella risa que algunos de sus contemporáneos definieron como «satánica» y que responde sólo a un motor dionisíaco.

—Effendi, ¿por qué se ríe? —lo censura el Imán.

—Sidi —le contesta Samuel—, estoy acordándome del viejo Aristóteles. Y aquí Megafón interviene a su vez:

—Ya imaginé a mi psiquis en forma de poliedro —le dice al Imán—. Señor, ¿qué haré con ella?

—Lo hará usted, como todos, no bien se apague aquí el segundo tercio de las luces —les responde Abdul Imán—. El poliedro no es inmóvil, sino rotatorio, y en cuanto apaguen el segundo tercio de las luces, deberá girar sobre sí mismo, presentando sus veintiocho caras o sexos a todas las almas poliédricas que se reúnen ahora en este científico laboratorio y que girarán igualmente.

—Señor, ¿con qué objeto? —insiste Megafón.

—Para detectar en las otras, y con sus radares, las caras o sexos que le corresponden según el catálogo de los piadosos derviches. ¡Alá es grande!

—¿Y después?

—¡Ya lo sabrán en cuanto apaguen aquí el último tercio de la luz y se queden a oscuras! —promete, arde, insinúa, jotasuspira el Imán Abdul Emín profeta.

Otra vez los estirados neófitos de la sala, hombres y mujeres, hacen oír bisbiseos de impaciencia en la medida que les consiente su dignidad. Y dos voces urgentes resuenan en el salón:

—¿Van a soltar o no esos leones? —protesta una.

Megafón identifica la de Rómulo Domenicone que se quema ya junto a la Muchacha de Tiro.

—¿Vamos a demoler o no esa muralla? —grita la otra voz.

Y el Autodidacto reconoce la de Remo que ya se incendia con la Jamona de Kazan; y teme por las almas poliédricas de los mellizos con sus veintiocho caras de amor.

Estamos en la Segunda Estancia del Cháteau des Fleurs, entre la mamacuna y la mamatumba. Desde un antro hasta el otro resuena tu voz, ¡oh, mater indecible!

¿Cuándo se apagará el segundo tercio de la luz en la Segunda Estancia del Caracol de Venus que gobierna Tifoneades el alcahuete máximo? ¡Patipalán cahim! ¡Oh, Mama Oella, la poseída y la siempre virgen! Y al fin se apaga otro tercio de la luz: ¡aaaaah!, exclaman en sordina los catecúmenos expectantes. A la delgada música de vientos y cuerdas ahora se unen los tamboriles; y la sinfonía crece, bailotea en un ritmo solo, pero cada vez más fuerte, rápido y obsesionante. Pebeteros invisibles arrojan columnas de un humo gordo y aromático: maderas de la India, capitosos orines de ratón almizclero, aceites esenciales de raíces, flores y gomas afrodisíacas. ¡Ese Oriente cojudo!

—¡Atención, damas y caballeros! —grita el Imán—. ¡Que las almas poliédricas giren ahora en torno de sus ejes! Cada poliedro buscará en los otros las dos, tres, cuatro y más caras unitivas que se le ajusten exactamente. No hace falta decir que, según el caso, la unión se podrá efectuar en dúo, en terceto, en cuarteto y hasta en polifonía.

La música va en crescendo: su ritmo alborota la sangre de los que ya entran en el ritual. Ahora el humo de los perfumes quemados y su aroma pondría en erección a todos los leones de Tanganika la selvática. Ya se buscan, encuentran y reconocen los ojos; ya se cambian señales de invitación y ademanes de asentimiento. ¡Qué bien giran y actúan las almas poliédricas! Rómulo Domenicone advierte con sorpresa que su cara o sexo 21 correspondía bien a la Muchacha de Tiro, pero que sus caras 9 y 13 corresponden a una mujer frigia y a un guerrero manchú. Su mellizo Remo descubre no sin pavor que su cara 11 correspondía exactamente a la Jamona de Kazan, pero que sus caras 8 y 22 están sintonizando a una novia siria y a un actor griego. Recostados en su triclinio, Barrantes y Barroso no disimulan su perplejidad: las caras o sexos 3, 17 y 25 de Barroso corresponden a una marquesa española, un pescador de Groenlandia y una mujer kurda en traje ceremonial; las caras 7 y 19 de Barrantes corresponden a una prima donna italiana y a un bailarín persa. ¡Gran Dios, o el catálogo de los derviches es una mula o ellos no se conocen todavía en sus propias esencias! Por su parte Samuel Tesler, sin abandonar el tapiz de marras, confirma la exactitud y firmeza de su cara 1, el sexo invulnerable de los elegidos. Y Megafón tampoco hace girar su poliedro, atado al mástil de la Novia Olvidada que busca en la Espiral de Tifoneades y al recuerdo amoroso de Patricia Bell que a esa hora medita en la locura de los hombres con un gato dormido en sus rodillas.

Pero de súbito, cuando la tensión ya se hace insostenible, un apagón total deja la sala en tinieblas; y la música en su apogeo también se corta de repente como al filo de una navaja. Entonces el Imán ordena desde las negruras:

—¡Adentro!

¡No puede ser! La orden folklórica del Imán se dio en una inconfundible tonada santiagueña; y Megafón, ante la noche integral que ha llenado la Segunda Estancia, mide otra vez la capacidad de impostura que Tifoneades está desarrollando en su aborrecible Caracol. A su derecha y a su izquierda mano, a su frente y detrás. Megafón oye ahora un deslizarse de cuerpos humanos que se buscan a tientas y se hallan; enseguida murmullos de reconocimiento, voces temblonas de pactos que se juran y calientes risitas de afinidad; por último alientos jadeantes, gritos que se inician en una invitación a la guerra y concluyen en un sollozo de triunfo. ¡Son las almas poliédricas de Abdul Imán que se funden por cada una de sus caras unánimes! Con la garganta seca, Megafón encontró en un frutero y al tacto una naranja que intenta morder, escupe y arroja en la oscuridad: la naranja es de cera o de yeso, con un gusto acre de pintura o barniz. Luego el Autodidacto se mira caer en un sopor que le borra la conciencia del espacio y del tiempo. Tifoneades es un mago de kermese, pero sin duda tiene sus bemoles.

Al despertar se halla otra vez en la Segunda Estancia, junto a Samuel Tesler, el dúo Barrantes Barroso y miss Gladys que los estudia con admiración. Pero los mellizos Domenicone han zozobrado en el oleaje de la dervichería, sus poliedros no han de volver a figurar en esta historia, y Megafón les consagra un íntimo lamento. El salón, a toda luz, está limpio y ordenado como al iniciarse las acciones; y una concurrencia de hombres y mujeres que no es la misma ocupa los divanes, triclinios y recostaderos ante un Abdul Emín totalmente refrescado. Se apaga un tercio de las luces:

—Mesdames et messieurs —jotasuspira el Imán—, lo que os ha traído a este laboratorio de amor es una «urgencia demorada», como diría el sabio Muley Kabir, o un «complejo de soledad», como diría el doctor Sigmund, ¡que Alá condene su alma!

Lo ha jotasuspirado mecánicamente y según una rutina idiota. Megafón vuelve sus ojos inquietos a miss Gladys la regente de aquel paraíso.

—Comienza ya la función de trasnoche —le anuncia ella—. Milord, ustedes cuatro no son de la Segunda Estancia: ¿quieren pasar a la Tercera? Síganme, por favor. —Y los conduce a la salida que también será una entrada en la suite del Caracol.

Más tarde, refiriéndose al acceso de la Tercera Estancia, el filósofo villacrespino me ponderó la irregularidad ostentosa de Tifoneades que, a su entender, era una «marca de fabricación» muy legible. «Si soltaras un cuesco a tu derecha —me dijo—, la humanidad te repudiará como a un músico desdichado; pero si al instante soltaras otro cuesco a tu izquierda, la humanidad verá en el conjunto de ambos cuescos una obra maestra del sonido, en virtud de la tranquilizante simetría». Nunca supe si el aforismo de Tesler se resolvió entonces o no en un elogio del empresario griego: lo que resulta coherente ahora es el uso de las ventosidades internas que hizo el filósofo en relación con el caño flexible o tubo cloacal donde miss Gladys embarcó a los cuatro sobrevivientes de la Segunda Estancia.

Es un tubo como de gutapercha o de un material fofo en el que se hunden los pies del cuarteto y las manos que se apoyan en sus curvas laterales. Dada la estrechez creciente del tubo, es necesario avanzar primero con el torso en oblicuidad, luego a cuatro patas y finalmente arrastrándose a lo víbora. En la vanguardia está Megafón, con Samuel Tesler que lo sigue de cerca y el dúo Barrantes Barroso formando una retaguardia tan maldiciente como insegura. El dúo intenta retroceder, pero el tubo se contrae rítmicamente según el movimiento peristáltico de intestino que a todos los empuja siempre adelante y a una salida no visible aún. Sin dejar de arrastrarse, y con su nariz en los talones de Megafón, Samuel Tesler evoca y realiza el trayecto de Jonás por los conductos digestivos del cetáceo, y estalla de pronto en una risa victoriosa que resuena en el tubo como un flato gigante. Pero el Oscuro llegó al extremo del pasadizo, lo encuentra bloqueado y sin abertura reconocible, aunque tantee la pared en busca de una llave, resorte o botón. Su perplejidad y recelo no tardan en desvanecerse: las contracciones rítmicas de aquel intestino artificial empujan al dúo contra Samuel, a Samuel contra el Autodidacto y al Autodidacto contra la pared flexible del tubo que, bajo su presión, se abre lenta y estrechamente como los tejidos musculares de un esfínter gigantesco. Y Megafón se ve literalmente «cagado» en lo que sin duda es la Tercera Estancia del Cháteau des Fleurs. Igualmente «depuestos», el filósofo y los héroes del dúo salen del esfínter y se desploman sin gracia en un suelo duro y lustroso. Al reincorporarse, los cuatro advierten que una mujer los estudia con ojos fríos.

—Señoras o señores o lo que sean en el fondo secreto de sus glándulas —les dice—, bienvenidas o bienvenidos a esta importante Institución. Me llamo fraulein Olga y estoy al servicio de ustedes, ya sean damas, caballeros o neutrales. El Libro de Quejas está en la oficina y a disposición de los clientes.

—Fraulein Olga —le responde Megafón entre digno e indignado—, si tiene alguna duda sobre mi sexo y el de mis camaradas, llévenos a un lugar adecuado, póngase usted en la posición favorable y le daremos pruebas inequívocas de nuestra virilidad. Estos dos garañones —añade por el dúo— poblaron todo el sur de la Patagonia con el vigor de sus muslos. Y este académico —dice por el filósofo— también clava su pica en Flandes cuando una guerra justa se lo exige.

—¡Padre mío —se gallardea Barroso—, quiero montar a fraulein Olga, y sin espuelas al gusto sureño!

—Cachorro —le sugiere Barrantes—, yo montaré la yegua: tú vendrás con tu abnegado padre a las ancas del brioso animal.

—Todos juran lo mismo —gruñe fraulein Olga—. Si así fuera, ¿por qué han llegado ustedes a esta sala exclusiva? Señoras o señores, confiad en nuestra Institución que os asegura un confortable anonimato, y deponed esas arrogancias que sólo existen ya en archivados pretéritos. Nadie y nada son anormales cuando los respalda una buena teoría.

—¿Y cuál es la teoría? —le pregunta el filósofo.

Antes de responder, fraulein Olga se pasea en silencio frente a los hombres como si redondeara una síntesis de sí misma. Y los cuatro advierten ahora su aire teutón, su casaca militar y su gorra castrense, sus fríos ojos de color oliva como los tanques de guerra, su andar enérgico y disciplinado como un ejercicio de infantería. ¿Y sus palabras cortas y tajantes no sonaron recién como un tableteo de ametralladoras? Una hembra viril: ¿el clítoris de Safo la poetisa? Megafón duda, Barrantes y Barroso tiemblan, a Samuel Tesler le bulle una espuma de hilaridad en el cogollo del alma.

—No hay sexos en definición absoluta —expone ya fraulein Olga—. Un azar distributivo de genes operado en el óvulo materno decide arbitrariamente la cosa. Después las glándulas internas harán el resto: damas o señores, no deben olvidar que nos encontramos en el siglo de la genética y de la endocrinología. ¿Somos responsables de lo que ha sucedido en nuestros misteriosos cromosomas?

—La teoría es endeble —juzga el Autodidacto—, y casi me quedaría con el poliedro giratorio de Abdul Imán.

—Esa bestia de Tifoneades —objeta el filósofo— al escribir el libreto pudo acudir al andrógino del Génesis y a la intención de sus cromosomas un segundo antes de que Jehová procediese a su división quirúrgica.

—Olvida usted que Tifoneades es un pagano —le advierte Megafón.

—En ese caso —insiste Samuel—, ese animal de Tifoneades pudo acudir al hermafrodito de Platón sin abandonar su catre de Atenas.

Es evidente que fraulein Olga, en su larga carrera, no dio jamás con hombres de tanto raciocinio.

—¡A la praxis! —exclama—. He visto caer a teóricos más agalludos. ¡De frente, march! Recién advierten los cuatro exploradores que se hallan en una región caótica, similar a la de un escenario a oscuras antes de que se inicie la comedia, y hacia cuya interioridad los empuja fraulein Olga con su voz de mando.

—¡Avancen! —les grita la regente—. Los vestuarios están a la derecha, los water closets al fondo, las toallas y útiles de tocador en bolsitas herméticas de celofán.

Y cuando los hombres adelantan sus pies en la negrura, se encienden vagas luces que dan al escenario el aspecto confuso de una gruta marina con sus tonos azules, verdes y grises de agua en profundidad. Músicos invisibles aún dejan oír un larghetto de notas ululantes y sibilantes como de ocarinas y serruchos heridos con maderas, roces como de follaje muerto, crótalos como de serpientes. Al tomar por la derecha, los cuatro se hallan frente al primer candelera: es una mujer tremendamente gorda y enteramente desnuda que, presentando al aire su región dorsal, sostiene una vela encendida y plantada entre sus dos glúteos enormes. Bajo su propia luz, la mujer, acodada en el suelo, lee un diario vespertino, ajustándose los anteojos que tienden a resbalárseles por la nariz; y los cuatro exploradores del Caracol no disimulan su piedad frente a la gorda iluminante.

—¡Señor! —lagrimea Barroso—, ¿el griego maldito no pudo encontrar un artefacto de iluminación más optimista?

—Querubín —le responde Barrantes— el alcahuete griego está usando aquí una obsesiva imaginación culiforme.

Pero la gorda levanta dos ojos hostiles y estudia los cuatro fraques:

—¿Qué miran, coludos? —rezonga—. ¿Nunca vieron a una mujer candelabro?

—Señora —la tranquiliza el filósofo— lo que nos extraña es la contradicción que hallamos entre su valioso trasero iluminante y su valiosa delantera leyente.

—¡Una tiene que parar la olla! —se descarga la mujer—. En este night club a las gordas candeleras nos dejan libres las manos para tejer calceta, jugar al solitario y leer las noticias. Vean el editorial de hoy: ¡Alsogaray nos quiere matar de hambre! ¿Y el doble asesinato de Villa Luro? Para mí el asesino es la suegra del amante de la viuda occisa.

Está patente que a la gorda candelera le gustaría polemizar en torno del doble asesinato. Pero los hombres ya se internan en el recinto cuya luz de acuario parece dibujar y borronear figuras inciertas que se agitan levemente como las algas de un fondo marítimo. Entonces los atrae la vela de una segunda mujer candelera, y al acercarse visualizan el siguiente cuadro: tendidos en grandes valvas de ostras y almejas o en caparazones de tortugas, efebos desnudos mueven sus brazos y sus piernas en un simulacro de natación y al compás de la música ululante que parece acelerar su ritmo. Los cuatro exploradores quedan absortos un instante; y el Autodidacto, en busca de información, se agacha junto a la segunda mujer candelabro que sostiene por atrás una vela entre sus nalgas y teje por delante una tricota moviendo ágiles agujas.

—Oiga —le dice—, ¿qué hacen aquí estos adolescentes?

—Con la trama y la urdimbre —responde la tejedora entredormida—: es una cuestión de nudos y lazadas a la izquierda o a la derecha.

—Le pregunto qué hacen aquí los efebos en sus caparazones.

—¿Ellos? —rezonga la mujer—. Están esperando a Losquetedije. ¡Oiga! Si usted pertenece al mismo sindicato, busque su caracol, métase adentro y espere con los otros.

Defraudado y corrido, Megafón se aleja de la segunda mujer y sigue a sus compañeros hasta la tercera cuya luz chisporroteante ilumina otros planteles de efebos también desnudos y en exhibición: unos dentro de grandes corolas, ordenados en series de cinco y siete como los estambres de una flor en torno de su pistilo, y meciéndose al tiempo acelerante de la música; otros como bananas cuyas peladuras de material plástico descorren y vuelven a correr ellos al mismo compás; y otros en el interior de huevos rosados o azules, y abriéndose camino a través de los cascarones rotos.

Al estudiar esos planteles humanos, el Oscuro de Flores no disimula su indignación:

—¡Tifoneades es un plagiario! —denuncia—. ¡Como un ratero escamoteó las figuritas de Brueghel y de Bosch para meterlas en su tercer lenocinio!

Con ojo experto y oreja erudita, Samuel Tesler ha estudiado la Tercera Estancia, visto a sus condones y analizado su música:

—Si quieren mi opinión —dice—, Tifoneades intenta ofrecer al público una Sodoma de bolsillo. Su imitación es tan burda, que a mi entender no merece los honores de la crítica.

—Padre —se desconsuela Barroso—, estudiando a los efebos del señor Tifoneades, no distingo quién es Dante y quién es Petrarca.

—¡Huye de la engañosa literatura! —le aconseja Barrantes—. Hijo, está llegando el día en que será tenido por superhombre aquel varón excepcional que consiga exhibir un falo en toda su erección primitiva.

—Tata, ¿seré yo uno de los elegidos?

—Lo serás, pichón, si tomas diariamente tu yogur y no fatigas tus riñones.

En su afán investigador, el Autodidacto se acuclilla junto a la tercera gorda candelero que de codos en el parquet se tira una mano de cartas adivinatorias. Ella le sonríe buenamente y le anuncia:

—El rey de bastos: un pretendiente rico entrará en mi vida. La reina de oro: una morocha con lengua de víbora se interpone; y el valet de espadas, un traidor, se une a ella en contra de mí. Pero el as de corazones…

—La mano es buena —le dice Megafón—. Antes me gustaría saber qué pito van a tocar esos muchachones desnudos.

—¿Muchachones? —ríe la tercera gorda—. ¡Si usted los raspa verá milagros increíbles! Usted sabe: la cirugía estética y los emplastos cosméticos. ¡Chist! «Ver, oír y callar», es la segunda consigna de fraulein Olga.

—Muchachones o no, ¿qué hacen ellos en sus conchas, flores y huevos artificiales? —Están esperando a Losquetedije. Si usted y sus amigos entran en la cofradía, prepárense ya. Los músicos están ejecutando su andante con moto: luego vendrá el prestissimo y al fin el toque de corno inglés. Entonces Losquetedije saldrán de sus gateras.

—¿Dónde tocan los músicos?

—Los ilumina la cuarta mujer candelabro. Favor por favor, ¿quiere hacerme uno? Tome las tijeras y recorte mi pabilo. «El trasero inmóvil», es la primera consigna de fraulein Olga. La cera derretida se me corre hasta el sur. Y una pregunta: ¿no será usted el rey de bastos?

Megafón recorta el pabilo de la mujer que intenta retenerlo aún con su cháchara. Y ve al fondo la luz de la cuarta gorda candelera a la que se dirige llevando en pos de sí a un filósofo inalterable y a un dúo atento. Desde allá viene la sinfonía; y al llegar junto a la cuarta gorda iluminante ven por fin a los músicos que también parecen efebos y que soplan ocarinas, o percuten serruchos, o hacen pedorrear vejigas, o sacuden maracas, o redoblan zapallos huecos a manera de tambores. El tema es único y monótono: está escrito, según advierten, en un gran pentagrama hecho con sogas tirantes a cuyo extremo dos gitones arqueados trazan la clave de sol con sus desnudeces y otros muchos hacen de notas ubicadas en las cinco líneas o sogas de aquella pauta musical.

—¡A mí, Orfeo! —grita Samuel Tesler al descifrar el tema del pentagrama—. ¡Tifoneades ha soltado al demonio Cacophon!

Y aquí los ejecutantes, en una suerte de furia musical, imprimen al tema un ritmo acelerado que siguen todos los efebos con el abrirse de sus valvas marinas, con el desgarramiento de sus peladuras frutales, con la oscilación de sus flores, con la rotura de sus huevos incubados.

—¡Alerta! —grita Megafón a sus tres camaradas—. ¡Hay por ahí un corno inglés que ha de sonar ahora!

De súbito el corno inglés hace oír un toque de cacería entre alegre y feroz: los músicos arrojan sus instrumentos al parquet y los gitones del pentagrama se descuelgan en saltos de felino. Arrancándose las velas de los glúteos, las cuatro mujeres candeleros apagan sus mechas y huyen a un rincón donde fraulein Olga está midiendo el curso del operativo, reloj en mano. Megafón. Samuel Tesler, Barrantes y Barroso giran en flancos y medias vueltas como al acecho de un enemigo invisible. Tras un segundo toque del corno inglés, los exploradores advierten que se abren en los muros algo como sólidas puertas de toril, y que Machos Robots se lanzan al redondel con un brío automático y sus vergas mecánicas en ristre. Los cuatro exploradores están como aturdidos: en sus mentes la figura siniestra de Tifoneades cobra ya un valor inesperado. ¿Hasta dónde llegará el alcahuete griego si abandona su pseudoclasicismo y se rinde a los encantos de la fantaciencia? Pero los Machos Robots avanzan con sus duras piernas motorizadas, caen sobre los efebos y las utilerías: en el fondo submarino de la Tercera Estancia se oye el crujir de artefactos arrasados y un lamento de ocultas masacres.

—¡Gomorra —clama un Samuel Tesler amenazador—, Elohim quemará tus barrios con su menor nafta de arriba!

No hizo bien en gritar, porque un Macho Robot ha sintonizado su grito y se lanza ya contra los exploradores que huyen en torno del recinto y dan en él una suerte de vuelta olímpica bien que sin gloria. El Macho Robot, en la insistencia imbécil de su mecanismo, está por alcanzar al filósofo que nunca mereció los laureles del pentathlon. Y lo alcanzaría si Megafón no se arrojase a las piernas del monstruo y lo derribara en un tackle de rugby. Mientras el Robot, patas arriba, suelta como un juguete caído la espiral sonora de su cuerda interior, los cuatro exploradores llegan al ángulo extremo de la Estancia Tercera y se ven absorbidos como por un extractor de aire que los arrebata con la furia de un huracán.

Cuarta Estancia del Cháteau des Fleurs. Elemento: el aire sublevado. Un pneuma sin Pneuma sopla donde quiere Tifoneades el griego, un palurdo que se agita en la más triste literalidad. ¡Hermanos, el simbolismo es para quienes usan algo más que dos ojos faciales y un tercero en el culo visto quevédicamente! No hay música, ni siquiera un detritus de la música, sino palabras en demolición o átomos del sonido que perdieron su forma unitiva y se juntan otra vez caóticamente para inventar lenguajes asquerogocedoloridos. Y hablan también Fustadelicia o Latigoamor sobre los dorsos que se rinden, y el manojo de hortigas que azota los vientres ofrecidos como espacios de batalla. Pero el gemido no cambió ni cambiará: ¡Tifoneades, aunque le pongas raíces nuevas, no falsificarás el gemido que se acuña en la garganta del hombre! «Hay dos rictus universales y eternos en la cara del hombre: la risa y el llanto», dijo Megafón que lloraba y reía según los tiempos de reír y llorar.

Un pneuma sublevado que se hace viento y escoba empuja, sacude, barre a cuatro turistas en el Caracol de Venus: a Megafón y Samuel Tesler, dos hojas muertas: a Barrantes y Barroso, dos papeles aventados y muertos. («Aquel ventarrón — confesará después Barrantes— parecía un gallo furioso removiendo la tierra con sus patas en busca de una lombriz»). Empujados o barridos, los turistas no ven allá sino un desfile de sombras chinescas proyectadas en los muros con reflectores inestables que tajean la negrura como navajas de luz. Anatomías de hombres y animales combinadas en furor unitivo: el toro que se arquea sobre la grupa de Pasifae o el cisne que agita sus alones entre los muslos de Leda, o el burro de Gamiani, antropozoofilias que hay que mirar con un terror oblicuo.

Un golpe de viento sacude al filósofo y hace tintinear sus falsas condecoraciones:

—¡Oiga! —vocifera él agarrándose a Megafón—. Según el Manava Dharma Sastra, en el Krita Yuga (¡qué buen tiempito!) la Equidad, bajo la forma de un toro, se mantiene firme sobre sus cuatro patas. En cada una de las otras edades la Equidad va perdiendo una pata, y al fin se queda renga.

—¿Entonces? —inquiere un Megafón sorprendido.

—¡Se inicia el Gran Quilombo Universal!

¿Y quién le habrá metido a Samuel ese toro rengo en la pensadora? Barrantes y Barroso, dos papeles arrastrados en la Cuarta Estancia, resisten el viento y miran la sucesión de sombras chinescas que siguen desfilando en el muro lateral.

—¡Padre mío! —se regocija un Barroso infantil—, me gusta la linterna mágica del señor Tifoneades. ¿Proyectará enseguida un film de cow boys?

Barrantes no le responde: ¿cómo decirle a un niño que aquellas imágenes no son realmente sino la proyección plana de volúmenes monstruosos que se ocultan y agitan en tinieblas culpables? ¡Oh, Euclides!, ¿cómo revelarle a un inocente que la literatura erótica del griego se desarrolla en las geometrías no euclidianas de cierto putanismo abismal? Desgraciadamente, y como una solidificación de las imágenes, un friso de bailarinas en trajes de bataclán emerge de la negrura bajo los reflectores, agita sus piernas y canta en una especie de graznido:

Somos las Fobias alegres, venimos a saludar

y también a despedirnos hasta el otro carnaval.

Es indudable que los organizadores del Caracol insisten en el bodrio. Megafón y Tesler aplauden y ríen en tono amarillo; Barrantes y Barroso patean y silban. Y las bataclanas, manteniendo una sonrisa de noventa grados, hacen un ridículo mutis de ballet. Entonces el reflector que las abandona recoge al vuelo y destaca una murga de barrio, con su Director al frente, cuyos músicos, vistiendo fraques deshilachados y galeras de cartón, se contorsionan, echan un aire inútil en sus instrumentos de utilería y cantan a grito pelado:

Sí hablamos de los analistas, borón, borón, borón,

son una manga de punguistas, borón, borón, borón.

Ellos manejan la batuta

y te mandan a la gran puta,

¡boroborón, bon, bon, boroborón, bon, bon!

El dúo Barrantes Barroso, al parecer enternecido, hace caer algunos níqueles en la galera del director. El Autodidacto y el Filósofo lagrimean como en una nostalgia de carnavales pretéritos: ¿habrán regresado al fin los días de inocencia? Pero la Cuarta

Estancia no tardará en cortarles esos retoños: la preñada noche del recinto está dando a luz aquellas figuras en solidez que deben concretarse ahora. Y es el Falso Edipo quien sale de la oscuridad:

—¿No han visto por aquí al doctor Freud? —inquiere, tanteando el aire con su bastón de ciego.

—Aquí estoy, Majestad —le contesta el Falso Doctor Freud que aparece a su derecha.

—¡Doctor —se angustia el Falso Edipo— anoche soñé que cortaba un huevo duro con un plato de loza con filetes de oro!

—Relájese, Majestad —lo hipnotiza el Falso Doctor— en el sueño degollaba usted simbólicamente a su ilustre padre; y los filetes de oro no adornaban el plato sino a la madre ilustre de Su Majestad. Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo.

El inquietante Libido aparece, da un salto mortal de volatinero y cae junto al dúo Barrantes Barroso que no se da por aludido:

—¿Cómo anda ese quosque tándem? —les pregunta Libido el proteico—. ¡No contesten aún! ¡El que aventure una teoría más queda excomulgado automáticamente hasta la cuarta generación!

¡Oh, madre sempiterna! Entre la mamacuna y la mamatumba nos exhortaba tu voz, nos inducía en caminos indescifrables. Y bailaremos desde un antro hasta el otro con la verga tan colgante como enigmática, en un paréntesis de luz que nos abriste y ha de cerrarse, ¡oh, mama tenebrosa! Las Falsas Hijas de Lot asedian al filósofo villacrespense que ha temblado al observar sus profundas ojeras violáceas.

—¡Padre —le dice la Falsa Hija Mayor—, te daré vino esta noche, un vino con especias que hacen olvidar!

—¡Yo no soy tu padre! —se defiende Samuel—. ¡Yo estuve y no estuve en la ciudad incendiada!

—Te daré vino esta noche —le susurra la Falsa Hija Menor—. ¡Padre, la tierra es un desierto bajo la ceniza!

—¡No soy vuestro padre! —se azora el filósofo—. ¡Que me registren! ¡Mis papeles están en regla!

Entonces la Cuarta Estancia del Cháteau parece amotinarse contra los intrusos:

—¡Abajo los metecos! —grita Leda en su oscuridad.

—¡No son caballeros! —los insulta desde su noche un coro de flagelantes y flagelados.

—¡Les daré mi cornada histórica! —muge bravío el toro de Pasifae. Lleno de indignación el Autodidacto le hace frente a las voces:

—¡Locos! —les grita—. ¡Si Tifoneades pretende haber estrangulado a la Lógica, miente como un prestidigitador!

—La lógica es un bípedo inmortal —cacarea Tesler—. Si Tifoneades la mató,

¡que nos enseñe su cadáver ahora mismo!

Pero al tumulto de las voces ahora se une un desprendimiento de formas hostiles que adquieren volumen y se arrastran contra los exploradores. Las Falsas Hijas de Lot insisten como tábanos en los oídos huyentes del filósofo:

—¡Padre, será esta noche!

—¡Bajaremos la mecha de las lámparas!

—Oigan —dice Libido el volatinero al dúo que recula—: si están castrados, abandónense a una gordura meramente zoológica y canten un Tedeum en la Capilla Sixtina.

—Extranjero —ruega el Falso Edipo a un Megafón en cólera—: ¿el ómnibus de Tebas para por este refugio?

Y los cuatro exploradores retroceden ante las formas agresivas que los persiguen. En el momento crítico, un pesado telón de seguridad baja y los aísla de sus acosadores.

¡Dichosos los viajeros que triunfaron en la espiral y el laberinto, almas de brújula celosa y riñones prudentes como el tiburón que olfatea el anzuelo antes de morder!

¿Y quién habría soñado que un infierno desembocara en un paraíso contra las leyes inflexibles de la arquitectura?, cierto es que los cuatro vencedores del Caracol no están aún en la Quinta Estancia, sino en un retrete de lujo con su water closet impecable, sus lavatorios de alabastro, sus espejos bruñidos y dos valets que los aguardan pulcros y rigurosos como la misma Higiene. Pero aquel recinto, en su vulgaridad necesaria, los conforta ya sólo con la presencia de sus útiles, no de otro modo se anima el camellero del Sahara frente a las dos palmeras de un oasis. Asistidos por los valets, los cuatro héroes desagotan sus vejigas, lavan sus manos y peinan sus cabellos: uno de los valets cepilla sus fraques, arregla sus corbatas y ajusta sus botones; el otro les pulveriza una garúa de valiosos aromas que los envuelve como un halago. Samuel Tesler, cuya inclinación a las delicias orientales fue siempre muy notoria, ya está dibujando in mente una versión de Tifoneades menos oscura: ¿y si el griego fuese la víctima de una leyenda negra? ¿Y si el Cháteau des Fleurs resultara ser una criba o filtro para identificar a los electos? Por su parte Megafón, en su vigilia de líder, fluctúa entre la esperanza y el recelo tal como lo hizo en su hora el gran Ulises, Q. E. P. D. En lo que se refiere a los integrantes del dúo, uno y otro se dejan asear y perfumar en silencio, como dos caniches antes de ser presentados a un Kennel Club.

No bien aquella liturgia de retrete ha concluido, los cuatro exploradores entran en el salón de la signora Pietramala, cuya facilidad de acceso los alivia como un bálsamo. En el salón discurre un grupo de hombres que visten como ellos de rigurosa etiqueta y estudian sin interés los muebles y objetos de arte que llenan literalmente aquel recinto. Megafón admite in pectore que la sala es lujosa; y también admite que su cargazón de preciosuras le da el tono inconfundible de un local de remates con sus piezas bien catalogadas. Intenta comunicar sus impresiones a Samuel Tesler, cuando una dama se les acerca lentamente, abriendo con su prosopopeya un camino fácil entre los invitados: un declamatorio traje de noche, una peluca roja con su tiara, un trabajo heroico de la cosmética y un aluvión de joyas y camafeos disimulan en ella una edad avanzada que se resiste a confesar su número.

—Soy la signora Pietramala —dice a los recién llegados—. Bienvenidos al Centro.

El Oscuro de Flores rememora la ubicación de aquella mujer en el relato de Lepare el arquitecto, y resuelve no bajar su guardia. Pero lo domina cierta inquietud al advertir que Samuel Tesler, ante la signora Pietramala, está dando señales de un donjuanismo que todos creían felizmente superado en él y que la matrona observa con visible gratitud.

—Comodoro —ella le dice, le susurra, lo acaricia—, ¿no estaba usted en situación de retiro?

—Signora —le contesta Samuel—, todavía salgo al mar en las noches de plenilunio. —¿Con qué objeto?

—Me gusta oír el ruido que hacen las viejas al estrellarse contra los arrecifes.

—¡Comodoro! ¿Me hará creer que hay fuego todavía en las nieves de antaño?

—Signora, desconfíe de los volcanes que se ocultan en su modestia. ¿No le gustaría ser la mugidora consorte del toro?

—No le veo las guampas al animal —ríe la matrona.

—Es que las lleva de riguroso incógnito —le asegura Samuel retorciéndose un mostacho tan galante como invisible.

La signora Pietramala gratificó a Samuel con un golpe de abanico en el pecho que le hace tintinear las medallas. Luego se dirige a un estrado como de orador, sube a él y pasea una mirada tranquila sobre los asistentes que la circundan ya:

—Señores —les dice—, ¡atención, s’il vous plait! No insultaré la inteligencia de ustedes al anunciarles que nuestra Entidad los recibe, no como invitados a un club, sino como a hombres de selección que acaban de triunfar en una experiencia histórica. Señores, el llamado Caracol de Venus es en realidad el serpentín de un alambique donde algunos mortales, como ustedes, llegan al término feliz de su destilación, mientras los otros, que son mayoría, se quedan en el sedimento y escoria de la espiral. El Gran Sexólogo que dirige nuestro Instituto ha predicho, tras fatigar su calculadora electrónica, que la edad presente de la sexotécnica llegó a su fin, y que se inicia ya una vanguardia cuyo atrevido esquema les adelantaré ahora. Tomen ustedes el rectángulo clásico de un lecho matrimonial y trácenle sus diagonales para ubicar el epicentro feliz de las acciones. En ese punto crucial han de instalarse los dos términos de una futura pareja, el uno sobre la otra, según un paralelismo necesario y respondiendo a los nobles fines de la natura. Claro está, señores, que una revolución tan formidable será resistida por los que aún trazarán en el rectángulo sus viejas y engorrosas coordenadas. Pero está dicho: Natura non facit saltus.

Con gran interés los electos han seguido el alegato de la matrona. Samuel Tesler es una esfinge que mantiene su tercio de sonrisa y Megafón está preguntándose qué insinúa la signora Pietramala en su exordio ético-científico.

—Logrado el centro del área rectangular —continúa ella—, es necesario discernir los atributos de la pareja que se ha de mover en ese punto estratégico de la cama.

¡Señores, bien sé yo que ustedes, gotas brillantes logradas en nuestro serpentín, configuran un primer término excelente de la ecuación! Pero ¿y el segundo? ¿Y Ella?

—¿Qué nos quiere insinuar? —le pregunta Megafón en un comienzo de inquietud.

—¡Ella! —responde la signora Pietramala que asume un tono de Celestina trascendental—. ¡Ah, señores, voy a presentarles una joya única, la perla de Asia, el diamante de Transvaal, la flor de un jardín edénico que se llora como perdido!

¡Señores, una Mujer!

Samuel Tesler ya no sonríe, y Megafón ha temblado como si lo llamasen desde una soñada lejanía:

—¡Signora! —le pregunta—, ¿estamos en la Cámara Central del Cháteau?

—Muy exactamente —le responde la signora Pietramala con aire beato.

—¿Y esa mujer no se llama Lucía Febrero?

—¿Por qué no, hijo?

—¿No se la conoce también con el nombre de la Novia Olvidada?

—¡Hijo, estás quemándote!

—¿No es, fue y será la más desnuda entre las vestidas y la más vestida entre las desnudas? —insiste Megafón como arrebatado—. ¿No es la de mil nombres y ninguno?

—¡Jefe —le susurra Barrantes—, no pierda la línea! ¡Nos están observando!

—¡Attenti, Jefe! —añade Barroso—. ¡No muestre su juego antes de ver la mercadería!

En ese instante la signora Pietramala, dirigiéndose a un pequeño escenario, descorre teatralmente su cortina y presenta de súbito a la Mujer que anunció con tanta solemnidad. Es una Venus cuya desnudez tremenda parece lastimar a la misma luz que destaca sus formas y está gritando el elogio de sus medidas arquitecturales. El filósofo villacrespense observa en aquel modelo femenino cierta rigidez que sin duda trae de su amorosa geometría; y el Oscuro de Flores alaba en ella cierto recato que atribuye al tímido balbucear de la hermosura. Todos lo hombres de la Quinta Estancia, deponiendo las reservas que habían exteriorizado hasta entonces, rodean a la Venus y miden a ojo la cuantía de sus recursos naturales.

—Esta preciosidad —los alienta la signora Pietramala— une al tesoro de sus encantos físicos toda la sabiduría que se puede adquirir en las más exigentes universidades. ¡Pregúntenle, señores, y ella les responderá como una Enciclopedia!

Uno de los hombres acepta el desafío, y enfrentándose con la Venus interroga:

—¿Cuál es la reacción de una mezcla de cloro y de gas hidrógeno iniciada por un rayo de luz?

—El cuanto de luz es absorbido por una molécula de cloro y hace que ésta se escinda en dos átomos de cloro: Cl2 + luz = Cl + Cl —le responde la Venus—. Los átomos de cloro reaccionan con las moléculas de hidrógeno: Cl + H2 = HCL + H + 0,05 electrovoltios.

El asombro de los asistentes despunta en un murmullo.

—¿No es un ángel? —se deleita la signora Pietramala.

—Oiga bien, señorita —inquiere de la Venus un segundo interrogador—. La potencia de un motor eléctrico para 220 V es de 4,5 HP. ¿Cuál es la intensidad de la corriente, suponiendo que se aprovecha la energía en un 90%?

—La respuesta es 16,7 A —dice la Venus como en un arrullo.

—¡Aprobada! —se goza el segundo interrogador sublimado. Mas el tercero (y no es otro que Barrantes) a su vez interroga:

—Señorita, ¿quién ganó en San Isidro el clásico Anchorena?

—Botiquín —le responde la Venus—, con la monta del jockey Losada, por una cabeza y en un tiempo de 1,36 y un quinto. Sport: $ 2,50.

—¡Increíble! —se persigna Barrantes.

Y es Barroso quien ahora pregunta en su entusiasmo:

—¿Cuántos ministros hubo durante la graciosa tiranía del general González Cabezón?

—Doscientos nueve ministros —canturrea la Venus—, todos jurados, transeúntes y cesantes.

Un murmullo de indignación se hace oír en la Quinta Estancia: los integrantes del dúo han profanado la materia.

—¡No toleraré que la política se introduzca en este santuario! —grita la signora Pietramala—. ¿Quieren que me clausuren el Instituto?

La paz retorna cuando el filósofo Tesler, enfrentando a la Venus, impone su reconocible autoridad:

—Señorita —la interroga—, el apeirón de Anaximandro entra en la natura naturata o en la natura naturans?

—Anaximandro no disponía de un ciclotrón para saberlo —arguye la exacta criatura.

—¡Bravo! —aplaude Samuel—. Es evidente que Tifoneades ha logrado en esa hermosa cabecita un vacío absoluto.

Pero es Megafón quien ha de abordar finalmente a la Venus enciclopédica. Su gravedad acusa un drama íntimo que ahora intuyen los asistentes:

—¡Lucía —le dice—, te vi en sueños una noche! Habitabas el centro de una espiral doble cuya vibración construía y desmoronaba los mundos. ¡Lucía!, ¿es verdad lo que soñé?

Conteniendo sus respiraciones, los asistentes aguardan la respuesta de Venus.

—No me gusta vivir en una espiral ni menos en una caja de compases —la oyen refunfuñar graciosamente—. Quiero un dúplex de lujo, con diez ambientes, ocho baños y tres cocinas.

—¡Bien! —aprueba la signora Pietramala—. ¿No une a su ciencia una prudencia de valor incalculable?

Y regresando a su pupitre, levanta un pequeño martillo de rematador:

—Pues bien, señores —dice—, voy a poner esta joya en pública subasta y sobre la base de ochenta mil dólares. Ochenta mil dólares, ¡menos de un óleo de Picasso! ¿Quién ofrece ochenta mil dólares por esta Venus?

Entonces Megafón, que ha digerido ya su desengaño, se dirige a los hombres de la Quinta Estancia y les advierte:

—¡No hagan posturas! ¡Esa mujer no es Lucía Febrero ni estamos en la Cámara Central del Cháteau des Fleurs! ¡Una burda falsificación de la Novia Olvidada es lo que nos refriega en la nariz ese impostor de Tifoneades!

Y recobrando su estatura de líder, ordena fieramente a los tres exploradores que han sobrevivido con él:

—¡Camaradas, vayamos al centro mismo del Caracol!

Por el escenario en que aún se exhibe la falsa Lucía, huye Megafón seguido por Samuel Tesler y el dúo Barrantes Barroso, los cuatro unánimes en el designio de una escalada final. Salen a una galería corva donde ya resuenan los timbres y silbatos que la signora Pietramala sin duda puso en acción desde su pupitre. A la carrera los fugitivos toman la galería que se divide muy luego en dos corredores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Barrantes y Barroso, en su pánico, eligen el corredor izquierdo, ¡y están perdidos! Atentos a la línea concéntrica de la espiral, el Autodidacto y el filósofo Tesler eligen el corredor derecho que ha de llevarlos a la Cámara Céntrica. Sí, a los timbres y pitos ahora se unen las voces de los alertados gorilas de Tifoneades que buscan y se alientan en los pasadizos del Caracol. Y los dos finalistas de la carrera, Megafón y Samuel, corren aún dos espiras muy cerradas antes de llegar al extremo de la curva donde una Puerta se les ofrece o no, ¿quién lo sabe?

Como historiador o cronista de la gesta megafoniana, debo aclarar ahora que los episodios ocurridos en la cámara central del Cháteau me fueron revelados por Samuel Tesler antes de su espectacular deceso en la casa de David el circuncidador y hallándose nuestro filósofo en el pleno uso de sus facultades. No descarto la hipótesis de que Samuel, dada su inclinación al simbolismo, haya decorado algún hecho con pámpanos de su viña individual, como la descripción de la Puerta que, según el filósofo villacrespense, no era una sino cuádruple y la integraban cuatro hojas, desde lo exterior a lo interior, una de hierro, una de cobre, una de plata y una de oro.

Lo esencial es que, urgidos por el tumulto de cacería que resuena en los corredores, Megafón y Samuel advierten que la Puerta se abre a la sola presión de sus manos; y esa facilidad en el acceso les parece un buen síntoma. Entran los dos en lo que ya no dudan es la estancia central del Caracol de Venus; y en atención a sus audibles cazadores vuelven a cerrar la Puerta con su llave y su pasador. Entonces los maravilla el silencio y la noche que parecen reinar en ese claustro: es un silencio en el que, no obstante, parecería bullir en germen toda la música posible; y es una noche que, sin embargo, parecería gestar en su vientre redondo todas las posibilidades de la luz. Y justamente allí, en el área central de aquella noche y aquel silencio, Megafón distingue ahora el pedestal en que se yergue la Mujer Encadenada. Semejante al viajero en exilio que regresa y vuelve a contemplar el rostro de sus amores, Megafón se conturba y siente que lágrimas de alivio corren por sus mejillas: en aquella mujer ha reconocido a la Novia Olvidada, la que tantas veces meditó él en su vigilia y acarició en su sueño. «¡Lucía!», quiere gritar, y no cuaja su grito. Al ver las cadenas que oprimen sus tobillos y los grilletes que aprisionan sus muñecas el Autodidacto siente que un furor vengativo le acelera la sangre. Pero no tarda en advertir que Lucía Febrero, ¡y toda ella!, es un canto a la libertad y una risa de libertad y una danza caliente de la libertad, como si la integrase una bandada inmensa de palomas en vuelo. Y es aquí donde Megafón, que ha triunfado, recibe de la Novia primero «la mirada», enseguida «el saludo» y finalmente «la voz».

Entre tanto los gorilas de Tifoneades llegan frente al recinto central. Y encontrando su puerta cerrada, gritan de furor, hacen redoblar sus puños en la hoja que resiste y utilizan sus hombros a manera de arietes. Concentrado en la luz de su victoria, Megafón no advierte ni advertirá el peligro que lo amenaza desde afuera: más el filósofo Tesler, a su lado y sin perder la dignidad, mide la resistencia de la puerta bajo los golpes y calcula el riesgo de una batalla inminente. La puerta cae al fin, y tres matones de cinematógrafo, empuñando sus cachiporras, asaltan el recinto con el fuego de sus ojos y el insulto en sus jetas agresivas.

Al primero que ven es a Megafón, el cual, erguido ante la Novia Olvidada, muestra en los labios la sonrisa de su éxtasis. Los tres rufianes estudian a un enemigo que no se defiende ni se defenderá, y una rabia incontenible despierta en ellos al ver aquella sonrisa más desafiante que un acero. Uno de los gorilas cruza el rostro de Megafón con dos bofetadas, a la izquierda y a la derecha; pero no logra borrar su sonrisa que se mantiene firme como un reto. Entonces los rufianes alzan sus cachiporras y las dejan caer sobre la cabeza de Megafón que no se inclina: brota la sangre y corre desde su frente a los pómulos, la boca y el mentón; y la sonrisa del Oscuro sigue abierta como una flor en un barro sangriento. Los golpes caen ahora en sus hombros, en sus espaldas y en sus flancos: Megafón cae primero de rodillas, y el hueso de sus rótulas cruje al chocar en el parquet. Al fin se derrumba largo a largo, con la región ventral en el suelo; y al darlo vuelta con sus pies furiosos, los matones descubren aún la terrible sonrisa del caído. Entonces, al buscar un oponente más activo descubren a Samuel Tesler que los ha estudiado en su obra sangrienta, devoto hijo de un pueblo sacrificial.

Al verlos acercárseles con sus cachiporras en alto, Samuel Tesler se dice que la línea del intelecto no es la recta del gorila en ataque, sino la curva del filósofo que soslaya un obstáculo por circu desplazamiento. Con admirable sangre fría, deja que se le acerquen los matones; y cuando ellos van a descargarle sus cachiporras, el filósofo los esquiva según un pase de tauromaquia trazado como a compás. Dos veces más lo atacan los gorilas y otras tantas malogra él sus intentos con los recursos del arte. Mas, a la tercera, un cachiporrazo tangente da en el hombro de Samuel que se desploma. Entendámoslo bien: el filósofo sabe que aquel golpe no afectó ninguna de sus cuerdas vitales; pero se deja caer y se hará el muerto según antiguas e inolvidables estrategias, con lo que podrá seguir, en lo visible y lo auditivo, los últimos incidentes del Cháteau des Fleurs.

Inmóvil en el suelo y contenida su respiración, el falso cadáver de Samuel advierte que dos personajes entran en la cámara: un hombre casi enano que viste una túnica griega, luce una corona de laurel en su calvicie y avanza con grotesca majestad entre falsos hoplistas que lo alumbran con sus hachones anacrónicos; detrás una mujer en la que reconoce Tesler a la signora Pietramala, bien que ahora con sus afeites derretidos y su peluca roja que se le corre al occipital.

—¡Maestro Tifoneades —lloriquea la signora Pietramala—, sólo fue un accidente de servicio! ¡La guardia muere pero no se rinde! ¡Maestro Tifoneades, una conexión que se afloja, y todo el organismo se viene al suelo!

—Si no fueras una puta redomada —le dice Tifoneades—, habrías tenido el ojo puesto en la boutique y no en tus estúpidas vanaglorias. Bien dijo el gran Anacreonte: desconfía de una puta si el torrente de los años la empujó a los delirios de la cosmética.

Dicho lo cual Tifoneades, como un Nerón de utilería bajo su laurel, se dirige al cuerpo yacente de Megafón y lo estudia con mirada crítica:

—¿Está muerto? —pregunta.

—¡Señor —le dice uno de los gorilas—, yo mismo lo desgracié con esta cachiporra que no me dejará mentir!

—¡Ustedes! —rezonga Tifoneades encarándose ya con sus matones—. ¿Qué hacían ustedes mientras el enemigo forzaba el túnel? ¡Ya lo sé, truco y ginebra en la cocina!

—¡Señor! —gruñen ellos con las orejas gachas.

—¡A ver cuádrense todos! —les ordena Tifoneades—. Griten a una voz y con mímica:

«¡Somos tres hijos de puta!».

—¡Somos tres hijos de puta! —corean los gorilas unánimes.

—¡Qué bien lo han dicho! —aprueba Tifoneades—. ¿Vendrá o no ese carnicero?

—Señor —le anuncia la signora Pietramala—, el carnicero Trimarco está en la puerta.

Un hombrón de jeta bestial y mirada libidinosa entró ya en el recinto y se inclina frente al déspota griego:

—Trimarco a la orden —lo adula.

Entonces el griego le muestra el cadáver de Megafón:

—Trimarco —le sugiere—, ¿cumplirá usted nuevamente la gran obra del cuchillo? —Trimarco a la orden —vuelve a decir el carnicero—. ¡Señor! —añade con angurrienta mirada—, ¿puedo confiar en que la gran morocha del 5º B será mía?

—¡Vaya y cumpla! —le sonríe Tifoneades.

En sus últimos recuerdos el filósofo ve al carnicero Trimarco llevándose a cuestas el cadáver de Megafón. Y se ve a sí mismo arrastrado por los gorilas como una bolsa de papas.

Al cerrar mi novena rapsodia, también doy fin al relato de los hechos que atañen a la Novia Olvidada y al Amante Perdido, cuya leyenda no terminó aquí. Tres mundos en superposición o tres barrios en escalada integran a Buenos Aires la ciudad de la paloma. En alguno de los tres vive aún y vivirá Lucía Febrero al alcance de los poetas que la busquen.


⇧al comienzo de RAPSODIA IX

RAPSODIA X

al Inicio

Había transcurrido la noche inmensa del Cháteau des Fleurs y avanzado el nuevo día en una ciudad que se mostró indiferente porque guardaba otro secreto. Patricia Bell, que no había dormido, siguió escuchando el alerta de sus premoniciones en el dormitorio, en el comedor y en la torre del chalet, con el gato Mandinga también eléctrico de presagios. Hacia el mediodía, viendo que Megafón no regresaba, telefoneó sus inquietudes al piloto Coraggio: el marinero le refirió que toda la noche se había mantenido al pairo frente al Cháteau, atento a cualquier emergencia de los exploradores que los obligase a una fuga por el río; y que al amanecer, no habiendo registrado ninguna señal, había regresado con el «Surubí» a la base y con un tercio de máquina. Esas precisiones del idioma naval no tranquilizaron a Patricia Bell que mantuvo su acechanza inútil desde la torre. Pero al anochecer del mismo día le llegaron otras nuevas: en un night club de Olivos acababa de ser localizado el dúo Barrantes y Barroso, con sus fraques y sus imaginaciones en un desquicio tal, que alarmó a los propietarios del establecimiento. Barrantes y Barroso exigían whiskies dobles y hablaban de un Caracol asombroso donde putas y efebos de un lujo indecible trabajaban al servicio de las más exigentes oligarquías. Claro está que los investigadores policiales atribuyeron esos delirios a un «viaje» de ácido licérgico del que Barrantes y Barroso acababan de regresar con sus baúles llenos de mariposas. Y como el dúo fuese incomunicado en averiguaciones, Patricia no logró acercarse a ellos ni obtener algún dato que la orientara en su angustia creciente.

Al cabo de otra noche que pareció eternizarse, Patricia Bell recibió muy de mañana un llamado telefónico de David el circuncidador: Samuel Tesler había regresado a la casa de Villa Crespo en alarmantes condiciones. Luchando entre su temor y su esperanza, ella voló al encuentro de David y lo halló junto a la cabecera del filósofo que dormía un sueño agitado y aspiraba el aire ruidosamente como en una gula de atmósfera. El circuncidador, en voz baja, sintetizó para ella el relato que de su aventura le había hecho Tesler: aquella madrugada el filósofo había despertado en los bosques de Palermo, hundido todo él en una mortaja de hojas otoñales que hacía difícil su respiración. Al emerger de aquella tumba y advertir el aspecto ruinoso de su frac, Samuel entendió que debía ocultarse del alba indiscreta y regresar al barrio con los recursos de movilidad que le ofrecía la hora. Y lo hizo en tres carros de lecheros, ángeles matinales que levantan al náufrago de la noche sin hacerle preguntas. Eso es todo lo que Samuel había referido acerca de su aventura; y Patricia, con el alma en un hilo, estudió la cabeza del durmiente que se revolvía en su almohadón y ocultaba una verdad acaso por terrible. Al reflexionar en las hojas muertas que habían enterrado al filósofo, Patricia recordó no sin angustia que Megafón había calculado sus batallas como librándose desde una primavera inicial hasta un otoño decisivo; y ese recuerdo le inspiró las más luctuosas ideas. Entonces, acercándose al durmiente, lo llamó con dulzura:

—¡Samuel! ¡Samuel!

El filósofo entreabrió sus párpados, la miró vagamente, y al reconocerla dejó escapar una suerte de rugido:

—No contará mi boca el final de un héroe —se negó y encerró. Enseguida, incorporándose a medias, tendió al vacío un puño de amenaza:

—¡Tifoneades es un Nerón apócrifo! —gritó—. ¡Haré volar su prostíbulo con seis cargas de gelinita!

Y al derrumbarse nuevamente sobre las almohadas, recobró su hermetismo con el sueño. Tres días más tarde un hecho insólito conmovió la ciudad: en los lagos de Golf un cisne de cuello renegrido, al pescar bajo el agua, emergió al fin trayendo en el pico una mano de hombre. Cierta pareja de amantes, que recorría el lago en su bote, descubrió la pesca macabra del cisne y la comunicó a los agentes. Estudiada la mano trunca en Dactiloscopia, sus huellas resultaron corresponder a las de un hombre llamado Megafón, con domicilio en Flores, un ciudadano ejemplar del que no se registraban antecedentes y al que no se le conocían enemigos personales de ningún orden, un vecino, en fin, que abonaba sus impuestos como un ángel y ejercía sus virtudes en obras de índole social tan oscuras como altruistas. El inspector Gregorio Sanfilippo, a cargo del asunto, hizo comparecer a la viuda llamada Patricia Bell, quien identificó la mano por una cicatriz muy visible todavía en su dedo anular, y, sobre todo por «la nobleza que había conferido a la mano el uso del compás y la brújula en ejercicios de orientación metafísica». Naturalmente, al oír la última frase de la viuda, no dudó el inspector de que le fuera dictada por el extravío del llanto; y una suerte de piedad algebraica enterneció sus fibras de criminólogo. Pero lo que más lo intrigaba era la pulcritud con que la mano fuera separada en su articulación con la muñeca, obra que sugería el arte de un profesional, cirujano, estudiante de medicina o carnicero. Tras llevar a Patricia Bell hasta Flores, el inspector Gregorio Sanfilippo hizo calcar en yeso la mano trunca y esperó novedades.

Las horas que siguieron acusarían otros hallazgos: el buzo Amadeo García, que trabajaba en el dique 1º de la dársena sur, volvió a la superficie con un pie humano que descubriera entre las basuras del fondo; y unos muchachos que pescaban ranas en el Arroyo de las Toscas hallaron las vísceras de un hombre cuidadosamente ordenadas en una bolsa de polietileno. Al analizar las piezas, el inspector Sanfilippo advirtió en sus cortes la misma sagacidad quirúrgica ya observada en la mano; y lo tomó como un desafío. ¡No sabía ni lo supo jamás!, que a esas horas, en la espiral de Tifoneades, el carnicero Trimarco gozaba el precio de sus cortes en cierta gran morocha del 5º B, a la que iba devorando con sus ojos turbios y su hocico de animal angurriento. La segunda entrevista que mantuvo el inspector con Patricia se desarrolló en la torre del chalet donde la viuda prolongaba un acecho tan inútil como dramático: Sanfilippo intuía que la llave del misterio se guardaba en aquella mujer, detrás de sus ojos verdeoscuros y debajo de su pelo llameante. Sin embargo, a su hábil interrogatorio, Patricia Bell opuso un silencio que sin duda era «de consigna». La tentó luego con la seguridad inminente de resolver el caso y la delicia justiciera de tomar venganza en los asesinos de Megafón. Entonces ella le dijo: «la venganza no es mía»; y le confió el proyecto que venía madurando en la torre desde que un cisne pescara la mano rota del amor ausente. Lo que la desvelaba era el trabajo de reconstruir el dividido cuerpo de Megafón y devolverle la unidad hermosa en que lo miraron tantas veces ella y el sol, en la torre o en el jardín o en el gallinero. En adelante, Sanfilippo la escuchó sin hablar.

Patricia Bell no ignoraba que su operativo exigiría una movilización de la ciudad en aquellos hombres que por su arte u oficio estuviesen en condiciones de buscar las piezas anatómicas de Megafón tan hábilmente dispersadas. Llena de un celo que no admitió fatigas, acudió entonces a los clubes navales de la ribera con sus remeros y acuanautas; interesó a la Prefectura Nacional Marítima que activó sus equipos de hombres ranas y buzos; por televisión y radiofonía hizo un llamado a las asociaciones de fomento, a los clubes regionales de pesca y a todos los vagos que se dedican a papar arroyos y lagunas en Buenos Aires y en el Gran Buenos Aires. Esa campaña de la viuda exaltó a la metrópoli y conmovió a la prensa oral y escrita: los descubrimientos macabros en lugares insólitos fueron sucediéndose a un ritmo de locura. Y el análisis, fotografías y divulgación de los fragmentos embarcaron a las masas en una lección de anatomía descriptiva tan excitante como fugaz. Por fin llegó la hora en que una sala de la morgue vio el cadáver de Megafón enteramente reconstruido, excepción hecha de sus órganos genitales que ningún explorador había logrado encontrar. Desolada en extremo Patricia Bell acudió entonces a un recurso heroico: en la Escuela Nacional de Cerámica hizo modelar y cocer un falo de terracota que después ubicó ella misma en el cuerpo del héroe restituido a su unidad. Sólo faltaba un sepelio que se haría en el panteón familiar de los Bell sito en la necrópolis de Flores.

Dada la publicidad que obtuviera el descuartizamiento de Megafón, esperaron muchos que sus exequias tendrían el fuego popular que se vio en la honras fúnebres de Carlitos Gardel, o, al menos, el que acompañó a la Madre María en su trote final. Aquellos ilusos no tuvieron en cuenta la olvidadiza memoria de Buenos Aires, ni tampoco el hecho de que aquella mañana el welter sanjuanino Kid Gómez disputaría la corona del mundo al japonés Yoko Namura, por lo cual toda la urbe sintonizaría sus radios con las transmisiones de Tokio. Los restos mortales del Oscuro de Flores llegaron, pues, al cementerio sin otra compañía que la de sus amigos, una delegación del club «Provincias Unidas» y algunos hombres de la vecindad que integraban el cortejo por mera vocación necrófila. No bien se detuvo el coche mortuorio frente al peristilo del cementerio, bocinas de automóviles y un griterío suburbano de triunfo anunciaban la primera caída en la lona del nipón bajo la izquierda formidable del sanjuanino. ¡Hurra! Enseguida el ataúd fue bajado y conducido en el siguiente orden: empuñaban las manijas delanteras el exmayor Troiani de civil y el obispo Frazada en su hábito negro con vivos rojos; las manijas centrales estaban a cargo del historiador Cifuentes y de mí mismo el cronista de las Dos Batallas; las de atrás eran regidas por Barrantes y Barroso que aún conservaban en sus pies un temblor de pánico fugitivo. Entre los que formaban el cortejo distinguí a los mellizos Domenicone, soslayados como para ocultar la vergüenza de sus derrotas en el caracol de Tifoneades. ¿Y Samuel Tesler? El filósofo, más herido y enfermo de lo que se creía, no logró esa mañana dejar su lecho en la residencia de David el circuncidador.

Entre tanto los del cortejo nos dirigíamos a lo que sería la morada última de Megafón. Y al transitar los vericuetos de la necrópolis, adiviné que todos entonábamos in péctore la siguiente Marcha Fúnebre:

Megafón, devolvemos a la tierra natal aquello que te dio, sólo barro de un día.

¡No tu alma que fue la bandera de Marte y la lanza de Marte que a la vez hiere y cura! Nos hubiera gustado que sonaran clarines en tu honor y tronasen piezas de artillería, o que trotara solo, detrás de tu ataúd, el caballo de guerra que no tuviste nunca.

¡Ciudad impenitente que sabes adular tan sólo al que te goza o al que vendió tus pechos, y odias al que te sufre porque te quiere digna!

¡Ciudad que recompensas a tus héroes quemados sólo con el destierro y el olvido y la muerte!

Aquí está Megafón: sepultado en tu tierra, será el germen que anime las futuras batallas.

La ceremonia fue breve y silenciosa en el panteón de los Bell: no hubo ni alocuciones fúnebres ni llantos, sino un réquiem del obispo Frazada cuyos latines revoloteaban en el aire como las hojas muertas de aquel otoño. ¿Y Patricia Bell? Ella que rezaba por lo guerreros de los Andes y por los caballos nocturnos de la ciudad, ¿no dejaría un réquiem en la tumba recién abierta del amor derrotado? ¡Para qué! Junto al panteón donde yacían sus mayores, Patricia Bell, en cuerpo y alma, era un réquiem a Megafón y un réquiem a sí misma.

En este punto de mi última Rapsodia, y fiel al plan inexorable que impuse a mi trabajo de cronista, debo narrar la Muerte por Amor que tuvo Patricia Bell en el chalet de Flores, entre las maestras jubiladas, los albañiles italianos y el beatle de suburbio con su guitarra eléctrica. Bien sé que la «muerte por amor» no se usa en esta edad y que su mecánica secreta es ahora tan inexplicable como el dos más dos igual a cinco. Sin embargo, lo inteligible continúa siendo lo inteligible, y su dificultad es apenas una cuestión de lagañas en el ojo del intelecto.

La mecánica de muerte se inició en Patricia el mismo sábado en que Megafón y su tropa se lanzaron al abordaje del Cháteau des Fleurs. Entonces comenzó en ella o en su alma un movimiento de rotación que la llevaría primero a un atardecer, luego a un crepúsculo y finalmente a una noche cerrada. En el interior de aquella noche, Patricia Bell, oscura y tensa como un mandato, había dirigido la reconstrucción del héroe y sus exequias. No bien todo hubo acabado, ella regresó al chalet, se buscó a sí misma y no se halló en el dormitorio ni en el comedor ni en la torre: se quiso recordar en el fragmento de ónix, en la begonia Ofelia y en el gato Mandinga; pero sólo alcanzó las tres dimensiones de su propio vacío. Y aquel enigma de su ausencia llegó a planteársele así: por conversión del amante al amado, ella continuaba siendo y existiendo en Megafón; ahora bien, Megafón había partido y ella con él, pero no conocía ni el rumbo ni la naturaleza del viaje; y al ignorar dónde se hallaba Megafón, no sabía dónde se encontraba ella ni dónde buscarse a sí misma en un Megafón ausente. Y eso es también Psicología, ¡oh, preciosas muchachas de la Facultad! La solución del teorema se hallaba en un reencuentro por el viaje; y así reconoció Patricia Bell la necesidad de su propia muerte.

Sucedió en el dormitorio y en un atardecer otoñal que se apuraba como ella en busca de su noche. Patricia Bell, acostada en el gran lecho matrimonial, tenía dos coros expectantes que la miraban: a su derecha el de los albañiles italianos don Patriarca, don Onofrio y don Nazareno, que habían compartido muchas veces los trabajos y comilonas del chalet; a su izquierda el de las tres maestras jubiladas Aurora, Eduvigis y Úrsula, que habían intercambiado con la pareja del chalet atenciones que fueron desde un libro a una cebolla. El beatle de al lado se mantenía en el foro, con una mano puesta en el cordaje de su guitarra por ahora tan muda como él. Tendido a los pies de la cama, el gato Mandinga era tal vez el único de los asistentes que lograba medir el avance de la sombra en Patricia y el mundo, con las ratas de la noche bailoteando ya cerca de sus bigotes magnéticos. ¿Qué adelantos de alegría retozaban en los ojos de la viuda? Las maestras lo advirtieron y se miraron entre sí.

—Patricia —le dijo en su asombro Aurora la poética—, ¿ya está «bebiendo en la fuente de la resignación el bálsamo del olvido»? —(¡Una metáfora suya de tarjeta de pésame!).

—Grosso modo yo no diría tanto —calculó don Patriarca el albañil—. Hay que resignarse grosso modo, pero la cosa no viene tan de golpe, ¡no, por Cristo!

—¡Ecco! —aprobó el albañil don Onofrio.

—Por ahora —sugirió don Nazareno— hay que alimentarse y dormir.

—Grosso modo —asintió don Patriarca.

La viuda sonrió desde sus almohadones y les dijo:

—¡Es como si me hubieran dado un vino fuerte!

—¿Qué vino? —inquirió Eduvigis la pragmática.

—¿Está borrachita? —se enterneció aquí don Onofrio.

—Hay vinos y vinos —les aclaró Patricia Bell—. Cierta noche, Megafón y yo preparamos un vino maravilloso.

—¿Con qué uvas? —le preguntó don Nazareno, un perito en la materia.

—Megafón y yo cortamos los racimos de nuestras parras interiores.

Los albañiles cambiaron entre sí una mirada llena de consternación: bien sabían ellos que nunca hubo un solo parral en el chalet. Y oyeron el primer alerta de sus corazones vecinales.

—¿Qué hicieron con los racimos? —insistió don Nazareno.

—Los amontonamos en el gran barril del sótano —contó Patricia—. Luego Megafón y yo nos metimos en el barril y con los pies desnudos bailamos toda la noche sobre las uvas.

—Es así como se hace —aprobó don Nazareno—. ¿Cuántos días estuvo el mosto en fermentación?

—Hay vinos que no precisan fermentarse. Al rayar el alba Megafón y yo tomamos la primera copa.

En su exaltación la viuda se había incorporado entre sus almohadones:

—¡Fue una borrachera tremenda! —exclamó—. Todo aquel día y los que le siguieron, Megafón y yo bailamos y reímos en este dormitorio, en el comedor de abajo, en el jardín y en la torre. Naturalmente, la fama de nuestro vino corrió por todo el barrio: una mañana el plomero Juárez, a quien le gusta empinar el codo, se llegó hasta el chalet y nos pidió un vaso de nuestra cosecha. Megafón se lo dio y, tras apurarlo a fondo, el plomero salió a la calle, se arrancó las ropas a tirones y comenzó a bailar desnudo entre los puestos de la feria franca. Megafón tuvo que ir a la Comisaría para que lo soltasen. «Hay vinos que no todas las cabezas aguantan», eso dice Megafón.

¿«Dice» o «decía»? Los albañiles escucharon con sus frentes bajas, una luz húmeda brilló en los ojos de las maestras. Y la viuda no dejó de advertirlo:

—¿Qué ven ahora en mí? —les preguntó a todos.

—Una gran animación —dijo Úrsula la religiosa.

—Es que salgo de viaje —le anunció Patricia.

—¡Viajar! ¿A dónde?

—¡Megafón está llamándome!

Tembló don Onofrio en el andamio de su alma:

—Señora Patricia —le dijo—, ¿dónde está Megafón?

—En «el valle de sombras de la muerte» —lo ubicó con teologal sencillez—. Por favor, no se asusten.

—¿Quiere ir allá? —se alarmó don Onofrio.

—Aunque recorra el valle de la muerte —salmodió Patricia— «el señor es mi pastor y no temeré ningún mal».

—Señora Patricia —le aconsejó don Nazareno—, yo que usted no dejaba entrar esos pajaritos en mi cabeza.

—Grosso modo —asintió don Patriarca—, si a cada uno le llega su hora, no es cuestión de adelantársele a la huesuda, ¡no, por Cristo!

Úrsula la beata, solterona y mártir, insinuó aquí un alegato de su acervo teológico:

—Patricia —la sermoneó—, ¿qué dirá el Señor Jesús de una cristiana que más allá de la muerte busca sólo a un cónyuge difunto?

—(Dijo «cónyuge» y «difunto», palabra de honor).

—No es del todo así —la corrigió Patricia—. Más allá de la sombra yo buscaré al Novio Eterno: si lo hallo, encontraré a Megafón por Él y con Él.

—No entiendo —gruñó Eduvigis la pragmática.

—Muy oscuro —rezongó la teológica Úrsula.

—El Novio Eterno —les aclaró Patricia— es el punto exacto donde se juntan y se reconocen los amantes perdidos. ¿Entienden?

Aquí el beatle, que se disimulaba en el crepúsculo naciente del foro, hizo correr sus dedos por el cordaje de la guitarra. Sí, aquella vibración electrónica sobresaltó a los albañiles y puso en indignación a las maestras.

—No son éstos ni un lugar ni una hora para música —observó Eduvigis en tono áspero.

—Si el beatle no quiere separarse de su guitarra —dijo Aurora—, ¡que no la toque al menos!

—O que se mande a mudar —sugirió don Patriarca grosso modo. La viuda sonrió como desde un recuerdo entrañable:

—Dejen tranquilo al beatle —repuso—. Megafón lo quería, si bien algunas veces, desde la torre, le hizo impacto en la guitarra con su honda. ¡Qué buen hondero! Si el beatle quiere tocar, déjenlo que toque. ¿No querrá ponerle a mi viaje una música necesaria?

E inquirió, agitándose de súbito:

—¿Hay muchas hojas caídas en las veredas?

—Árboles de «hoja caduca» —memorizó Eduvigis la maestra infantil—. ¡Son una calamidad en el otoño!

—Por esas mismas veredas —recordó la viuda—, Megafón una tarde me hizo ver al Otoño que caminaba sobre las hojas muertas con sus botines amarillos.

—¿Botines amarillos? —dudó Úrsula la teológica.

—Eran los del Otoño: vestía un traje de casimir inglés y se abrigaba con un poncho de vicuña. ¿Qué hizo Megafón? Le abrió las puertas del chalet al Otoño y lo invitó a entrar en el comedor hasta la chimenea encendida. ¿Y qué hizo el Otoño? Se arrancó el poncho de vicuña, lo sacudió tres veces y lo libró de hojas resecas, gotas de lluvia y pajaritos muertos. ¡Qué días! ¡Megafón! ¿Creen ustedes que un marido tal no ha de salir a mi encuentro en el valle de la sombra?

Dicho lo cual Patricia Bell, acunada por sus ensueños, hundió la cabeza entre las almohadas y cerró unos ojos que ya no se abrirían en este mundo. Los albañiles italianos y las maestras jubiladas creyeron que dormía, y se alegraron en sus corazones. Las maestras, en un cuchicheo prudente, organizaron una cena de espinacas hervidas con tres gotas de aceite y sólo una de limón para evitar el estreñimiento. Los albañiles, en un susurro de conjuración, desollaron a su dirigente gremial que sin duda era un «chancho» grosso modo, según don Patriarca, y un traidor que se vendía por un cobre, según don Nazareno.

Entre tanto el beatle, a favor de tanta quietud, miraba desde su ángulo a la dormida; y su corazón era un ovillo confuso de la música. Logró primero en el cordaje un ritmo de su cosecha que se hizo insistente y lo invitó a la palabra. Entonces el beatle cantó sotto voce, acompañándose con la flexión de sus piernas y el balanceo de su guitarra:

Ella tenía los ojos

de un verde lagoprofundo, profundolago el color,

¡ye, ye, ye, ye!

Dos medallas en el pecho y un solo anillo en la mano sólo un anillo de bodas,

¡ye, ye, ye, ye!

El gato Mandinga era tal vez el único testigo que vigilaba más allá de la frontera con sus pupilas fosfóricas. ¿Y no vio quizás, digo yo, cómo Patricia Bell se adelantaba en una noche sin miedos, abriéndose paso con sus rodillas, entre los rumorosos trigales de la muerte? ¿Y no vio tal vez el Gran Pastor que la guiaba con su cayado rítmico, en un pasaje de violetas húmedas y jacintos aventados? ¡Adiós, Eutanasia!

Desde los comienzos de la gesta megafoniana entendí que mi última rapsodia terminaría con la muerte del filósofo. Lo que no pude calcular entonces fueron las circunstancias de aquella defunción, tan imprevisibles como lo habían sido aquí todos los gestos de Samuel Tesler, ¡que Dios lo tenga en su Gloria!

Una semana después de los acontecimientos relatados, el filósofo villacrespense, que seguía en la casa de David el circuncidador, me hizo llamar en los términos de una gran urgencia. Naturalmente, acudí a su llamado; y desde su cama de bronce me anunció él que había decidido morir en un plazo de setenta y dos horas y que yo debía ser «el empresario de su muerte». A tono con su aire natural, le pregunté si aquel encuentro voluntario con la Parca era un privilegio de los metafísicos, o si obedecía más bien al cachiporrazo traidor que recibiera él en la Espiral de Tifoneades. Me dijo

que su muerte respondía mejor a cierta botánica de altura, en virtud de la cual el alma del hombre va madurando como una pera en su peral y se deja caer al fin desde su ramaje al Empíreo, fiel a una gravitación celeste que Jorge Newton no había calculado en su puta vida. Tras admitir la lógica de su defunción y constituirme yo en su empresario, abordé resueltamente la metodología que seguiríamos en el luctuoso acontecimiento; y Samuel Tesler me impuso estas condiciones: a. La suya debía ser una muerte popular y cantada, no la oculta y silenciosa de nuestros hermanitos los chanchos burgueses. b. Exigiría, pues, la asistencia de testigos o espectadores bien seleccionados cuya nómina ya obraba en su poder y me daría luego. c. Teniendo en cuenta la sublimidad de los asuntos que abordaría él en sus instantes agónicos, requería el servicio de una estenógrafa (si era posible rubia y bien metida en carnes), o en última instancia un grabador fonomagnético susceptible de registrar sus palabras con la dudable fidelidad que suele prometer la electrónica. d. Calculaba iniciar su muerte al filo del mediodía, cuando la luz del sol en el cénit hace más creíble la gritona ilusión de este mundo: al cerrar sus ojos a esa vistosa fantasmagoría, Samuel Tesler pensaba dar un ejemplo metafísico a los boludos materialistas de Buenos Aires y sus alrededores.

De regreso a mi casa, estudié la nómina de los testigos que asistirían a la muerte del filósofo y que había escrito él de su puño y letra: David el circuncidador, como dueño de casa y representante del Antiguo Testamento; el piloto Coraggio, ducho en navegaciones, teniendo en cuenta que la muerte al fin y al cabo es una navegación; Barrantes y Barroso, a los que Samuel Tesler admiraba en sus naturalezas como clowns filodramáticos; y Jerónimo Capristo, el afilador que lo había salvado del vientre de la Ballena y al que Samuel llamaba Eleuteros o «el libertador». Naturalmente, yo actuaría como empresario del show; y Tesler se reservaba los derechos de «primer actor» absoluto, según los cuales expulsaría del escenario mortuorio, «con tres patadas en el culo», al testigo de su muerte que no guardara la debida compostura.

Setenta y dos horas más tarde, y cerca de un mediodía otoñal, actores y espectadores nos reuníamos en la casa de David, o con mayor exactitud en el dormitorio que Samuel no abandonaba desde su lamentable derrota en el Caracol de Venus. El filósofo, tendido en una cama que Ruth, la mujer del circuncidados había enjoyado con lencerías de nupcias o de muerte, se enfundaba en un camisón blanco y ampuloso que a su entender le confería cierto aire sacerdotal. A su cabecera y derecha estaba yo, un empresario atento, listo a poner en marcha el grabador que yacía sobre una mesa de noche; a su cabecera e izquierda, el piloto Coraggio vigilaba, sereno timonel de aquella muerte; a mi lado el dúo Barrantes y Barroso parecía flotar en la marea de un superrealismo tan negro como la noche; junto a Coraggio, el afilador Capristo no desertaba el aire fresco y vegetal de la égloga; en cuanto a David, se mantenía ritualmente a los pies del filósofo, y en su boca se acentuaba un rictus de viejas y salobres elegías.

Y el primero en hablar fue Barroso, quien, observando a Tesler que dormía o lo aparentaba, se dirigió a Barrantes y le dijo:

—Si el lugar común no me engaña, yo diría que el filósofo duerme ahora «el sueño de los justos».

Abrió aquí Samuel uno de sus párpados y nos advirtió con severidad:

—Ese clown miente. ¿Funciona ya el grabador?

—Funciona —le aseguré, acercando el micrófono a su boca.

—Los justos no duermen —vocalizó entonces el filósofo—: están desvelados a causa de los injustos. ¡Que luego se transcriba esta frase con exactitud! La Historia es un puta exigente: quiere la realidad por escrito y con ilustraciones.

—Padre —inquirió Barroso— ¿el maestro está bordándose una muerte de lujo?

—Ésa es la ventaja de los metafísicos —le contestó Barrantes—. Ellos pueden vestir una muerte de medida. Nosotros, los chiquitos, usamos una muerte de confección.

—¡Bufones! —los increpó Samuel con visible delicia—. Yo también soy bufón, pero de un Rey. ¿Entienden? Alcáncenme ahora el papagayo: tengo una meada cuantitativa y cualitativa.

Lleno de tierna solicitud el afilador Capristo halló debajo de la cama el orinal ornitológico y se lo alcanzó a Samuel que lo disimuló entre sus cobijas. Todos oyeron un fluir de aguas menores en el oculto papagayo.

—Amigos —nos reveló Samuel—, pacientemente vine acumulando esta meada que yo definiría como diluvial. Algunas veces calculé soltarla desde la punta del Obelisco, y provocar una inundación de Buenos Aires a fin de que mis tímidos conciudadanos aprendiesen a nadar en aguas profundas. ¿Por qué no lo hice? Porque antes que yo lo había realizado en París otro héroe, ¡y nunca seré un meón de segunda mano!

Aquí devolvió el orinal rebosante al afilador, y nos dijo:

—Repártanse este orín equitativamente y úsenlo sólo con fines medicinales.

—Maestro —le preguntó Barroso—, ¿este agradable líquido es el antibiótico universal que buscaban los alquimistas?

Pero Samuel navegaba ya en otras ideas, y en la malicia de sus ojos volvía a sorprender ese tránsito a la farsa pura que yo le conocía desde las gestas inmortales de Villa Crespo. Volvió hacia mí su rostro desconfiado y me dijo:

—¿Hay una cinta nueva en el grabador?

—El grabador tiene cinta para dos horas —le aseguré con absoluta verdad.

Entonces, apoderándose del micrófono, Samuel Tesler dictó a la máquina el título que sigue:

—«Lamentaciones de Samuel, filósofo villacrespense». Y empezó a salmodiar con histriónica voz de solista:

Aleph. Desde que me sentí actor de un mundo, adiviné la trama del libreto y siempre tuve delante la cara del Autor. Y no me fue dado entrar con soltura en la graciosa fantasmagoría de la comedia, porque me faltaba naturalidad en el arte dramático.

Beth. Y tuve un sueño: soñaba yo que recorría una gran mansión donde se realizaban a la vez un nacimiento, una boda y una muerte. Y el personaje de los tres eventos era el mismo, y yo era ese personaje solitario que nacía, se casaba y moría en terrible simultaneidad.

Ghimel. Entonces me dije: «¡Rompamos los esquemas y entremos en la Gran Ilusión!». Y me agarré un pedo sublime con los vinos de Cuyo y los aguardientes de Catamarca, y bailé tres días enteros con el pie redoblante y el corazón en forma de tamboril. Con lo cual no entraba en la Gran Ilusión, porque yo me reía, y los ilusionados andan serios como bragueta de fraile.

Daleth. «No es que un hombre (o el hombre) viva solo», recordé prudentemente. Quiero entrar en la Danza de los Ilusionados o hacer que los ilusionados entren en la mía. Voy a construir un mundo en que los comediantes no se ilusionen demasiado ni demasiado poco: se llamará El Mundo en la Balanza.

He. Y en mi torno de alfarero me puse a redondear un mundo que destruyese los olvidos del hombre y mojara otra vez las raíces de su alegría: fue como hacer una tinaja nueva para las lluvias o un jarro flamante para los nuevos moscateles. Y ofrecí a los hombres aquella preciosura de mis dedos fabriles, ¡y me la rechazaron!

Vau. Rechazaron mi mundo y lo rompieron como una tinaja llena de frescura: escupieron su tierra y emporcaron su cielo. Intenté las vías de la razón, ¡e hice mal! Los insulté de lo alto a lo bajo, ¡y era inútil! Porque los estrechaba la ilusión separativa de sus odios y sus amores. Y se volvieron contra mí.

Zain. Afilaron contra mí las chuzas de sus indígenas y los facones de sus bárbaros; pusieron hiel en la lengua de sus críticos y ácido sulfúrico en la tinta de sus editoriales. Entonces quise alzar una bandera blanca y me azuzaron sus perros de policía. Me digo ahora: «Cuando el hombre azuza un perro contra su hermano, el perro se humaniza y el hombre se hace perro fatalmente».

Heth. Señor, en la Ciudad del Hombre roí con inquietud mi pan y dormí en alarma todo mi sueño. Intenté cantar y me apretaron la garganta; quise trazar una figura de baile, y me agarrotaron los pies.

Teth. Entonces aborrecí los rostros ajenos que me hostilizaban, no por ajenos, ¡ay!, sino porque los entendí como caras posibles de mi propia esencia. Y al aborrecerlos, me aborrecí, por lo cual abandoné la Ciudad del Hombre y busqué un asilo en las cuevas donde se refugian los animales de cuero rayado.

Jod. Hasta las cuevas me persiguieron como a tigre feroz: arrojaron en mi cueva sus antorchas de alquitrán y sus cartuchos de gases lacrimógenos. Cuando salí a la luz, mis ojos eran como dos fraguas y mis dientes como puñales esgrimidos.

Caph. Y retrocedieron ante mi furia y mi sarna. Me cazaron en su red y me encerraron en sus perreras: me vacunaron contra los virus de la metafísica, y no me prendieron sus vacunas. Entonces recorrí mi cárcel sobre mis patas de animal y le hablé al Creador:

Lamed. «Mi nombre verdadero es Adán: me diste un Paraíso como habitáculo, y lo convertí en un Infierno; me diste a beber el mejor vino de tus parras, y lo convertí en vinagre.

Mem. »Señor, me ofreciste una delicia inmóvil junto al Árbol; y salté más allá del jardín, volé a las planicies de la inquietud y sufrí con tiranos de crestas erizadas y malevos que se nutren de bandoneón y llanto.

Nuri. »Y fui mejor cuando pintaba un reno en mi caverna que cuando aventuré mis dos primeros pasos en la luna. Y seré peor cuando llegue a Marte y junte sus piedritas de colores».

Samech. Así le hablé a mi Creador, y no tuve respuesta. Visto lo cual hice un resumen de mi vida con el fin de autocompadecerme y llorar un poco. Y no lo conseguí, porque mis lagrimales estaban obstruidos por una sal dura como el basalto.

Ain. Entonces, y sólo por diversión, me ordené a mí mismo escribir el Epitafio de la Libertad. Mi rabí ha dicho: «La Verdad os hará libres». Luego —pensé—, a mayor Verdad mayor Libertad. Y en la pared oscura de mi calabozo escribí lo siguiente: «Aquí yace la Libertad: murió asesinada por cien hijos de puta o literales o filosóficos». Y me dormí tranquilo.

Phe. Cierta noche me insinuó el ángel Anael: «Deberías reconstruir tu alma con los materiales que se salvaron de tus incendios». Y así lo hice, utilizando alambres retorcidos y maderas tostadas. Entonces me soltaron de la cárcel por mi buena conducta, ¡y salí de nuevo al sol!

Sade. Y salí a la tierra libre, al agua libre, al aire libre y al fuego libre. ¡Aleluya! Hermanos, la noche huele bien, como las axilas de una reina; pero huele mejor al alba cuando es un jazmín que se abre entre los dos pechos de la negrura. ¡Y yo aprendí otra vez el arte de rayar o amanecer!

Coph. Me sentí ridículo en mi sublimidad, como una manifestación imposible de lo Absoluto no manifestable. ¿Han entendido, hermanos?

Res. Y canté, reí o bailé: «¡Me gusta la Casa, pero me gusta más el Arquitecto!».

Sin. ¡Desde Aleph a Thau se desarrolla el truco de los trucos, el juego de los juegos!

Thau. Antes de la «pulverización» del mundo viene su «atomización». Antes de su «atomización» se produce la «subdivisión de la subdivisión». Antes de la subdivisión de la subdivisión se produce la «subdivisión». Antes de la subdivisión se produce la «división». Y antes de la división reina la Unidad, hermosa como una esfera, igual a Sí misma como una fruta en su cáscara de oro.

Tras aquel dictado, Samuel Tesler me devolvió el micrófono y me rogó humildemente:

—Regístreme usted ese precioso texto en el Registro de la Propiedad Intelectual. Vivimos en una tierra de plagiarios y aquí le plagian a uno hasta el metabolismo.

—Tata —se maravilló Barroso—, nuestro querido agonizante no se caracteriza por un exceso de modestia.

—La modestia es el calzoncillo gris de los mediocres —le respondió Barrantes—. Hijo, cuando veas morir a un gran hombre, busca detrás al camarógrafo, al iluminador y al sonidista.

En su magnanimidad el filósofo no se dio por aludido:

—Tengo sed —musitó—. Nada reseca tanto el garguero como la Elegía. No me gusta la Elegía: es el pañuelo mocoso de los débiles.

David le acercó entonces un vaso de naranjada que Samuel rechazó con ostensible dignidad. Volviéndose al piloto Coraggio:

—José —lo tanteó—, ¿no quedará por ahí algún fiascone de vino siciliano con su azufre del Etna?

—Lo tengo en el remolcador —le dijo el piloto—. ¡Samuel, voy allá de una carrera y se lo traigo con la Biblia!

—Ya no hay tiempo —se dolió el filósofo—. José, guarde mi Biblia en el remolcador: es la única herencia que les dejaré a los muchachos de la dársena.

Aquí el afilador Capristo lloriqueó tiernamente:

—¡No se nos vaya, don Samuel! ¡Oiga! ¡Si usted se muere habrá luto en el Pabellón de los Genios! ¡El Mahatma y Napoleón no se consolarán a dos tirones!

—Gerónimo —le recordó Tesler—: el Mahatma es un cretino ensabanado y Napoleón un amateur de las escopetas.

Y enfrentándonos a todos:

—¿Quieren privarme de mi defunción? —nos dijo—. ¡Hacen mal! En esta República es asombroso el valor promocional que tiene un ataúd: aquí nadie triunfa si antes no pasa por los trámites de una cochería fúnebre. Amigos, cuando me lleven a la tumba, no se dejen engañar por el aire luctuoso de los cocheros, ni les den una propina que no figura en el laudo sindical de la Parca.

Volvió a gemir el afilador Capristo; agitó Coraggio su frente bronceada en un signo de fatalidad; y todos adivinamos que los últimos instantes de Samuel estaban próximos.

—A mi entender —calculó Barrantes—, nuestro moribundo ya tiene el alma en la epiglotis y la soltará de un momento a otro.

—No lo crean —repuso Tesler dejándose acariciar por aquellos elogiosos temores—. ¿Han visto alguna vez la meada intermitente del perro? La suelta de a chorritos en este árbol, en el otro y en el de más allá. ¡Camaradas, así es mi muerte! Yo soy el perro.

—Y nosotros los árboles —dedujo Barroso—. ¡Tata, me siento meado de pies a cabeza!

—Es una incomodidad pero no un insulto —le hizo distinguir Barrantes—, y la ciencia bien vale una micción. Hijito, la historia nos enseña que los filósofos dan su mejor caldo en agonía. Si a nuestro agonizante le sobra, como dice, un remanente de cuerda, propongo que antes de morir nos deje resueltos los enigmas en que la humanidad naufraga desde su paleolítico.

—Yo no lo cansaría tanto —se opuso el afilador.

—¡La muerte no es un examen de colegio! —rezongó el piloto Coraggio.

Desde su cama broncínea y en su camisón talar, Samuel recogió el guante con visible complacencia:

—¿Y por qué no? —dijo—. Pregunten y les contestaré. ¿Sigue andando ese grabador?

—¡Ni un cataclismo lo detendría en esta hora solemne! —juré yo que vigilaba el aparato.

Entonces, dirigiéndose a Samuel como a una sibila, el consultante Barroso le preguntó:

—Saib, ¿qué hay de creíble en la sonada inmortalidad del cangrejo? ¿Ese crustáceo es digno de la inmortalidad, o su piolín acaba en una fuente con mayonesa?

—El cangrejo es digno de la inmortalidad como ninguno —aseguró el filósofo—, por ser la única bestia que retrocede al caminar. ¡Y no me digan que la retromoción del cangrejo ya fue negada por las ciencias biológicas! El que retrocede avanza y el que avanza retrocede. ¿Han entendido, hermanos? ¡Qué putas van a entender!

—Maestro —le objetó Barroso—, ¿la lógica existe o es un bazar de porcelanas chinas?

—A esa cuestión responderé con otra —le dijo Samuel—: ¿qué culpa tengo yo si lo que antes era culo se nos hizo cara y lo que antes era cara se nos hizo culo?

—¡Gracias, maestro! —exclamó Barroso—. ¡Esa transposición caraculesca me ha deslumbrado!

Aquí Barrantes, alentado por la euforia de su hijo, abordó al filósofo y le recordó un asunto que desde hace milenios fatiga el cacumen de los geómetras:

—Maestro —le preguntó—, ¿cómo resolver la jodida cuadratura del círculo?

—El método es de una sencillez admirable —le respondió Samuel—. Tómese la redonda cabeza de un teólogo, póngasela en la fragua de un herrero y a golpes de martillo désele la forma de un cubo regular.

—¿Es un problema de metalurgia y no de geometría?

—Es un problema del más enrevesado cono. El que lo resuelva comerá peritas de agua en un jardín cuadrado.

Barrantes como en éxtasis, le dio las gracias. Y entendí yo que había llegado mi turno en aquella encuesta final:

—Samuel —le dije—, la mecánica viene buscando un «movimiento continuo» que le proporcione una fuente de energía sin costo ninguno. ¿Existe o no un movimiento así?

Tras escucharme, dejó escapar el filósofo una risa que desentonaba en aquel escenario de su muerte.

—¡Qué bestia maravillosa es el hombre! —se regocijó—. Todo está en movimiento continuo, en lo macrocósmico y en lo microcósmico, desde un átomo a una galaxia. ¡El problema del hombre no está en el movimiento, sino en la inmovilidad! Lo que se mueve no es perfecto: sólo es perfecto el Gran Inmóvil.

Los testigos de aquella muerte no dudamos entonces de que Samuel estaba en la mejor de sus formas. Y Barrantes decidió extraer una gota más de aquel inagotable limón filosófico:

—Maestro —le rogó— estamos casi en la frontera del siglo XXI. ¿Podría usted aventurar un pronóstico sobre la nueva centuria?

—No soy ni un profeta ni un bate —se negó Samuel honestamente—. Pero hablaré como futurólogo y voy a dejarles una predicción acerca del mañana.

—¿Cuál es, maestro? —gritó el dúo excitado.

—Alcáncenme otra vez ese micrófono —solicitó el moribundo con apremiante urgencia. Se lo entregué al punto, lo ubicó él entre sus nalgas y le soltó un pedo monumental que nos dejó aterrados: era un pedo barroco, exultante de escalas cromáticas, fugas y contrapuntos. Entendidos en la materia, el afilador y el piloto admitieron después que jamás habían oído en este mundo un flato de tanta envergadura. Y David el circuncidador, como dueño de casa, lo atribuyó a un arenque ahumado que había comido el filósofo la noche anterior contra las restricciones de sus médicos. Dictado su pronóstico, Samuel Tesler se arrellanó en la cama y nos dijo:

—El documento que acabo de producir, o mejor dicho su hermenéutica, suscitará en el futuro más bochinche que las predicciones de Cagliostro.

Luego Samuel pareció entrar en una sueñera que nos alarmó a todos:

—La muerte —susurró— es como un vino dulce y traicionero en su apariencia inofensiva.

Y dirigiéndose a Coraggio:

—José —le dijo—, ¿nunca les expliqué en el remolcador la Parábola del Hijo Pródigo?

—No recuerdo, Samuel —contestó el piloto en alarma.

—Hay un Padre que tiene dos hijos —nos refirió Samuel—. El primero se queda en la casa del Padre, con el Padre y «en el Padre» yo diría: es un hijo que no trasciende a lo exterior. El segundo abandona la casa y dilapida afuera los tesoros del Padre. Ahora bien, cuando regresa este segundo hijo, el Padre, lejos de castigar su éxodo, lo recibe con luces y fiestas y hace matar para él su mejor becerro. ¿Por qué?, reflexiono yo. ¿El segundo hijo, el vagabundo, no habrá cumplido afuera una misión del Padre? ¿No será «el hijo manifestador»?

Aquí Samuel pareció turbarse y debatirse como frente al ventarrón de sus ideas:

—Hay un tercer hijo —nos reveló—: se ausenta como el segundo y vuelve a la casa, pero muerto y resucitado. Y el Padre lo sentó a su derecha. ¿Por qué?, vuelvo a reflexionar. ¿No será «el hijo que redime» y prepara el final de la Commedia? Porque son tres hijos y uno solo frente a un Padre solitario. ¿Entienden?

Ante nuestras miradas en asombro, Samuel Tesler se arrancó entonces las cobijas y se lanzó fuera de la cama en un salto imprevisible. Metido en su camisón de pies a cabeza, nos estudió con sus ojos entre severos e hilados:

—Camaradas —nos exhortó—, si todo se ha cumplido ya, ¿por qué gemir como terneros y no bailar todo lo que nos falta de la noche?

Decidido y jovial, se acercó al micrófono y le dictó:

—«Aquí Samuel, filósofo villacrespense, bailó su Danza de los Redentos».

Y zapateó dos veces con los talones y las puntas; giró luego en torno de su eje como un planeta digno; intentó al fin una tour de jambe fouettée, pero lo traicionaron las tabas y se vino ruidosamente al suelo. Consternados, lo devolvimos a la cama entre David, el afilador Capristo y yo. Tras medir un instante su derrota coreográfica, Samuel Tesler se volvió a nosotros y nos dijo:

—Ahora sí, hermanos. Este «punto» se va.

Y dirigiéndose al piloto Coraggio le anunció:

—José, voy a soltar amarras.

Navegante fluvial, el piloto Coraggio se le acercó a la oreja y le advirtió prudentemente:

—¡Samuel, a un tercio de máquina! ¡Y no soltar el timón! ¿Ve claramente la luz de las boyas o hay neblina en el río?

Era inútil: el filósofo villacrespense había dicho ya sus últimos vocablos.

Y a su verba en retirada se unió el resto de sus facultades externas de acción y sensación. Todas juntas, y en número de diez, se retiraron a Manas como diez ríos que volvían a su fuente original. Y Manas, con todo ese cortejo, volvió a Pruna de la que había nacido a su vez, y Pruna se reabsorbió en Jivatma como en su principio. Allí Samuel abandonó su forma corporal y tomó una esencia luminosa que también era un vehículo. Entonces, por haberme dictado las Escrituras y ejercido las virtudes heroicas, el filósofo recibió una copa rebosante de anirita el vino de la inmortalidad.

¿Y luego? «En la existencia universal no hay puntos finales —decía Samuel Tesler—: sólo hay puntos suspensivos».

Y éstas fueron las Dos Batallas de Megafón que debí narrar tan sólo en sus vicisitudes exteriores. El fondo secreto de la gesta megafoniana está hoy, según dicen, en dos organismos iniciáticos que se ocultan uno en Villa Crespo y el otro en San José de Flores. Al parecer, el de Flores consagra sus esfuerzos a estudiar la doctrina en todos y cada uno de sus matices; y el de Villa Crespo, dado más a la acción que a la meditación, trabajaría en una praxis que a mi entender, y si ese organismo la concretara realmente, haría polvo el esquema gris de Buenos Aires y del país entero. Se trataría de buscar y encontrar el miembro viril de Megafón, su falo ausente que Patricia Bell sustituyó con uno de terracota inmóvil. A esa búsqueda o encuesta del falo perdido serían invitadas la nuevas y tormentosas generaciones que hoy se resisten a este mundo con rebeldes guitarras o botellas Molotov, dos instrumentos de música.

El problema está en la localización exacta del falo, ya que (nadie lo duda) ese órgano fue hallado en su día con las demás piezas anatómicas del héroe y escondido más tarde con fines traicioneros. Estaría oculto, según contradictorios investigadores, en el gorro frigio de la República marmórea que tirita o suda en la Pirámide; o en los duros juanetes del Obelisco; o en el sótano del Ministerio de Hacienda y encadenado allá en razón de su peligrosidad revolucionaria; o en una caja fuerte del Banco de Boston y disfrazado según las estrategias del imperialismo; o en el reloj asmático de la Torre de los Ingleses: o astutamente olvidado en un friso de la catedral metropolitana.

Sea como fuere, todo aquí está en movimiento y como en agitaciones de parto.

¡Entonces, dignos compatriotas, recomencemos otra vez! Así lo aconsejaba Heródoto, gran farol de la Historia, que sabía un kilo. ¡Y adiós, que me voy!


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NOTA

al Inicio

LEOPOLDO MARECHAL (Buenos Aires, 1900 - 1970) fue un poeta, dramaturgo, novelista y ensayista argentino.

En la primera etapa de su vida literaria prevaleció la poesía. Publicó Los aguiluchos (1922) y Días como flechas (1926).

En 1926 viajó por primera vez a Europa, donde trabó amistad con importantes intelectuales y pintores como Picasso, Héctor Basaldúa y Antonio Berni. La publicación de Adán Buenosayres en 1948, exceptuando el comentario elogioso de Julio Cortázar y algunas otras voces entusiastas, como las de los poetas Rafael Squirru y Fernando Demaría, a quienes dedicaría respectivamente la «Alegropeya» y la «Poética» de su Heptamerón, pasó en principio completamente inadvertida. Las cuestiones políticas no fueron ajenas a los motivos, considerando la abierta simpatía del escritor hacia el peronismo, en cuyo gobierno siguió trabajando en el campo de la educación y de la cultura.

En 1951 se estrenó la obra teatral Antígona Vélez (basada en la Antígona de Sófocles). Por esa pieza teatral recibe el Primer Premio Nacional de Teatro. Escribió dos novelas más: El banquete de Severo Arcángelo (1965) y Megafón, o la Guerra (1970). Esta última estaba en la imprenta cuando Marechal falleció en 1970.

Publicada el año de la muerte del autor, “Megafón, o la guerra” es la novela política por excelencia de Leopoldo Marechal y, a la vez, una suerte de magnífico testamento narrativo. Su protagonista, un muchacho de Villa Crespo que alguna vez arbitró peleas en el Boxing Club del barrio, es un autodidacta empedernido que llega a la conclusión de que no hay «monstruos anacrónicos», que toda lucha es un combate subterráneo que nunca sale a la luz y que es necesario dar batalla a esos males en su propio campo. En un país con olor a bronca, una bronca que nadie deja de olfatear en el aire, misteriosa y temible, y que emborracha como la pólvora, la gesta de Megafón es tan desproporcionada como conmovedora. No importa que fracase en su intento por rescatar a Lucía Febrero de las garras del tenebroso rufián que la tiene prisionera en un burdel de Tigre; no importa siquiera que sea apresado y descuartizado, ni que sus restos se dispersen por distintos lugares de la ciudad: su rapsódica derrota abre el curso de las conquistas morales que su epopeya ansiaba como coronación final.